====== INFINITO E INDEFINIDO ====== Procediendo en cierto modo en sentido inverso de la ciencia profana, debemos, según el punto de vista constante de toda ciencia tradicional, establecer aquí ante todo el principio que nos permitirá resolver después, de una manera casi inmediata, las dificultades a las que ha dado lugar el método infinitesimal, sin dejarnos extraviar en las discusiones que de otro modo correrían el riesgo de ser interminables, como lo son en efecto para los filósofos y los matemáticos modernos, que, por eso mismo de que les falta este principio, no han llegado nunca a aportar una solución satisfactoria y definitiva a estas dificultades. Este principio, es la idea misma del Infinito entendido en su único sentido verdadero, que es el sentido puramente metafísico, y, por lo demás, sobre este punto, no tenemos más que recordar sumariamente lo que ya hemos expuesto más completamente en otra parte (Los Estados múltiples del ser, cap I): el Infinito es propiamente lo que no tiene límites, ya que finito es evidentemente sinónimo de limitado; por consiguiente, no se puede aplicar sin abuso esta palabra a otra cosa que a lo que no tiene absolutamente ningún límite, es decir, al Todo universal que incluye en sí mismo todas las posibilidades, y que, por consiguiente, no podría ser limitado de ninguna manera por nada; entendido así, el Infinito es metafísica y lógicamente necesario, ya que no sólo no puede implicar ninguna contradicción, puesto que no encierra en sí mismo nada de negativo, sino que es al contrario su negación la que sería contradictoria. Además, evidentemente no puede haber más que un Infinito, ya que dos Infinitos supuestos distintos se limitarían el uno al otro, y por tanto, se excluirían forzosamente; por consiguiente, toda vez que la palabra «infinito» se emplea en un sentido diferente del que acabamos de decir, podemos estar seguros a priori de que ese empleo es necesariamente abusivo, ya que, en suma, equivale a ignorar pura y simplemente el Infinito metafísico, o a suponer otro infinito al lado de él. Es verdad que los escolásticos admitían lo que llamaban infinitum secundum quid, que distinguían cuidadosamente del infinitum absolutum que es únicamente el Infinito metafísico; pero en eso no podemos ver más que una imperfección de su terminología, ya que, si esta distinción les permitía escapar a la contradicción de una pluralidad de infinitos entendidos en el sentido propio, por ello no es menos cierto que ese doble empleo de la palabra infinitum corría el riesgo de causar múltiples confusiones, ya que, por lo demás, uno de los sentidos que le daban así era completamente impropio, puesto que decir que algo es infinito sólo bajo un cierto aspecto, lo que es la significación exacta de la expresión Infinitum secundum quid, es decir que en realidad no es infinito de ninguna manera (Es en un sentido bastante próximo de éste como Spinoza empleó más tarde la expresión «infinito en su género», que da lugar naturalmente a las mismas objeciones). En efecto, no es porque una cosa no está limitada en un cierto sentido o bajo una cierta relación por lo que se puede concluir legítimamente que no está limitada de ninguna manera, lo que sería necesario para que fuera verdaderamente infinita; no solo puede estar limitada al mismo tiempo bajo otros aspectos, sino que incluso podemos decir que lo está necesariamente, desde que es una cierta cosa determinada, y que, por su determinación misma, no incluye toda posibilidad, ya que eso mismo equivale a decir que está limitada por lo que deja fuera de ella; al contrario, si el Todo universal es infinito, es precisamente porque no deja nada fuera de Él (Se puede decir también que no deja fuera de él más que la imposibilidad, la cual, al ser una pura nada, no podría limitarle de ninguna manera). Así pues, toda determinación, por general que se la suponga, y cualquiera que sea la extensión que pueda recibir, es necesariamente exclusiva de la verdadera noción de infinito (Esto es igualmente verdad de las determinaciones de orden universal, y no ya simplemente general, comprendido ahí el Ser mismo que es la primera de todas las determinaciones; pero no hay que decir que esta consideración no interviene en las aplicaciones únicamente cosmológicas de las que vamos a ocuparnos en el presente estudio); una determinación, cualquiera que sea, es siempre una limitación, puesto que tiene como carácter esencial definir un cierto dominio de posibilidades en relación a todo el resto, y porque, por eso mismo, excluye a todo ese resto. Así, hay un verdadero despropósito en aplicar la idea de infinito a una determinación cualquiera, por ejemplo, en el caso que vamos a considerar aquí más especialmente, a la cantidad o a uno u otro de sus modos; la idea de un «infinito determinado» es demasiado manifiestamente contradictoria como para que haya lugar a insistir más en ello, aunque esta contradicción haya escapado muy frecuentemente al pensamiento profano de los modernos, y aunque aquellos mismos que se podrían llamar «semiprofanos» como Leibnitz, no hayan sabido apercibirla claramente (Si alguien se extrañara de la expresión «semiprofano» que empleamos aquí, diríamos que puede justificarse, de una manera muy precisa, por la distinción de la iniciación efectiva y de la iniciación simplemente virtual, sobre la que tendremos que explicarnos en otra ocasión). Para hacer destacar aún mejor esta contradicción, podríamos decir, en otros términos que son equivalentes en el fondo, que es evidentemente absurdo querer definir el Infinito: en efecto, una definición no es otra cosa que la expresión de una determinación, y las palabras mismas dicen bastante claramente que lo que es susceptible de ser definido no puede ser más que finito o limitado; buscar hacer entrar el Infinito en una fórmula, o, si se prefiere, revestirle de una forma cualquiera que sea, es, consciente o inconscientemente, esforzarse en hacer entrar el Todo universal en uno de los elementos más ínfimos que están comprendidos en él, lo que, ciertamente, es efectivamente la más manifiesta de las imposibilidades. Lo que acabamos de decir basta para establecer, sin dejar lugar a la menor duda, y sin que haya necesidad de entrar en ninguna otra consideración, que no puede haber un infinito matemático o cuantitativo, que esta expresión no tiene ningún sentido, porque la cantidad misma es una determinación; el número, el espacio, el tiempo, a los que se quiere aplicar la noción de ese pretendido infinito, son condiciones determinadas, y que, como tales, no pueden ser más que finitas; son, si se quiere, ciertas posibilidades, o ciertos conjuntos de posibilidades, junto a los cuales y fuera de los cuales existen otros, lo que implica evidentemente su limitación. En este caso, hay todavía algo más: concebir el Infinito cuantitativamente, no solo es limitarle, sino que es también, por añadidura, concebirle como susceptible de aumento o de disminución, lo que no es menos absurdo; con semejantes consideraciones, se llega a considerar rápidamente no sólo varios infinitos que coexisten sin confundirse ni excluirse, sino también infinitos que son más grandes o más pequeños que otros infinitos, e incluso, puesto que en estas condiciones el infinito ha devenido tan relativo que ya no basta, se inventa el «transfinito», es decir, el dominio de las cantidades más grandes que el infinito; y, en efecto, es de una «invención» de lo que se trata propiamente entonces, ya que tales concepciones no podrían corresponder a nada real: ¡A tantas palabras, otras tantas absurdidades, incluso al respecto de la simple lógica elemental, lo que no impide que, entre aquellos que las sostienen, se encuentren quienes tienen la pretensión de ser «especialistas» de la lógica, tan grande es la confusión intelectual de nuestra época! Debemos hacer observar que hace un momento hemos dicho, no sólo «concebir un infinito cuantitativo», sino «concebir el Infinito cuantitativamente», y esto requiere algunas palabras de explicación: con eso hemos querido hacer alusión más particularmente a aquellos que, en la jerga filosófica contemporánea, se llaman los «infinitistas»; en efecto, todas las discusiones entre «finitistas» e «infinitistas» muestran claramente que los unos y los otros tienen al menos en común esta idea completamente falsa de que el Infinito metafísico es solidario del infinito matemático, si es que incluso no se identifica con él pura y simplemente (Aquí citaremos sólo, como ejemplo característico, el caso de L Couturat que concluye su tesis De l'infini mathématique, en la que se ha esforzado en probar la existencia de un infinito de número y de magnitud, declarando que su intención en eso ha sido mostrar que, ¡«a pesar del neocriticismo (es decir, de las teorías de Renouvier y de su escuela), es probable una metafísica infinitista»! ). Así pues, todos ignoran igualmente los principios más elementales de la metafísica, puesto que es al contrario la concepción misma del verdadero Infinito metafísico la única que permite rechazar de una manera absoluta todo «infinito particular», si puede se expresar así, tal como el pretendido infinito cuantitativo, y estar seguro de antemano de que, por todas partes donde se le encuentre, no puede ser más que una ilusión, a cuyo respecto ya no habrá más que preguntarse lo que ha podido darle nacimiento, a fin de poder sustituirla por otra noción más conforme a la verdad. En suma, toda vez que se trate de una cosa particular, de una posibilidad determinada, por eso mismo estamos ciertos a priori de que es limitada, y, podemos decir, limitada por su naturaleza misma, y esto permanece igualmente verdadero en el caso donde, por una razón cualquiera, no podamos alcanzar actualmente sus límites; pero es precisamente esta imposibilidad de alcanzar los límites de algunas cosas, e incluso a veces de concebirlos claramente, la que causa, al menos en aquellos a quienes les falta el principio metafísico, la ilusión de que esas cosas no tienen límites, y, lo repetimos aún, es esta ilusión, y nada más, la que se formula en la afirmación contradictoria de un «infinito determinado». Es aquí donde interviene, para rectificar esa falsa noción, o más bien para reemplazarla por una concepción verdadera de las cosas (En todo rigor lógico, hay lugar a hacer una distinción entre «falsa noción» (o, si se quiere, «pseudonoción») y «noción falsa»: una «noción falsa» es la que no corresponde adecuadamente a la realidad, aunque se le corresponde no obstante en una cierta medida; al contrario, una «falsa noción» es la que implica contradicción, como es el caso aquí, y la que así no es verdaderamente una noción, ni siquiera falsa, aunque tenga la apariencia de ello para los que no se dan cuenta de la contradicción, ya que, puesto que no expresa más que lo imposible, que es lo mismo que nada, no corresponde absolutamente a nada; una «noción falsa» es susceptible de ser rectificada, pero una «falsa noción» no puede ser más que rechazada pura y simplemente), la idea de lo indefinido, que es precisamente la idea de un desarrollo de posibilidades cuyos límites no podemos alcanzar actualmente; y por eso consideramos como fundamental, en todas las cuestiones donde aparece el pretendido infinito matemático, la distinción del Infinito y de lo indefinido. Es sin duda a eso a lo que respondía, en la intención de sus autores, la distinción escolástica de infinitum absolutum y del infinitum secundum quid; y es ciertamente deplorable que Leibnitz, que no obstante ha tomado tanto de la escolástica, haya descuidado o ignorado ésta, ya que, por imperfecta que fuera la forma bajo la que estaba expresada, hubiera podido servirle para responder bastante fácilmente a ciertas de las objeciones suscitadas contra su método. Por el contrario, parece que Descartes había intentado establecer la distinción de que se trata, pero está muy lejos de haberla expresado e incluso concebido con una precisión suficiente, puesto que, según él, lo indefinido es aquello cuyos límites no vemos, y que en realidad podría ser infinito, aunque no podamos afirmar que lo sea, mientras que la verdad es que, al contrario, podemos afirmar que no lo es, y que no hay necesidad ninguna de ver sus límites para estar ciertos de que esos límites existen; así pues, se ve cuan vago y embarullado está todo esto, y siempre a causa de la misma falta de principio. Descartes dice en efecto: «Y para nosotros, al ver cosas en las que, según algunos sentidos (Estos términos parecen querer recordar el secundum quid escolástico y así, pudiera ser que la intención primera de la frase que citamos haya sido criticar indirectamente la expresión infinitum secundum quid), no observamos límites, no aseguramos por eso que sean infinitas, sino que las estimaremos solamente indefinidas (Principes de la Philosophie, I, 26)». Y da como ejemplos de ello la extensión y la divisibilidad de los cuerpos; no asegura que estas cosas sean infinitas, pero no obstante no parece tampoco querer negarlo formalmente, tanto más cuanto que llega a declarar que no quiere «enredarse en las disputas del infinito», lo que es una manera demasiado simple de sortear las dificultades, y aunque diga un poco más adelante que «si bien observamos en ellas propiedades que nos parecen no tener límites, no dejaremos de reconocer que eso procede del defecto de nuestro entendimiento, y no de su naturaleza» (Ibid, I, 27). En suma, con justa razón, quiere reservar el nombre de infinito a lo que no puede tener ningún límite; pero, por una parte, no parece saber, con la certeza absoluta que implica todo conocimiento metafísico, que lo que no tiene ningún límite no puede ser nada más que el Todo universal, y por otra, la noción misma de lo indefinido tiene necesidad de ser precisada mucho más de lo que la precisa él; si lo hubiera sido, sin duda un gran número de confusiones ulteriores no se habrían producido tan fácilmente (Es así como Varignon, en su correspondencia con Leibnitz, al respecto del cálculo infinitesimal, emplea indistintamente las palabras «infinito» e «indefinido», como si fueran más o menos sinónimos, o como si al menos fuera en cierto modo indiferente tomar uno por otro, mientras que, al contrario, es la diferencia de sus significaciones la que, en todas estas discusiones, hubiera debido ser considerada como el punto esencial). Decimos que lo indefinido no puede ser infinito, porque su concepto conlleva siempre una cierta determinación, ya se trate de la extensión, de la duración, de la divisibilidad, o de cualquier otra posibilidad; en una palabra, lo indefinido, cualquiera que sea y bajo cualquier aspecto que se lo considere, es todavía finito y no puede ser más que finito. Sin duda, sus límites se alejan hasta encontrarse fuera de nuestro alcance, al menos en tanto que busquemos alcanzarlos de una cierta manera que podemos llamar «analítica», así como lo explicaremos más completamente a continuación; pero por eso no son suprimidos de ninguna manera, y, en todo caso, si las limitaciones de un cierto orden pueden ser suprimidas, subsisten todavía otras, que están en la naturaleza misma de lo que se considera, ya que es en virtud de su naturaleza, y no simplemente de alguna circunstancia más o menos exterior y accidental, por lo que toda cosa particular es finita, y ello, sea cual sea el grado al que pueda ser llevada efectivamente la extensión de la que es susceptible. Se puede destacar a este propósito que el signo ?, por el que los matemáticos representan su pretendido infinito, es él mismo una figura cerrada, y por consiguiente, visiblemente finita, tanto como lo es el círculo del que algunos han querido hacer un símbolo de la eternidad, mientras que no puede ser más que una figuración de un ciclo temporal, indefinido solamente en su orden, es decir, en el orden de lo que se llama propiamente la perpetuidad (Conviene observar también que, como lo hemos explicado en otra parte, un tal ciclo no es nunca verdaderamente cerrado, sino que parece serlo solamente en tanto que uno se coloca en una perspectiva que no permite percibir la distancia que existe realmente entre sus extremidades, de igual modo que una espira de hélice según el eje vertical aparece como un círculo cuando es proyectada sobre el plano horizontal); y es fácil ver que esta confusión de la eternidad y de la perpetuidad, tan común entre los Occidentales modernos, se emparenta estrechamente a la del Infinito y de lo indefinido. Para hacer comprender mejor la idea de lo indefinido y la manera en que éste se forma a partir de lo finito entendido en su acepción ordinaria, se puede considerar un ejemplo tal como la sucesión de los números: en ésta, evidentemente no es posible nunca detenerse en un punto determinado, puesto que, después de todo número, hay siempre otro que se obtiene agregándole la unidad; por consiguiente, es menester que la limitación de esa sucesión indefinida sea de un orden diferente del que se aplica a un conjunto definido de números, tomados entre dos números determinados cualesquiera; así pues, es menester que esa limitación esté, no en algunas propiedades particulares de ciertos números, sino en la naturaleza misma del número en toda su generalidad, es decir, en la determinación que, al constituir esencialmente esta naturaleza, hace a la vez que el número sea lo que es y que no sea otra cosa. Podría repetirse exactamente la misma observación si se tratara, no ya del número, sino del espacio o del tiempo considerados igualmente en toda la extensión de la que son susceptibles (Así pues, no serviría de nada decir que el espacio, por ejemplo, no podría estar limitado más que por algo que sería también el espacio, de suerte que el espacio en general ya no podría estar limitado por nada; al contrario, está limitado por la determinación misma que constituye su naturaleza propia en tanto que espacio, y que deja lugar, fuera de él, a todas las posibilidades no espaciales); esa extensión, por indefinida que se la conciba y que lo sea efectivamente, no podrá hacernos salir nunca de ninguna manera de lo finito. Es que, en efecto, mientras que lo finito presupone necesariamente el Infinito, puesto que éste es lo que comprende y envuelve todas las posibilidades, lo indefinido procede al contrario de lo finito, de lo que no es en realidad más que un desarrollo, y a lo que, por consiguiente, es siempre reductible, ya que es evidente que no se puede sacar de lo finito, por cualquier proceso que sea, nada más que lo que ya estaba contenido en él potencialmente. Para retomar el mismo ejemplo de la sucesión de los números, podemos decir que esta sucesión, con toda la indefinidad que conlleva, nos está dada por su ley de formación, puesto que es de esta ley misma de donde resulta inmediatamente su indefinidad; ahora bien, esta ley consiste en que, dado un número cualquiera, se formará el número siguiente agregándole la unidad. Así pues, la sucesión de los números se forma por adiciones sucesivas de la unidad a sí misma indefinidamente repetida, lo que, en el fondo, no es más que la extensión indefinida del procedimiento de formación de una suma aritmética cualquiera; y aquí se ve muy claramente como lo indefinido se forma a partir de lo finito. Por lo demás, este ejemplo debe su claridad particular al carácter discontinuo de la continuidad numérica; pero, para tomar las cosas de una manera más general y aplicable a todos los casos, bastaría, a este respecto, insistir sobre la idea de «devenir» que está implicada por el término «indefinido», y que hemos expresado más atrás al hablar de un desarrollo de posibilidades, desarrollo que, en sí mismo y en todo su curso, conlleva siempre algo de inacabado (Cf la precisión de A K Coomaraswamy sobre el concepto platónico de «medida», que hemos citado en otra parte (El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap III): Lo «no medido» es lo que todavía no ha sido definido, es decir, en suma lo indefinido, y es, al mismo tiempo y por eso mismo, lo que no está más que incompletamente realizado en la manifestación); la importancia de la consideración de las «variables», en lo que concierne al cálculo infinitesimal, dará a este último punto toda su significación.