====== La Vía ====== Nuestra intención no es aquí tratar del sufismo en particular y de una forma exhaustiva — otros han tenido este mérito con mayor o menor acierto —, sino considerar la "Vía" (tariqa) en sus aspectos generales o en su realidad universal; así pues, no siempre emplearemos un lenguaje propio exclusivamente del Islam. Vista desde este ángulo muy general, la "vía" se presenta en primer lugar como la polaridad "doctrina" y "método", o como la verdad metafísica acompañada de la concentración contemplativa; todo puede reducirse en suma a estos dos elementos: intelección y concentración; o discernimiento y unión. La verdad metafísica es, para nosotros, que estamos en la retatividad puesto que existimos y pensamos, a priori el discernimiento entre lo Real y lo irreal, o lo "menos real"; y la concentración, o el acto operativo del espíritu — la oración en el sentido más amplio es en cierto modo nuestra respuesta a la verdad que se ofrece a nosotros; es la Revelación que ha entrado en nuestra conciencia y ha sido asimilada, en un grado cualquiera, por nuestro ser. Para el Islam, o más precisamente para el sufismo, que es su médula, la doctrina metafísica — lo hemos dicho muchas veces — es que "no hay realidad fuera de la única Realidad", y que, en la medida en que estamos obligados a tomar en cuenta la existencia del mundo y de nosotros mismos, "el cosmos es la manifestación de la Realidad"; los vedantinos dirían — repitámoslo una vez más — que "el mundo es falso, Brahma es verdadero", pero que "todo es Atma"; todas las verdades escatológicas están contenidas en esta segunda aserción. Si nos salvamos es en virtud de la segunda verdad; según la primera no "somos" siquiera, aunque "existamos" en el orden de las reverberaciones de la contingencia. Es como si fuéramos salvados de antemano porque no somos y "sólo subsistirá la Faz de Allah". La distinción entre lo Real y lo irreal coincide en cierto sentido con la que existe entre la Substancia y los accidentes; esta relación Substancia y accidentes hace fácilmente inteligible el carácter "menos real" — o "irreal" — del mundo, y muestra, a quien es capaz de captarla, la inanidad del error que atribuye carácter de absoluto a los fenómenos. El sentido corriente de la palabra "substancia" indica por lo demás — y eso cae de su peso — que existen substancias intermedias, "accidentales" en relación con la Substancia pura, pero que no por ello dejan de asumir la función de substancias con respecto a sus propios accidentes: son, en sentido ascendente, la materia, el éter, la substancia anímica, la substancia supraformal y macrocósmica — "angélica" si se quiere —, y después la sustancia universal y metacósmica que es uno de los polos del Ser, o que es Su "dimensión horizontal" o Su aspecto femenino. El error anti-metafísico de los asuras consiste en tomar los accidentes por "la realidad" y en negar la Substancia calificándola de "irreal" o de "abstracta". Ver la irrealidad — o la menor realidad, o la realidad relativa — del mundo, es al mismo tiempo ver el simbolismo de los fenómenos; saber que sólo la "Substancia de las substancias" es absolutamente real — que ella es, pues, la única real, hablando en rigor —, es ver la Substancia en todos los accidentes y a través de ellos; gracias a este conocimiento inicial de la Realidad el mundo se vuelve metafísicamente "transparente". Cuando se dice que el Bodhisattva no contempla más que el espacio, y no los contenidos, o que contempla estos últimos considerándolos como espacio, esto significa que no ve más que la Substancia, la cual aparece como un "vacío" con respecto al mundo, o, al contrario, que el mundo se le aparece como un "vacío" en función de la Plenitud principial; hay ahí dos "vacíos" — o dos "plenitudes" — que se excluyen mutuamente, al igual que en un reloj de arena los dos compartimientos no pueden estar simultáneamente vacíos o llenos. Cuando se ha captado plenamente que la relación entre el agua y sus gotas es paralela a la que existe entre la Substancia y los accidentes, los cuales, por su parte, son los contenidos del mundo, el carácter "ilusorio" de los accidentes no puede ofrecer ninguna duda ni presentar ninguna dificultad; si se dice, en el Islam, que las criaturas son una prueba de Allah, esto significa que la naturaleza de los fenómenos es la de "accidentes", que revelan, por consiguiente, la Substancia última. La comparación con el agua tiene de imperfecto el que no toma en cuenta la trascendencia de la Substancia; pero la materia no puede ofrecer imagen menos inadecuada desde el momento en que la trascendencia se difumina, en los reflejos, en la misma medida en que el plano considerado participa de lo accidental. Hay discontinuidad entre los accidentes y la Substancia, si bien hay cierta continuidad muy sutil desde Ésta a aquéllos, en el sentido de que, siendo sólo la Substancia completamente real, los accidentes son forzosamente aspectos suyos; pero en este caso se los considera en función de su causa y en ningún otro aspecto, y así la irreversibilidad se mantiene; dicho de otro modo, el accidente se reduce entonces a la Substancia, es Substancia "exteriorizada", a lo que corresponde por lo demás el Nombre divino "el Exterior" (Al-Zhahir). Todos los errores sobre el mundo y sobre Allah residen, bien en la negación "naturalista" de la discontinuidad; y por tanto de la trascendencia — mientras que sobre ella hubiera tenido que edificarse toda la ciencia —, o bien en la incomprensión de la continuidad metafísica y "descendente", la cual no niega en nada la discontinuidad a partir de lo relativo. "Brahma no está en el mundo", pero "todo es Atmá"; "Brahma es verdadero, el mundo es falso", y: "Él (el liberado, mukta) es Brama". Toda la gnosis está contenida en estas enunciaciones, como está contenida también en la Shahada o en los dos Testimonios, o también en los misterios crísticos. Y esta noción es crucial: la verdad metafísica, con todo lo que implica, está en la substancia misma del intelecto; negar o limitar la verdad es siempre negar o limitar el intelecto; conocer éste es conocer su contenido consubstancial y por consiguiente la naturaleza de las cosas, y por esto se ha dicho: "Coócete a ti mismo" (gnosis griega), y también: "El reino de Dios está dentro de vosotros" (Evangelio), e igualmente: "Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor" (Islam). La Revelación es una objetivación del Intelecto, y por esto tiene el poder de actualizar la inteligencia, que está oscurecida — pero no abolida — por la caída; esta oscuridad puede no ser más que accidental, no fundamental, y en este caso la inteligencia está llamada, en principio, a la gnosis. Si la creencia elemental no puede alcanzar consciente y explícitamente la verdad total es porque también ella limita a su manera a la inteligencia; se alía por lo demás forzosamente, y paradójicamente, con cierto racionalismo — el vishnuismo presenta el mismo fenómeno que Occidente — sin no obstante poder perderse en él, a menos que la fe misma se doblegue. En todo caso, una perspectiva que presta un carácter absoluto a situaciones relativas, como lo hace el exoterismo semítico, no puede ser intelectualmente completa; pero quien dice exoterismo dice al mismo tiempo esoterismo, lo que significa que las enunciaciones del primero son los símbolos del segundo. El exoterismo transmite de la verdad metafísica — que no es otra que la verdad total — aspectos o fragmentos, ya se trate de Allah, del universo o del hombre: ve en el hombre ante todo al individuo pasional y social, y en el universo sólo discierne lo que concierne a este individuo; en Allah no ve apenas más que lo que interesa al mundo, a la creación, al hombre, a la salvación. Por consiguiente — insistimos en ello aun a riesgo de repetirnos —, el exoterismo no tomará en consideración ni el intelecto puro, que va más allá de lo humano y desemboca en lo divino, ni los ciclos cósmicos pre — o post — humanos, ni el Sobre-Ser, que está más allá de toda relatividad y, por consiguiente, de toda distintividad; una perspectiva así es semejante a un tragaluz que da al cielo una forma cuadrada, redonda u otra: la visión es fragmentaria, lo que no impide que el cielo, por supuesto, llene la habitación de luz y de vida. El peligro del "voluntarismo" religioso es que está muy cerca de exigir que la fe implique un máximo de voluntad y un mínimo de inteligencia; en efecto, a ésta se le reprocha, o bien que empequeñece el mérito por su misma naturaleza, o que se arroga ilusoriamente el valor del mérito al mismo tiempo que un conocimiento en realidad inaccesible. Sea como fuere, podríamos decir con respecto a las religiones: "tal hombre, tal Dios", es decir, que la forma de considerar al hombre influye sobre la forma de considerar a Dios, e inversamente, según los casos. Un punto que es importante señalar aquí es que el criterio de la verdad metafísica, o de la profundidad de ésta, no reside en la complejidad o la dificultad de la expresión, sino en la cualidad y la eficacia del simbolismo, en atención a una determinada capacidad de comprensión y a un determinado estilo de pensamiento. La sabiduría no está en la complicación de las palabras, sino en la profundidad de la intención; la expresión puede ser sutil y ardua, ciertamente, según las circunstancias, pero también puede no serlo. Llegados a este punto, y antes de ir más lejos, quisiéramos permitirnos una digresión. Se dice que una parte de la juventud actual ya no quiere oír hablar de religión ni de filosofía, ni de ningún tipo de doctrina; que siente que todo esto está agotado y comprometido; que sólo es sensible a lo "concreto" y a lo "vivido", o incluso a lo "nuevo". La respuesta a esta deformación mental es sencilla: si lo "concreto" tiene un valor, no puede conciliarse con una actitud falsa — la que consiste en rechazar toda doctrina — ni ser completamente nuevo; siempre ha habido religiones y doctrinas, lo que prueba que su existencia está en la naturaleza del hombre; desde hace milenios, los mejores hombres, a los que no podemos despreciar sin hacernos despreciables, han promulgado y propagado doctrinas y han vivido de acuerdo con ellas, o han muerto por ellas. El mal no está, sin duda, en la hipotética vanidad de toda doctrina, sino únicamente en el hecho de que demasiados hombres, o bien no han seguido — o no siguen — doctrinas verdaderas, o bien, por el contrario, han seguido — o siguen — doctrinas falsas; en el hecho de que los cerebros han sido exasperados y los corazones decepcionados por demasiadas teorías inconsistentes y engañosas; en el hecho de que errores innumerables, locuaces y perniciosos han arrojado descrédito sobre la verdad, que también se enuncia forzosamente con palabras y que siempre está ahí, pero que irradie mira. Demasiadas personas ya no saben siquiera lo que es una idea, lo que es un valor o su función; ni siquiera sospechan que siempre ha habido teorías perfectas y definitivas, luego plenamente adecuadas y eficaces en su plano, y que no hay nada que añadir a los sabios antiguos, como no sea nuestro esfuerzo para comprenderlos. Si somos seres humanos no podemos abstenernos de pensar, y, si pensamos, escogemos una doctrina; el hastío, la falta de imaginación y el orgullo infantil de una juventud desengañada y materialista no cambia nada de esto. Si es la ciencia moderna la que ha creado las condiciones anormales y decepcionantes de que sufre la juventud, es que esta ciencia es ella misma anormal y decepcionante; se nos dirá sin eluda que el hombre no es responsable de su nihilismo, que es la ciencia la que ha matado a los dioses, pero esto es una confesión de impotencia intelectual y no un título de gloria, pues el que sabe lo que significan los dioses no se dejará confundir por descubrimientos físicos — los cuales no hacen más que desplazar los símbolos sensibles, pero no los suprimen — y todavía menos por hipótesis gratuitas y por errores de psicología. La existencia es una realidad comparable, en ciertos aspectos, a un organismo vivo; no se deja reducir impunemente, en la conciencia de los hombres y en sus formas de actuar, a mensuraciones que violan su naturaleza; las pulsaciones de lo "extra-racional" la atraviesan por todas partes. Ahora bien, es a este orden "extra-racional", cuya presencia comprobamos en todas partes alrededor de nosotros si no estamos cegados por un prejuicio de matemático, es a este orden al que pertenecen la religión y todas las demás formas de sabiduría; querer tratar la existencia como una realidad puramente aritmética y física es falsearla con respecto a nosotros y en nosotros mismos, y es finalmente hacerla estallar. En un orden de ideas parecido, hay que señalar el abuso que se hace de la noción de inteligencia. Para nosotros, la inteligencia no puede tener por objeto más que la verdad, lo mismo que el amor tiene por objeto la belleza o la bondad; sin duda, puede haber inteligencia en el error — puesto que la inteligencia está mezclada con la contingencia y desnaturalizada por ella y puesto que el error, no siendo nada en sí mismo, tiene necesidad del espíritu —, pero en todo caso no habría que perder nunca de vista lo que es la inteligencia en sí, ni creer que una obra hecha de error pueda ser producto de una inteligencia sana o incluso trascendente; y sobre todo no hay que confundir la habilidad y la astucia con la inteligencia pura y la contemplación. La intelectualidad implica esencialmente un aspecto de "sinceridad"; ahora bien, la sinceridad perfecta de la inteligencia es inconcebible sin desinterés; conocer es ver, y la visión es una adecuación del sujeto al objeto y no un acto pasional. La "fe", o la aceptación de la verdad, debe ser sincera; es decir, contemplativa: pues una cosa es admitir una idea — ya sea verdadera o falsa — porque se tiene material o sentimentalmente interés en ella, y otra es admitirla porque se sabe o se cree que es verdadera. La ciencia, dirán algunos, ha mostrado desde hace mucho tiempo la inconsistencia de las Revelaciones, debidas — al parecer — a nuestras nostalgias inveteradas de seres humanos temerosos e insatisfechos; no hay necesidad de responder a ello una vez más en un contexto como el de este libro, pero quisiéramos sin embargo aprovechar esta ocasión para añadir una imagen más a cuadros precedentes. Hay que representarse un cielo de verano lleno de felicidad, luego a unos hombres sencillos que lo contemplan proyectando en él su sueño del más allá; imagínese a continuación que fuera posible transportarlos al abismo negro y glacial — de un silencio abrumador — de las galaxias y las nebulosas. Un número demasiado grande perdería allí su fe; esto es exactamente lo que ocurre como resultado de la ciencia moderna, tanto entre los sabios como entre las víctimas de la vulgarización. Lo que la mayoría de los hombres no saben — y si pudieran saberlo, ¿por qué se les pediría creer? — es que este cielo azul, ilusorio en cuanto error de óptica y desmentido por la visión del espacio interplanetario, es sin embargo un reflejo adecuado del Ciclo de los Ángeles y los Bienaventurados, y que es, pues, a pesar (le todo, este espejismo azul con nubes de plata el que tenía razón y él que dirá la última palabra; sorprenderse de ello equivaldría a admitir que si estamos en la tierra y vemos el cielo que vemos es por azar. EI abismo negro de las galaxias también refleja algo, por supuesto, pero el simbolismo en este caso se ha desplazado y ya no se trata en absoluto del Cielo de los Ángeles; se trata sin duda, en primer lugar — para seguir fieles a nuestro punto de partida — de los terrores de los misterios divinos en los que se pierde aquél que quiere violarlos por medio de su razón falible y sin ningún motivo suficiente — positivamente, es la scientia sacra que trasciende la "fe del carbonero" y es accesible al intelecto puro, Deo juvante —, pero se trata también, según el simbolismo inmediato de las apariencias, de los abismos de la manifestación universal, de este samsara cuyos límites escapan infinitamente a nuestra experiencia ordinaria; por último, el espacio extra-terrestre refleja también la muerte, tal como hemos dicho más arriba: es la proyección, fuera de nuestra seguridad terrestre, en un vacío vertiginoso y un extrañamiento inimaginable; y esto puede entenderse también en un sentido espiritual, puesto que es necesario "morir antes de morir". Pero lo que sobre todo queríamos señalar aquí es el error consistente en creer que la "ciencia" posee, por el simple hecho de sus contenidos objetivos, el poder y el derecho de destruir mitos y religiones, que es, pues, una experiencia superior que mata a los dioses y las creencias; en realidad, lo que asfixia a la verdad y deshumaniza al mundo es la incapacidad humana de comprender fenómenos inesperados y de resolver ciertas antinomias aparentes. Por último, queda otro equívoco por dilucidar de una vez por todas: la palabra "gnosis", que aparece en este libro al igual que en nuestras obras anteriores, se refiere al conocimiento supra-racional — por consiguiente, puramente intelectivo — de las realidades meta-cósmicas; ahora bien, este conocimiento no se reduce al "gnosticismo" histórico, sin lo cual habría que admitir que Ibn Arabi o Shankara fueron "gnósticos" alejandrinos; en una palabra, no se puede hacer responsable a la gnôsis de toda asociación de ideas y de todo abuso de lenguaje. Es humanamente admisible no creer en la gnosis, pero lo que ya no lo es en absoluto cuando se pretende conocer el tema es el incluir bajo este vocablo a cosas que no tienen ninguna relación — ni desde el punto de vista del género ni desde el del nivel — con la realidad en cuestión, sea cual sea, por lo demás, el valor que se le atribuya. En lugar de "gnosis" podríamos decir, exactamente de la misma manera, ma'rifa, en árabe, o jnana, en sánscrito, pero nos parece bastante normal utilizar un término occidental desde el momento en que escribimos en una lengua de Occidente; quedaría aún la palabra "teosofía", pero ésta da lugar a asociaciones de ideas todavía más enojosas; en cuanto a la palabra "conocimiento", ésta es demasiado general, a menos que un epíteto, o el contexto, precise su sentido. Todo lo que queríamos subrayar es que entendemos la palabra "gnosis" exclusivamente en su sentido etimológico y universal y que por este hecho no podemos ni reducirla pura y simplemente al sincretismo greco-oriental de la antigüedad tardía, ni, con mayor razón, atribuirla a cualquier fantasía pseudo-religiosa o pseudo-yóguica, o incluso simplemente literaria. Si, desde el punto de vista católico, se califica, por ejemplo, al Islam — en el que no se cree — de "religión" y no de "pseudo-religión", no vemos por qué no se podría hacer igualmente una distinción — al margen de toda cuestión de catolicismo o de no-catolicismo — entre una "gnosis" poseedora de determinadas características, precisas o aproximadas y una "pseudo-gnosis", que careciera de ellas. A fin de hacer resaltar claramente que la diferencia entre el Islam y el Cristianismo es en realidad una diferencia de perspectiva metafísica y de simbolismo — es decir, que las dos espiritualidades convergen —, trataremos de caracterizar sucintamente la gnosis cristiana, partiendo de la idea clave de que el Cristianismo es que "Dios se ha convertido en lo que somos para convertirnos en lo que Él es" (San Ireneo); el Cielo se ha vuelto tierra a fin de que la tierra se vuelva Cielo; Cristo repite en el mundo exterior e histórico lo que tiene lugar, desde siempre, en el mundo interior del alma. En el hombre el Espíritu se hace ego, a fin de que el ego se vuelva puro Espíritu; el Espíritu o el Intelecto (intellectus, no mens o ratio) se hace ego encarnándose en la mente en forma de intelección, de verdad, y el ego se vuelve Espíritu o Intelecto uniéndose a éste. El Cristianismo es, así, una doctrina de unión, o la doctrina de la Unión, más que la de la Unidad: el Principio se une a la manifestación a fin de que ésta se una al Principio; de ahí el simbolismo de amor y el predominio de la vía "bhaktica". Dios se ha hecho hombre "a causa de Su inmenso amor" (San Ireneo), y el hombre debe unirse a Dios igualmente por el "amor", sea cual sea el sentido — volitivo, emotivo o intelectivo — que se dé a este término. "Dios es Amor": Él es — en cuanto Trinidad — Unión, y Él quiere la Unión. Ahora, ¿cuál es el contenido del Espíritu?, o, dicho de otro modo: ¿Cuál es el mensaje sapiencial de Cristo? Pues lo que es este mensaje es también, en nuestro microcosmo, el eterno contenido del Intelecto. Este mensaje o este contenido es: ama a Dios con todas tus facultades y, en función de este amor, ama al prójimo como a ti mismo; es decir, únete — pues "amar" es esencialmente "unirse" — al Corazón-Intelecto y, en función o como condición de esta unión, abandona todo orgullo y toda pasión y discierne el Espíritu en toda criatura. "Lo que hiciéreis a uno de estos pequeños me lo hacéis a Mí." El Corazón-Intelecto — el "Cristo en nosotros" — es no sólo luz o discernimiento, sino también calor o beatitud, y por consiguiente "amor": la "luz" se vuelve "cálida" en la medida en que se convierte en nuestro "ser". Este mensaje — o esta verdad innata — del Espíritu prefigura la cruz, puesto que hay en él dos dimensiones, una "vertical" y otra "horizontal", a saber, el amor a Dios y el amor al prójimo, o la unión al Espíritu y la unión al ambiente humano, considerado éste como manifestación del Espíritu o "cuerpo místico". Según un punto de vista algo diferente, estas dos dimensiones están representadas respectivamente por el conocimiento y el amor: se "conoce" a Dios y se "ama" al prójimo, o también: se ama más a Dios conociéndolo, y se conoce más al prójimo amándolo. En cuanto al aspecto doloroso de la cruz, hay que decir que, desde el punto de vista de la gnosis más que desde ningún otro, y en nosotros mismos así como entre los hombres, es profundamente cierto que "la luz ha brillado en las tinieblas, pero las tinieblas no la han comprendido". Todo el Cristianismo se enuncia en la doctrina trinitaria, y ésta representa fundamentalmente una perspectiva de unión; considera la unión in divinis: Dios prefigura en su naturaleza misma las relaciones entre Él y el mundo, relaciones que, por lo demás, no se hacen "externas" más que en modo ilusorio. Como ya hemos señalado, la religión cristiana pone el acento en el contenido "fenoménico" de la fe más bien que en la cualidad intrínseca y transformadora de ésta; decimos "más bien" y hablamos de "acento" a fin de indicar que no se trata aquí de una definición incondicional; la Trinidad no es de orden fenoménico, pero sin embargo está en función del fenómeno crístico. En la medida en que el objeto de la fe es "principial", éste coincide con la naturaleza "intelectual" o contemplativa de la fe; en la medida en que el contenido de la fe es "fenoménico", la fe será "volitiva". El Cristianismo es grosso modo una vía "existencial" — "intelectualizada" en la gnosis —, mientras que el Islam, por el contrario, es una vía "intelectual fenomenizada", lo que significa que es intelectual a priori, de una manera indirecta o directa según se trate de sharia o de haqiqa; el musulmán, firme en su convicción unitaria — en la que la certeza coincide en el fondo con la substancia misma de la inteligencia y por lo tanto con el Absoluto —, ve fácilmente tentaciones "asociadoras" (shirk, mushrik) en los fenómenos, mientras que el cristiano, centrado como está en el hecho erístico y en los milagros que de él derivan esencialmente, siente una desconfianza innata hacia la inteligencia — que reduce de buen grado a la "sabiduría según la carne" oponiéndola a la caridad paulina — y hacia lo que cree que son las pretensiones del "espíritu humano". Ahora, si desde el punto de vista "realización" o "vía", el Cristianismo opera con el "amor a Dios" — en respuesta al amor divino hacia el hombre, siendo Dios mismo "Amor" —, el Islam, por su parte, procederá mediante la "sinceridad de la fe unitaria", tal como hemos visto anteriormente; y es sabido que esta fe debe implicar todas las consecuencias que resultan lógicamente de su contenido, el cual es la Unidad o el Absoluto. Hay, en primer lugar, al-iman, la aceptación de la Unidad por la inteligencia; a continuación — puesto que existimos individual y colectivamente —, al-islam, la sumisión de la voluntad a la Unidad o a la idea de Unidad; este segundo elemento se refiere a la Unidad en cuanto es una síntesis en el plano de lo múltiple; hay, por último, al-ihsan, el cual despliega o profundiza los dos elementos precedentes hasta sus consecuencias últimas. Bajo su influencia, al-iman se convierte en "realización" o "certidumbre vivida" — el "conocer" se convierte en "ser" —, mientras que al-islam, en vez de limitarse a un número definido de actitudes prescritas, englobará todos los planos de nuestra naturaleza; a priori, la fe y la sumisión no son apenas más que actitudes simbólicas, pero sin embargo eficaces en su plano. En virtud del ihsan, el iman se convierte en gnosis o "participación" en la Inteligencia divina, y el islam en «extinción» en el Ser divino; como la participación en lo Divino es un misterio, nadie tiene derecho a proclamarse mu'min ("creyente", que posee el iman), pero uno puede perfectamente llamarse muslim («sometido», que se conforma al islam); el iman es un secreto entre el servidor y el Señor, como el ihsan que determina su grado (maqam) o su "secreto" (sirr), su inefable realidad. En la fe unitaria — de consecuencias totales — como en el amor total a Allah, se trata de escapar de la multiplicidad dispersante y mortal de todo lo que, siendo "otro que Él", no es; hay que escapar del pecado porque éste implica un amor prácticamente "total" por la criatura o lo creado, y por consiguiente, desviado de Allah y dilapidado por lo que está por debajo de nuestra personalidad inmortal. Hay en esto un criterio que muestra claramente el sentido de las religiones y de las sabidurías: es la "concentración" en función de la verdad y con miras al redescubrimiento, más allá de la muerte y de este mundo de muerte, de todo lo que hemos amado en este mundo; pero todo esto está escondido para nosotros en un punto geométrico que se nos aparece al principio como un total empobrecimiento, y que lo es en cierto sentido relativo y en relación con nuestro mundo de riqueza engañosa, de segmentación estéril en mil facetas o mil reflejos. El mundo es un movimiento que lleva ya en sí mismo el principio de su agotamiento, un despliegue que manifiesta por todas partes los estigmas de su estrechez, y en el que la Vida y el Espíritu se han extraviado, no por un azar absurdo, sino porque este encuentro entre la Existencia inerte y la Cociencia viva es una posibilidad, luego algo que no puede dejar de ser, y que es establecido por la infinitud misma del Absoluto. Se imponen aquí algunas palabras sobre la prioridad de la contemplación. El Islam, como es sabido, define esta función suprema del hombre con el hadith sobre el ihsan, el cual ordena "adorar a Allah como si Lo vieras", dado que "si tú no Lo ves, Él sin embargo te ve"; el Cristianismo, por su parte, enuncia en primer lugar el amor total a Dios y a continuación el amor al prójimo; este segundo amor — hay que insistir en ello en interés del primero — no puede ser total, puesto que el amor a nosotros mismos no lo es; el hombre — ego o alter — no es Dios. Sea como fuere, de todas las definiciones tradicionales de la función suprema del hombre resulta que aquél que es capaz de contemplación no tiene ningún derecho a descuidarla, que es, por el contrario, "llamado" a consagrarse a ella, es decir, que no peca contra Allah ni contra el prójimo — por decir lo menos — siguiendo el ejemplo evangélico de María y no el de Marta, pues la contemplación contiene a la acción y no inversamente; si la acción puede oponerse de hecho a la contemplación, no se le opone sin embargo en principio, como tampoco se impone fuera de lo necesario o de los deberes de estado. En la humildad no hay que rebajar con nosotros a cosas que nos sobrepasan, pues entonces nuestra virtud pierde todo su valor y todo su sentido; reducir la espiritualidad a un "humilde" utilitarismo — y, por tanto, a un materialismo larvado — es una injuria hecha a Allah, por una parte porque parece que se diga que Allah no merece que uno se preocupe demasiado exclusivamente de Él, y, por otra, porque se relega este don divino que es la inteligencia a la categoría de las cosas superfluas. Además de esto, y en una escala más amplia, hay que comprender que el "punto de vista metafísico" es sinónimo de "interioridad": la metafísica no es "exterior" a ninguna forma de espiritualidad, es pues imposible considerar una cosa a la vez metafísicamente y desde el exterior; por lo demás, los que reivindican para sí el principio extra-intelectual según el cual toda competencia posible derivaría exclusivamente de una participación práctica no se privan de legislar "intelectualmente" y "con pleno conocimiento de causa" sobre formas de espiritualidad en las que no participan de ninguna manera. La inteligencia puede ser la esencia de una vía bajo la condición de una mentalidad contemplativa y de un pensamiento fundamentalmente no pasional; un exoterismo no puede, en cuanto tal, constituir esta vía, pero puede, como es el caso del Islam, predisponer a ella por su perspectiva fundamental, su estructura y su clima. Desde el punto de vista estrictamente sharaíta, la inteligencia se reduce, para el Islam, a la responsabilidad; visto desde este ángulo, todo hombre responsable es inteligente, es decir, se define al hombre responsable desde el punto de vista de la inteligencia y no solamente desde el de la libertad volitiva. El Islam se funda en la naturaleza de las cosas en el sentido de que ve la condición de la salvación en nuestra deiformidad, a saber, en el carácter total de la inteligencia humana, a continuación en la libertad de la voluntad y por último en el don de la palabra, a condición de que estas facultades sean vehículo respectivamente — gracias a una intervención divina «objetiva» — de la certidumbre, el equilibrio moral y la oración unitiva; hemos visto también que estos tres modos de deiformidad y sus contenidos están representados en la tradición islamica — grosso modo por el ternario Iman-Islam-Ihsan («Fe-Ley-Vía»). Ahora bien, hablar de una deiformidad es referirse a características propias de la Naturaleza divina, y, en efecto, Allah es «luz» (Nur), «Vida» (Hayat) o «Voluntad» (Irada) y «Palabra» (Kalam, Kalima); esta Palabra es la palabra creadora kun (« ¡sé! »); pero lo que en Allah es poder creador será en el hombre poder transformador y deificante; si la Palabra divina crea, la palabra humana que le responde — la «mención» de Allah — devuelve a Allah. La Palabra divina primero crea y luego revela; la palabra humana primero transmite y luego transforma; transmite la verdad y, dirigiéndose a Allah, transforma y deifica al hombre; a la Revelación divina corresponde la transmisión humana, y a la Creación, la deificación. La palabra no tiene por función, en el hombre, más que la transmisión de la verdad y la deificación; ella es, ya discurso verídico, ya oración. Nos gustaría resumir toda esta doctrina en algunas palabras: para poder comprender el sentido del Corán como sacramento, hay que saber que él es el prototipo increado del don de la palabra, que es la eterna Palabra de Allah (kalamu-Llah), y que el hombre y Allah se encuentran en el discurso revelado, en el Logos que ha tomado la forma diferenciada del lenguaje humano a fin de que el hombre, a través de este lenguaje, reencuentre la Palabra indiferenciada y salvadora del Eterno. Todo esto explica el inmenso poder salvífico de la palabra «teófora», su capacidad de ser vehículo de un poder divino y de aniquilar una legión de pecados. El segundo fundamento de la vía es la concentración contemplativa u operativa, o la oración en todas sus formas y en todos sus grados. El soporte de esta concentración — o de la oración quintaesencial — es en el Islam la «mención» o el «recuerdo» (dhikr), que va desde la recitación total del Corán hasta el soplo místico que simboliza a la ha' final del Nombre Allah o a la ha' inicial del Nombre Huwa, «Él». Todo lo que se puede decir del Nombre divino — por ejemplo, que «todo sobre la tierra está maldito, salvo el recuerdo del Allah», o que «nada aleja tanto de la cólera de Allah como este recuerdo» —, todo esto puede decirse igualmente del corazón y del intelecto, y, por extensión, de la intelección metafísica y de la concentración contemplativa. En el corazón estamos unidos al Ser puro y, en el intelecto, a la Verdad total, y las dos cosas coinciden en el Absoluto. La concentración aparece, en el Islam, como la «sinceridad» de la oración; ésta no es plenamente válida más que a condición de ser sincera, y es esta sinceridad — y, por lo tanto, de hecho, esta concentración — la que «abre» el dhikr, es decir, la que le permite ser simple poseyendo a la vez un efecto inmenso. A la objeción de que la oración jaculatoria es cosa fácil y exterior, de que no puede borrar mil pecados ni tener el valor de mil buenas acciones, la tradición responde que del lado humano todo el mérito consiste, primero en la intención que nos hace pronunciar la oración — sin esta intención no la pronunciaríamos —, y luego en nuestro recogimiento, o sea en nuestra «presencia» ante la Presencia de Allah; pero que este mérito no es nada comparado con la gracia. El «recuerdo de Allah» es al mismo tiempo el olvido de sí; inversamente, el ego es una especie de cristalización del olvido de Allah. El cerebro es como el órgano de este olvido, es como una esponja llena de imágenes de este mundo de dispersión y de pesadez y también de las tendencias a la vez dispersantes y endurecedoras del ego. El corazón, por su parte, es el recuerdo latente de Allah, escondido en el trasfondo de nuestro «yo»; la oración es como si el corazón, subido a la superficie, viniera a tomar el lugar del cerebro, dormido, desde ahora, con un santo sueño que une y aligera, y cuyo signo más elemental en el alma es la paz. «Duermo, pero mi corazón vela». Si Ibn Arabi y otros exigen — en conformidad con el Corán y la Sunna — «penetrarse de la majestad de Allah» antes y durante la práctica del dhikr, se trata aquí, no simplemente de una actitud reverencial que tiene su raíz en la imaginación y el sentimiento, sino de una conformación de todo nuestro ser al «Motor inmóvil», es decir, en suma, de un retorno a nuestro arquetipo normativo, a la pura substancia adánica «hecha a imagen de Allah»; y esto, por lo demás, está directamente en relación con la dignidad, cuyo papel aparece claramente en las funciones sacerdotales y reales: el sacerdote y el rey están ante el Ser divino, por encima del pueblo, y son al mismo tiempo «algo de Allah», si se puede decir así. En cierto sentido, la dignidad del dhakir — del orante — se une a la «imagen» que toma con relación a él la Divinidad, o, dicho de otro modo, esta dignidad — este «santo silencio» o este «no-actuar» — es la imagen misma del divino Principio. El Budismo ofrece un ejemplo particularmente concreto de ello: la imagen sacramental de Buda es a la vez «forma divina» y «perfección humana», indica la unión de lo terrenal y lo celestial. Pero todo esto sólo concierne a la oración contemplativa, aquélla de la que se trata precisamente cuando se habla del dhikr de los sufíes. El Nombre Allah, que es la quintaesencia de todas las fórmulas coránicas posibles, consiste en dos sílabas unidas por la lam doble; ésta es como la muerte corporal que precede al más allá y a la resurrección, o como la muerte espiritual que inaugura la iluminación y la santidad, y esta analogía se puede extender al universo, en un sentido ya ontológico, ya cíclico: entre dos grados de realidad, ya se consideren desde el punto de vista de su encadenamiento o, dado el caso, desde el de su sucesion, siempre hay una suerte de extinción; 41 esto es lo que expresa también la palabra illa («si no es») en la Shahada. La primera sílaba del Nombre se refiere, según una interpretación que se impone, al mundo y a la vida en cuanto manifestaciones divinas, y la segunda a Allah y al más allá o a la inmortalidad; mientras que el Nombre comienza con una especie de hiato entre el silencio y la elocución (la hamza), como una creatio ex nihilo, termina con el soplo ilimitado que desemboca simbólicamente en el Infinito — es decir, que la ha' final señala la «No-Dualidad» sobreontológica —, y esto indica que no hay simetría entre la nada inicial de las cosas y el No-Ser trascendente. El Nombre Allah abarca, pues, todo lo que «es», «desde lo Absoluto hasta la menor mota de polvo, mientras que el Nombre Huwa, «Él», que personifica la há' final, indica el Absoluto como tal, en su inefable trascendencia y su inviolable misterio. Hay necesariamente en los Nombres divinos mismos una garantía de eficacia. En el amidismo, la certeza salvífica de la práctica encantatoria deriva del «voto original» de Amida; pero esto es lo mismo que decir, en el fondo, que en toda práctica análoga en otras formas tradicionales esta certeza deriva del sentido mismo que implica el mantra o el Nombre divino. Así, si la Shahada entraña la misma gracia que el «voto original», es en virtud de su propio contenido: es porque ella es la formulación por excelencia de la Verdad, y porque la Verdad libera por su propia naturaleza; identificarse a la Verdad, infundirla en nuestro ser y transferir nuestro ser en ella, es escapar del imperio del error y de la malicia. Ahora bien, la Shahada no es sino la exteriorización doctrinal del Nombre Allah; corresponde estrictamente al Eheieh asher Eheieh de la Zarza ardiente de la Torá. Es mediante fórmulas así como Allah anuncia «quién es», y, por consiguiente, qué significa Su Nombre, y por eso estas fórmulas — estos mantras — son otros tantos Nombres de Allah. Acabamos de decir que la significación del Nombre Allah es que la ilaha illa-Llah, es decir: que la manifestación cósmica es ilusoria y que sólo el Principio metacósmico es real; para mayor claridad, debemos repetir aquí una haqiqa a la que hemos aludido en nuestro capítulo sobre el Corán: puesto que desde el punto de vista de la manifestación — que es el nuestro en cuanto existimos — el mundo posee incontestablemente cierta realidad, es necesario que la verdad que le concierne positivamente esté también incluida en la primera Shahada; ahora bien, está incluida en ella en la forma de la segunda Shahada — Muhammadun Rasulu-Llah — la cual surge de la palabra Lla («si no es») de la primera y significa que la manifestación tiene una realidad relativa que es reflejo del Principio. Este testimonio opone a la negación total de las cosas transitorias — de los «accidentes» si se quiere — una afirmación relativa, la de la manifestación como reflejo divino o, dicho de otro modo, del mundo como manifestación divina. Muhammad es el mundo considerado bajo el aspecto de la perfección; Rasul indica la relación de causalidad y une así el mundo a Allah. Cuando el intelecto se sitúa en el nivel de la Realidad absoluta, la verdad relativa es como absorbida por la verdad total: desde el punto de vista de los símbolos verbales, se encuentra entonces como retirada en este «condicional» metafísico que es la palabra illa. Como no hay nada fuera de Allah, también el mundo debe estar comprendido en Él y no puede ser «otro que Él» (gayruhu): por esto la manifestación «es el Principio» en cuanto Éste es «el Exterior» (Al-Zhahir), siendo el Principio como tal «el Interior» (Al-Batin). Así es como el Nombre Allah comprende todo lo que es, y sobrepasa a todo lo que es. A fin de precisar la posición de la fórmula de consagración (la Basmala) en este conjunto de relaciones, añadiremos lo que sigue: al igual que la segunda Shahada surge de la primera — de la palabra illa que es a la vez «istmo» ontológico y eje del mundo —, lo mismo la Basmala surge de la lam doble del medio del Nombre Allah; pero mientras que la segunda Shahada — el Testimonio sobre el Profeta — señala un movimiento ascendente y liberador, la Basmala indica un descenso creador, revelador o misericordioso; comienza, en efecto, con Allah (bismi-Llah) y acaba con Rahim, mientras que la segunda Shahada comienza con Muhammad y acaba con Allúh (rasúlu-Llah). La primera Shahada — con la segunda, que lleva en sí misma — es como el contenido o el mensaje de la Basmala; pero es también su principio, pues el Nombre supremo «significa» la Shahada cuando se lo considera en modo distintivo; en este caso, se puede decir que la Basmala surge del illa divino. La Basmala se distingue de la Shahada por el hecho de que señala una «salida», indicada por las palabras «en el Nombre de» (bismi), mientras que la Shahada es, bien «contenido» divino, bien «mensaje»: es, ya el sol, ya la imagen del sol, pero no el rayo, aunque pueda concebírsela también, desde otro punto de vista, como una «escala» que une la «nada» cósmica con la Realidad pura. En el siguiente hadith: «A aquél que invoca a Allah hasta el punto de que sus ojos desbordan por temor y de que la tierra está inundada por sus lágrimas, Allah no le castigará en el Día de la Resurrección», en este hadith se trata, no exclusivamente del don de lágrimas o de bhakti, sino ante todo de la «licuefacción» de nuestro endurecimiento post-edénico, fusión o solución cuyo símbolo tradicional lo proporcionan las lágrimas, y a veces la nieve que se derrite. Pero no está prohibido proseguir el encadenamiento de las imágenes-claves, detenerse, por ejemplo, en el simbolismo de los ojos, tomando en cuenta el hecho de que el ojo derecho corresponde al sol, a la actividad, al porvenir, y el ojo izquierdo a la luna, al pasado, a la pasividad: éstas son dos dimensiones del ego, que se refieren, la primera, al porvenir como germen de ilusión y, la segunda, al pasado como acumulación de experiencias «egoizantes»; dicho de otro modo, el pasado del ego, lo mismo que su porvenir — lo que somos y aquello en lo que queremos convertirnos o queremos poseer —, deben «fundirse» en el presente fulgurarite de una contemplación transpersonal, de ahí el «terror» (khashya) expresado en el hadith citado. «Sus ojos desbordan» (fadhat aynahu) y «la tierra es inundada» (yusibu-l-ardh): hay una licuefacción interior y otra exterior, y ésta responde a aquélla; cuando el ego está «licuado», el mundo exterior — del que aquél está tejido en gran medida — parece arrastrado en el mismo proceso de alquimia, en el sentido de que se vuelve «transparente» y el contemplativo ve a Allah en todo, o lo ve todo en Allah. Cosideremos ahora la oración desde el ángulo más general: la llamada a Allah, para ser perfecta o «sincera», debe ser ferviente, al igual que la concentración, para ser perfecta, debe ser pura; en el nivel de la piedad emotiva, la clave de la concentración es el fervor. A la cuestión de saber cómo el hombre escapa a la tibieza y realiza el fervor o la concentración, hay que responder que el celo depende de la conciencia que tenemos de nuestro objetivo; el hombre indiferente o perezoso sabe apresurarse cuando un peligro le amenaza o cuando un objeto agradable le seduce, lo que equivale a decir que el motivo del celo puede ser bien el temor, bien el amor. Pero este motivo puede ser igualmente — y a fortiori — el conocimiento; también él — en la medida en que es real — nos proporciona razones suficientes para el ardor, sin lo cual habría que admitir que el hombre — todo hombre — no es capaz de actuar sino bajo el imperio de amenazas o de promesas, lo que en verdad es cierto para las colectividades, pero no para todos los individuos. El hecho mismo de nuestra existencia es una oración y nos obliga a la oración, de modo que podríamos decir: soy, luego oro; sum ergo oro. La existencia es cosa ambigua, y de ello resulta que nos obliga a la oración de dos maneras: en primer lugar por su cualidad de expresión divina, de misterio coagulado y segmentado, y en segundo lugar por su aspecto inverso de encadenamiento y perdición, de modo que debemos «pensar en Allah» no sólo porque, siendo hombres, no podemos dejar de darnos cuenta del fondo divino de la existencia — en la medida en que somos fieles a nuestra naturaleza —, sino también porque estamos obligados al mismo tiempo a comprobar que somos fundamentalmente más que la existencia y que vivimos como exiliados en una casa que arde. Por una parte, la existencia es una ola de gozo creador, toda criatura loa a Allah; existir es loar a Allah, ya seamos cascadas, árboles, pájaros u hombres; pero, por otra parte, es no ser Allah, es, pues, fatalmente, oponerse a Él en cierto aspecto; esa existencia nos oprime como la túnica de Neso. El que ignora que la casa arde no tiene ninguna razón para pedir socorro; y, de igual modo, el hombre que no sabe que se está ahogando no se agarrará a la cuerda salvadora; pero saber que perecemos es, o desesperarse, o rezar. Saber realmente que no somos nada, porque el mundo entero no es nada, es acordarse de «Lo que es», y liberarse por este recuerdo. Cuando un hombre es víctima de una pesadilla y se pone entonces, en pleno sueño, a llamar a Allah en su ayuda, se despierta infaliblemente, y esto demuestra dos cosas: en primer lugar, que la inteligencia consciente del Absoluto subsiste en el sueño como una personalidad distinta — nuestro espíritu permanece, pues, fuera de nuestros estados de ilusión — y, en segundo lugar, que el hombre, cuando llama a Allah, acabará por despertarse también de este gran sueno que es la vida, el mundo, el ego. Si hay una llamada que puede romper el muro del sueño, ¿porqué no ha de romper también el muro de este sueno más vasto y más tenaz que es la existencia? No hay en esta llamada ningún egoísmo, desde el momento en que la oración pura es la forma más íntima y mas preciosa del don de sí. El hombre vulgar está en el mundo para recibir, e incluso si da limosna roba a Allah — y se roba a sí mismo — en la medida en que cree que su don es todo lo que Allah y el prójimo pueden pedirle; al dejar «que la mano izquierda sepa lo que hace la derecha» siempre espera algo de su ambiente, consciente o inconscientemente. Hay que adquirir la costumbre del don interior, sin el cual todas las limosnas no son dones mas que a medias; y lo que se da a Allah se da por esto mismo a todos los hombres. Si se parte de la idea de que la intelección y la concentración, o la doctrina y el método, son las bases de la vía, conviene añadir que estos dos elementos sólo son válidos y eficaces en virtud de una garantía tradicional, o sea de un «sello» que viene del Cielo. La intelección tiene necesidad de la tradición, de la Revelación fijada en la duración y adaptada a una sociedad, para poder despertarse en nosotros, o para no desviarse, y la oración se identifica a la Revelación misma o procede de ella, tal como hemos visto; en otros términos, el sentido de la ortodoxia de la tradición, de la Revelación, es que los medios de realizar el Absoluto deben provenir «objetivamente» del Absoluto; el conocimiento no puede surgir «subjetivamente» más que en el marco de una formulación divina «objetiva» del Conocimiento. Pero este elemento «tradición», precisamente a causa de su carácter impersonal y formal, exige un complemento de carácter esencialmente personal y libre, a saber, la virtud; sin la virtud, la ortodoxia se convierte en fariseísmo, subjetivamente por supuesto, ya que su incorruptibilidad objetiva no se discute. Si hemos definido la metafísica como el discernimiento entre lo Real y lo no-real, definiremos la virtud como la inversión de la relación ego-alter: siendo esta relación una inversión natural, pero ilusoria, de las «proporciones» reales, y por ello mismo una «caída» y una ruptura de equilibrio — pues el hecho de que dos personas crean ser «yo» prueba que ninguna tiene razón, so pena de absurdo, pues el «yo» es lógicamente único —, la virtud será la inversión de esta inversión, o sea el enderezamiento de nuestra caída; verá en cierto modo, relativo pero eficaz, el «yo mismo» en «el otro», o inversamente. Esto muestra claramente la función sapiencial de la virtud: la caridad, lejos de reducirse a sentimentalismo o utilitarismo, opera un estado de conciencia, apunta a lo real y no a lo ilusorio; confiere una visión de lo real a nuestro «ser» personal, a nuestra naturaleza volitiva, y no se limita a un pensamiento que no compromete a nada. Lo mismo en cuanto a la humildad: cuando está bien concebida, realiza en nosotros la conciencia de nuestra nada ante el Absoluto y de nuestra imperfección en relación con otros hombres; como toda virtud, es causa y efecto a la vez. Las virtudes son, como los ejercicios espirituales — pero de otra forma — agentes de fijación para los conocimientos del espíritu. Un error que se produce con demasiada facilidad en la conciencia de los que abordan la metafísica por reacción contra una religiosidad convencional es el de creer que la verdad no tiene necesidad de Allah — del Allah personal que nos ve y nos oye — ni, por lo demás, de nuestras virtudes; que no tiene ninguna relación con lo humano y que nos basta, por consiguiente, saber que el Principio no es la manifestación, y así sucesivamente, como si estas nociones nos dispensaran de ser hombres y nos inmunizaran contra los rigores de las leyes naturales, por decir lo menos. Si el destino no lo hubiera querido — y el destino no resulta de nuestras nociones de doctrina — no tendríamos ninguna ciencia, ni siquiera ninguna vida; Allah está en todo lo que somos, sólo Él puede darnos vida, darnos luz y protegernos. Lo mismo para las virtudes: la verdad ciertamente no tiene necesidad de nuestras cualidades personales, puede incluso situarse más allá de nuestros destinos, pero nosotros tenemos necesidad de la verdad y debemos doblegarnos a sus exigencias, que no son exclusivamente mentales; puesto que existimos, nuestro ser — sea cual sea el contenido de nuestro espíritu — debe estar de acuerdo en todos los planos con su principio divino. Las virtudes catafáticas, luego algo «individualistas», son las claves de las virtudes apofáticas, y éstas son inseparables de la gnosis; las virtudes dan fe de la belleza de Allah. Es ¡lógico y pernicioso — para sí mismo al igual que para otros — pensar la verdad y olvidar la generosidad. Quizá convendría precisar aquí que llamamos «apofáticas» a las virtudes que no son «producciones» del hombre, sino que, por el contrario, irradian de la naturaleza del Ser: ellas preexisten con respecto a nosotros, de modo que nuestro papel en relación con ellas será el de apartar lo que en nosotros se opone a su irradiación, y no el de producirlas «positivamente»; en esto reside toda la diferencia entre el esfuerzo individual y el conocimiento purificador. Es en todo caso absurdo creer que el sufí que afirma haber ido más allá de determinada virtud o incluso de toda virtud está desprovisto de las cualidades que constituyen la nobleza del hombre y sin las cuales no hay santidad; la única diferencia es que él ya no «vive» estas cualidades como «suyas», que no tiene, pues, conciencia de un mérito «personal» como es el caso en las virtudes ordinarias. Se trata aquí de una divergencia de principio o de naturaleza, aunque, desde otro punto de vista más general y menos operativo, toda virtud o incluso toda cualidad cósmica puede ser considerada en un sentido apofático, es decir, según la esencia ontológica de los fenómenos; esto es lo que expresan a su manera los hombres piadosos cuando atribuyen sus virtudes a la gracia de Allah. Coformemente a las exhortaciones coránicas, el «recuerdo de Allah» exige las virtudes fundamentales y — en función de éstas — los actos de virtud que se imponen según las circunstancias. Las virtudes fundamentales y universales, que son inseparables de la naturaleza humana, son la humildad o la auto-anulación; la caridad o la generosidad; la veracidad o la sinceridad, luego la imparcialidad; después la vigilancia o la perseverancia; el contentamiento o la paciencia; y, por último, esta «cualidad de ser» que es la piedad unitiva, la plasticidad espiritual, la disposición a la santidad. Todo lo que antecede permite hacer comprender el sentido de las virtudes y de las leyes morales; éstas son estilos de acción conformes a determinadas perspectivas espirituales y a determinadas condiciones materiales y mentales, mientras que las virtudes representan, por el contrario, bellezas intrínsecas que se insertan en estos estilos y que se realizan a través de ellos. Toda virtud y toda moral es como un modo de equilibrio o, más precisamente, una manera de participar, aunque fuera en detrimento de un equilibrio exterior y falso, en el Equilibrio universal; permaneciendo en el centro, el hombre escapa de las vicisitudes de la periferia inestable; éste es el sentido de la «no-acción» taoísta. La moral es una forma de actuar, pero la virtud es una manera de ser: una manera de ser enteramente uno mismo, más allá del ego, o de ser simplemente lo que es. Podríamos expresarnos también del modo siguiente: las morales son los marcos de las virtudes al mismo tiempo que sus aplicaciones a las colectividades; la virtud de la colectividad es su equilibrio determinado por el Cielo. Las morales son diversas, pero la virtud, tal como acabamos de definirla, es en todas partes la misma, porque el hombre es en todas partes el hombre. Esta unidad moral del género humano va a la par de su unidad intelectual: las perspectivas y los dogmas difieren, pero la verdad es una. Otro elemento fundamental de la vía es el simbolismo, que se afirma en el arte sagrado lo mismo que en la naturaleza virgen. Sin duda, las formas sensibles no tienen la importancia de los símbolos verbales o escriturarios, pero no por ello dejan de poseer, según las circunstancias, una función de «encuadramiento» o de «sugestión espiritual» muy valiosa, sin hablar de la importancia ritual de primer orden que pueden tomar; además, el simbolismo tiene la particularidad de combinar lo exterior con lo interior, lo sensible con lo espiritual, y así va más allá, en principio o de hecho, de la función de simple «telón de fondo». El arte sagrado es en primer lugar la forma visible y audible de la Revelación, y después su revestimiento litúrgico indispensable. La forma debe ser la expresión adecuada del contenido; no debe en ningún caso contradecirlo; no puede ser abandonada a la arbitrariedad de los individuos, a su ignorancia y a sus pasiones. Pero hay que distinguir diversos grados en el arte sagrado, diversos niveles de absolutidad o de relatividad; además, hay que tener en cuenta el carácter relativo de la forma como tal. El «imperativo categórico» que es la integridad espiritual de la forma no puede impedir que el orden formal esté sometido a ciertas vicisitudes; el hecho de que las obras maestras del arte sagrado sean expresiones sublimes del Espíritu no debe hacernos olvidar que, vistas a partir de este Espíritu mismo, estas obras, en sus más pesadas exteriorizaciones, aparecen ya ellas mismas como concesiones al «mundo» y hacen pensar en esta frase evangélica: «El que saca la espada, morirá por la espada». En efecto, cuando el Espíritu necesita exteriorizarse hasta ese punto es que ya está bien próximo a perderse; la exteriorización como tal lleva en sí misma el veneno de la exterioridad, luego del agotamiento, la fragilidad y la decrepitud; la obra maestra está como cargada de pesares, es ya un «canto del cisne»; a veces se tiene la impresión de que el arte, por la misma sobreabundancia de sus perfecciones, sirve para suplir la ausencia de sabiduría o de santidad. Los Padres del desierto no tenían necesidad de columnatas ni de vitrales; en cambio, las personas que, en nuestros días, desprecian más el arte sagrado en nombre del «puro espíritu» son los que menos lo comprenden y quienes más necesidad tendrían de él. Sea lo que fuere, nada noble puede perderse nunca: todos los tesoros del arte, al igual que los de la naturaleza, vuelven a encontrarse perfecta e infinitamente en la Beatitud; el hombre que tiene plena conciencia de esta verdad no puede dejar de estar desapegado de las cristalizaciones sensibles como tales. Pero existe también el simbolismo primordial de la naturaleza virgen; ésta es un libro abierto, una revelación del Creador, un santuario e incluso, en ciertos aspectos, una vía. Los sabios y los cremitas de todas las épocas han buscado la naturaleza, cerca de ella se sentían lejos del mundo y cerca del Cielo; inocente y piadosa, pero sin embargo profunda y terrible, ella fue siempre su refugio. Si tuviéramos que elegir entre el más magnífico de los templos y la naturaleza inviolada, es a ésta a la que escogeríamos; la destrucción de todas las obras humanas no sería nada al lado de la destrucción de la naturaleza. La naturaleza ofrece a la vez vestigios del Paraíso terrenal y signos precursores del Paraíso celestial. Y sin embargo, desde otro punto de vista, cabe preguntarse qué es más precioso, si las cumbres del arte sagrado en cuanto inspiraciones directas de Allah, o las bellezas de la naturaleza en cuanto creaciones divinas y símbolos; el lenguaje de la naturaleza es más primordial, sin duda, y más universal, pero es menos humano que el arte y menos inmediatamente inteligible; exige más conocimiento espiritual para poder entregar su mensaje, pues las cosas externas son lo que somos nosotros, no en si mismas, sino en cuanto a su eficacia; hay en ello la misma relación, o casi, que entre las mitologías tradicionales y la metafísica pura. La mejor respuesta a este problema, es que el arte sagrado, del que determinado santo no tiene «necesidad» personalmente, exterioriza sin embargo su santidad, es decir, precisamente este algo que puede hacer superflua para el santo la exteriorización artística; por el arte, esta santidad o esta sabiduría se ha hecho milagrosamente tangible, con toda su materia humana que la naturaleza virgen no puede ofrecer; en cierto sentido, la virtud «dilatante» y «refrescante» de la naturaleza es el hecho de no ser humana sino angélica. Decir que se prefieren las «obras de Allah» a las «obras de los hombres» sería no obstante simplificar en exceso el problema, dado que, en el arte que merece el epíteto de «sagrado», es Allah el autor; el hombre no es más que el instrumento y lo humano no es más que la materia. El simbolismo de la naturaleza es solidario de nuestra experiencia humana: si la bóveda estelar gira es porque los mundos celestiales evolucionan alrededor de Allah; la apariencia es debida no sólo a nuestra posición terrestre, sino también, y ante todo, a un prototipo trascendente que no es en absoluto ilusorio, y que parece incluso haber creado nuestra situación espacial para permitir a nuestra perspectiva espiritual ser lo que es; la ilusión terrestre refleja, pues, una situación real, y esta relación es de la mayor importancia, pues muestra que son los mitos — siempre solidarios de la astronomía ptolemaica — los que tendrán la última palabra. Como ya hemos indicado en otras ocasiones, la ciencia moderna, aunque realiza evidentemente observaciones exactas, pero ignorando el sentido y el alcance de los símbolos, no puede contradecir de jure las concepciones mitológicas en lo que tienen de espiritual, luego de válido; no hace más que cambiar los datos simbólicos o, dicho de otro modo, destruye las bases empíricas de las mitologías sin poder explicar la significación de los datos nuevos. Desde nuestro punto de vista, esta ciencia superpone un simbolismo de lenguaje infinitamente complicado a otro, metafísicamente igual de verdadero pero mas humano — un poco como se traducirla un texto a otra lengua más difícil —, pero ignora que descubre un lenguaje y que propone implícitamente un nuevo ptolomeísmo metafísico. La sabiduría de la naturaleza es afirmada numerosas veces en el Corán, que insiste en los «signos» de la creación «para aquellos que están dotados de entendimiento», lo que indica la relación existente entre la naturaleza y la gnosis; la bóveda celeste es el templo de la eterna sophia. La misma palabra «signos» (ayat) designa los versículos del Libro; como los fenómenos de la naturaleza a la vez virginal y maternal, revelan a Allah brotando de la «Madre del Libro» y transmitiéndose por el espíritu virgen del Profeta. El Islam, como el antiguo judaísmo, se encuentra particularmente cerca de la naturaleza por el hecho de que está anclado en el alma nómada; su belleza es la del desierto y del oasis; la arena es para él un símbolo de pureza — se la emplea para las abluciones cuando falta agua — y el oasis prefigura el Paraíso. El simbolismo de la arena es análogo al de la nieve: es una gran paz que unifica, semejante a la Shahada que es paz y luz y que disuelve a fin de cuentas los nudos y las antinomias de la Existencia, o que reduce, reabsorbiéndolas, todas las coagulaciones efímeras a la Substancia pura e inmutable. El Islam surgió de la naturaleza; los sufíes retornan a ella, lo cual es uno de los sentidos de este hadith: «El Islam comenzó en el exilio y acabará en el exilio». Las ciudades, con su tendencia a la petrificación y con sus gérmenes de corrupción, se oponen a la naturaleza siempre virgen; su única justificación, y su única garantía de estabilidad, es la de ser santuarios; garantía muy relativa, pues el Corán dice: «Y no hay ciudad que Nosotros (Allah) no destruyamos o no castiguemos severamente antes del Día de la resurrección» (XVII, 60). Todo esto permite comprender por qué el Islam ha querido mantener, en el marco de un sedentarismo inevitable, el espíritu nómada: las ciudades musulmanas conservan la marca de una peregrinación a través del espacio y el tiempo; el Islam refleja en todas partes la santa esterilidad y la austeridad del desierto, pero también, en este clima de muerte, el desbordamiento alegre y precioso de las fuentes y los oasis; la gracia frágil de las mezquitas repite la de los palmerales, mientras que la blancura y la monotonía de las ciudades tienen una belleza desértica y por ello mismo sepulcral. En el fondo del vacío de la existencia y detrás de sus espejismos está la eterna profusión de la Vida divina. Pero volvamos a nuestro punto de partida, la verdad metafísica en cuanto fundamento de la vía. Como esta verdad concierne al esoterismo — en las tradiciones con polaridad exo/esotérica al menos —, debemos responder aquí a la cuestión de saber si existe o no una «ortodoxia esotérica» o si en ello no hay más bien una contradicción en los términos o un abuso de lenguaje. Toda la dificultad, allí donde se presenta, reside en una concepción demasiado restringida del término «ortodoxia», por una parte, y del conocimiento metafísico, por otra: hay que distinguir, en efecto, entre dos ortodoxias, una extrínseca y formal, y otra intrínseca e informal; la primera se refiero al dogma y, por consiguiente, a la «forma», y la segunda a la verdad universal, y así, a la «esencia». Ahora bien, las dos cosas están ligadas en el esoterismo, en el sentido de que el dogma es la clave del conocimiento directo; una vez alcanzado éste, la forma es evidentemente superada, pero el esoterismo sin embargo está conectado necesariamente con la forma que ha sido su punto de partida y cuyo simbolismo sigue siendo siempre válido. El esoterismo islámico, por ejemplo, no rechazará nunca los fundamentos del Islam, aun si llega incidentalmente a contradecir tal o cual posición o interpretación exotérica; diremos incluso que el sufismo es tres veces ortodoxo, en primer lugar porque toma impulso a partir de la forma islámica y no de otra, en segundo lugar porque sus realizaciones y sus doctrinas corresponden a la verdad y no al error, y en tercer lugar porque permanece siempre solidario del Islam, puesto que se considera la «médula» (lubb) de ésta y no de otra religión. lbn 'Arabi, a pesar de sus audacias verbales, no se hizo budista y no rechazó los dogmas y las leyes de la sharia, lo que equivale a decir que no salió de la ortodoxia, ya sea la del Islam o de la Verdad a secas. Si una formulación puede parecer que contradice determinado punto de vista exotérico, la cuestión que se plantea es la de saber si es verdadera o falsa, y no si es «conformista» o «libre»; en la intelectualidad pura los conceptos de «libertad», de «independencia» o de «originalidad» no tienen ningún sentido, como, por lo demás, tampoco sus contrarios. Si el esoterismo más puro implica la verdad total — ésta es su razón de ser —, la cuestión de la «ortodoxia» en el sentido religioso no puede plantearse, evidentemente; el conocimiento directo de los misterios no podría ser «musulmán» o «cristiano», lo mismo que la visión de una montaña es la visión de una montaña y no otra cosa; hablar de un esoterismo «no-ortodoxo» no es menos absurdo, pues esto equivaldría a sostener, en primer lugar, que este esoterismo no es solidario de ninguna forma — en este caso no tiene ni autoridad, ni legitimidad, ni siquiera ninguna utilidad — y, en segundo lugar, que no es el resultado iniciático o «alquímico» de una vía revelada, que no tiene, pues, ningún tipo de garantía formal y «objetiva». Estas consideraciones deberían hacer comprender que el prejuicio de querer explicarlo todo en términos de «préstamos» o de «sincretismo» está mal fundado, pues las doctrinas sapienciales, siendo verdaderas, no pueden dejar de concordar; y si el fondo es idéntico, ocurre forzosamente que las expresiones lo sean. El hecho de que una expresión particularmente feliz pueda ser recogida por una doctrina ajena está también en la naturaleza de las cosas — lo contrario sería anormal e inexplicable —, pero esto no constituye una razón para generalizar este caso excepcional y llevarlo al absurdo; es como si se quisiera concluir, porque las cosas se influyen a veces mutuamente, que todas las analogías existentes en la naturaleza provienen de influencias unilaterales o recíprocas. La cuestión de los orígenes del sufismo se resuelve por el discernimiento (furqan) fundamental de la doctrina islámica: Allah y el mundo; ahora bien, este discernimiento tiene algo de provisional por el hecho de que la Unidad divina, perseguida hasta sus últimas consecuencias, excluye precisamente la dualidad formulada por todo discernimiento, y es aquí en cierto modo donde se sitúa el punto de partida de la metafísica original y esencial del Islam. Una cosa que hay que tener en cuenta es que el conocimiento directo es en sí mismo un estado de pura «conciencia» y no una teoría; no hay, pues, nada de sorprendente en el hecho de que las formulaciones complejas y sutiles de la gnosis no se manifestaran desde el principio y de una sola vez, y de que incluso hayan podido tomar prestados a veces, para las necesidades de la dialéctica, conceptos platónicos. El sufismo es la «sinceridad de la fe», y esta «sinceridad» — que no tiene absolutamente nada que ver con el «sincerismo» de nuestra época — no es otra cosa, en el plano de la doctrina, que una visión intelectual que no se detiene a medio camino y que, por el contrario, saca de la idea unitaria las consecuencias más rigurosas; el resultado de ello es no sólo la idea del mundo-nada, sino también la de la Identidad suprema y la realización correspondiente: la «unidad de Realidad» (wahdat al-Wuyud). Si la perfección o la santidad consiste, para el israelita y para el cristiano, en «amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu poder» o «con todas tus fuerzas » — en el israelita a través de la Tora y la obediencia a la Ley, en el cristiano por el sacrificio vocacional «de amor» —, la perfección será, para el musulmán, el «creer» con todo su ser que «no hay más dios que Allah», fe total cuya expresión escrituraria es este hadith ya citado: «La virtud espiritual (ihsan, cuya función es la de hacer «sinceros» el imán y el islám, la fe y la práctica) consiste en adorar a Allah como si lo vieras, y si tú no Lo ves, Él sin embargo te ve». Allí donde el judeo-cristiano pone la intensidad, o sea la totalidad del amor, el musulmán pondrá la «sinceridad», o sea la totalidad de la fe, que al realizarse se convertirá en gnosis, unión, misterio de no-alteridad. Visto desde el Islam sapiencial, el Cristianismo puede ser considerado como la doctrina de lo sublime, no como la del Absoluto; es la doctrina de una relatividad sublime y que salva por su sublimidad misma — pensamos aquí en el Sacrificio divino —, pero que tiene su raíz, no obstante y necesariamente, en el Absoluto y que puede, por consiguiente, conducir a Él. Si partimos de la idea de que el Cristianismo es «el Absoluto hecho relatividad a fin de que lo relativo se haga Absoluto» — por parafrasear una fórmula antigua bien conocida — nos encontramos en plena gnosis, y la reserva «sentida» por el Islam deja de aplicarse; pero lo que hay que decir también, de un modo más general y fuera de la gnosis, es que el Cristianismo se sitúa en un punto de vista en el que la consideración del Absoluto como tal no tiene que intervenir a priori; el acento se pone en el «medio» o el «intermediario», éste absorbe en cierto modo el fin; o también, el fin está como garantizado por la divinidad del medio. Todo esto equivale a decir que el Cristianismo es fundamentalmente una doctrina de la Unión, y por ahí es por donde se reúne, con toda evidencia, con el «unitarismo» musulmán y más particularmente sufí. Hay en la historia del Cristianismo como una nostalgia latente de lo que podríamos denominar la «dimensión islámica» refiriéndonos a la analogía existente entre las tres perspectivas de «temor», «amor», «gnosis» — los «reinos» del «Padre», del «Hijo» y del «Espíritu Santo» — y los tres monoteísmos judaico, cristiano y musulmán; el Islam es de hecho, desde el punto de vista «tipológico», la cristalización religiosa de la gnosis, de ahí su blancura metafísica y su realismo terrestre. El protestantismo, con su insistencia en el «Libro» y el libre albedrío y su rechazo del sacerdocio sacramental y el celibato, es la manifestación más masiva de esta nostalgia, aunque de forma extra-tradicional y moderna y en un sentido puramente «tipológico»; pero hubo otras manifestaciones, más antiguas y más sutiles, como los movimientos de un Amalrico de Béne y de un Joaquim de Fiori, ambos en el siglo XII, sin olvidar a los montanistas del final de la Antigüedad. En el mismo orden de ideas, es sabido que los musulmanes interpretan el anuncio del Paráclito en el Evangelio de San Juan como una referencia al Islam, lo que, sin excluir evidentemente la interpretación cristiana, se vuelve comprensible a la luz del ternario «temor-amor-gnosis» al que hemos aludido. Si se nos observara que en el seno del Islam ha habido ciertamente una tendencia inversa hacia la posibilidad cristiana o el «reino del Hijo», diremos que hay que buscar sus huellas por el lado del chiísmo y de la Bektashiyya, es decir, en ambiente persa y turco. En terminología vedántica, la enunciación fundamental del Cristianismo es: «Atma se ha hecho Maya a fin de que Maya se haga Atma»; la del Islam será que «no hay atma salvo el único Atma» y, para el Muhamadun Rasulu-Llah: «Maya es la manifestación de Atma». En la formulación cristiana subsiste un equívoco en el sentido de que Atma y Maya están yuxtapuestos; se podría entender que la segunda existe con pleno derecho junto al primero, que posee una realidad idéntica a éste; el Islam responde a su manera a este posible malentendido. O también: todas las teologías — o teosofías — se dejan reducir grosso modo a estos dos tipos: Dios-Ser y Dios-Cosciencia, o Dios-Objeto y Dios-Sujeto, o también: Dios objetivo, «absolutamente otro», y Dios subjetivo, a la vez inmanente y trascendente. El Judaísmo y el Cristianismo pertenecen a la primera categoría; el Islam también, en cuanto religión, pero al mismo tiempo es como la expresión religiosa y «objetivista» del Dios-Sujeto, y es por esto por lo que se impone, no por el fenómeno o el milagro, sino por la evidencia, siendo el contenido o el «motor» de ésta la «unidad», y así la absolutidad; es por esto también por lo que hay cierta relación entre el Islam y la gnosis o el «reino del Espíritu». Por lo que se refiere a la significación universal de «Atma se ha hecho Maya a fin de que Maya se haga Atma», se trata aquí del descendimiento de lo Divino, del Avatara, del Libro sagrado, del Símbolo, del Sacramento, de la Gracia bajo todas las formas tangibles y por consiguiente también de la Doctrina o del Nombre de Allah, lo que nos conduce de nuevo al Muhammadun Rasulu-Llah. El acento se pone, ya en el continente divino como en el Cristianismo — pero entonces este continente tiene forzosamente también un aspecto de contenido, y, así, de «verdad» — ya en el contenido «verdad» como en el Islam y a fortiori en las gnosis — y entonces este contenido se presenta forzosamente bajo el aspecto formal de continente, y, así, de «fenómeno divino» o de símbolo. El continente es el «Verbo hecho carne», y el contenido es la absolutidad de la Realidad o del Sí, expresada, en el Cristianismo, por la exhortación a amar a Dios con todo nuestro ser y a amar al prójimo como a nosotros mismos, pues «todo es Atma». La diversidad de las religiones y su equivalencia en cuanto a lo esencial viene dada — según la perspectiva sufí más intelectual — por la diversidad natural de los receptáculos colectivos: si cada receptáculo individual tiene su Señor particular, lo mismo ocurre con las colectividades psicológicas. El «Señor» es el Ser-Creador en cuanto concierne o «mira» a una determinada alma o a una determinada categoría de almas, y es considerado por ellas en función de sus naturalezas propias, que a su vez derivan de determinadas posibilidades divinas, pues Allah es «el Primero» (Al-Awwal) y «el último» (Al-Akhir). Una religión es una forma — luego un límite — que «contiene» a lo Ilimitado, si se nos permite esta paradoja; toda forma es fragmentaria por su exclusión necesaria de las demás posibilidades formales; el hecho de que las formas — cuando son enteras, es decir, perfectamente «ellas mismas» — representen cada una a su manera la totalidad no impide que sean fragmentarias desde el punto de vista de su particularización y de su exclusión recíproca. Para salvar el axioma — metafísicamente inadmisible — de la absolutidad de un determinado fenómeno religioso se llega a negar la verdad principial — a saber, el Absoluto verdadero — y el intelecto que toma conciencia de ella, y se transfieren al fenómeno como tal los caracteres de absolutidad y de certeza que son propios del Absoluto y del intelecto, lo que da lugar a tentativas filosóficas sin duda hábiles, pero que viven sobre todo de su contradicción interna. Es contradictorio fundar una certidumbre que se quiere total, por una parte en el orden fenoménico y, por otra, en la gracia mística, a la vez que se exige una adhesión intelectual; una certidumbre de orden fenoménico puede derivar de un fenómeno, pero una evidencia principial no proviene sino de los principios, sea cual fuere la causa ocasional de la intelección, según los casos; si la certidumbre puede surgir de la inteligencia — y debe derivar de ella en la medida misma en que la verdad por conocer es profunda — es que se encuentra ya en ella por su naturaleza fundamental. Por otro lado, si lo que en sí es Evidencia in divinis se vuelve Fenómeno sagrado en un orden determinado — en el orden humano e histórico en este caso — es ante todo porque el receptáculo previsto es una colectividad, es decir, un sujeto múltiple que se diferencia por los individuos y que se extiende a través de la duración y más allá de las individualidades efímeras; la divergencia de los puntos de vista no se produce sino a partir del momento en que el fenómeno sagrado se separa, en la conciencia de los hombres, de la verdad eterna que él manifiesta — y que ya no se «percibe» — y en que, por este hecho, la certidumbre se convierte en «creencia» y no se vale más que del fenómeno, del signo divino objetivo, del milagro externo, o — lo que viene a ser lo mismo — del principio captado racionalmente y prácticamente reducido al fenómeno. Cuando el fenómeno sagrado como tal se convierte prácticamente en el factor exclusivo de la certidumbre, el intelecto principial y supra-fenoménico es rebajado al nivel de los fenómenos profanos, como si la inteligencia pura sólo fuera capaz de relatividades y como si lo «sobrenatural» estuviera en tal o cual arbitrariedad celestial y no en la naturaleza de las cosas. Al distinguir entre la «substancia» y los «accidentes», comprobamos que los fenómenos están relacionados con éstos y el intelecto con aquélla; pero el fenómeno religioso, claro está, es una manifestación directa o central del elemento «substancia», mientras que el intelecto, en su actualización humana y únicamente desde el punto de vista de la expresión, pertenece forzosamente a la accidentalidad de este mundo de las formas y de los movimientos. El hecho de que el intelecto sea una gracia estática y permanente lo hace simplemente «natural» a los ojos de algunos, lo que equivale a negarlo; en el mismo orden de ideas, negar el intelecto porque no todo el mundo tiene acceso a él es tan falso como negar la gracia porque no todo el mundo goza de ella. Algunos dirán que la gnosis es un luciferismo que tiende a vaciar a la religión de su contenido y a rechazar un don sobrenatural, pero podríamos decir igualmente que el intento de prestar al fenomenismo religioso, o al exclusivismo que éste implica, una absolutidad metafísica es la tentativa más hábil de invertir el orden normal de las cosas negando — en nombre de una certidumbre sacada del orden fenoménico y no del orden principial e intelectual — la evidencia que el intelecto lleva en sí mismo. El intelecto es el criterio del fenómeno; si lo inverso es cierto igualmente, lo es sin embargo en un sentido más indirecto y de una forma mucho más relativa y externa. En los comienzos de una religión, o en el interior de un mundo religioso todavía homogéneo, el problema no se plantea prácticamente. La prueba de la trascendencia cognitiva del intelecto es que, a la vez que depende existencialmente del Ser en cuanto se manifiesta, puede ir más allá de éste en cierta manera, puesto que puede definirlo como una limitación — con miras a la creación — de la Esencia divina, la cual es «Sobre-Ser» o «Sí». Y del mismo modo: si se nos pregunta si el intelecto puede o no «colocarse» por encima de las religiones en cuanto fenómenos espirituales e históricos — o si existe fuera de las religiones un punto «objetivo» que permita escapar de tal o cual «subjetividad» religiosa-, responderemos: perfectamente, puesto que el intelecto puede definir la religión y comprobar sus límites formales; pero es evidente que, si se entiende por «religión» la infinitud interna de la Revelación, el intelecto no puede ir más allá de ella, o más bien la cuestión ya no se plantea entonces, pues el intelecto participa de esta infinitud y se identifica incluso con ella desde el punto de vista de su naturaleza intrínseca más rigurosamente «ella misma» y mas difícilmente accesible. En el simbolismo de la tela de araña, que ya hemos tenido ocasión de mencionar en libros precedentes, los radios representan la «identidad» esencial y los círculos la «analogía» existencial, lo que muestra, de modo muy simple pero en todo caso adecuado, toda la diferencia existente entre los elementos «intelección» y «fenómeno», al mismo tiempo que su solidaridad; y como, debido a ésta, ninguno de los dos elementos se presenta en estado puro, se podría hablar también — a fin de no descuidar ningún matiz importante — de una «analogía continua» para el primero y de una «identidad discontinua» para el segundo. Toda certidumbre — la de las evidencias lógicas y matemáticas especialmente — surge del Intelecto divino, el único que es; pero surge de él a través de la pantalla existencial o fenoménica de la razón o, más precisamente, a través de las pantallas que separan a la razón de su Fuente última; es la «identidad discontinua» de la luz solar, que, aun filtrada a través de varios vitrales de colores, sigue siendo siempre esencialmente la misma luz. En cuanto a la «analogía continua» entre los fenómenos y el Principio que los exhala, si bien es evidente que el fenómeno-símbolo no es lo que simboliza — el sol no es Allah, y por esto se pone — su existencia es sin embargo un aspecto o un modo de la Existencia como tal; esto es lo que permite calificar de «continua» a la analogía cuando la consideramos desde el punto de vista de su conexión ontológica con el Ser puro, bien que tal terminología, empleada aquí a título provisional, sea lógicamente contradictoria y prácticamente inútil. La analogía es una identidad discontinua, y la identidad una analogía continua; en esto reside, una vez más, toda la diferencia entre el fenómeno sagrado o simbólico y la intelección principial. Se ha reprochado a la gnosis el ser una exaltación de la «inteligencia humana»; en esta última expresión podemos coger el error al vuelo, pues metafísicamente la inteligencia es ante todo la inteligencia y nada más; sólo es humana en la medida en que deja de ser completamente ella misma, es decir, cuando de substancia se convierte en accidente. Para el hombre, e incluso para todo ser, hay que considerar dos aspectos: el aspecto «círculo concéntrico» y el aspecto «radio centrípeto»: según el primero, la inteligencia está limitada por un nivel determinado de existencia, es considerada, entonces, desde el punto de vista de su separación de su fuente o en cuanto no es más que una refracción de ésta; según el segundo, la inteligencia es todo lo que es por su naturaleza intrínseca, sea cual sea su situación contingente, según los casos. La inteligencia discernible en las plantas — en la medida en que es infalible — «es» la de Allah, la única que es; esto es cierto con mayor razón para la inteligencia del hombre en cuanto ésta es capaz de adecuaciones superiores gracias a su carácter a la vez íntegro y trascendente. No hay más que un sujeto, el universal Sí, y sus refracciones o ramificaciones existenciales son Él mismo o no son Él mismo, según el punto de vista considerado. Esta verdad se comprende o no se comprende; es imposible acomodarla a toda necesidad de causalidad, lo mismo que es imposible «poner al alcance de todo el mundo» nociones tales como lo «relativamente absoluto» o la «transparencia metafísica» de los fenómenos. El panteísmo diría que «todo es Allah», con el pensamiento tácito de que Allah no es otro que el conjunto de las cosas; la metafísica verdadera, bien al contrario, dirá al mismo tiempo que «todo es Allah» y «nada es Allah», añadiendo que Allah no es nada más que Él mismo, y que no es nada de lo que hay en el mundo. Hay verdades que sólo se pueden expresar por antinomias, lo que no significa en absoluto que éstas constituyan en este caso un «procedimiento» filosófico que deba conducir a tal o cual «conclusión», pues el conocimiento directo se sitúa por encima de las contingencias de la razón; no hay que confundir la visión con la expresión. Después de todo, las verdades son profundas, no porque sean difíciles de expresar para el que las conoce, sino porque son difíciles de comprender para el que no las conoce; de ahí la desproporción entre la simplicidad del símbolo y la complejidad eventual de las operaciones mentales. Pretender, como han hecho algunos, que en la gnosis la inteligencia se pone orgullosamente en el lugar de Allah, es ignorar que la inteligencia no puede realizar en el marco de su naturaleza propia lo que podríamos llamar el «ser» del Infinito; la inteligencia pura comunica de él un reflejo — o un sistema de reflejos — adecuado y eficaz, pero no transmite directamente el «ser» divino, sin lo cual el conocimiento intelectual nos identificaría de una manera inmediata con su objeto. La diferencia entre la creencia y la gnosis — la fe religiosa elemental y la certidumbre metafísica — es comparable a la que existe entre una descripción y una visión: al igual que la primera, la segunda no nos sitúa en la cima de una montaña, pero nos informa sobre las propiedades de ésta y sobre el camino que hay que tomar; no olvidemos, sin embargo, que un ciego que camina sin detenerse avanza más deprisa que un hombre normal que se detiene a cada paso. Sea como fuere, la visión identifica el ojo a la luz, comunica un conocimiento justo y homogéneo y permite tomar atajos allí donde la ceguera obliga a andar a tientas, mal que les pese a los despreciadores moralizantes del intelecto que se niegan a admitir que este último es también una gracia, pero en modo estático y «naturalmente sobrenatural». Sin embargo, ya lo hemos dicho, la intelección no es toda la gnosis pues ésta incluye los misterios de la unión y desemboca directamente en el Infinito, si cabe expresarse así; el carácter «increado» del sufí en el sentido pleno (al-sufi lam yukhlaq) no concierne a priori más que a la esencia transpersonal del intelecto y no al estado de absorción en la Realidad que el intelecto nos hace «percibir», o del que nos hace «conscientes». La gnosis sobrepasa inmensamente todo lo que aparece en el hombre como «inteligencia», precisamente porque es un inconmensurable misterio de «ser»; en eso está toda la diferencia, indescriptible en lenguaje humano, entre la visión y la realización; en ésta, el elemento «visión» se convierte en «ser», y nuestra existencia se transmuta en luz. Pero incluso la visión intelectual ordinaria — la intelección que refleja, asimila y discierne sin operar ipso facto una trasmutación ontológica — supera ya inmensamente al simple pensamiento, al juego discursivo y «filosófico» de la mente. La dialéctica metafísica o esotérica evoluciona entre la simplicidad simbolista y la complejidad reflexiva; esta última — y éste es un punto que a los modernos les cuesta comprender — puede volverse cada vez más sutil sin por ello acercarse un ápice a la verdad; dicho de otro modo, un pensamiento puede subdividirse en mil ramificaciones y rodearse de todas las precauciones posibles y, sin embargo, permanecer exterior y «profano», pues ningún virtuosismo del alfarero transformará la arcilla en oro. Se puede concebir un lenguaje cien veces más elaborado que el que se usa actualmente, puesto que para ello no hay límites de principio; toda formulación es forzosamente «ingenua» a su manera, y siempre se puede tratar de realzarla mediante un alarde de sutilezas lógicas o imaginativas; ahora bien, esto prueba, por una parte, que la elaboración como tal no añade ninguna realidad esencial a una enunciación y, por otra, retrospectivamente, que las enunciaciones relativamente simples de los sabios de antaño estaban cargadas de una plenitud que, precisamente, ya no se sabe discernir a priori y cuya existencia se niega con facilidad. No es una elaboración del pensamiento llevada al absurdo lo que puede introducirnos en el corazón de la gnosis; los que entienden proceder en este plano mediante investigaciones y tanteos, los que escrutan y pesan, no han comprendido que no pueden someter todos los órdenes de conocimiento al mismo «régimen» de lógica y de experiencia, y que hay realidades que se comprenden de una ojeada o no se comprenden en absoluto. No sin relación con lo que antecede, está la cuestión de las dos sabidurías, metafísica una y mística la otra: sería del todo falso apoyarse en la autoridad de ciertas formulaciones místicas o «unitivas» para negar la legitimidad de las definiciones intelectuales, al menos por parte de alguien situado fuera del estado de que se trata, pues de hecho se da el caso de contemplativos que rechazan en nombre de la experiencia directa las formulaciones doctrinales, que para ellos se han convertido en «palabras», lo cual no siempre les impide proponer otras formulaciones del mismo orden y eventualmente del mismo valor.19 Se trata aquí de no confundir el plano propiamente intelectual o doctrinal, que posee toda la legitimidad y por lo tanto toda la eficacia que le confiere a su nivel la naturaleza de las cosas, con el plano de la experiencia interior, de las «sensaciones» ontológicas o de los «perfumes» o «sabores» místicos; sería igualmente falso discutir el carácter adecuado de un mapa porque se hubiera emprendido un viaje concreto, o pretender, por ejemplo, porque se hubiera viajado de norte a sur, que el Mediterráneo se encuentra «arriba» y no «abajo» como en el mapa. La metafísica tiene como dos grandes dimensiones, una «ascendente» y que trata de los principios universales y de la distinción entre lo Real y lo ilusorio, y otra «descendente» y que trata, por el contrario, de la «vida divina» en las situaciones de las criaturas, es decir, de la «divinidad» fundamental y secreta de los seres y de las cosas, pues «todo es Atma»; la primera dimensión puede ser llamada «estática», se refiere a la primera Shahada y a la «extinción» (fana'), la «aniquilación» (istihlak), mientras que la segunda dimensión aparece como «dinámica» y se refiere a la segunda Shahada y a la «permanencia» (baqa'). Coparada con la primera dimensión, la segunda es misteriosa y paradójica, parece contradecir en ciertos puntos a la primera, o también, es como un vino con el que se embriaga el Universo; pero no hay que perder nunca de vista que esta segunda dimensión ya está contenida implícitamente en la primera — al igual que la segunda Shahada deriva de la primera, a saber, del «punto de intersección» illa — de modo que la metafísica estática, «elemental» o «separativa» se basta a sí misma y no merece ningún reproche por parte de los que saborean las paradojas embriagadoras de la experiencia unitiva. Lo que en la primera Shahada es la palabra illa, será, en la primera metafísica, el concepto de la causalidad universal: partimos de la idea de que el mundo es falso, puesto que sólo el Principio es real, pero, como estamos en el mundo, añadimos la reserva de que el mundo refleja a Allah; y es de esta reserva de donde surge la segunda metafísica, desde cuyo punto de vista la primera es como un dogmatismo insuficiente. En esto está en cierto modo la confrontación entre las perfecciones de incorruptibilidad y de vida: una no va sin la otra, y seria un «error de óptica» pernicioso despreciar la doctrina en nombre de la realización, o negar ésta en nombre de aquella; no obstante, como el primer error es más peligroso que el segundo — este último, por lo demás, no se produce apenas en metafísica pura, y, si se produce, consiste en sobrestimar la «letra» doctrinal en su particularismo formal —, queremos, para gloria de la doctrina, recordar esta frase de Cristo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». La teoría hindú, o hindú-budista, de los upayas da perfectamente cuenta de estas dimensiones de lo espiritual: los conceptos son verdaderos según los niveles a que se refieren, pueden ser sobrepasados, pero nunca dejan de ser verdaderos en su nivel respectivo, y éste es un aspecto de lo Real absoluto. Frente al Absoluto en cuanto puro Sí y Aseidad impensable la doctrina metafísica está ciertamente teñida de relatividad, pero no por ello deja de ofrecer puntos de referencia absolutamente seguros y «aproximaciones adecuadas» de las que el espíritu humano no puede prescindir; esto es lo que los simplificadores «concretistas» son incapaces de comprender. La doctrina es a la Verdad lo que el círculo o la espiral es al centro. La noción de «subconsciente» es susceptible de una interpretación no sólo psicológica e inferior, sino también espiritual, superior y, por consiguiente, puramente cualitativa; es verdad que en este caso debería hablarse de «supra-consciente», pero de hecho el supra-consciente tiene también un aspecto «subterráneo» con respecto a nuestra conciencia ordinaria, exactamente igual, por lo demás, que el corazón, que es semejante a un santuario sumergido y que, simbólicamente hablando, reaparece en la superficie gracias a la realización unitiva; nos fundamos aquí en este aspecto para hablar — a título provisional — de un «subconsciente» espiritual, que no deberá hacer pensar en ningún momento en el psiquismo inferior y vital, en el sueño pasivo y caótico de los individuos y las colectividades. El subconsciente espiritual, tal como lo entendemos, está formado por todo lo que el intelecto contiene de modo latente e implícito; ahora bien, el intelecto «sabe» por su misma substancia todo lo que es susceptible de ser sabido, atraviesa — como la sangre fluye en las menores arterias del cuerpo — todos los egos de los que está tejido el universo, y desemboca, en sentido «vertical», en el Infinito. En otros términos: el centro intelectivo del hombre, que en la práctica es «subconsciente», tiene conocimiento no sólo de Allah, sino también de la naturaleza del hombre y de su destino; y esto nos permite presentar la Revelación como una manifestación «sobrenaturalmente natural» de lo que la especie humana «conoce», en su omnisciencia virtual y sumergida, sobre sí misma y sobre Allah. El fenómeno profético aparece así como una suerte de despertar, en el plano humano, de la conciencia universal, la cual está presente en todas partes en el cosmos, en diferentes grados de abertura o de somnolencia; pero como la humanidad es diversa, este brotar de ciencia es diverso también, no en el aspecto del contenido esencial, sino en el de la forma, y esto es otro aspecto del «instinto de conservación» de las colectividades o de su sabiduría «subconsciente»; pues la verdad salvadora debe corresponder a los receptáculos, debe ser inteligible y eficaz para cada uno de ellos. En la Revelación, quien habla es siempre en último término el «Sí», y como Su Palabra es eterna, los receptáculos humanos la «traducen» — en su raíz y por su naturaleza, no consciente o voluntariamente — al lenguaje de tales o cuales condiciones espaciales y temporales, las conciencias individualizadas son otros tantos velos que filtran y adaptan la fulgurante luz de la Cociencia incondicionada del Sí. Para la gnosis sufí, toda la creación es un juego — con combinaciones infinitamente variadas y sutiles — de receptáculos cósmicos y de desvelamientos divinos. El interés de estas consideraciones es, no el añadir una especulación a otras especulaciones, sino el hacer presentir — si no demostrar a toda necesidad de causalidad — que el fenómeno religioso, aunque plenamente «sobrenatural» por definición, tiene también un lado «natural» que, a su manera, garantiza la veracidad del fenómeno; queremos decir que la religión — la sabiduría — es connatural al hombre, que éste no sería el hombre si no llevase en su naturaleza un terreno de eclosión para el Absoluto; o también, que no sería el hombre — «imagen de Dios» — si su naturaleza no le permitiera tomar «conciencia», a pesar de su «petrificación» y a través de ella, de todo lo que «es», y, así, de todo lo que es en su interés último. La Revelación manifiesta, por consiguiente, toda la inteligencia que poseen las cosas vírgenes, es analógicamente asimilable — pero en un plano eminentemente superior — a la infalibilidad que conduce a las aves migratorias hacia el sur y que atrae a las plantas hacia la luz; ella es todo lo que sabemos en la plenitud virtual de nuestro ser, y también todo lo que amamos, y todo lo que somos. El hombre primordial, antes de la pérdida de la armonía edénica, veía todas las cosas desde el interior, en su sustancialidad y en la Unidad; después de la caída ya no las vio sino desde el exterior y en su accidentalidad y, así, fuera de Allah. Adán es el espíritu (ruh) o el intelecto ('aql) y Eva es el alma (nafs); a través del alma — complemento «horizontal» del espíritu «vertical» y polo existencial de la inteligencia pura — o a través de la voluntad vino el movimiento de exteriorización y de dispersión; la serpiente tentadora, que es el genio cósmico de este movimiento, no puede actuar directamente sobre la inteligencia, debe, pues, seducir a la voluntad, Eva. Cuando el viento sopla sobre un lago perfectamente tranquilo, el reflejo del sol se altera y se segmenta; así es como se ha producido la pérdida del Edén, cómo se ha roto el reflejo divino. La Vía es el retorno a la visión de la inocencia, a la dimensión interior en la que todas las cosas mueren y renacen en la Unidad — en este Absoluto que es, con sus concomitancias de equilibrio y de inviolabilidad, todo el contenido y toda la razón de ser de la condición humana-. Y esta inocencia es también la «infancia» que «no se preocupa del mañana». El sufí es «hijo del momento» (ibn al-waqt), lo que significa ante todo que tiene conciencia de la eternidad y que, por su «recuerdo de Allah», se sitúa en el «instante intemporal» de la «actualidad celestial»; pero esto significa igualmente, y por vía de consecuencia, que se mantiene siempre en la Voluntad divina, es decir, que es consciente de que el momento presente es lo que Allah quiere de él; no deseará, pues, estar «antes» o «después», o gozar de lo que, de hecho, se sitúa fuera del «ahora» divino — este instante irreemplazable en el que pertenecemos concretamente a Allah, y este único instante en el que podemos, de hecho, querer pertenecerle-. Queremos dar ahora un resumen sucinto pero tan riguroso como sea posible de lo que constituye fundamentalmente la Vía en el Islam. Esta conclusión de nuestro libro subrayará al mismo tiempo — y una vez más — el carácter estrictamente coránico y muhammadiano de la vía de los sufies. Recordemos en primer lugar el hecho crucial de que el tasawwuf coincide, según la tradición, con el ihsan, y que el ihsan es «que adores a Allah como si Lo vieras, y si tú no Lo ves, Él sin embargo te ve». El ihsan — el tasawwuf — no es otra cosa que la «adoración» ('ibada) perfectamente «sincera» (mukhlisa) de Allah, la adecuación íntegra de la inteligencia-voluntad a su «contenido» y prototipo divino. La quintaesencia de la adoración — luego la adoración como tal, en cierto sentido — es creer que la ilaha illa-Llah, y, por vía de consecuencia, que Muhammadun Rasulu-Llah. La prueba: según el dogma islámico y en su «radio de jurisdicción», el hombre no se condena con certeza más que en razón de la ausencia de esta fe. El musulmán no se condena ipso facto porque no reza o no ayuna; puede, en efecto, tener un impedimento para hacerlo, y las mujeres están exentas de ello en ciertas condiciones físicas; tampoco se condena necesariamente porque no paga el diezmo: los pobres — los mendigos sobre todo — están exentos de ello, lo que al menos es índice de cierta relatividad, como en los casos precedentes. Co mayor razón, uno no se condena por el solo hecho de no realizar la Peregrinación; el muslim sólo está obligado a hacerla si puede; en cuanto a la Yihad, no siempre tiene lugar, e incluso cuando tiene lugar los enfermos, los inválidos, las mujeres y los niños no están obligados a participar en ella. Pero uno se condena necesariamente — siempre en el marco del Islam o bien en un sentido transpuesto — porque no cree que la ilaha illa-LIah y que Muhammadun Rasulu-Llah; esta ley no conoce ninguna excepción, pues se identifica en cierto modo con lo que constituye el sentido mismo de la condición humana. Es, pues, incontestablemente esta fe lo que constituye la quintaesencia del Islam; y la «sinceridad» (ikhlas) de esta fe o de esta aceptación es lo que constituye el ihsan o el tasawwuf. En otros términos: es en rigor concebible que un muslim que, por ejemplo, hubiera omitido rezar o ayunar durante toda su vida se salvara a pesar de todo y por razones que se nos escapan, pero que cortarían para la divina Misericordia; por el contrario, es inconcebible que un hombre que negara que la ilaha illa-Llah se salvara, puesto que esta negación le privaría con toda evidencia de la cualidad misma de muslim, o sea la conditio sine qua non de la salvación. Ahora bien, la sinceridad del iman implica también su profundidad, según nuestras capacidades, quien dice capacidad, dice vocación. Debemos comprender en la medida en que somos inteligentes, no en la medida en que no lo somos y en que no hay adecuación posible entro el sujeto conocedor y el objeto por conocer. La Biblia también enseña en cada uno de los Testamentos que debemos «amar» a Dios con todas nuestras facultades; así pues, la inteligencia no puede ser excluida, tanto más cuanto que es ella la que caracteriza al hombre y lo distingue de los animales. El libre albedrío sería inconcebible sin la inteligencia. El hombre está hecho de inteligencia íntegra o trascendente — luego capaz tanto de abstracción como de intuición suprasensible — y de voluntad libre, y es por esto por lo que hay una verdad y una vía, una doctrina y un método, una fe y una sumisión, un iman y un islam; el ihsan, siendo su perfección y su resultado, está a la vez en ellos y por encima de ellos. Se puede decir también que hay un ihsan porque hay en el hombre algo que exige la totalidad, o algo de absoluto o de infinito. La quintaesencia de la verdad es el discernimiento entre lo contingente y lo Absoluto; y la quintaesencia de la vía es la conciencia permanente de la absoluta Realidad. Ahora bien, quien dice «quintaesencia» dice ihsan, en el contexto espiritual de que se trata. El hombre, hemos dicho, está hecho de inteligencia y voluntad; está hecho, pues, de comprensión y de virtudes, o de cosas que sabe y cosas que realiza, o en otros términos: de lo que sabe y de lo que es. Las comprensiones están prefiguradas por la primera Shahada y las virtudes por la segunda; por esto el tasawwuf puede ser descrito, bien exponiendo una metafísica, bien comentando virtudes. La segunda Shahada se identifica esencialmente con la primera, de la que no es sino una prolongación, como las virtudes se identifican en el fondo con verdades y derivan de ellas en cierto modo. La primera Shahada — la de Allah — enuncia toda verdad de principio; la segunda Shahada — la del Profeta — enuncia toda virtud fundamental. Las verdades esenciales son las siguientes; la de la Esencia divina y «una» (Dzat, Ahadiya en el sentido de la «no-dualidad» vedántica); después la verdad del Ser creador (Khaliq), Principio igualmente «uno» — pero en el sentido de una «afirmación» y en virtud de una «autodeterminación» (Wahidiya, «soledad», «unicidad» — y que comprende, si no «partes», al menos aspectos o cualidades (sifat).(99) De este lado de la esfera principial o divina hay, por una parte, el macrocosmo — con su centro «arcangélico» y «cuasi divino» (Ruh, «Espíritu») — y, por otra parte, en la extrema periferia de su despliegue, esta coagulación — de la Sustancia universal — que llamamos «materia» y que es, para nosotros, la corteza a la vez inocente y mortal de la existencia. En cuanto a las virtudes esenciales, de las que hemos tratado en otro lugar pero que también deben figurar en este resumen final, son las perfecciones de «temor», «amor» y «conocimiento» o, en otros términos de «pobreza», «generosidad» y «sinceridad»; en cierto sentido, constituyen el islam como las verdades constituyen el iman, y su profundización — o su resultado cualitativo — constituye la naturaleza del ihsan o su fruto mismo. Podríamos decir también que las virtudes consisten fundamentalmente en fijarse en Allah conforme a una suerte de simetría o de ritmo ternario, en fijarse en Él «ahora», «aquí mismo» y «así»; pero estas imágenes también pueden sustituirse unas por otras, pues cada una se basta a sí mismo. El sufí se sitúa en el «presente» intemporal en el que ya no hay ni pesares ni temores; se sitúa en el «centro» ilimitado en el que el exterior y el interior se confunden o se sobrepasan; o también, su «secreto» es la perfecta «simplicidad» de la Sustancia siempre virgen. No siendo sino «lo que él es», él es todo «Lo que es». Si el hombre es la voluntad, Allah es Amor; si el hombre es la inteligencia, Allah es Verdad. Si el hombre es voluntad caída e impotente, Allah será el Amor redentor; si el hombre es inteligencia oscurecida y extraviada, Allah será la Verdad iluminadora que libera; pues está en la naturaleza del conocimiento — la adecuación inteligencia-verdad — el hacer puro y libre. El divino Amor salva «haciéndose lo que nosotros somos», «desciende» a fin de «elevar»; la divina Verdad libera devolviendo al intelecto su objeto «sobrenaturalmente natural» y con ello su pureza primera, es decir, «recordando» que sólo el Absoluto «es», que la contingencia «no es», o que, por el contrario, «no es otra que Él» desde el punto de vista de la pura Existencia, y también, según los casos, desde el de la pura Inteligencia o «Cociencia» y desde el de la estricta analogía. La Shahada, por la cual Allah se manifiesta como Verdad, se dirige a la inteligencia, pero también, por vía de consecuencia, a esta prolongación de la inteligencia que es la voluntad. Cuando la inteligencia capta el sentido fundamental de la Shahada distingue lo Real de lo no-real, o la «Sustancia» de los «accidentes»; cuando la voluntad sigue este mismo sentido se apega a lo real, a la divina «Sustancia»: se «concentra», y presta al espíritu su concentración. La inteligencia iluminada por la Shahada no tiene en último término más que un solo objeto o contenido, Allah, y los demás objetos o contenidos no son considerados sino en función de Él o en relación con Él, de modo que lo múltiple se encuentra como sumergido en el Uno; y lo mismo para la voluntad, según lo que Allah concede a la criatura. El «recuerdo» de Allah depende lógicamente de la justeza de nuestra noción de Allah y de la profundidad de nuestra comprensión: la Verdad, en la medida en que es esencial y en que la comprendemos, toma posesión de todo nuestro ser y lo transforma, poco a poco y según un ritmo discontinuo e imprevisible. Cristalizándose en nuestro espíritu, «se hace lo que nosotros somos a fin de convertirnos en lo que ella es». La manifestación de la Verdad es un misterio de Amor, al igual que, inversamente, el contenido del Amor es un misterio de Verdad. Co todas estas consideraciones no hemos querido dar una imagen del esoterismo musulmán tal como se presenta en su despliegue histórico, sino devolverlo a sus posiciones más elementales relacionándolo con las raíces mismas del Islam, que son forzosamente las suyas. Se trataba menos de recapitular lo que el sufismo ha podido decir que de decir lo que es y lo que nunca ha dejado de ser a través de toda la complejidad de sus desarrollos. Esta manera de ver nos ha permitido — en detrimento quizá de la coherencia aparente de este libro — detenernos largamente en los puntos de confluencia con otras perspectivas tradicionales, y también en las estructuras de lo que — alrededor de nosotros y en nosotros mismos — es a la vez divinamente humano y humanamente divino.