====== CAPÍTULO IV ====== Capítulo IV — Ciencia sagrada y ciencia profana Acabamos de decir que, en las civilizaciones que poseen el carácter tradicional, la intuición intelectual está en el principio de todo; en otros términos, es la pura doctrina metafísica la que constituye lo esencial, y todo lo demás se vincula a ella a título de consecuencias o de aplicaciones a los diversos órdenes de realidades contingentes. Ello es así concretamente para las instituciones sociales; y, por otra parte, la misma cosa es verdadera también en lo que concierne a las ciencias, es decir, a los conocimientos que se refieren al dominio de lo relativo, y que, en tales civilizaciones, no pueden considerarse más que como simples dependencias y en cierto modo como prolongamientos o reflejos del conocimiento absoluto y principial. Así, la verdadera jerarquía se observa por todas partes y siempre: lo relativo no se tiene como inexistente, lo que sería absurdo; se toma en consideración en la medida en que merece serlo, pero se pone en su sitio justo, que no puede ser más que un sitio secundario y subordinado; y, en lo relativo mismo, hay grados muy diversos, según se trate de cosas más o menos alejadas del dominio de los principios. Así pues, en lo que concierne a las ciencias, hay dos concepciones radicalmente diferentes e incluso incompatibles entre sí, que podemos llamar la concepción tradicional y la concepción moderna; hemos tenido frecuentemente la ocasión de hacer alusión a aquellas «ciencias tradicionales» que existieron en la antigüedad y en la edad media, y que existen todavía en Oriente, pero cuya idea misma es totalmente extraña a los occidentales de nuestros días. Es menester agregar que cada civilización ha tenido «ciencias tradicionales» de un tipo particular, que le pertenecían en propiedad, puesto que, aquí, ya no estamos en el orden de los principios universales, orden al que se refiere únicamente la metafísica pura, sino en el orden de las adaptaciones, donde, por eso mismo de que se trata de un dominio contingente, debe tenerse en cuenta el conjunto de las condiciones, mentales y otras, que son las de tal pueblo determinado, y diríamos incluso las de tal periodo de la existencia de ese pueblo, puesto que hemos visto más atrás que hay épocas en las que las «readaptaciones» devienen necesarias. Estas «readaptaciones» no son más que cambios de forma, que no tocan en nada a la esencia misma de la tradición; en lo que concierne a la doctrina metafísica, únicamente la expresión puede ser modificada, de una manera que es bastante comparable a la traducción de una lengua a otra; cualesquiera que sean las formas de las que se envuelve para expresarse en la medida en la que eso es posible, no hay absolutamente más que una metafísica, como no hay más que una verdad. Pero, cuando se pasa a las aplicaciones, el caso es naturalmente diferente: con las ciencias, tanto como con las instituciones sociales, estamos en el mundo de la forma y de la multiplicidad; por eso es por lo que se puede decir que formas diferentes constituyen verdaderamente ciencias diferentes, incluso si, al menos parcialmente, tienen el mismo objeto. Los lógicos tienen el hábito de considerar una ciencia como enteramente definida por su objeto, lo que es inexacto por exceso de simplificación; el punto de vista desde el que se considera este objeto debe entrar también en la definición de la ciencia. Hay una multitud indefinida de ciencias posibles; puede ocurrir que varias ciencias estudien las mismas cosas, pero bajo aspectos tan diferentes, y, por consiguiente, con métodos y con intenciones tan diferentes también, que por eso no son menos ciencias realmente distintas. En particular, este caso puede presentarse para las «ciencias tradicionales» de civilizaciones diversas, que, aunque comparables entre sí, no obstante no son siempre asimilables las unas a las otras, y, frecuentemente, solo abusivamente podrían designarse por los mismos nombres. No hay que decir que la diferencia es todavía mucho más considerable si, en lugar de establecer una comparación entre «ciencias tradicionales», que al menos tienen todas el mismo carácter fundamental, se quiere comparar estas ciencias, de una manera general, a las ciencias tales como las conciben los modernos; a primera vista, puede parecer a veces que el objeto sea el mismo por una parte y por otra, y, sin embargo, el conocimiento que los dos tipos de ciencias dan respectivamente de ese objeto es tan diferente, que, después de un examen más amplio, se vacila en afirmar todavía su identidad, ni siquiera bajo un cierto aspecto solo. No serán inútiles algunos ejemplos para hacer comprender mejor aquello de que se trata; y, primero, tomaremos un ejemplo de un alcance muy extenso, el de la «física» tal como es comprendida por los antiguos y por los modernos; por lo demás, en este caso no hay ninguna necesidad de salir del mundo occidental para ver la diferencia profunda que separa las dos concepciones. El término de «física», en su acepción primera y etimológica, no significa otra cosa que «ciencia de la naturaleza», sin restricción alguna; así pues, es la ciencia que concierne a las leyes más generales del «devenir», ya que «naturaleza» y «devenir» son en el fondo sinónimos, y es en efecto así como la entendían los Griegos, y concretamente Aristóteles; si existen ciencias más particulares que se refieren al mismo orden, son entonces «especificaciones» de la física para tal o cual dominio más estrechamente determinado. Así pues, ya hay algo bastante significativo en la desviación que los modernos han hecho sufrir a esta palabra «física» al emplearla para designar exclusivamente una ciencia particular entre otras ciencias que, todas por igual, son ciencias de la naturaleza; este hecho se relaciona con la fragmentación que ya hemos señalado como uno de los caracteres de la ciencia moderna, con esa «especialización» engendrada por el espíritu de análisis, y que se lleva hasta el punto de hacer verdaderamente inconcebible, para aquellos que sufren su influencia, una ciencia que se dedique a la naturaleza considerada en su conjunto. No es que no se hayan destacado frecuentemente algunos de los inconvenientes de esta «especialización», y sobre todo la estrechez de miras que es su consecuencia inevitable; pero parece que aquellos mismos que se daban cuenta de ello más claramente se hayan resignado no obstante a considerarla como un mal necesario, en razón de la acumulación de los conocimientos de detalle que ningún hombre podría abarcar de un solo vistazo; de ello se deduce que no han comprendido, por una parte, que esos conocimientos de detalle son insignificantes en sí mismos y no valen que se les sacrifique un conocimiento sintético que, incluso limitándose todavía a lo relativo, es de un orden mucho más elevado, y, por otra, que la imposibilidad en que uno se encuentra de unificar su multiplicidad viene solamente de que uno se ha prohibido vincularlos a un principio superior, de que uno se ha obstinado en proceder por abajo y desde el exterior, mientras que habría sido menester hacer todo lo contrario para tener una ciencia que poseyera un valor especulativo real. Si se quiere comparar la física antigua, no a lo que los modernos designan con la misma palabra, sino al conjunto de las ciencias de la naturaleza tales como están constituidas actualmente, ya que eso es lo que deberá corresponderle en realidad, hay pues lugar a observar, como primera diferencia, la división en múltiples «especialidades» que son por así decir extrañas las unas a las otras. Sin embargo, ese no es más que el lado más exterior de la cuestión, y sería menester no pensar que, reuniendo todas esas ciencias especiales, se obtendría un equivalente de la antigua física. La verdad es que el punto de vista es completamente diferente, y es aquí donde vemos aparecer la diferencia esencial entre las dos concepciones de que hablábamos hace un momento: la concepción tradicional, decíamos, vincula todas las ciencias a los principios como otras tantas aplicaciones particulares, y es este vinculamiento lo que no admite la concepción moderna. Para Aristóteles, la física no era más que «segunda» en relación a la metafísica, es decir, que era dependiente de ella, que no era en el fondo más que una aplicación, al dominio de la naturaleza, de los principios superiores a la naturaleza, principios que se reflejan en sus leyes; y se puede decir otro tanto de la «cosmología» de la edad media. La concepción moderna, al contrario, pretende hacer las ciencias independientes, negando todo lo que las rebasa, o al menos declarándolo «incognoscible» y rehusándose a tenerlo en cuenta, lo que equivale también a negarlo prácticamente; esta negación existía de hecho mucho tiempo antes de que se haya pensado en erigirla en teoría sistemática bajo nombres tales como los de «positivismo» y de «agnosticismo», ya que se puede decir que ella está verdaderamente en el punto de partida de toda la ciencia moderna. Únicamente, apenas ha sido en el siglo XIX cuando se ha visto a hombres hacerse glorias de su ignorancia, ya que proclamarse «agnóstico» no es otra cosa que eso, y pretender prohibir a todos el conocimiento de lo que ellos mismos ignoraban; y eso marcaba una etapa más en la decadencia intelectual de Occidente. Al querer separar radicalmente las ciencias de todo principio superior bajo pretexto de asegurar su independencia, la concepción moderna les quita toda significación profunda e incluso todo interés verdadero desde el punto de vista del conocimiento: esta concepción no puede desembocar más que en un callejón sin salida, puesto que las encierra en un dominio irremediablemente limitado (Se podrá destacar que se ha producido algo análogo en el orden social, donde los modernos han pretendido separar lo temporal de lo espiritual; no se trata de contestar que en eso haya dos cosas distintas, puesto que se refieren efectivamente a dominios diferentes, así como ocurre en el caso de la metafísica y de las ciencias; pero, por un error inherente al espíritu analítico, se olvida que distinción no quiere decir separación; con eso, el poder temporal pierde su legitimidad, y, en el orden intelectual, podría decirse la misma cosa en lo que concierne a las ciencias). Por lo demás, el desarrollo que se efectúa en el interior de ese dominio no es una profundización como algunos se lo imaginan; permanece al contrario completamente superficial, y no consiste más que en esa dispersión en el detalle que ya hemos señalado, en un análisis tan estéril como penoso, y que puede proseguirse indefinidamente sin que se avance un solo paso en la vía del verdadero conocimiento. Tampoco es por sí misma, es menester decirlo, por lo que los occidentales, en general, cultivan la ciencia así entendida: lo que tienen sobre todo en vista, no es un conocimiento, aunque sea inferior; son las aplicaciones prácticas, y, para convencerse de que ello es así, no hay más que ver con que facilidad la mayor parte de nuestros contemporáneos confunden ciencia e industria, y cuan numerosos son aquellos para quienes el ingeniero representa el tipo mismo del sabio; pero esto se refiere a otra cuestión, que tendremos que tratar más completamente a continuación. La ciencia, al constituirse a la manera moderna, no ha perdido solo en profundidad, sino también, se podría decir, en solidez, ya que el vinculamiento a los principios la hacía participar de la inmutabilidad de éstos en toda la medida en la que lo permitía su objeto mismo, mientras que, encerrada exclusivamente en el mundo del cambio, ya no encuentra ahí nada de estable, ningún punto fijo donde pueda apoyarse; al no partir ya de ninguna certeza absoluta, se ve reducida a probabilidades y a aproximaciones, o a construcciones puramente hipotéticas que no son más que la obra de la fantasía individual. Así pues, incluso si ocurre accidentalmente que la ciencia moderna desemboca, por una vía muy desviada, en algunos resultados que parecen concordar con algunos datos de las antiguas «ciencias tradicionales», se cometería un gran error si se viera en ello una confirmación de la que estos datos no tienen ninguna necesidad; y sería perder el tiempo querer conciliar puntos de vista totalmente diferentes, o establecer una concordancia con teorías hipotéticas que, quizás, se encontrarán enteramente desacreditadas en pocos años (Desde el punto de vista religioso, la misma observación vale al respecto de una cierta «apologética» que pretende ponerse de acuerdo con los resultados de la ciencia moderna, trabajo perfectamente ilusorio y siempre por rehacer, que presenta por otra parte el grave peligro de parecer solidarizar la religión con concepciones cambiantes y efímeras, de las que debe permanecer totalmente independiente). En efecto, para la ciencia actual, las cosas de que se trata no pueden pertenecer más que al dominio de las hipótesis, mientras que, para las «ciencias tradicionales», eran algo muy diferente y se presentaban como consecuencias indudables de verdades conocidas intuitivamente, y por tanto infaliblemente, en el orden metafísico (Sería fácil dar aquí ejemplos; citaremos solo, como uno de los más llamativos, la diferencia de carácter de las concepciones concernientes al éter en la cosmología hindú y en la física moderna). Por lo demás, es una singular ilusión, propia del «experimentalismo» moderno, creer que una teoría puede ser probada por los hechos, mientras que, en realidad, los mismos hechos pueden explicarse siempre igualmente por varias teorías diferentes, y mientras que algunos de los promotores del método experimental, como Claude Bernard, han reconocido ellos mismos que no podían interpretarlos más que con la ayuda de «ideas preconcebidas», sin las cuales esos hechos permanecerían «hechos brutos», desprovistos de toda significación y de todo valor científico. Puesto que hemos venido a hablar de «experimentalismo», debemos aprovechar de ello para responder a una cuestión que puede plantearse sobre este tema, y que es ésta: ¿por qué las ciencias propiamente experimentales han recibido, en la civilización moderna, un desarrollo que no han tenido nunca en otras civilizaciones? Es porque estas ciencias son las del mundo sensible, las de la materia, y es también porque son las que dan lugar a las aplicaciones prácticas más inmediatas; su desarrollo, que se acompaña de lo que llamaríamos de buena gana la «superstición del hecho», corresponde pues perfectamente a las tendencias específicamente modernas, mientras que, por el contrario, las épocas precedentes no habían podido encontrar en eso motivos de interés suficiente como para dedicarse a ello así hasta el punto de desdeñar los conocimientos de orden superior. Es menester comprender bien que, en nuestro pensamiento, no se trata de declarar ilegítimo en sí mismo un conocimiento cualquiera, incluso inferior; lo que es ilegítimo, es solo el abuso que se produce cuando cosas de este género absorben toda la actividad humana, así como lo vemos actualmente. Se podría concebir incluso que, en una civilización normal, algunas ciencias constituidas por un método experimental sean, tanto como las otras, vinculadas a los principios y provistas así de un valor especulativo real; de hecho, si este caso no parece haberse presentado, es porque la atención ha sido dirigida de preferencia por un lado diferente, y también porque, incluso cuando se trataba de estudiar el mundo sensible en la medida en que podía parecer interesante hacerlo, los datos tradicionales permitían emprender más favorablemente este estudio por otros métodos y bajo un punto de vista diferente. Decíamos más atrás que uno de los caracteres de la época actual, es la explotación de todo lo que había sido desdeñado hasta aquí por tener una importancia demasiado secundaria para que los hombres le consagraran su actividad, y que, sin embargo, debía ser desarrollado también antes del fin de este ciclo, puesto que estas cosas tenían su lugar entre las posibilidades que estaban llamadas a manifestarse en él; en particular, este caso es precisamente el de las ciencias experimentales que han visto la luz en estos últimos siglos. Hay incluso algunas ciencias modernas que representan verdaderamente, en el sentido más literal, «residuos» de ciencias antiguas, hoy día incomprendidas: es la parte más inferior de estas últimas la que, aislándose y desvinculándose de todo el resto en un periodo de decadencia, se ha materializado groseramente, y después ha servido como punto de partida para un desarrollo completamente diferente, en un sentido conforme a las tendencias modernas, de manera de desembocar en la constitución de ciencias que ya no tienen realmente nada en común con aquellas que las han precedido. Es así como, por ejemplo, es falso decir, como se hace habitualmente, que la astrología y la alquimia han devenido respectivamente la astronomía y la química modernas, aunque en esta opinión haya una cierta parte de verdad bajo el punto de vista simplemente histórico, parte de verdad que es exactamente la que acabamos de indicar: si las últimas de estas ciencias proceden en efecto de las primeras en un cierto sentido, no es por «evolución» o «progreso» como se pretende, sino, al contrario, por degeneración; y esto requiere todavía algunas explicaciones. Es menester destacar, primeramente, que la atribución de significaciones distintas a los términos de «astrología» y de «astronomía» es relativamente reciente; en los Griegos, estas dos palabras se empleaban indiferentemente para designar todo el conjunto de aquello a lo que la una y la otra se aplican ahora. Así pues, a primera vista, parece que, en este caso, se trata también de una de esas divisiones por «especialización» que se han establecido entre lo que, primitivamente, no eran sino partes de una ciencia única; pero lo que hay de particular aquí, es que, mientras una de esas partes, la que representaba el lado más material de la ciencia en cuestión, tomaba un desarrollo independiente, la otra parte, por el contrario, desaparecía enteramente. Eso es tan cierto que hoy día ya nadie sabe lo que podía ser la astrología antigua, y que aquellos mismos que han intentado reconstituirla no han llegado más que a verdaderas falsificaciones, ya sea queriendo hacer de ella el equivalente de una ciencia experimental moderna, con intervención de las estadísticas y del cálculo de las probabilidades, lo que procede de un punto de vista que no podía ser de ninguna manera el de la antigüedad o el de la edad media, o ya sea aplicándose exclusivamente a restaurar un «arte adivinatorio» que apenas fue más que una desviación de la astrología en vías de desaparición, y donde, todo lo más, se podría ver una aplicación muy inferior y bastante poco digna de consideración, así como todavía es posible constatarlo en las civilizaciones orientales. El caso de la química es quizás aún más claro y más característico; y, en lo que concierne a la ignorancia de los modernos al respecto de la alquimia, es al menos tan grande como en lo que concierne a la astrología. La verdadera alquimia era esencialmente una ciencia de orden cosmológico, y, al mismo tiempo, era aplicable también al orden humano, en virtud de la analogía del «macrocosmo» y del «microcosmo»; además, estaba constituida expresamente en vista de permitir una transposición al dominio puramente espiritual, que confería a sus enseñanzas un valor simbólico y una significación superior, y que hacía de ella uno de los tipos más completos de las «ciencias tradicionales». Lo que ha dado nacimiento a la química moderna, no es esta alquimia con la que no tiene en suma ninguna relación, sino una deformación suya, una desviación en el sentido más riguroso de la palabra, desviación a la que dio lugar, quizás desde la edad media, la incomprehensión de algunos, que, incapaces de penetrar el verdadero sentido de los símbolos, tomaron todo al pie de la letra y, creyendo que no se trataba en todo eso más que de operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos desordenada. Son esos, a quienes los alquimistas calificaban irónicamente de «sopladores» y de «quemadores de carbón», quienes fueron los verdaderos precursores de los químicos actuales; y es así como la ciencia moderna se edifica con la ayuda de los restos de las ciencias antiguas, con los materiales rechazados por éstas y abandonados a los ignorante y a los «profanos». Agregamos todavía que los supuestos renovadores de la alquimia, como se encuentran algunos entre nuestros contemporáneos, no hacen por su parte más que prolongar esta misma desviación, y que sus investigaciones están tan alejadas de la alquimia tradicional como las de los astrólogos a los que hacíamos alusión hace un momento lo están de la antigua astrología; y es por eso por lo que tenemos el derecho de afirmar que las «ciencias tradicionales» de Occidente están verdaderamente perdidas para los modernos. Nos limitaremos a estos pocos ejemplos; no obstante, sería fácil dar todavía otros, tomados en órdenes algo diferentes, y que muestran por todas partes la misma degeneración. Así, se podría hacer ver que la psicología, tal como se entiende hoy, es decir, el estudio de los fenómenos mentales como tales, es un producto natural del empirismo anglosajón y del espíritu del siglo XVIII, y que el punto de vista al que corresponde era tan desdeñable para los antiguos que, si les ocurría a veces considerarle incidentalmente, en todo caso no habrían pensado nunca en hacer de él una ciencia especial; todo lo que puede haber de válido en todo eso se encontraba, para ellos, transformado y asimilado en puntos de vista superiores. En un dominio diferente, se podría mostrar también que las matemáticas modernas no representan por así decir más que la corteza de la matemática pitagórica, su lado puramente «exotérico»; la idea antigua de los números ha devenido incluso absolutamente ininteligible para los modernos, porque, ahí también, la parte superior de la ciencia, la que le daba, con el carácter tradicional, un valor propiamente intelectual, ha desaparecido totalmente; y este caso es bastante comparable al de la astrología. Pero no podemos pasar revista a todas las ciencias una tras otra, lo que sería más bien fastidioso; pensamos haber dicho bastante como para hacer comprender la naturaleza del cambio al que las ciencias modernas deben su origen, y que es todo lo contrario de un «progreso», que es una verdadera regresión de la inteligencia; y ahora vamos a volver a consideraciones de orden general sobre el papel respectivo de las «ciencias tradicionales» y de las ciencias modernas, sobre la diferencia profunda que existe entre el verdadero destino de unas y de otras. Según la concepción tradicional, una ciencia cualquiera tiene menos su interés en sí misma que en el hecho de que es como un prolongamiento o una rama secundaria de la doctrina, cuya parte esencial está constituida, como lo hemos dicho, por la metafísica pura (Es lo que expresa, por ejemplo, una denominación como la de upavêda, aplicada en la India a algunas «ciencias tradicionales» y que indica su subordinación en relación al Vêda, es decir, al conocimiento sagrado por excelencia). En efecto, si toda ciencia es ciertamente legítima, provisto que no ocupe sino el lugar que le conviene realmente en razón de su naturaleza propia, no obstante es fácil de comprender que, para quienquiera que posee un conocimiento de orden superior, los conocimientos inferiores pierden forzosamente mucho de su interés, y que incluso no guardan ese interés sino en función, si puede decirse, del conocimiento principial, es decir, en la medida en que, por una parte, reflejan este conocimiento en tal o cual dominio contingente, y en que, por otra, son susceptibles de conducir hacia este mismo conocimiento principial, que, en el caso que consideramos, no puede perderse nunca de vista ni ser sacrificado a consideraciones más o menos accidentales. Se trata de dos papeles complementarios que pertenecen en propiedad a las «ciencias tradicionales»: por un lado, como aplicaciones de la doctrina, permiten ligar entre sí todos los órdenes de realidad, integrarlos en la unidad de la síntesis total; por otro, para algunos al menos, y en conformidad con las aptitudes de éstos, son una preparación a un conocimiento más alto, una suerte de encaminamiento hacia este último, y, en su repartición jerárquica según los grados de existencia a los cuales se refieren, constituyen entonces como otros tantos escalones con cuya ayuda es posible elevarse hasta la intelectualidad pura (En nuestro estudio sobre El Esoterismo de Dante, hemos indicado el simbolismo de la escala, cuyos escalones, según diversas tradiciones, corresponden a algunas ciencias al mismo tiempo que a estados del ser, lo que implica necesariamente que estas ciencias, en lugar de ser consideradas de una manera completamente «profana» como en los modernos, daban lugar a una transposición que les confería un alcance verdaderamente «iniciático»). Es muy evidente que las ciencias modernas no pueden desempeñar, a ningún grado, ni uno ni otro de estos dos papeles; por eso es por lo que no son y no pueden ser más que «ciencia profana», mientras que las «ciencias tradicionales», por su vinculamiento a los principios metafísicos, están incorporadas de una manera efectiva a la «ciencia sagrada». Por lo demás, la coexistencia de los dos papeles que acabamos de indicar no implica ni contradicción ni círculo vicioso, contrariamente a lo que podrían pensar aquellos que no consideran las cosas más que superficialmente; y ese es todavía un punto sobre el que nos es menester insistir un poco. Se podría decir que en eso hay dos puntos de vista, uno descendente y el otro ascendente, de los cuales el primero corresponde a un desarrollo del conocimiento partiendo de los principios para ir a aplicaciones cada vez más alejadas de éstos, y el segundo a una adquisición gradual de este mismo conocimiento que procede desde lo inferior a lo superior, o también, si se prefiere, desde lo exterior a lo interior. Así pues, la cuestión no es saber si las ciencias deben ser constituidas desde abajo hacia arriba o desde arriba hacia abajo; si, para que sean posibles, es menester tomar como punto de partida el conocimiento de los principios o, al contrario, el del mundo sensible; esta cuestión, que puede plantearse desde el punto de vista de la filosofía «profana», y que parece haber sido planteada de hecho en ese dominio, más o menos explícitamente, por la antigüedad griega, esta cuestión, decimos, no existe para la «ciencia sagrada», que no puede partir más que de los principios universales; y lo que le quita aquí toda razón de ser, es el papel primero de la intuición intelectual, que es el más inmediato de todos los conocimientos, así como también el más elevado, y que es absolutamente independiente del ejercicio de toda facultad de orden sensible o incluso racional. Las ciencias no pueden ser constituidas válidamente, en tanto que «ciencias sagradas», más que por aquellos que, ante todo, poseen plenamente el conocimiento principial, y que, por eso, son los únicos calificados para realizar, conformemente a la ortodoxia tradicional más rigurosa, todas las adaptaciones requeridas por las circunstancias de tiempo y de lugar. Únicamente cuando las ciencias están constituidas así, su enseñanza puede seguir un orden inverso: en cierto modo son como «ilustraciones» de la doctrina pura, que pueden hacerla más fácilmente accesible a algunos espíritus; y, por eso mismo de que conciernen al mundo de la multiplicidad, la diversidad casi indefinida de sus puntos de vista puede convenir a la diversidad no menor de las aptitudes individuales de esos espíritus, cuyo horizonte está todavía limitado a ese mismo mundo de la multiplicidad; las vías posibles para alcanzar el conocimiento pueden ser extremadamente diferentes en el grado más bajo, y después van unificándose cada vez más a medida que se llega a estadios más elevados. Ninguno de estos grados preparatorios es de una necesidad absoluta, puesto que no son sino medios contingentes y sin común medida con la meta a alcanzar; puede ser incluso que algunos, entre aquellos en quienes domina la tendencia contemplativa, se eleven a la verdadera intuición intelectual de un solo golpe y sin la ayuda de tales medios (Por eso es por lo que, según la doctrina hindú, los brâhmanes deben tener su espíritu constantemente dirigido hacia el conocimiento supremo, mientras que los kshatriyas deben aplicarse más bien al estudio sucesivo de las diversas etapas por las que se llega a él gradualmente), pero ese no es sino un caso más bien excepcional, y, lo más habitualmente, hay lo que se puede llamar una necesidad de conveniencia para proceder en el sentido ascendente. Se puede igualmente, para hacer comprender esto, servirse de la imagen tradicional de la «rueda cósmica»: la circunferencia no existe en realidad sino por el centro; pero los seres que están sobre la circunferencia deben partir forzosamente de ésta, o más precisamente del punto de ésta donde están colocados, y seguir el radio para desembocar en el centro. Por lo demás, en virtud de la correspondencia que existe entre todos los órdenes de realidad, las verdades de un orden inferior pueden considerarse como un símbolo de las de los ordenes superiores, y, por consiguiente, servir de «soporte» para llegar analógicamente al conocimiento de estas últimas (Es el papel que juega, por ejemplo, el simbolismo astronómico tan frecuentemente empleado en las diferentes doctrinas tradicionales; y lo que decimos aquí puede hacer entrever la verdadera naturaleza de una ciencia tal como la astrología antigua); eso es lo que confiere a toda ciencia un sentido superior o «analógico», más profundo que el que posee por sí misma, y lo que puede darle el carácter de una verdadera «ciencia sagrada». Toda ciencia, decimos, puede revestir este carácter, cualquiera que sea su objeto, a condición únicamente de que esté constituida y de que se considere según el espíritu tradicional; en eso solo, hay lugar a tener en cuenta los grados de importancia de estas ciencias, según el rango jerárquico de las realidades diversas a las que se refieren; pero, a un grado o a otro, su carácter y su función son esencialmente las mismas en la concepción tradicional. Lo que es verdad aquí de toda ciencia lo es igualmente de todo arte, en tanto que éste puede tener un valor propiamente simbólico que le hace apto para proporcionar «soportes» para la meditación, y también en tanto que sus reglas, como las leyes cuyo conocimiento es el objeto de las ciencias, son reflejos y aplicaciones de los principios fundamentales; así pues, en toda civilización normal, hay también «artes tradicionales», que no son menos desconocidas por los occidentales modernos que las «ciencias tradicionales» (El arte de los constructores de la edad media puede ser mencionado como un ejemplo particularmente destacable de estas «artes tradicionales», cuya práctica, por lo demás, implicaba el conocimiento real de las ciencias correspondientes). La verdad es que no existe en realidad un «dominio profano», que se opondría de una cierta manera al «dominio sagrado»; existe solo un «punto de vista profano», que no es propiamente nada más que el punto de vista de la ignorancia (Para convencerse de ello, basta observar hechos como éste: una de las ciencias «sagradas», la cosmogonía, que tiene su lugar como tal en todos los Libros inspirados, comprendida la Biblia hebraica, ha devenido para los modernos, el objeto de las hipótesis más puramente «profanas»; el dominio de la ciencia es efectivamente el mismo en los dos casos, pero el punto de vista es totalmente diferente). Por eso es por lo que la «ciencia profana», la de los modernos, puede ser considerada, a justo título, así como ya lo hemos dicho en otra parte, como un «saber ignorante»: saber de orden inferior, que se queda todo entero en el nivel de la realidad más baja, y saber ignorante de todo lo que le rebasa, ignorante de todo fin superior a sí mismo, como de todo principio que podría asegurarle un lugar legítimo, por humilde que sea, entre los diversos órdenes del conocimiento integral; encerrada irremediablemente en el dominio relativo y limitado donde ha querido proclamarse independiente, y habiendo cerrado así ella misma toda comunicación con la verdad transcendente y con el conocimiento supremo, no es más que una ciencia vana e ilusoria, que, a decir verdad, no viene de nada y no conduce a nada. Esta exposición permitirá comprender todo lo que falta al mundo moderno bajo la relación de la ciencia, y cómo esta misma ciencia de la que está tan orgulloso no representa más que una simple desviación y como un desecho de la ciencia verdadera, que, para nos, se identifica enteramente a lo que hemos llamado la «ciencia sagrada» o la «ciencia tradicional». La ciencia moderna, al proceder de una limitación arbitraria del conocimiento a un cierto orden particular, y que es el más inferior de todos, el de la realidad material o sensible, ha perdido, por el hecho de esta limitación y de las consecuencias que entraña inmediatamente, todo valor intelectual, al menos si se da a la intelectualidad la plenitud de su verdadero sentido, si uno se niega a compartir el error «racionalista», es decir, a asimilar la inteligencia pura a la razón, o, lo que equivale a lo mismo, a negar la intuición intelectual. Lo que hay en el fondo de este error, como en el de una gran parte de los demás errores modernos, lo que hay en la raíz misma de toda la desviación de la ciencia tal como acabamos de explicarla, es lo que se puede llamar el «individualismo», que no es más que uno con el espíritu antitradicional mismo, y cuyas manifestaciones múltiples, en todos los dominios, constituyen uno de los factores más importantes del desorden de nuestra época; es este «individualismo» lo que debemos examinar ahora más de cerca.