====== TENTATIVAS INFRUCTUOSAS ====== Al formular la idea de un acercamiento entre Oriente y Occidente, no tenemos la pretensión de emitir una idea nueva, lo que, por lo demás, no es en modo alguno necesario para que sea interesante; el amor de la novedad, que no es otra cosa que la necesidad de cambio, y la búsqueda de la originalidad, consecuencia de un individualismo intelectual que roza la anarquía, son caracteres propios a la mentalidad moderna, por los cuales se afirman sus tendencias antitradicionales. De hecho, esta idea de acercamiento ha podido venir ya al espíritu de muchas gentes en Occidente, lo que no le quita nada de su valor ni de su importancia; pero debemos constatar que hasta aquí no ha producido ningún resultado, y que la oposición no ha hecho más que ir acentuándose aún más, lo que era inevitable desde que Occidente continuaba siguiendo su línea divergente. En efecto, es sólo a Occidente al que debe serle imputado este alejamiento, puesto que Oriente no ha variado nunca en cuanto a lo esencial; y todas las tentativas que no tenían en cuenta este hecho debían fracasar forzosamente. El gran defecto de esas tentativas, es que siempre se han hecho en sentido inverso de lo que habría sido menester para triunfar: es a Occidente a quien le incumbe acercarse a Oriente, puesto que es Occidente el que se ha alejado de Oriente, y es en vano como se esforzará en persuadir a éste para que se acerque, ya que Oriente estima que no tiene más razones para cambiar hoy que en el curso de los siglos precedentes. Bien entendido, para los orientales, no se ha tratado nunca de excluir las adaptaciones que son compatibles con el mantenimiento del espíritu tradicional, pero, si se les viene a proponer un cambio que equivale a una subversión de todo el orden establecido, no pueden más que oponer a eso una actitud nada receptiva; y el espectáculo que les ofrece Occidente está muy lejos de llevarles a dejarse convencer. Incluso si los orientales se encuentran constreñidos a aceptar en una cierta medida el progreso material, eso no constituirá nunca para ellos un cambio profundo, porque, como ya lo hemos dicho, no se interesarán en él; lo sufrirán simplemente como una necesidad, y no encontrarán en eso más que un motivo suplementario de resentimiento contra aquellos que les hayan obligado a someterse a él; lejos de renunciar a lo que es para ellos toda su razón de ser, la encerrarán en sí mismos más estrictamente que nunca, y se harán todavía más distantes y más inaccesibles. Por lo demás, puesto que la civilización occidental es con mucho la más joven de todas, las reglas de la cortesía más elemental, si se guardaran en las relaciones de los pueblos o de las razas como en las de los individuos, deberían bastar para mostrarle que es a él, y no a los demás que son sus mayores, a quien incumbe dar los primeros pasos. Ciertamente, es Occidente quien ha ido al encuentro de los orientales, pero con intenciones completamente contrarias: no para instruirse junto a ellos, como corresponde a los jóvenes que se encuentran con ancianos, sino para esforzarse, ora brutalmente, ora insidiosamente, en convertirles a su propia manera de ver, para predicarles toda suerte de cosas con las que no tienen nada que hacer o de las que no quieren oír hablar. Los orientales, que aprecian todos bastante la cortesía, se sienten atropellados por este proselitismo intempestivo como por una grosería; al venir a ejercerse en su propio país, constituye incluso, lo que es aún más grave a sus ojos, una afrenta a las leyes de la hospitalidad; y la cortesía oriental, que nadie se engañe al respecto, no es un vano formalismo como la observación de las costumbres completamente exteriores a las que los occidentales dan el mismo nombre: reposa sobre razones mucho más profundas, porque concierne a todo el conjunto de una civilización tradicional, mientras que, en Occidente, puesto que esas razones han desaparecido con la tradición, lo que subsiste no es más que superstición hablando propiamente, sin contar las innovaciones debidas simplemente a la «moda» y a sus caprichos injustificables, con los que se cae en la parodia. Pero, volviendo al proselitismo, toda cuestión de cortesía aparte, para los orientales no es más que una prueba de ignorancia y de incomprehensión, el signo de un defecto de intelectualidad, porque implica y supone esencialmente el predominio del sentimentalismo: no se puede hacer propaganda de una idea más que si se le agrega un interés sentimental cualquiera, en detrimento de su pureza; en lo que concierne a las ideas puras, hay que contentarse con exponerlas para aquellos que son capaces de comprenderlas, sin preocuparse nunca de forzar la convicción de nadie. Este juicio desfavorable al que da pie el proselitismo, queda confirmado por todo lo que dicen y hacen los occidentales; todo aquello con lo que creen probar su superioridad, no es para los orientales más que otras tantas marcas de inferioridad. Si uno se coloca al margen de todo prejuicio, es menester resignarse a admitir que Occidente no tiene nada que enseñar a Oriente, si no es en el dominio puramente material, en el que, todavía una vez más, no puede interesarse, porque tiene a su disposición cosas frente a las cuales las cosas materiales no cuentan apenas, y que no está dispuesto a sacrificar por vanas y fútiles contingencias. Por lo demás, el desarrollo industrial y económico, como ya lo hemos dicho, no puede provocar más que la concurrencia y la lucha entre los pueblos; así pues, ese no podría ser un terreno de acercamiento, a menos que se pretenda que también es una manera de acercar a los hombres el llevarles a batirse los unos contra los otros; pero no es así como lo entendemos, y eso no sería en suma más que un mal juego de palabras. Para nosotros, cuando hablamos de acercamiento, se trata de entendimiento y no de concurrencia; por lo demás, la única manera en que algunos orientales podrían ser tentados a admitir entre ellos el desarrollo económico, así como lo hemos explicado, no deja ninguna esperanza por ese lado. No son las facilidades aportadas por las invenciones mecánicas a las relaciones exteriores entre los pueblos las que darán nunca a éstos los medios de comprenderse mejor; de eso no puede resultar, y eso de una manera completamente general, más que choques más frecuentes y conflictos más extensos; en cuanto a los acuerdos basados sobre intereses puramente comerciales, se debería saber muy bien qué valor conviene atribuirles. Por su naturaleza, la materia es un principio de división y de separación; todo lo que procede de ella no podría servir para fundar una unión real y durable, y, por lo demás, es el cambio incesante el que es aquí la ley. No queremos decir que no sea menester de ningún modo preocuparse de los intereses económicos; pero, como lo repetimos sin cesar, es menester poner cada cosa en su lugar, y el lugar que les corresponde normalmente sería más bien el último que el primero. Eso no quiere decir tampoco que sea menester sustituirlos por utopías sentimentales a la manera de una «sociedad de las naciones» cualquiera; eso es aún menos sólido si ello es posible, puesto que no tiene como fundamento ni tan siquiera esa realidad brutal y grosera que al menos no se le puede negar a las cosas del orden puramente sensible; y el sentimiento, en sí mismo, no es menos variable e inconstante que lo que pertenece propiamente al orden material. Por lo demás, el humanitarismo, con todos sus delirios, no es frecuentemente más que una máscara de intereses materiales, máscara impuesta por la hipocresía «moralista»; no creemos apenas en el desinterés de los apóstoles de la «civilización», y, por lo demás, a decir verdad, el desinterés no es una virtud política. En el fondo, no es ni sobre el terreno económico ni sobre el terreno político dónde podrán encontrarse nunca los medios de un entendimiento, y sólo después y secundariamente la actividad económica y política será llamada a beneficiarse de ese entendimiento; esos medios, si existen, no dependen ni del dominio de la materia ni del dominio del sentimiento, sino de un dominio mucho más profundo y más estable, que no puede ser más que el de la inteligencia. Solamente queremos entender aquí la inteligencia en el sentido verdadero y completo; no se trata de ningún modo, en nuestro pensamiento, de esas falsificaciones de intelectualidad que el Occidente se obstina desgraciadamente en presentar a Oriente, y que, por otra parte, son todo lo que le puede presentar, puesto que no conoce nada más y puesto que, incluso para su propio uso, no tiene otra cosa a su disposición; pero lo que basta para contentar a Occidente bajo este aspecto es perfectamente impropio para dar a Oriente la menor satisfacción intelectual, desde que carece de todo lo esencial. La ciencia occidental, incluso en aquello que no se confunde pura y simplemente con la industria y en aquello que es independiente de las aplicaciones prácticas, no es todavía, a los ojos de los orientales, más que ese «saber ignorante» de que hemos hablado, porque no se vincula a ningún principio de un orden superior. Limitada al mundo sensible que toma como su único objeto, no tiene por sí misma ningún valor propiamente especulativo; si todavía fuera un medio preparatorio para alcanzar un conocimiento de un orden más elevado, los orientales estarían muy inclinados a respetarla, aún estimando que este medio está muy desviado, y sobre todo que está poco adaptado a su propia mentalidad; pero ello no es así. Esta ciencia, al contrario, está constituida de tal manera que crea fatalmente un estado de espíritu que concluye en la negación de cualquier otro conocimiento, lo que hemos llamado «cientificismo»; o se toma como un fin en sí misma, o no tiene salida más que del lado de las aplicaciones prácticas, es decir, en el orden más inferior, donde la palabra misma «conocimiento», con la plenitud de sentidos que le dan los orientales, ya no podría ser empleada más que por la más abusiva de las extensiones. Los resultados teóricos de la ciencia analítica, por considerables que parezcan a los occidentales, no son sino cosas muy pequeñas para los orientales, a quienes todo eso les produce el efecto de entretenimientos infantiles, indignos de retener mucho tiempo la atención de aquellos que son capaces de aplicar su inteligencia a otros objetos, es decir, de aquellos que poseen la verdadera inteligencia, ya que el resto no es más que su reflejo más o menos obscurecido. He aquí a lo que se reduce la «elevada idea» que los orientales pueden hacerse de la ciencia europea, al decir de los occidentales (y hacemos recordar aquí el ejemplo de Leibnitz que hemos mencionado más atrás), y eso incluso si se les presentan sus producciones más auténticas y más completas, y no solo los rudimentos de la «vulgarización»; y eso no es por su parte, incapacidad de comprenderla y de apreciarla, sino que es al contrario porque la estiman en su justo valor, con la ayuda de un término de comparación que falta a los occidentales. La ciencia europea, en efecto, porque no tiene nada de profundo, porque no es verdaderamente nada más que lo que parece, es fácilmente accesible a quienquiera tomarse el trabajo de estudiarla; sin duda, toda ciencia es especialmente apropiada a la mentalidad del pueblo que la ha producido, pero en ella no hay el menor equivalente de las dificultades que encuentran los occidentales que quieren penetrar las «ciencias tradicionales» de Oriente, dificultades que provienen de que esas ciencias parten de principios de los que no tienen la menor idea, y de que emplean medios de investigación que les son totalmente extraños, y ello, porque rebasan los cuadros estrechos donde se encierra el espíritu occidental. La falta de adaptación, si existe por los dos lados, se traduce de maneras muy diferentes: para los occidentales que estudian la ciencia oriental, es una incomprehensión casi irremediable, cualquiera que sea la aplicación que pongan en ello, aparte de las excepciones individuales siempre posibles, pero muy poco numerosas; para los orientales que estudian la ciencia occidental, es solo una falta de interés que no impide la comprehensión, pero que, evidentemente, dispone muy poco a consagrar a ese estudio fuerzas que pueden ser mejor empleadas. Que no se cuente pues con la propaganda científica, no más que con ninguna otra especie de propaganda, para llegar a un acercamiento con Oriente; la importancia misma que los occidentales atribuyen a esas cosas da a los orientales una idea bastante pobre de su mentalidad, y, si les consideran como intelectuales, es porque la intelectualidad no tiene para ellos el mismo sentido que para los orientales. Todo lo que decimos de la ciencia occidental, podemos decirlo también de la filosofía, y todavía con la circunstancia agravante de que, si su valor especulativo no es más grande ni más real, no tiene siquiera ese valor práctico que, por relativo y por secundario que sea, no obstante es todavía algo; y, desde este punto de vista, podemos agregar a la filosofía todo lo que, en la ciencia misma, no tiene más que el carácter de puras hipótesis. Por lo demás, en el pensamiento moderno, no puede haber ninguna separación profunda entre el conocimiento científico y el conocimiento filosófico: el primero ha llegado a englobar en él todo lo que es accesible a este pensamiento, y el segundo, en la medida en que permanece válido, no es más que una parte o una modalidad suya, a la que no se le da un lugar aparte más que por un efecto del hábito, y por razones mucho más históricas que lógicas en el fondo. Si la filosofía tiene pretensiones más grandes tanto peor para ella, ya que esas pretensiones no pueden fundarse sobre nada; cuando uno quiere atenerse al estado presente de la mentalidad occidental, no hay nada legítimo fuera de la concepción positivista, que es el resultado normal del racionalismo «cientificista», o de la concepción pragmatista, que deja decididamente de lado toda especulación para atenerse únicamente a un sentimentalismo utilitario: éstas son siempre las dos tendencias entre las que oscila toda la civilización moderna. Para los orientales, por el contrario, la alternativa así expresada no tiene ningún sentido, porque lo que les interesa verdadera y esencialmente está mucho más allá de sus dos términos, lo mismo que sus concepciones están mucho más allá de todos los problemas artificiales de la filosofía, y que sus doctrinas tradicionales están mucho más allá de todos los sistemas, invenciones puramente humanas en el sentido más estrecho de esta palabra, queremos decir invenciones de una razón individual que, desconociendo sus limitaciones, se cree capaz de abarcar todo el Universo o de construirle al gusto de su fantasía, y que, sobre todo, establece como principio la negación absoluta de todo lo que la rebasa. Por ello es menester entender la negación del conocimiento metafísico, que es de orden suprarracional, y que es el conocimiento intelectual puro, el conocimiento por excelencia; la filosofía moderna no puede admitir la existencia de la metafísica verdadera sin destruirse a sí misma, y, en cuanto a la «pseudometafísica» que se incorpora, no es más que un ensamblaje más o menos hábil de hipótesis exclusivamente racionales, y por consiguiente científicas en realidad, y que no reposan generalmente sobre nada serio. En todo caso, el alcance de esas hipótesis es siempre extremadamente restringido; los pocos elementos válidos que pueden estar mezclados en ellas no van nunca mucho más allá del dominio de la ciencia ordinaria, y su estrecha asociación con las más deplorables fantasías, no menos que la forma sistemática bajo la que se presenta todo, no puede más que desconsiderarlas totalmente a los ojos de los orientales. Éstos no tienen ese modo especial de pensamiento al que conviene propiamente el nombre de filosofía: no es entre ellos donde se puede encontrar el espíritu sistemático ni el individualismo intelectual; pero, si no tienen los inconvenientes de la filosofía, sí tienen, liberado de toda mezcla impura, el equivalente de todo lo que puede contener de interesante, y que, en sus «ciencias tradicionales», toma incluso un alcance mucho más elevado; y tienen, además, inmensamente más, puesto que tienen, como principio de todo lo demás, el conocimiento metafísico, cuyo dominio es absolutamente ilimitado. Así pues, la filosofía, con sus intentos de explicación, sus delimitaciones arbitrarias, sus sutilezas inútiles, sus confusiones incesantes, sus discusiones sin fin y su verborrea sin consistencia, les parece como un juego particularmente pueril; ya hemos contado en otra parte la apreciación de aquel hindú que, al escuchar por primera vez exponer las concepciones de algunos filósofos europeos, declaró que, en el mejor de los casos, eran ideas buenas para un niño de ocho años. Por consiguiente, es menester contar aún menos con la filosofía que con la ciencia ordinaria para inspirar la admiración de los orientales, o incluso para impresionarles favorablemente, y es menester no imaginar que adoptarán nunca esas maneras de pensar, cuya ausencia en una civilización no tiene nada de deplorable, y cuya estrechez característica es uno de los grandes peligros de la inteligencia; todo eso no es para ellos, como lo decimos, otra cosa que una falsificación de la intelectualidad, para el uso exclusivo de aquellos que, incapaces de ver más alto y más lejos, están condenados, por su propia constitución mental o por el efecto de su educación, a ignorar para siempre todo lo que es la verdadera intelectualidad. Agregaremos todavía una palabra en lo que concierne especialmente a las «filosofías de la acción»: esas teorías no hacen en suma más que consagrar la abdicación completa de la inteligencia; quizás valga más, en un sentido, renunciar francamente a toda apariencia de intelectualidad, más bien que continuar indefinidamente ilusionándose con especulaciones irrisorias; pero, ¿por qué obstinarse entonces en querer seguir haciendo teorías? Pretender que la acción debe ser puesta por encima de todo, porque se es incapaz de alcanzar la especulación pura, esa es una actitud que, verdaderamente, recuerda mucho la del zorro de la fábula… Sea como sea, nadie puede jactarse de convertir a semejantes doctrinas a los orientales, para quienes la especulación es incomparablemente superior a la acción; por lo demás, el gusto por la acción exterior y la búsqueda del progreso material son estrechamente solidarios, y no habría lugar a volver todavía sobre ello si nuestros contemporáneos no sintieran la necesidad de «filosofar» sobre este asunto, lo que muestra bien que la filosofía, como la entienden, puede ser verdaderamente cualquier cosa, excepto la sabiduría verdadera y el conocimiento intelectual puro. Puesto que se nos presenta esta ocasión, la aprovecharemos para disipar de inmediato un malentendido posible: decir que la especulación es superior a la acción, no quiere decir que todo el mundo deba desinteresarse igualmente de esta última; en una colectividad humana jerárquicamente organizada, es menester asignar a cada uno la función que conviene a su propia naturaleza individual, y ese es el principio sobre el que reposa esencialmente, en la India, la institución de las castas. Así pues, si Occidente vuelve alguna vez a una constitución jerárquica y tradicional, es decir, fundada sobre verdaderos principios, no pretendemos que la masa occidental devenga exclusivamente contemplativa, ni siquiera que deba serlo en el mismo grado que lo es la masa oriental; la cosa es en efecto posible en Oriente, pero en Occidente hay condiciones especiales de clima y de temperamento que se oponen a ello y que se opondrán siempre. Las aptitudes intelectuales estarán sin duda mucho más extendidas de lo que lo están hoy; pero lo que es mucho más importante, es que la especulación será la ocupación normal de la elite, y que incluso no se concebirá que una elite verdadera pueda ser otra cosa que intelectual. Por lo demás, eso es suficiente para que un tal estado de cosas sea todo lo contrario del que vemos actualmente, donde la riqueza material ocupa casi enteramente el lugar de toda superioridad efectiva, primero porque se corresponde directamente con las preocupaciones y con las ambiciones dominantes del Occidente moderno, con su horizonte puramente terrestre, y después porque es efectivamente el único género de superioridad (si puede decirse que lo es) al que puede acomodarse la mediocridad del espíritu democrático. Una semejante inversión permite medir toda la extensión de la transformación que deberá operarse en la civilización occidental para que vuelva a ser normal y comparable a las demás civilizaciones, y para que deje de ser en el mundo una causa de trastorno y de desorden. Hasta aquí, nos hemos abstenido intencionadamente de mencionar la religión entre las diferentes cosas que Occidente puede presentar a Oriente; es que, si la religión es también algo occidental, no es una cosa moderna, y es incluso contra ella que el espíritu moderno concentra toda su animosidad, porque la religión es, en Occidente, el único elemento que haya guardado un carácter tradicional. No hablamos, bien entendido, más que de la religión en el sentido propio de esta palabra, y no de las deformaciones o de las imitaciones que han tomado nacimiento, al contrario, bajo la influencia del espíritu moderno, y que llevan su marca hasta tal punto que son casi asimilables al «moralismo» filosófico. En lo que concierne a la religión propiamente dicha, los orientales no pueden tener hacia ella otra cosa que respeto, precisamente en razón de su carácter tradicional; e incluso, si los occidentales se mostraran más apegados a su religión de lo que lo están ordinariamente, serían ciertamente mejor considerados en Oriente. Solamente, lo que es menester no olvidar, es que en los orientales la tradición no reviste la forma específicamente religiosa, a excepción de los musulmanes, quienes tienen también algo de Occidente; ahora bien, la diferencia de las formas exteriores no es más que una cuestión de adaptación a las diversas mentalidades, y, allí donde la tradición no ha tomado espontáneamente la forma religiosa, es porque no tenía que tomarla. El error consiste aquí en querer hacer adoptar a los orientales formas que no están hechas para ellos, que no responden a las exigencias de su mentalidad, pero a las que reconocen no obstante la excelencia para los occidentales: es así que se puede ver a veces a hindúes aconsejar a europeos que vuelvan al catolicismo, e incluso ayudarles a comprenderle, sin tener la menor intención de adherirse ellos mismos a él. Sin duda, no hay una completa equivalencia entre todas las formas tradicionales, porque corresponden a puntos de vista que difieren realmente; pero, en la medida en que son equivalentes, la sustitución de una por otra sería evidentemente inútil; y, en la medida en que son diferentes en aspectos que van más allá de la expresión (lo que no quiere decir que sean opuestas o contradictorias), esa sustitución no podría ser más que perjudicial, porque provocaría inevitablemente un defecto de adaptación. Si los orientales no tienen la religión en el sentido occidental de la palabra, tienen de ella todo lo que les conviene; al mismo tiempo tienen más desde el punto de vista intelectual, puesto que tienen la metafísica pura, de la que la teología no es en suma más que una traducción parcial, afectada del tinte sentimental que es inherente al pensamiento religioso como tal; si tienen menos de otro lado, no es más que desde el punto de vista sentimental, y porque no tienen ninguna necesidad de él. Lo que acabamos de decir muestra también por qué la solución que estimamos preferible para Occidente es el retorno a su propia tradición, completada si hay lugar a ello en cuanto al dominio de la intelectualidad pura (lo que, por lo demás, no concierne más que a la elite); la religión no puede ocupar el lugar de la metafísica, pero no es de ningún modo incompatible con ella, y se tiene la prueba de ello en el mundo islámico, con los dos aspectos complementarios bajo los que se presenta su doctrina tradicional. Agregaremos que, incluso si Occidente repudia el sentimentalismo (y con ello entendemos el predominio acordado al sentimiento sobre la inteligencia), la masa occidental no conserva menos por eso una necesidad de satisfacciones sentimentales que únicamente puede dárselas la forma religiosa, de igual modo que conservará también una necesidad de actividad exterior que no tienen los orientales; cada raza tiene su temperamento propio, y, si es cierto que eso no son más que contingencias, no obstante no hay más que una elite bastante restringida que pueda no tenerlas en cuenta. Pero las satisfacciones de que se trata, es en la religión propiamente dicha donde los occidentales pueden y deben encontrarlas normalmente, y no en esos sucedáneos más o menos extravagantes donde se alimenta el «pseudomisticismo» de algunos contemporáneos, religiosidad inquieta y desviada que es también un síntoma de la anarquía mental que sufre el mundo moderno, por la que corre el riesgo incluso de morir, si no se le aportan remedios eficaces antes de que sea demasiado tarde. Así, entre las manifestaciones del pensamiento occidental, unas son simplemente ridículas a los ojos de los orientales, y son todas aquellas que tienen un carácter especialmente moderno; otras son respetables, pero no son apropiadas más que a Occidente exclusivamente, aunque los occidentales de hoy día tengan una tendencia a despreciarlas o a rechazarlas, sin duda porque representan aún algo demasiado elevado para ellos. Por consiguiente, desde cualquier lado que se quiera considerar la cuestión, es completamente imposible que se opere un acercamiento en detrimento de la mentalidad oriental; como ya lo hemos dicho, es Occidente quien debe acercarse a Oriente; pero, para que se acerque efectivamente a Oriente, la buena voluntad misma no sería suficiente, y lo que sería menester sobre todo, es la comprehensión. Ahora bien, hasta aquí, los occidentales que se han esforzado en comprender a Oriente, con más o menos seriedad y sinceridad, no han llegado por lo general más que a los resultados más lamentables, porque han aportado a sus estudios todos los prejuicios de los que su espíritu estaba atestado, tanto más cuanto que eran «especialistas», que habían adquirido previamente algunos hábitos mentales de los que les era imposible deshacerse. Ciertamente, entre los europeos que han vivido en contacto directo con los orientales, hay algunos que han podido comprender y asimilarse algunas cosas, justamente porque, al no ser especialistas, estaban más libres de ideas preconcebidas; pero, por lo general, éstos no han escrito; lo que han aprendido, lo han guardado para ellos, y por lo demás, si les ha ocurrido que han hablado de ello a otros occidentales, la incomprehensión de la que éstos han hecho prueba en semejante caso ha bastado para desanimarles y para llevarles a observar la misma reserva que los orientales. Así pues, Occidente, en su conjunto, nunca ha podido aprovecharse de algunas excepciones individuales; y, en cuanto a los trabajos que se han hecho sobre Oriente y sus doctrinas, frecuentemente valdría más no conocer siquiera su existencia, ya que la ignorancia pura y simple es muy preferible a las ideas falsas. No queremos repetir todo lo que hemos dicho en otra parte sobre las producciones de los orientalistas: sobre todo tienen como efecto, por una parte, extraviar a los occidentales que han recurrido a ellas sin tener en otra parte el medio de rectificar sus errores, y, por otra, contribuir también a dar a los orientales, por la incomprehensión que se exhibe en ellas, la más enojosa idea de la intelectualidad occidental. Bajo este último aspecto, eso no hace más que confirmar la apreciación que los orientales ya han sido llevados a formular sobre todo lo que conocen de Occidente, y acentuar en ellos esa actitud de reserva de que hablábamos hace un momento; pero el primer inconveniente es aún más grave, sobre todo si la iniciativa de un acercamiento debe venir del lado occidental. En efecto, alguien que posee un conocimiento directo de Oriente, al leer la peor traducción o el comentario más fantasioso, puede sacar las parcelas de verdad que subsistan en él a pesar de todo, sin saberlo el autor que no ha hecho más que transcribir sin comprender, y que no ha acertado más que por una suerte de azar (eso ocurre sobre todo en las traducciones inglesas, que se hacen concienzudamente y sin demasiada toma de partido sistemático, pero también sin ninguna preocupación de comprehensión verdadera); frecuentemente puede incluso restablecer el sentido allí donde haya sido desnaturalizado, y, en todo caso, puede consultar impunemente obras de este género, incluso si no saca de ellas ningún provecho; pero ello es completamente diferente para el lector ordinario. Puesto que éste no posee ningún medio de control, no puede tener más que dos actitudes: o bien cree de buena fe que las concepciones orientales son tales como se le presentan, y siente un displacer muy comprehensible, al mismo tiempo que todos sus prejuicios se ven fortificados; o bien se da cuenta de que, en realidad, esas concepciones no pueden ser tan absurdas o tan desprovistas de sentido, siente más o menos confusamente que en eso debe haber otra cosa, pero no sabe lo que eso puede ser, y desesperando de no llegar a saberlo, renuncia a ocuparse de ello y no quiere pensar más en el asunto. Así, el resultado final es siempre un alejamiento, y no un acercamiento; naturalmente, no hablamos más que de las gentes que se interesan en las ideas, ya que es sólo entre éstos donde se encuentran quienes podrían comprender si se les proporcionaran los medios para ello; en lo que concierne a los demás, que no ven en eso más que un asunto de curiosidad y de erudición, no tenemos que preocuparnos de ellos. Por lo demás, la mayoría de los orientalistas no son y no quieren ser más que eruditos; mientras se limitan a trabajos históricos o filológicos, eso no tiene mayor importancia; es evidente que las obras de este género no pueden servir de nada para alcanzar la meta que consideramos aquí, de modo que su único peligro, en suma, es el común a todos los abusos de la erudición, queremos decir, la propagación de esa «miopía intelectual» que limita todo el saber a investigaciones de detalle, y el despilfarro de esfuerzos que podrían emplearse mejor en muchos casos. Pero lo que es mucho más grave a nuestros ojos, es la acción ejercida por aquellos orientalistas que tienen la pretensión de comprender y de interpretar las doctrinas, y que las travisten de la manera más increíble, llegando hasta asegurar a veces que las comprenden mejor que los orientales mismos (como Leibnitz, que se imaginaba que había descubierto el verdadero sentido de los caracteres de Fo-hy), y, sin pensar nunca en recabar el punto de vista de los representantes autorizados de las civilizaciones que quieren estudiar, lo que, no obstante, sería la primera cosa que habría que hacer, en lugar de comportarse como si se tratara de reconstruir civilizaciones desaparecidas. Esta pretensión inverosímil no hace más que traducir la creencia que tienen los occidentales en su propia superioridad: incluso cuando consienten en tomar en consideración las ideas de los demás, se consideran tan sumamente inteligentes que deben comprender esas ideas mucho mejor que aquellos que las han elaborado, y que les basta mirarlas desde fuera para saber enteramente a qué atenerse a su respecto; cuando se tiene una tal confianza en sí mismo, se pierden generalmente todas las ocasiones que se podrían tener de instruirse realmente. Entre los prejuicios que contribuyen a mantener un tal estado de espíritu, hay uno que hemos llamado el «prejuicio clásico», y al cual ya hemos hecho alusión a propósito de la creencia en la «civilización» única y absoluta, de la que ese prejuicio no es en suma más que una forma particular: debido a que la civilización occidental moderna se considera como la heredera de la civilización grecorromana (lo que no es verdad más que hasta un cierto punto), no se quiere conocer nada fuera de ésta (En un discurso pronunciado en la Cámara de los Diputados por M Bracke, en el curso del debate sobre la reforma de la enseñanza, hemos reparado en este pasaje característico: «Vivimos en la civilización grecorromana. Para nosotros, no hay otra. La civilización grecorromana es, para nosotros, la civilización sin más». Éstas palabras, y sobre todo los aplausos unánimes que las acogieron, justifican plenamente todo lo que hemos dicho en otra parte sobre el «prejuicio clásico»), y se está persuadido de que todo el resto no tiene interés o no puede ser más que el objeto de una suerte de interés arqueológico; se decreta que no se puede encontrar en otras partes ninguna idea válida, o que al menos, si se encuentran por azar, debían existir también en la antigüedad grecorromana; pero es aún más pintoresco cuando se llega a afirmar que esas ideas no pueden ser más que saqueos hechos a esta última. Aquellos mismos que no piensan expresamente así, por eso no sufren menos la influencia de este prejuicio: hay quienes, aunque proclaman una cierta simpatía por las concepciones orientales, quieren a toda costa hacerlas entrar en los cuadros del pensamiento occidental, lo que equivale a desnaturalizarlas totalmente, y lo que prueba que en el fondo no comprenden nada de ellas; algunos, por ejemplo, no quieren ver en Oriente más que religión y filosofía, es decir, todo lo que allí no se encuentra, y no ven nada de lo que existe en realidad. Nadie ha llevado nunca más lejos estas falsas asimilaciones que los orientalistas alemanes, que son precisamente aquellos cuyas pretensiones son más grandes, y que han llegado hasta monopolizar casi enteramente la interpretación de las doctrinas orientales: con su espíritu estrechamente sistemático, hacen de ellas, no sólo filosofía, sino algo enteramente semejante a su propia filosofía, mientras que se trata de cosas que no tienen ninguna relación con tales concepciones; evidentemente, no pueden resignarse a no comprender, ni evitar reducirlo todo a la medida de su mentalidad, mientras creen hacer un gran honor a aquellos a quienes atribuyen esas ideas «buenas para niños de ocho años». Por lo demás, en Alemania, los filósofos mismos se han mezclado en esto, y Schopenhauer, en particular, tiene ciertamente una buena parte de responsabilidad en la manera en que Oriente es interpretado allí; ¡y cuántas gentes, incluso fuera de Alemania, siguen repitiendo, desde él y su discípulo von Hartmann, frases hechas sobre el «pesimismo búdico», al que suponen incluso gustosamente que constituye el fondo de las doctrinas hindúes! Hay un buen número de europeos que se imaginan que la India es budista, tan grande es su ignorancia, y, como ocurre siempre en parecido caso, no se privan de hablar de ello sin ton ni son; por lo demás, si el público da a las formas desviadas del budismo una importancia desmesurada, la culpa de ello la tienen la cantidad increíble de orientalistas que se han especializado en ellas, y que han encontrado en eso un medio de deformar hasta esas desviaciones del espíritu oriental. La verdad es que ninguna concepción oriental es «pesimista», y que el budismo mismo no lo es; es cierto que tampoco hay en él «optimismo», pero eso prueba simplemente que esas etiquetas y esas clasificaciones no se le aplican, no más que todas aquellas que están hechas igualmente para la filosofía europea, y que no es de esa manera como se les plantean las cuestiones a los orientales; para considerar las cosas en términos de «optimismo» o de «pesimismo», es menester el sentimentalismo occidental (ese mismo sentimentalismo que empujaba a Schopenhauer a buscar «consolaciones» en las Upanishads), y la serenidad profunda que da a los hindúes la pura contemplación intelectual está mucho más allá de esas contingencias. No acabaríamos si quisiéramos reseñar todos los errores del mismo género, errores de los que basta uno solo para probar la incomprehensión total; nuestra intención no es dar aquí un catálogo de los fracasos, germánicos y otros, en los que ha desembocado el estudio de Oriente emprendido sobre bases erróneas y al margen de todo principio verdadero. Hemos mencionado a Schopenhauer porque es un ejemplo muy «representativo»; entre los orientalistas propiamente dichos, ya hemos citado precedentemente a Deussen, que interpreta la India en función de las concepciones de este mismo Schopenhauer; recordaremos también a Max Müller, que se esfuerza en descubrir «los gérmenes del budismo», es decir, al menos según la concepción que él se hacía, de la heterodoxia, hasta en los textos vêdicos, que son los fundamentos esenciales de la ortodoxia tradicional hindú. Podríamos continuar así casi indefinidamente, incluso no anotando más que uno o dos rasgos para cada uno; pero nos limitaremos a agregar un último ejemplo, porque hace aparecer claramente un cierto partidismo que es completamente característico: es el de Oldenberg, que descarta a priori todos los textos donde se cuentan hechos que parecen milagrosos, y que afirma que es menester no ver en ellos más que agregados tardíos, no solo en el nombre de la «crítica histórica», sino bajo pretexto de que los «indogermanos» (sic) no admiten el milagro; que hable, si quiere, en nombre de los alemanes modernos, que por algo son los inventores de la pretendida «ciencia de las religiones»; pero que tenga la pretensión de asociar a los hindúes sus negaciones, que son las del espíritu antitradicional, he ahí lo que rebasa toda medida. Ya hemos dicho en otra parte lo que es menester pensar de la hipótesis del «indogermanismo», que no tiene apenas más que una razón de ser política: el orientalismo de los alemanes, como su filosofía, ha devenido un instrumento al servicio de su ambición nacional, lo que, por lo demás, no quiere decir que sus representantes sean necesariamente de mala fe; no es fácil saber hasta dónde puede llegar la ceguera que tiene como causa la intrusión del sentimiento en los dominios que deberían estar reservados a la inteligencia. En cuanto al espíritu antitradicional que constituye el fondo de la «crítica histórica» y de todo lo que se relaciona con ella más o menos directamente, es puramente occidental y, en Oriente mismo, puramente moderno; nunca insistiremos demasiado en ello, porque esto es lo que repugna más profundamente a los orientales, que son esencialmente tradicionalistas y que no serían nada si no lo fueran, pues todo lo que constituye sus civilizaciones es estrictamente tradicional; así pues, es de este espíritu del que importa deshacerse ante todo si se quiere tener alguna esperanza de entenderse con ellos. Fuera de los orientalistas más o menos «oficiales», que, a falta de otras cualidades más intelectuales, tienen al menos una buena fe generalmente incontestable, no hay, como presentación occidental de las doctrinas de Oriente, otra cosa que los delirios y las divagaciones de los teosofistas, que no son más que un entramado de errores groseros, agravados aún por los procedimientos del más bajo charlatanismo. Hemos consagrado a este tema todo un estudio especial (El Teosofismo, historia de una pseudoreligión. — Ver también, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 4a parte, cap III), donde, para hacer justicia enteramente a todas las pretensiones de esas gentes y para mostrar que no tienen ninguna autoridad para representar a Oriente, antes al contrario, hemos tenido que hacer llamada a los hechos históricos más rigurosamente establecidos; por consiguiente, no queremos volver sobre ello, pero no podíamos dispensarnos aquí de mencionar al menos su existencia, puesto que una de sus pretensiones es precisamente la de efectuar a su manera el acercamiento de Oriente y Occidente. Ahí también, sin hablar siquiera de los trasfondos políticos que juegan en eso un papel considerable, es el espíritu antitradicional el que, bajo la cubierta de una pseudotradición de fantasía, se da libre curso en esas teorías inconsistentes cuya trama está formada por una concepción evolucionista; bajo los jirones saqueados a las doctrinas más variadas, y detrás de la terminología sánscrita empleada casi siempre a contrasentido, no hay más que ideas completamente occidentales. Si pudiera haber en eso los elementos de un acercamiento, es en suma Oriente quien correría con todos los gastos: se le harían concesiones sobre las palabras, pero se le pediría el abandono de todas sus ideas esenciales, y también de todas las instituciones a las que está vinculado; solamente los orientales, sobre todo los hindúes, a los que se apunta más especialmente, no están engañados y saben perfectamente a qué atenerse sobre las verdaderas tendencias de un movimiento de ese género; no es ofreciéndoles una grosera caricatura de sus doctrinas como nadie puede jactarse de seducirles, aunque no tuvieran otros motivos para desconfiar y para mantenerse al margen. En cuanto a los occidentales que, a falta de inteligencia verdadera, tienen simplemente algo de buen sentido, apenas se entretienen en esas extravagancias, pero la pena es que se dejan persuadir demasiado fácilmente de que son orientales, mientras que no hay nada de eso; además, el buen sentido mismo escasea hoy día singularmente en Occidente, el desequilibrio mental crece cada vez más, y eso es lo que preconiza el éxito actual del teosofismo y de todas las demás empresas más o menos análogas, que reunimos bajo la denominación genérica de «neoespiritualismo». Si no hay ningún rastro de «tradición oriental» en los teosofistas, tampoco lo hay de «tradición occidental» auténtica en los ocultistas; todavía una vez más, no hay nada serio en todo eso, no hay más que un «sincretismo» confuso y más bien incoherente, en el que las concepciones antiguas son interpretadas de la manera más falsa y más arbitraria, y que parece no estar ahí más que para servir de disfraz al «modernismo» más pronunciado; si hay algún «arcaísmo» en todo eso, no es más que en las formas exteriores, y las concepciones de la antigüedad y de la edad media occidentales son casi tan completamente incomprendidas entre los ocultistas como lo son las de Oriente entre los teosofistas. Ciertamente, no es por ahí por donde Occidente podrá recuperar nunca su propia tradición, como tampoco podrá encontrarse con la intelectualidad oriental, y eso por las mismas razones; aquí también, estas dos cosas están estrechamente relacionadas, piensen lo que piensen algunos, que ven oposiciones y antagonismos allí donde no podrían existir; entre los ocultistas precisamente, hay quienes se creen obligados a no hablar de Oriente, del que lo ignoran todo, más que con epítetos injuriosos que delatan un verdadero odio, y probablemente también el despecho de sentir que hay ahí conocimientos que no llegarán a penetrar nunca. No reprochamos a los teosofistas o a los ocultistas una insuficiencia de comprehensión de la que, después de todo, no son responsables; pero, si se es occidental (lo entendemos desde el punto de vista intelectual), que se reconozca francamente, y que no se tome una máscara oriental; si se tiene el espíritu moderno, que se tenga al menos el valor de confesarlo (¡hay tantos que se vanaglorian de ello!), y que no se invoque una tradición que no se posee. Al denunciar tales hipocresías, no pensamos naturalmente más que en los jefes de los movimientos de que se trata, no en los engañados por ellos; aún es menester decir que la inconsciencia se alía frecuentemente con la mala fe, y que quizás es difícil determinar exactamente la parte de la una y de la otra; ¿acaso la hipocresía «moralista» no es también inconsciente en la mayoría? Por lo demás, poco importa en cuanto a los resultados, que son todo lo que queremos retener, y que no son por ello menos deplorables: la mentalidad occidental está cada vez más falseada, y de múltiples maneras; se extravía y se dispersa en todos los sentidos, entre las inquietudes más perturbadoras, en medio de las fantasmagorías más sombrías de una imaginación en delirio; ¿será éste verdaderamente «el comienzo del fin» para la civilización moderna? No queremos hacer ninguna suposición al azar, pero, al menos, muchos de los indicios deben hacer reflexionar a aquellos que todavía son capaces de ello; ¿llegará Occidente a recobrarse a tiempo? Para atenernos a lo que se puede constatar actualmente, y sin anticiparnos sobre el porvenir, diremos esto: todas las tentativas que se han hecho hasta aquí para acercar Oriente a Occidente se han emprendido en provecho del espíritu occidental, y por eso han fracasado. Eso es cierto, no solo para todo lo que es propaganda abiertamente occidental (y éste es en suma el caso más habitual), sino también para los intentos que pretenden basarse sobre un estudio de Oriente: se busca mucho menos comprender las doctrinas orientales en sí mismas que reducirlas a las concepciones occidentales, lo que equivale a desnaturalizarlas totalmente. Incluso si no se tiene una postura consciente y confesada de despreciar el Oriente, por ello no se supone menos implícitamente que todo lo que posee Oriente, debe poseerlo también Occidente; ahora bien, eso es completamente falso, sobre todo en lo que concierne al Occidente actual. Así, por una incapacidad de comprender que se debe en buena parte a sus prejuicios (ya que si hay algunos que tienen naturalmente esta incapacidad, hay otros que la adquieren solo a fuerza de ideas preconcebidas), los occidentales no alcanzan nada de la intelectualidad oriental; mientras se imaginan aprehenderla y traducir su expresión, no hacen más que caricaturizarla, y, en los textos o en los símbolos que creen explicar, no encuentran más que lo que allí ellos mismos han puesto, es decir, ideas occidentales: es que la letra no es nada por sí misma, y el espíritu se les escapa. En esas condiciones, Occidente no puede salir de los límites donde se ha encerrado; y como, en el interior de esos límites más allá de los cuales ya no hay verdaderamente nada para él, continúa hundiéndose sin cesar en las vías materiales y sentimentales que le alejan siempre cada vez más de la intelectualidad, es evidente que su divergencia con Oriente no puede más que acentuarse. Acabamos de ver por qué las tentativas orientalistas y pseudorientales contribuyen a eso; todavía una vez más, es Occidente quien debe tomar la iniciativa, pero para ir verdaderamente hacia Oriente, no para intentar tirar de Oriente hacia él, como ha hecho hasta aquí. Oriente no tiene ninguna razón para tomar esta iniciativa, incluso si las condiciones del mundo occidental no fueran tales que hacen inútil todo esfuerzo en este sentido; pero, si se hiciera una tentativa seria y bien comprendida por el lado de Occidente, los representantes autorizados de todas las civilizaciones orientales solo podrían mostrarse eminentemente favorables a ello. Ahora nos queda indicar cómo puede considerarse una tal tentativa, después de haber visto en este capítulo la confirmación y la aplicación de todas las consideraciones que hemos desarrollado en el curso de la primera parte de nuestra exposición, ya que lo que hemos mostrado ahí, es en suma el hecho de que son las tendencias propias del espíritu occidental moderno las que determinan la imposibilidad de toda relación intelectual con Oriente; y, mientras no se comience por entenderse sobre este terreno intelectual, todo el resto será perfectamente inútil y vano.