====== CAIDA Y DECADENCIA ====== El hombre antiguo y medieval era «objetivo» en el sentido de que su espíritu todavía estaba fuertemente determinado por el elemento «objeto» (En el lenguaje corriente las palabras «objetivo» y «objetividad» tienen a menudo el sentido de imparcialidad, pero evidentemente no es este sentido derivado y secundario el que aquí tenemos en cuenta), tanto en el plano de las ideas como en el de las cosas sensibles; estaba muy lejos del relativismo de los modernos que compromete la realidad objetiva reduciéndola a los accidentes naturales sin alcance superior y sin cualidad simbólica, y también del «psicologismo» que pone en tela de juicio el valor del sujeto que conoce y destruye prácticamente la misma noción de inteligencia. Hablar de un elemento «objeto» en el plano de las ideas no es una contradicción, pues un concepto, siendo evidentemente un elemento subjetivo como fenómeno mental, es al mismo tiempo — con el mismo título que cualquier otro fenómeno sensorial — un elemento objetivo para el sujeto que toma conocimiento del mismo. En cierto modo, la verdad viene del exterior, se ofrece al sujeto, quien puede aceptarla o no. Agarrado como si dijéramos a los objetos de su conocimiento o de su fe, el hombre antiguo estaba poco dispuesto a conceder un papel determinante a las contingencias psicológicas; sus reacciones interiores, sea cual fuere su intensidad, estaban en función de un objeto y tenían por ello, en su conciencia, un aspecto de alguna forma objetiva. El objeto como tal — el objeto contemplado en el aspecto de su objetividad — era lo real, la base, la cosa inmutable y teniendo el objeto se tenía el sujeto; éste estaba garantizado por aquél. Desde luego, así ha sido siempre para muchos hombres y por varios motivos incluso para cualquier hombre sano de espíritu, pero nuestra intención en este caso es — a riesgo de que parezca que se enuncian lugares comunes — caracterizar posiciones cuyas líneas de demarcación no pueden ser más que aproximativas y cuya naturaleza es forzosamente compleja. En todo caso, escuchar con complacencia al sujeto es traicionar al objeto; es decir, que el hombre antiguo habría tenido la impresión de desnaturalizarlo o perderlo prestando demasiada atención al polo subjetivo de la conciencia. No es sino a partir del Renacimiento cuando el europeo se ha hecho «reflexivo» y por tanto subjetivo de alguna manera; es verdad que esta reflexividad puede tener a su vez una cualidad perfectamente objetiva, del mismo modo que una idea recibida de fuera puede tener un carácter subjetivo en virtud de la conducta sentimental e interesada del sujeto, pero no es de esto de lo que aquí hablamos. Lo que queremos decir es que el hombre del Renacimiento se ha puesto a analizar los reflejos mentales y las reacciones psíquicas y a interesarse de este modo en el polo «sujeto» con detrimento del polo «objeto»; al ser «subjetivo» en este sentido dejaba de ser simbolista y se hacía racionalista, pues la razón es el ego pensante. Esto es lo que explica la conducta psicológica y descriptiva de los grandes místicos españoles, conducta que erróneamente ha sido tomada como una superioridad y una especie de norma. Este paso del objetivismo al subjetivismo refleja y renueva a su manera la caída de Adán y la pérdida del Paraíso: perdiendo la perspectiva simbolista y contemplativa que se funda a la vez en la inteligencia impersonal y la transparencia metafísica de las cosas, se ha ganado la riqueza engañosa del ego; el mundo de las imágenes divinas se ha convertido en un mundo de discursos. En todos los casos de ese género, el cielo — o un cielo — se cierra por encima de nosotros sin que nos demos cuenta, y en compensación descubrimos una tierra que nos parece desconocida durante largo tiempo, una patria que abre sus brazos para acoger a sus hijos y que querría hacemos olvidar todos los Paraísos perdidos; es el abrazo de Maya, el canto de las sirenas; Maya, en lugar de conducirnos, nos encierra. El Renacimiento había creído descubrir al hombre, del que admiraba las patéticas convulsiones; para el laicismo en todas sus formas, el hombre como tal se había hecho prácticamente bueno y al mismo tiempo la tierra se había convertido en buena y como inmensamente rica e inexplorada; en lugar de no vivir más que «a medias», por fin se podía vivir plenamente, ser plenamente hombre y estar plenamente sobre la tierra; ya no se era una especie de semiángel caído y exilado; se había llegado a ser un ser completo, pero por lo bajo. La Reforma, cualesquiera hayan sido algunas de sus intuiciones, ha tenido por resultado global que se encierre a Dios en el Cielo — en un Cielo en lo sucesivo lejano y cada vez más neutralizado — con el pretexto de que Dios se nos «roza» «mediante Cristo» en una especie de atmósfera bíblica y que se nos parece como nosotros nos parecemos a Él; en este clima hubo un enriquecimiento casi milagroso del lado «sujeto» y «tierra», pero un prodigioso empobrecimiento del lado «objeto» y «Cielo». Para la Revolución, la tierra se había hecho definitiva y exclusivamente el fin del hombre; el «Ser supremo» no era más que un paliativo irrisorio; la multitud en apariencia infinita de las cosas terrestres llamaba a una infinidad de actividades, que suministraban un pretexto contra la contemplación, es decir, contra el reposo en el «Ser», en la naturaleza profunda de las cosas; el hombre podía al fin ocuparse libremente, y al margen de cualquier transcendencia, en el descubrimiento del mundo terrestre, en la explotación de sus riquezas; ya no había símbolos, ni transparencia metafísica; no había más que cosas agradables o desagradables, útiles o inútiles, y de ahí el desarrollo anárquico e irresponsable de las ciencias experimentales. La eclosión, en estas épocas o a partir de ellas, de una «cultura» resplandeciente gracias a la aparición múltiple de hombres de genio, parece confirmar evidentemente la engañosa impresión de una liberación y un progreso, en pocas palabras de una «gran época», cuando en realidad no hay más que una compensación en un plano inferior, que nunca puede dejar de producirse cuando el plano superior se ha abandonado. Una vez cerrado el Cielo y el hombre prácticamente instalado en el lugar de Dios, se han perdido, virtual o efectivamente, las medidas objetivas de las cosas; se las ha sustituido por medidas subjetivas, pseudomedidas completamente humanas y conjeturales, y de esta forma se ha introducido un movimiento que no puede detenerse, puesto que faltando las medidas celestiales y estáticas, no hay ya razón para que se detenga, de modo que finalmente se llega a reemplazar las medidas humanas por medidas infrahumanas, hasta llegar a la abolición misma de la noción de verdad. Las circunstancias atenuantes de todo esto — pues siempre las hay por lo menos para algunos individuos — es que al borde de cada nueva caída, el orden aún existente presenta un máximo de abuso y corrupción, de modo que la tentación de preferir un error aparentemente limpio a una verdad exteriormente sucia es particularmente fuerte; en las civilizaciones tradicionales, el elemento mundano hace todo para comprometer los principios a los ojos de la mayoría, que en sí misma está demasiado inclinada hacia una mundanidad, no aristocrática y festiva, sino pesada y pedante; no es el pueblo la víctima de la teocracia, sino, por el contrario, es la teocracia la víctima, primero de los aristócratas mundanos, y después, del pueblo seducido y finalmente revuelto (Los monarcas europeos del siglo XIX hicieron esfuerzos casi desesperados para encauzar la creciente marca de la democracia, de la que se habían hecho los representantes parcialmente y a su pesar; esfuerzos vanos en ausencia del peso opuesto que sólo hubiese podido restablecer la estabilidad y que no es otro que la religión, única fuente de legitimidad y fuerza de los príncipes. Se luchaba por el mantenimiento de un orden en principio religioso y se representaba este orden con formas que lo negaban; los mismos vestidos de los reyes y las demás formas en las que vivían proclamaban la duda, el «neutralismo» espiritual, la disminución (la «puesta a media luz» sería la traducción literal, N. del T) de la fe, la mundanidad burguesa y prosaica. Esto era ya verdad en un grado menor en el siglo XVIII, donde el arte indumentario, la arquitectura y el artesanado expresaban si no tendencias democráticas, al menos una mundanidad sin grandeza y extrañamente empalagosa; en esta época increíble todos los hombres tenían el aspecto de lacayos — los nobles cuanto más nobles eran — y una lluvia de polvos de arroz parecía haber caído sobre un mundo de sueño. En este universo de marionetas, mitad gracioso y mitad despreciable, la Revolución, que no hizo más que aprovecharse de un suicidio previo del espíritu religioso y la grandeza, no podía dejar de estallar; el mundo de las pelucas era demasiado irreal. Análogas observaciones se pueden aplicar — con las atenuantes que exigen condiciones todavía eminentemente diferentes — al Renacimiento e incluso al fin de la Edad Media. Las causas del deslizamiento hacia lo bajo siempre son las mismas en relación con los valores absolutos). Lo que algunos llaman «el sentido de la Historia» no es más que la ley de la gravedad. Afirmar que las medidas del hombre antiguo eran celestiales y estáticas, equivale a decir que este hombre vivía todavía «en el espacio»: el tiempo sólo era la contingencia que consumía las cosas y frente a la cual debían imponerse siempre de nuevo los valores «espaciales» como si dijéramos, es decir, permanentes por definitivos. El espacio simboliza el origen y la inmutabilidad; el tiempo es la decadencia que aleja del origen conduciéndonos también hacia el «Mesías», el gran Liberador, y al encuentro con Dios. Rechazando o perdiendo las medidas celestiales el hombre se ha hecho víctima del tiempo: inventando las máquinas que devoran la duración, el hombre se ha desgajado de la paz del espacio y se ha arrojado en un torbellino sin salida. La mentalidad contemporánea busca en efecto reducir todo a categorías temporales: una obra de arte, un pensamiento, una verdad, no tienen valor en sí mismas y al margen de cualquier clasificación histórica, sino únicamente por el tiempo en que se las sitúa con razón o sin ella; todo se considera como la expresión de un «tiempo» y no de un valor intemporal e intrínseco, lo que es completamente conforme al relativismo moderno, a ese psicologismo o biologismo destructor de los valores esenciales (Se hace el psicoanálisis de un escolástico, por ejemplo, o incluso de un Profeta, con el fin de «situar» su doctrina — es inútil subrayar el monstruoso orgullo que implica semejante actitud —, y se descubre con una lógica completamente maquinal y perfectamente irreal las «influencias» que esta doctrina habría sufrido. Al hacer esto no se duda en atribuir a los santos toda clase de procedimientos artificiales y hasta fraudulentos, pero evidentemente se olvida con una satánica inconsecuencia de aplicarse este principio a uno mismo y explicar su propia posición — pretendidamente «objetiva» — por consideraciones psicoanalíticas. En resumen, se trata a los sabios como enfermos y uno se toma por un dios. En el mismo orden de ideas se afirma sin vergüenza que no hay ideas primeras: que no se deben sino a prejuicios de orden gramatical — por tanto a la estupidez de los sabios que se han dejado engañar por ellos — y que no han tenido como efecto más que esterilizar el «pensamiento» durante milenios y así sucesivamente; se trata de enunciar un máximo de absurdos con una máxima sutilidad. ¡Como sentimiento de plenitud, no hay nada semejante a la convicción de haber inventado la pólvora o haber puesto en pie el huevo de Coón!). Esta filosofía extrae el máximo de originalidad de lo que, prácticamente, no es otra cosa que el odio de Dios; es imposible injuriar directamente a un Dios en el que no se cree, se le injuria indirectamente a través de las leyes naturales (No sabemos ya qué autor contemporáneo ha escrito que la muerte es algo un poco «tonto», pero esta pequeña impertinencia es en cualquier caso un ejemplo característico de la mentalidad de que se trata; del mismo espíritu — o del mismo gusto — procede la observación, leída hace algún tiempo, de que un individuo pereció en «un accidente imbécil». Siempre es la naturaleza, la fatalidad, la Voluntad de Dios, la realidad objetiva, lo que se pone en la picota. La subjetividad es quien se erige como medida de las cosas, y ¡qué subjetividad!) e incluso se llega hasta denigrar la misma forma del hombre y su inteligencia, aquella con la que se piensa y se injuria. Sin embargo, uno no se escapa a la Verdad inmanente: «Cuanto más blasfema — dice el maestro Eckhart —, más alaba a Dios». Hemos hablado anteriormente del paso de la objetividad a la subjetividad reflexiva — fenómeno señalado por Maritain — subrayando a la vez el carácter ambiguo de esta evolución. El fatal resultado de la «reflexividad» hecha hipertrofia es una inflación verbal que hace que se sea cada vez menos sensible al valor objetivo de las formulaciones ideales; se ha tomado la costumbre de «clasificarlo» todo, a diestro y siniestro, en una larga serie de categorías superficiales y con frecuencia imaginarias, de manera que se desconocen las verdades más decisivas — e intrínsecamente más evidentes — porque se les hace entrar convencionalmente en el «ya visto», sin decirse por lo demás que «ver» no es forzosamente sinónimo de «comprender»; un Jacob Boehme es teosofía, por tanto «pasemos la página». Estas costumbres impiden distinguir la «visión vivida» del sabio de la virtuosidad mental del «pensador» profano; por todas partes no se ve más que «literatura», que además es la literatura de tal y tal «tiempo». Pero con toda evidencia la verdad no es un asunto personal; los árboles florecen y el sol sale sin que nadie tenga que preguntar quién les ha sacado del silencio o de las tinieblas y los pájaros que cantan no tienen nombre. En la Edad Media no había más que dos o tres tipos de grandeza: el santo y el héroe; también el sabio, y después en menor escala y como por reflejo el pontífice y el príncipe; el «genio» y el «artista», estas grandezas del universo laico, no habían nacido todavía. Los santos y los héroes son como las apariciones terrestres de los astros: remontan después de su muerte al firmamento, a su lugar eterno; son casi puros símbolos, signos espirituales que sólo se han apartado provisionalmente del iconostasio celestial en el que estaban engarzados desde la creación del mundo. La ciencia moderna, con su carrera vertiginosa — en progresión geométrica — hacia un abismo en el que se hunde como un vehículo sin freno, es otro ejemplo de esta pérdida del equilibrio «espacial» propio de las civilizaciones contemplativas y todavía estables. Censuramos esta ciencia — y sin duda no somos ni el primero ni el único en hacerlo —, no en tanto estudia un campo fragmentario dentro de los límites de su competencia, sino en cuanto pretende en principio el conocimiento total y aventura conclusiones que exigirían conocimientos suprasensibles y propiamente intelectivos que a priori rechaza, en otros términos, los fundamentos de esta ciencia son falsos porque, desde el punto de vista del «sujeto», sustituye el Intelecto y la Revelación por la razón y la experiencia — como si no fuese contradictorio pretender la totalidad sobre una base empírica —, y desde el punto de vista del «objeto» reemplaza la Substancia por la materia mientras niega el Principio universal o lo reduce a la materia o a algún pseudo-absoluto desprovisto de todo carácter trascendente. En todas las épocas y países ha habido revelaciones, religiones, sabidurías; la tradición forma parte del hombre como éste forma parte de la tradición. La Revelación es desde cierto punto de vista la intelección infalible de la colectividad total, en tanto ésta se ha hecho providencialmente el receptáculo de una manifestación del Intelecto universal; la fuente de esta intelección no es por supuesto la colectividad como tal, sino el Intelecto universal o divino en cuanto se adapta a las condiciones de una colectividad intelectual y moral, se trate de un grupo étnico o de un grupo determinado por condiciones mentales más o menos particulares. Decir que la Revelación es «sobrenatural» no significa que es contraria a la naturaleza en tanto ésta puede representar por extensión todo lo que es posible a un nivel cualquiera de la realidad, sino en cuanto no responde al nivel a que se aplica habitualmente — con razón o sin ella — el epíteto de «natural»; este nivel «natural» no es otro que el de las causas físicas y por consiguiente el de los fenómenos sensibles y psíquicos que se relacionan con estas causas. Si no hay motivo para culpar a la ciencia moderna mientras estudia una esfera concreta dentro de los límites de su competencia — la exactitud y la eficacia de sus resultados dan fe de ello, hay que añadir esta importante reserva: el principio, la extensión y el desarrollo de una ciencia o de un arte están en función de la Revelación y de las exigencias de la vida espiritual, sin olvidar las del equilibrio social; es absurdo reivindicar derechos ilimitados para algo en sí contingente, como la ciencia o el arte. La ciencia moderna, como ya hemos dicho, al no admitir ninguna posibilidad de conocimiento serio fuera de su propio feudo, reivindica el conocimiento exclusivo y total, al mismo tiempo que se quiere empirista y sin dogmas, lo que, repitámoslo igualmente, es una flagrante contradicción, rechazar todo «dogmatismo» y todo «apriorismo» es sencillamente no servirse de toda su inteligencia. Se supone que la ciencia nos informa no sólo sobre lo que está en el espacio, sino sobre lo que está en el tiempo; en relación con el primer género de saber, nadie discute que la ciencia occidental ha acumulado una enorme cantidad de comprobaciones, pero respecto al segundo género, que debería revelarnos lo que contienen los abismos de la duración, la ciencia es más ignorante que cualquier chamán siberiano, quien al menos puede referirse a una mitología y, por tanto, a un simbolismo adecuado. Sin duda, hay distancia entre el saber físico — forzosamente restringido — de un cazador primitivo y el de un físico moderno, pero en relación con la extensión de las cosas cognoscibles, esta distancia sólo es de un milímetro. La misma exactitud de la ciencia moderna, o de alguna de sus ramas, se encuentra gravemente amenazada — y de manera bastante imprevista — por la intrusión del psicoanálisis, incluso del «surrealismo» y otras formas de lo irracional erigido en sistema, o del existencialismo que no es irracional, sino carente de inteligencia, hablando con rigor (Es decir, aplicando los normas intelectuales que en este caso se imponen, puesto que se trata de «filosofía»); lo racional exclusivo no puede dejar de provocar semejantes interferencias, por lo menos en sus puntos vulnerables tales como la psicología o la interpretación psicológica — o «psicologizante» — de los fenómenos que se le escapan por definición. No es sorprendente que una ciencia salida de la caída — o de una de las caídas — y del ilusorio redescubrimiento del mundo sensible sea también la ciencia de lo único sensible o de lo virtualmente sensible (Este matiz se impone porque se objetará que la ciencia opera con elementos que escapan a nuestros sentidos) y que niegue todo lo que sobrepase ese ámbito y en consecuencia a Dios, el más allá y el alma (No decimos que todos los sabios nieguen estas realidades, sino que la ciencia las niega, lo que es completamente diferente), comprendido a fortiori el Intelecto puro, que precisamente es capaz de conocer todo lo que aquélla rechaza; por las mismas razones, niega también la Revelación que restablece el puente roto por la caída. De acuerdo con las observaciones de la ciencia experimental, el cielo azul que se extiende por encima de nosotros no es un mundo de beatitud, sino una ilusión óptica debida a la refracción de la luz en la atmósfera y desde este punto de vista se tiene evidentemente razón en negar que la estancia de los bienaventurados se encuentre allá arriba; pero se cometería un gran error si se negara que la asociación de ideas entre el cielo visible y el Paraíso celestial deriva de la naturaleza de las cosas y no de la ignorancia y la ingenuidad mezclada con la imaginación y el sentimentalismo, pues el cielo azul es un símbolo directo y, por tanto, adecuado de los grados superiores — y suprasensoriales — de la Existencia. Es incluso una reververación lejana de estos grados y lo es forzosamente desde el momento en que es realmente un símbolo, consagrado por las Escrituras sagradas y la intuición unánime de los pueblos (Quien dice «símbolo», dice «participación» o «aspecto» sean cuales sean las diferencias de nivel). Este carácter de símbolo es tan concreto y eficaz que las manifestaciones celestes, cuando se producen en nuestro mundo sensible, «descienden» sobre la tierra y «ascienden» al Cielo; el simbolismo sensible está en función de la realidad suprasensible que refleja. Los años-luz y la relatividad de la relación espacio-tiempo no tienen nada que ver en el problema — perfectamente «exacto» y «positivo» — del simbolismo de las apariencias y su conexión a la vez analógica y ontológica con los órdenes celestiales o angélicos; que el mismo símbolo pueda no ser más que una ilusión de óptica nada quita a su exactitud y eficacia, pues cualquier apariencia, comprendida la del espacio y las galaxias, no es hablando con rigor más que una ilusión creada por la relatividad. La ciencia moderna ha tenido por efecto, entre otros, el herir mortalmente a la religión, planteando concretamente problemas que sólo el esoterismo puede resolver, y que de hecho nada resuelve puesto que no es escuchado, incluso menos que nunca. Frente a estos nuevos problemas la religión está desarmada y adopta torpemente y a tientas los argumentos del adversario, lo que obliga a falsear insensiblemente su propia perspectiva y a desdecirse cada vez más; sin duda, su doctrina no está herida, pero las falsas opiniones tomadas de sus negadores la corroen solapadamente «desde el interior», como lo testifica la exégesis moderna, el aplastamiento demagógico de la liturgia, el darwinismo de Teilhard, los «sacerdotes obreros» y el «arte sagrado» de obediencia surrealista y abstracta. Por supuesto, los descubrimientos científicos nada prueban en contra de las posiciones tradicionales de la religión, pero nadie está para demostrarlo; por el contrario, demasiados creyentes estiman que corresponde a la religión «sacudirse el polvo de los siglos», es decir, «liberarse» de todo lo que forma — o manifiesta — su esencia; la ausencia de conocimientos metafísicos o esotéricos de una parte y la fuerza sugestiva que emana de los descubrimientos científicos y también las psicosis colectivas de otra, hacen de la religión una víctima casi sin defensa, una víctima que incluso en una gran medida rehusa utilizar los argumentos de que dispone. Sin embargo, sería fácil, en lugar de deslizarse en los errores del prójimo, demostrar que el mundo fabricado por el cientificismo tiende por todas partes a hacer del medio un fin y del fin un medio, y que desemboca o en una mística del deseo, de la amargura y del odio, o en un materialismo plácido y nivelador; que la ciencia, aunque neutra en sí misma — pues los hechos son los hechos —, es, sin embargo, una semilla de corrupción y aniquilamiento en las manos del hombre que ordinariamente no tiene un conocimiento suficiente de la naturaleza profunda de la Existencia para poder integrar — y por ello neutralizar — los hechos científicos dentro de una perspectiva total del mundo; que las consecuencias filosóficas de la ciencia implican contradicciones fundamentales; que el hombre nunca ha estado tan mal conocido y tan mal interpretado como a partir del momento en que se le pasó por los «rayos X» de una psicología fundada en postulados radicalmente falsos y contrarios a su naturaleza. La ciencia moderna se presenta en el mundo como el principal o el único factor de la verdad; de acuerdo con este estilo de certidumbre, conocer a Carlomagno es saber cuánto ha pesado su cráneo y cuál ha sido su talla. Desde el punto de vista de la verdad total — repitámoslo una vez más —, vale mil veces más creer que Dios ha creado el mundo en seis días y que el más allá se sitúa bajo el disco terrestre o en el cielo que gira, que conocer la distancia de una nebulosa a otra mientras se ignora que los fenómenos no hacen sino manifestar una Realidad trascendente que nos determina por todas partes y que da a nuestra condición humana todo su sentido y contenido. Por ello, las grandes tradiciones, conscientes de que un saber prometeico llevaría a la pérdida de la verdad esencial y salvadora, nunca han prescrito ni estimulado esta acumulación de conocimientos completamente exteriores y de hecho mortales para el hombre. Se afirma corrientemente que tal o cual proeza científica «honra al género humano» y otras necedades de este género, como si el hombre honrase a su naturaleza de modo diferente que superándose y cómo se superaría sino en la conciencia de lo absoluto y en la santidad. En opinión de la mayoría de nuestros contemporáneos, la ciencia experimental se justifica por sus resultados, que en efecto son deslumbrantes desde cierto punto de vista fragmentario; pero con gusto se pierde de vista no sólo el hecho de que en definitiva los malos resultados priman sobre los buenos, sino la devastación espiritual que implica el cientificismo a priori y por su misma naturaleza, devastación que los resultados positivos — siempre exteriores y parciales — no podrían compensar. En todo caso, en nuestros días es casi una temeridad atreverse a recordar el dicho más olvidado de Cristo: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» Si el incrédulo se rebela contra la idea de que todos sus actos serán pesados, que será juzgado y eventualmente condenado por un Dios que no llega a comprender, que deberá expiar sus faltas e incluso simplemente su pecado de indiferencia, es porque no tiene el sentido del equilibrio inmanente ni el de la majestad de la Existencia y en particular del estado humano. Existir no es poca cosa; la prueba es que nadie podría sacar de la nada un solo grano de polvo; y tampoco la conciencia; no podríamos dar ni una parcela a un objeto inanimado. El hiato entre la nada y el menor objeto es absoluto y, en el fondo, ahí está la «absolutidad» de Dios (Recordemos que Dios como Sobre-Ser, o Sí mismo suprapersonal, es absoluto en un sentido intrínseco, mientras que el Ser o la Persona divina es extrínsecamente absoluto, es decir, que lo es en relación con su manifestación o con las criaturas, pero no en sí mismo, ni para el Intelecto que «penetra las profundidades de Dios»). Lo que hay de atroz en los que afirman que «Dios ha muerto» o incluso que ha sido «enterrado» (Hay católicos que no dudan en pensar otro tanto de los Padres griegos y los escolásticos, sin duda para compensar un cierto «complejo de inferioridad»), es que por ello se colocan forzosamente en el lugar de lo que niegan: lo quieran o no, llenan psicológicamente el vacío dejado por la noción de Dios, lo que provisionalmente — y paradójicamente — les confiere una falsa superioridad e incluso una especie de carácter pseudo-absoluto, o una especie de falso realismo de rasgos altivos y glaciales y, si es preciso, falsamente modestos. De repente, su existencia — y la del mundo — está terriblemente sola frente al vacío dejado por el «Dios inexistente» (En realidad, Dios tampoco es «existente», en el sentido de que no podría reducirse a la existencia de las cosas. Sería necesario decir, para especificar que esta reserva no indica nada privativo, que Dios es «no-existente»); es el mundo y ellos mismos — ellos, ¡los cerebros del mundo! — quienes en lo sucesivo soportan el peso del Ser universal en lugar de descansar en Él como lo exigen la naturaleza humana y, antes que nada, la verdad. Su pobre existencia individual — no la Existencia como tal en tanto participan en ella y que les parece por lo demás «absurda» en la medida en que tienen una idea de ella (Esta idea se reduce a la percepción del mundo y de las cosas; es pues completamente indirecta), su existencia, está condenada a una especie de divinidad, o más bien a un simulacro de divinidad, y de ahí esta apariencia de superioridad de la que hablábamos, esta seguridad marmórea que se combina de buena gana con una caridad hinchada de amargura y dirigida en el fondo contra Dios. El aislamiento engañoso de que se trata explica la mística de la «nada» y la «angustia» como también la receta asombrosa de la acción liberadora, esto es, del «compromiso»: privado de la «existenciación» divina o creyendo estarlo, el hombre debe sustituirla, so pena de hundirse en su propia nada, por un sucedáneo de «existencia», precisamente la acción «comprometida» (Se olvida que los sabios o los filósofos que han determinado la vida intelectual de los siglos o los milenios — no hablamos de los Profetas — no estaban «comprometidos» en absoluto, o más bien, que su «compromiso» estaba en su obra, lo que es plenamente suficiente; pensar lo contrario es querer reducir la inteligencia o la contemplación a la acción, lo que está dentro de la línea existencialista). Pero en el fondo todo esto no es más que una capitulación imaginativa y sentimental ante la máquina: puesto que la máquina sólo tiene valor por lo que produce, el hombre no existe más que por lo que hace, no por lo que es; ahora bien, el hombre definido por la acción ya no es un hombre, es un castor o una hormiga. En el mismo orden de ideas, es preciso señalar la necesidad de falsos absolutos en todos los planos, de ahí el tonto dramatismo de los artistas modernos; el hombre antiguo, que tenía el sentido de la relatividad de los valores y que ponía cada cosa en su lugar, aparece entonces como mediocre, «complaciente» e hipócrita. El fervor místico que está en la naturaleza humana es desviado de sus objetos normales y absurdamente dilapidado; se le coloca en una naturaleza muerta o en una pieza de teatro, o en las trivialidades que caracterizan el reino de la máquina y de la masa. Independientemente del ateísmo doctrinal y de las especialidades culturales, el hombre moderno se mueve en el mundo como si la Existencia no fuese nada o como si la hubiese inventado; para él es una cosa tan banal como el polvo bajo sus pies — tanto más que ya no tiene conciencia del Principio trascendente e inmanente a la vez —, y dispone de ella con seguridad y descuido en una vida desacralizada y, por tanto, insignificante. Todo se concibe a través de un tejido de contingencias, de relaciones, de prejuicios: ningún fenómeno se considera ya en sí mismo, en su ser, ni se capta en su raíz; lo contingente ha usurpado el rango de lo absoluto; el hombre ya casi no razona más que en función de su imaginación falseada por las ideologías de una parte y el ambiente artificial de otra. Por esto, las doctrinas escatológicas, con todo lo que tienen de excesivo para la sensibilidad de los que sólo tienen por evangelio su materialismo y su disipación y cuya vida no es sino una huida ante Dios, dan la medida de la situación cósmica del hombre; lo que las Revelaciones quieren de nosotros y lo que el Cielo nos impone o inflige, es lo que somos en realidad, lo pensemos o no; lo sabemos en el fondo de nosotros mismos, por poco que nos descarguemos de la monstruosa acumulación de imágenes falsas que se ha instalado en nuestra mente. Sería preciso volver a ser capaces de captar el valor de la Existencia y, en la multitud de los fenómenos, el sentido del hombre; sería necesario volver a encontrar las medidas de lo real. Nuestras reacciones hacia las escatologías tradicionales — o hacia la que nos concierne — dan la medida de nuestra comprensión del hombre. Hay en el hombre algo que puede concebir el Absoluto e incluso alcanzarlo y que, en consecuencia, es absoluto. Partiendo de este dato, se puede medir toda la aberración de los que encuentran completamente natural tener el derecho o la oportunidad de ser hombre, pero que quieren serlo al margen de la naturaleza integral del hombre y las actitudes que implica. Por supuesto, la posibilidad paradójica de negarla forma igualmente parte de esta naturaleza — pues ser hombre, es ser libre en el sentido de lo «relativamente absoluto» —, de la misma manera que es una posibilidad humana el aceptar el error o arrojarse a un abismo. Hemos dicho antes que los «descreídos» ya no tienen el sentido de la nada ni de la existencia, que ya no conocen el precio de ésta y que nunca la miran en relación con la nada de la que se separa milagrosamente. Los milagros propiamente dichos no son en suma más que variantes particulares de este milagro inicial — y presente por todas partes — que es el hecho de existir; lo milagroso y lo divino están en todo; la mentalidad humana es la que está ausente. En el fondo, no hay más que tres milagros: la existencia, la vida, la inteligencia; con esta última la curva que brota de Dios se cierra sobre sí misma, al igual que un anillo que en realidad nunca ha salido del Infinito. Cuando se confronta el mundo moderno con las civilizaciones tradicionales, no se trata simplemente de buscar por cada lado los bienes y los males; como hay bien y mal por todas partes, se trata esencialmente de saber de qué lado se encuentra el mal menor. Si alguien nos dice que hay, fuera de la tradición, tal o cual bien, responderemos: sin duda, pero hay que escoger el bien más importante y es forzosamente la tradición quien lo representa; y si se nos dice que hay en la tradición tal o cual mal, responderemos: sin duda, pero hay que escoger el mal menor y es también la tradición quien lo tiene. Es ilógico preferir un mal que implica algunos bienes a un bien que implica algunos males. Ciertamente, limitarse a admirar los mundos tradicionales es detenerse todavía en un punto de vista fragmentario, pues cualquier civilización es una «espada de doble filo»; no es un bien total sino por sus elementos invisibles que la determinan positivamente. Por varios motivos, cualquier sociedad humana es mala; si se le quita todo carácter trascendente — lo que equivale a deshumanizarla, ya que este carácter es esencial al hombre mientras dependa de un consentimiento libre — se priva al mismo tiempo a la sociedad de toda su razón de ser, y no queda más que un montón de hormigas, en absoluto superior a otro montón de hormigas, puesto que las necesidades vitales y, en consecuencia, el derecho a la vida siguen siendo los mismos en todas partes, se trate de hombres o insectos. Es un error de lo más pernicioso creer que la colectividad humana, por una parte, y el bienestar de esta colectividad, por otra, representan un valor absoluto y, por tanto, un fin en sí mismos. Las civilizaciones tradicionales, como hechos sociales y aparte de su valor intrínseco — no hay en ello una rigurosa delimitación —, son, a pesar de sus inevitables imperfecciones, diques levantados contra la marea creciente de la mundanidad, del error, la subversión y la caída renovada sin cesar; esta caída es cada vez más agobiante, pero será vencida a su vez por la irrupción final del fuego divino, ese fuego del que las tradiciones eran ya las cristalizaciones terrestres. Rechazar los marcos tradicionales a causa de los abusos humanos equivale a admitir que los fundadores de las religiones no sabían lo que hacían y también que los abusos no están en la naturaleza humana, que son, pues, evitables incluso en sociedades que cuentan con millones de hombres, y que se pueden evitar gracias a medios puramente humanos, lo que constituye la contradicción más flagrante que se pueda imaginar. En cierto sentido, el pecado de Adán fue un pecado de curiosidad. A priori, Adán veía las contingencias con el criterio de su vinculación a Dios y no en sí mismas. Lo que se considera con este criterio está más allá del mal; por ello desear ver la contingencia en sí misma es desear ver el mal y también el bien como contraste del mal. Por el hecho de este pecado de curiosidad — Adán quería ver el «reverso» de la contingencia —, el propio Adán y el mundo entero cayeron en la contingencia como tal; la ligadura con la Fuente divina estaba rota, se hacía invisible; el mundo era de repente exterior a Adán, las cosas se habían hecho opacas y pesadas, eran como fragmentos ininteligibles y hostiles. Y este drama se repite siempre de nuevo, tanto en la historia colectiva como en la vida de los individuos. El saber desprovisto de sentido — aquél al que no tenemos derecho ni por su naturaleza, ni por nuestra capacidad, ni en consecuencia por nuestra vocación —, ese saber no enriquece, empobrece. Adán se había hecho pobre después de haber tomado conocimiento de la contingencia como tal, de la contingencia como límite (Un hadit dice: «Me refugio junto a Dios ante una ciencia que no me sirve de nada», y otro: «Uno de los títulos de nobleza del muslim es no ocuparse de lo que no le concierne.» Hay que permanecer en la inocencia primordial, no querer conocer el Universo en detalle. Esta sed de saber — Buda lo ha dicho — retiene al hombre en el samsara). Es necesario desconfiar de la fascinación que los abismos pueden ejercer sobre nosotros; está en la naturaleza de los caminos sin salida cósmicos el seducir y el vampirizar; la corriente de las formas no quiere dejarnos escapar. Las formas pueden ser trampas lo mismo que pueden ser símbolos y claves: la belleza puede encadenar a las formas al igual que puede ser una puerta hacia lo informal. O desde un punto de vista un poco diferente: el pecado de Adán es, a fin de cuentas, haber querido sobreponer algo a la Existencia, que era beatitud; Adán perdió por ello esta beatitud y se precipitó en el torbellino inquieto y decepcionante de las cosas sobreañadidas («Estáis dominados por el deseo de poseer siempre más…» (Corán, 102, 1)). En lugar de descansar en la pureza inmutable de la Existencia, el hombre caldo es arrastrado en la zarabanda de las cosas existentes que, al ser accidentes, son engañosas y perecederas. En el cosmos cristiano, la Santa Virgen es la encarnación de esta pureza nívea; es inviolable y misericordiosa como la Existencia o la Substancia; Dios, al encarnarse, ha traído consigo la Existencia, que es como su trono; se ha hecho preceder por ella y ha venido al mundo con ella. Dios no puede entrar en el mundo más que a través de la Existencia virgen. El problema de la caída evoca el de esta teofanía universal que es el mundo. La caída no es más que un eslabón particular de este proceso; por lo demás, en todas partes no se presenta como una «falta», sino que en ciertos mitos toma la forma de un acontecimiento extraño a la responsabilidad humana o angélica. Si hay un cosmos, una manifestación universal, debe haber también una caída o caídas, pues quien dice «manifestación» dice «otro que Dios» y «alejamiento». Sobre la tierra el sol divino está velado; de ello resulta que las medidas de las cosas son relativas, que el hombre puede darse para lo que no es y que las cosas pueden aparecer como lo que no son; pero una vez desgarrado el velo, en el momento de este nacimiento que es la muerte, el Sol divino aparece; las medidas se hacen absolutas; los seres y las cosas se hacen lo que son y siguen las vías de su verdadera naturaleza. Esto no quiere decir que las medidas divinas no alcancen nuestro mundo, pero están como «filtradas» por su caparazón existencial, y de absolutas que eran se convierten en relativas, y de ahí el carácter flotante e indeterminado de las cosas terrestres. El astro solar no es otro que el Ser visto a través de este caparazón; en nuestro microcosmos el sol está representado por el corazón (Y la luna es el cerebro, que se identifica macrocósmicamente — si el sol es el Ser — con el reflejo central del Principio en la manifestación, reflejo susceptible de «aumento» y «disminución» en función de su contingencia y por consiguiente de las contingencias cíclicas. Estas correspondencias son de tal complejidad — al poder tomar un mismo elemento significados diversos — que no podemos señalarlas más que de pasada. Limitémonos a subrayar que el sol representa también, y forzosamente, al Espíritu divino manifestado y que por esta razón debe «disminuir» al ponerse y «aumentar» al salir. Da luz y calor porque es el Principio y se pone porque no es más que la manifestación. La luna en este caso es el reflejo periférico de esta manifestación. Cristo es el sol y la Iglesia es la luna. «Es ventajoso para vosotros que me vaya», pero «el Hijo del hombre regresará…»). Porque vivimos en todos los aspectos en semejante concha es por lo que tenemos necesidad — para saber quiénes somos y dónde vamos — de este desgarró cósmico que es la Revelación; y se podría subrayar a este respecto que el Absoluto nunca consiente en hacerse relativo de una manera total y sin interrupción. En la caída y sus secuelas a través de la duración vemos el elemento «absolutidad» finalmente devorado por el elemento «contingencia»; está en la naturaleza del sol el ser devorado por la noche como está en la naturaleza de la luz «brillar en las tinieblas» y «no ser comprendida». Numerosos mitos expresan esta fatalidad cósmica, inscrita en la naturaleza misma de lo que podemos llamar el «reino del demiurgo». El prototipo de la caída no es otro que el proceso de la misma manifestación universal. Quien dice manifestación, proyección, «alienación», salida, dice también regresión, reintegración, regreso, apocastasis; el error de los materialistas — sean cuales sean las sutilidades por medio de las cuales entienden disolver la noción convencional y ya «caduca» de materia — es partir de la materia como de un dato primordial y estable, cuando no es más que un movimiento, una especie de contracción transitoria de una substancia en sí inaccesible a nuestros sentidos. Nuestra materia empírica, con todo lo que implica, deriva de una protomateria suprasensible y eminentemente plástica; en ella es donde se ha reflejado y «encarnado» el ser terrestre primordial, lo que en el hinduísmo enuncia el mito del sacrificio de Purusha. Bajo el efecto de la cualidad segmentada de esta protomateria, la imagen divina se ha quebrado y diversificado; pero las criaturas todavía eran, no individuos que se desgarraban entre ellos, sino estados contemplativos derivados de modelos angélicos y, a través de ellos, de nombres divinos, y en este sentido se ha podido decir que en el Paraíso los corderos vivían junto a los leones. No se trata en este caso más que de prototipos «hermafroditas» — de forma esférica suprasensorial — de posibilidades divinas, salidas de las cualidades de «clemencia» y «rigor», de «belleza» y «fuerza», de «sabiduría» y «alegría». Es en esta hylé (La Substancia o Materia prima) protomaterial donde tuvo lugar la creación de las especies y la del hombre, creación parecida a la «cristalización súbita de una solución química sobresaturada» (Expresión que René Guenon empleó al hablar de la realización de la «Identidad suprema». Es plausible que la deificación se parezca — en dirección inversa — a su antípoda, la creación); después de la «creación de Eva» — la bipolarización del «andrógino» primordial — tuvo lugar la «caída», la «exteriorización» de la pareja humana, la cual arrastró a continuación — ya que en la protomateria sutil y luminosa todo estaba unido y era solidario — la exteriorización o «materialización» de todas las demás criaturas terrestres y, por consiguiente, su «cristalización» en materia sensible, pesada, opaca y mortal. No recordamos en qué texto tradicional hemos leído que el cuerpo humano e incluso el cuerpo que vive a secas, es como la mitad de una esfera; todas nuestras facultades y movimientos miran y tienden hacia un centro perdido — que sentimos como «delante» de nosotros —, pero vuelto a encontrar simbólica e indirectamente, en la unión sexual. Pero el resultado no es más que una dolorosa renovación del drama: una nueva entrada del espíritu en la materia. El sexo opuesto no es sino un símbolo: el verdadero centro está oculto en nosotros mismos, en el corazón-intelecto. La criatura reconoce algo del centro perdido en su pareja; el amor que resulta de ello es como una sombra lejana del amor a Dios y de la beatitud intrínseca de Dios; es también una sombra del conocimiento que quema las formas, que une y libera. Todo el proceso cosmogónico se vuelve a encontrar de una manera estática en el hombre: estamos hechos de materia, es decir, de densidad sensible y «solidificación», pero en el centro de nuestro ser se encuentra la realidad suprasensible y trascendente, que es a la vez infinitamente fulgurante e infinitamente apacible. Creer que la materia es el «alfa» por lo que todo ha comenzado, equivale a afirmar que nuestro cuerpo es el principio de nuestra alma y, por consiguiente, que el origen de nuestro ego, de nuestra inteligencia, de nuestros pensamientos está en nuestros huesos, en nuestros músculos y órganos; en realidad, si Dios es el «omega» es necesariamente también el «alfa», so pena de caer en el absurdo. El cosmos es «un mensaje de Dios a Sí mismo por medio de Sí mismo», como dirían los sufíes, y Dios es «el Primero y el Último» y no solamente el Último. Hay una especie de «emanación», pero es estrictamente discontinua a causa de la trascendencia del Principio y la inconmensurabilidad esencial de los grados de realidad; el emanacionismo, por el contrario, postula una continuidad que afectaría al Principio en función de la manifestación. Se ha dicho que el universo visible es una explosión y en consecuencia una dispersión a partir de un centro misterioso; lo cierto es que el Universo total, que en su mayor parte nos es invisible por principio y no sólo de facto, describe semejante movimiento — simbólicamente hablando — para desembocar en el punto muerto de su expansión; este punto está determinado primero por la relatividad en general y después por la posibilidad inicial del ciclo de que se trata. El mismo ser vivo se asemeja a una explosión cristalizada, si uno puede expresarse de este modo; es como si se hubiese cristalizado de pavor ante Dios. Habiéndose cerrado é1 mismo el acceso al cielo y habiendo repetido en varias ocasiones — y en marcos más restringidos — la caída inicial, el hombre ha acabado por perder la intuición de todo lo que le sobrepasa y al mismo tiempo se ha hecho inferior a su propia naturaleza, pues no se puede ser plenamente hombre más que por Dios, y la tierra no es bella más que por su lazo con el Cielo. Incluso si el hombre es todavía creyente, olvida cada vez más lo que quiere la religión en el fondo: se asombra de las calamidades de este mundo, sin dudar de que puedan ser gracias, ya que desgarran — como la muerte — el velo de la ilusión terrestre y permiten así «morir antes de morir» y por tanto vencer la muerte. Muchas gentes se imaginan que el purgatorio o el infierno es para los que han matado, robado, mentido, fornicado y así sucesivamente, y que basta con haberse abstenido de estas acciones para merecer el Cielo; en realidad, el alma va al fuego por no haber amado a Dios o por no haberlo amado suficientemente; esto se comprenderá si uno se acuerda de la Ley suprema de la Biblia: amar a Dios con todas nuestras facultades y con todo nuestro ser. La ausencia de este amor (No se trata exclusivamente de una bhakti, de una vía afectiva y sacrificial, sino simplemente del hecho de preferir Dios al mundo, sea cual sea el modo de esta preferencia; el «amor» de las Escrituras engloba en consecuencia también las vías sapienciales) no es forzosamente el asesinato o la mentira o cualquier otra transgresión, pero es forzosamente la indiferencia (Fenelón ha visto con razón en la indiferencia la más grave de las enfermedades del alma); y esta tara es la más generalmente extendida, siendo la señal misma de la caída. Es posible que los indiferentes (Los gajililn del Corán) no sean criminales, pero es imposible que sean santos; son ellos lo que entran por la «puerta ancha» y caminan sobre la «vía espaciosa», y es de ellos de quienes dice el Apocalipsis: «Por esto, porque eres tibio y no tienes ni frío ni calor, te vomito de mi boca» (III, 16). La indiferencia hacia la verdad y hacia Dios es vecina del orgullo y va acompañada de la hipocresía; su aparente dulzura está llena de suficiencia y arrogancia; en este estado del alma el individuo está contento de sí mismo, incluso si se acusa de defectos menores y se muestra modesto, lo que no le compromete a nada y, por el contrario, refuerza su ilusión de ser virtuoso. Es el criterio de indiferencia el que permite sorprender al «hombre común» como en flagrante delito, agarrar por el cuello, como si dijéramos, el vicio más solapado y más insidioso y probar a cada uno su pobreza y desamparo; esta indiferencia es en suma «el pecado original», o lo que lo manifiesta más generalmente. La indiferencia está en las antípodas de la impasibilidad espiritual o del desprecio de las vanidades y también de la humildad. La verdadera humildad es saber que no podemos añadir nada a Dios y que, aunque poseyéramos todas las perfecciones posibles y hubiésemos cumplido las obras más extraordinarias, nuestra desaparición nada quitaría a lo Eterno. La mayoría de los mismos creyentes son demasiado indiferentes para sentir concretamente que Dios no sólo está «por encima» de nosotros, «en el Cielo», sino «delante» de nosotros, en el fin del mundo o incluso simplemente en el fin de nuestra vida; que somos arrastrados a través de la vida por una fuerza ineluctable y que al final del recorrido, Dios nos espera; que un día el mundo será sumergido y engullido por una inimaginable irrupción de lo milagroso puro — inimaginable por superar todas las experiencias y medidas humanas-. El empirismo humano no podría, pues, ser testigo de ello, como tampoco una efímera (Efímera: se dice de la planta que cumple el ciclo de su vida en un período muy corto (N del T)) puede estatuir sobre la alternación de las estaciones. Para una criatura que hubiera nacido en la medianoche y cuya vida no durara más que un día, la salida del sol no podría entrar de cualquier manera en la serie de las sensaciones habituales; la aparición del disco solar, que ningún fenómeno análogo deja prever durante la larga noche, aparecería como un prodigio inaudito y apocalíptico. Así es como Dios vendrá. No habrá más que esta sola llegada, esta sola presencia, y el mundo de las experiencias estallará. En el hombre marcado por la caída, la acción no sólo predomina sobre la contemplación, sino que incluso la suprime; normalmente la alternativa no debería plantearse, al no ser la contemplación, en su naturaleza propia, ni solidaria ni opuesta a la acción; pero el hombre caído no es precisamente el hombre «normal» en sentido absoluto. Podríamos también decir que en un aspecto hay armonía entre la contemplación y la acción y en otro oposición, pero extrínseca y completamente accidental. Hay armonía en el sentido de que nada puede oponerse por principio a la contemplación — es la tesis inicial del Bhagavad Gita — y hay oposición en tanto los planos difieren: del mismo modo que es imposible contemplar a la vez un objeto muy cercano y el paisaje lejano que está detrás, al igual es imposible — desde este solo punto de vista — contemplar y actuar a la vez (Esto es lo que expresa la tragedia de Hamlet: había hechos y acciones, y exigencias de acción, pero el héroe de Shakespeare veía a través de todo esto, no veía más que los principios o las ideas; se hundía en las cosas como en un pantano; su misma vanidad, o su irrealidad, le impedía actuar, disolvía su acción; tenía frente a él no un mal determinado, sino el mal como tal, y se estrelló contra la inconsistencia, el absurdo, la incomprensión del mundo. La contemplación o aleja de la acción haciendo desaparecer los objetos de ésta, o vuelve la acción perfecta haciendo aparecer a Dios en el agente; la contemplatividad de Hamlet había desenmascarado al mundo, pero todavía no se había fijado en Dios; estaba como suspendida entre dos planos de realidad. En cierto sentido el drama de Hamlet es el de la nox profunda; quizás es también, en un sentido más exterior, el drama del contemplativo que está obligado a la acción, pero que no tiene vocación para ésta; es ciertamente un drama de la profundidad frente a la ininteligibilidad de la comedia humana). El hombre caído es el hombre arrastrado por la acción y encerrado en ella, y por esto también es el hombre del pecado; la alternativa moral viene menos de la acción que del exclusivismo de ésta, es decir, del individualismo y su ilusoria «extraterritorialidad» frente a Dios; la acción se hace en cierta manera autónoma y totalitaria, cuando debería insertarse en un contexto divino, en un estado de inocencia que no podría separar el acto de la contemplación. El hombre de la caída está a la vez comprimido y descuartizado por dos pseudo-absolutos: el «yo» que pesa y la «cosa» que disipa, el sujeto y el objeto, el ego y el mundo. Desde el despertar por la mañana el hombre se da cuenta que él es y en seguida piensa en tal o cual cosa; entre el ego y el objeto hay un vínculo, que lo más normalmente es la acción y de ahí el ternario que se contiene en esta frase: «Yo hago esto», o lo que equivale a lo mismo: «Yo quiero esto». El ego, el acto y la cosa son prácticamente tres ídolos, tres pantallas que ocultan el Absoluto; el sabio es el que coloca el Absoluto en lugar de estos tres términos: en él es Dios quien es la Personalidad trascendente y real, el Principio del «yo» (El «Cristo en mí», como decía San Pablo); el acto es la Afirmación de Dios, en el sentido más amplio, y el objeto es Dios todavía (Esto se corresponde con el ternario sufí: «el invocante», la invocación, lo Invocado» (Dakir, dikr, Madkur)); es lo que realiza, de la manera más directa posible, la oración — o la concentración — quintaesencial, que engloba virtual o efectivamente toda la vida y el mundo por entero; en un sentido más exterior y general cualquier hombre debe ver los tres elementos «sujeto», «acto» y «objeto» en Dios en la medida en que es capaz de ello por sus dones y por la gracia. El hombre de la caída es un ser fragmentario y por ello hay para él un peligro de desviación; pues quien dice fragmentario dice desequilibrado, propiamente hablando. En términos hindúes, se dirá que el hombre primordial, Hamsa, estaba todavía sin casta; el brahman, sin embargo, no corresponde exactamente al hamsa, no es más que el fragmento superior, pues si no poseería por definición la cualificación plenaria del rey-guerrero, del kshatriya, lo que no es el caso; pero cada Avatara es forzosamente hamsa, al igual que cada «liberado en vida», cada jivan-mukta. Que se nos permita aquí abrir un paréntesis. Con frecuencia hemos hablado de la trascendencia «naturalmente sobrenatural» del Intelecto; pero conviene no perder de vista que esta trascendencia no puede actuar sin obstáculos sino a condición de estar enmarcada por dos elementos suplementarios, uno humano y otro divino, la virtud y la gracia. Por «virtud» no entendemos las cualidades naturales que forzosamente acompañan a un elevado grado de intelectualidad y contemplatividad, sino el esfuerzo consciente y permanente hacia la perfección, que es esencialmente anulación, generosidad y amor de la verdad; por «gracia» entendemos la ayuda divina que el hombre debe implorar y sin la cual no puede hacer nada, sean cuales sean sus dones; pues un don no sirve de nada si no está bendecido por Dios (En ciertas disciplinas es el guru quien hace función de Dios, lo que equivale prácticamente a lo mismo en consideración a los datos — y a los imponderables — del clima espiritual de que se trata). El intelecto es infalible en sí, pero el receptáculo humano sin embargo está sometido a contingencias que, sin poder modificar la naturaleza intrínseca de la inteligencia, pueden no obstante oponerse a su plena actualización y a la pureza de su resplandor. Dicho esto, volvamos al problema de la acción. El proceso y el mismo resultado de la caída se repiten a escala reducida en cada acto exterior o interior que es contrario a la armonía universal, o a un reflejo de esta armonía como una Ley sagrada. El hombre que ha pecado primero se ha dejado seducir y ya no es el mismo que anteriormente; está como marcado por el pecado y lo está forzosamente, puesto que cada acto produce sus frutos; cada pecado es una caída y por esa misma causa la «caída». Al hablar de «pecado» entendemos distinguir un «pecado relativo» o extrínseco, un «pecado absoluto» (Es obvio que este adjetivo, que aquí es sinónimo de «mortal», no tiene más que una función completamente provisional e indicativa cuando interviene en el mismo marco de la contingencia) o intrínseco y un pecado de intención: es relativo el pecado que no se opone más que a una moral específica — la poligamia para los cristianos o el vino para los musulmanes —, pero que, por el mismo hecho de esta oposición, para los interesados prácticamente equivale al «pecado absoluto», como lo prueban las sanciones de ultratumba enunciadas por las respectivas Revelaciones; sin embargo, algunos «pecados relativos» pueden hacerse legítimos — en el mismo marco de la Ley que lo reprueba — gracias a circunstancias particulares; es el caso del homicidio en la guerra, por ejemplo. Es «absoluto» o intrínseco el pecado que es contrario a todas las morales y excluido en todas las circunstancias, como la blasfemia o el desprecio de la verdad; en cuanto al pecado de intención es exteriormente conforme a una moral, o a todas las morales, pero interiormente opuesto a la Naturaleza divina, como la hipocresía. Llamamos «pecado» a un acto que primeramente se opone a la Naturaleza divina en una u otra de sus formas o modos — pensamos aquí en las cualidades divinas y en las virtudes intrínsecas que las reflejan —, y en segundo lugar, el acto que engendra en principio sufrimientos póstumos; decimos «en principio», pues de hecho la penitencia y los actos positivos de una parte y la Misericordia divina de otra borran los pecados, o pueden borrarlos. Llamamos «moral» a una Legislación sagrada en tanto ordena ciertos actos y prohibe otros, con independencia de la profundidad y la sutilidad que las definiciones puedan tener según las doctrinas; esta reserva significa que la India y el Extremo Oriente tienen de la «transgresión» y la «Ley» concepciones más matizadas que el Occidente semita y europeo, en el sentido de que en Oriente se tiene ampliamente en cuenta la virtud compensatoria del conocimiento, «agua lustral sin parecido a nada», como dicen los hindúes, y que la intención desempeña un papel más importante que la mayoría de los occidentales imaginan, de tal modo que puede ocurrir, por ejemplo, que un guru ordene, provisionalmente, y con vistas a una determinada operación de alquimia espiritual (El Islam no ignora este punto de vista como lo atestigua la historia coránica del sabio misterioso que escandaliza a su discípulo con actos de intención secreta pero exteriormente ilegales), actos que, sin perjudicar a nadie, son contrarios a la Ley (O más precisamente a las «prescripciones» tal y como existen en el hinduismo, y en occidente en el judaísmo sobre todo; no podrían tratarse de infracciones graves contra el orden público); pero una Legislación implica una moral y el hombre como tal está hecho de forma que distinga con razón o sin ella entre un «bien» y un «mal», es decir, que su perspectiva es forzosamente fragmentaria y analítica. Por lo demás, cuando decimos que unos actos son opuestos a la «Naturaleza divina», lo hacemos con la reserva de que metafísicamente nada puede oponerse a esta naturaleza, lo que el Islam expresa al afirmar que nada podría salir de la Voluntad divina, ni siquiera el pecado (El cristianismo lo admite igualmente, por la fuerza de las cosas, pero poniendo menos insistencia); estas ideas se acercan a las perspectivas no semitas que siempre insisten con fuerza en la relatividad de los fenómenos y la variabilidad de las definiciones según los aspectos. Esta concepción esencial y casi informal del pecado es la que explica la ausencia, en una tradición que ha permanecido «arcaica» como el Shinto, y por tanto «inarticulada» en gran medida, de una doctrina elaborada del pecado; las reglas de pureza son los soportes de una virtud primordial sintética, superior a las acciones y obligada a conferirles una cualidad espiritual. Mientras que las morales semitas parten de la acción — por lo menos al margen del esoterismo — y parecen captar o incluso definir la virtud a partir de la acción, la moral sintoísta y las morales análogas (Uno se podría preguntar si se trata todavía de «moral» en sentido propio, pero esto es una cuestión de terminología que poco nos importa desde el momento en que hemos precisado los modos) parten de la virtud interior y global y no ven en los actos cristalizaciones incondicionales; no es sino a posteriori y en razón de la influencia «exteriorizan-te» del tiempo que la necesidad de una moral más analítica ha podido hacerse sentir. El pecado, decíamos, describe la caída. Pero no sólo éste la describe en el orden de las actitudes y actividades humanas; hay también factores mucho más sutiles, al mismo tiempo que menos graves, que intervienen en la vida bien regulada, y que conectan con lo que los árabes denominan la baraka; estos factores toman quizá importancia en la medida en que el objetivo espiritual es más elevado. Se trata, en los planos más diversos, de la elección de cosas o situaciones, de la intuición de la cualidad espiritual de las formas, de los gestos, de los actos moralmente indiferentes; éste es un ámbito que se encuentra en relación con el simbolismo, con la estética, con el sentido de las materias, de las proporciones, de los movimientos, en resumen, con todo lo que en un arte sagrado, una liturgia, un protocolo, tiene significado e importancia. Desde cierto punto de vista esto parece desdeñable, pero ya no lo es cuando se piensa en «el manejo de las influencias espirituales» — si se permite esta expresión — y uno se da cuenta de que hay formas que atraen las presencias angélicas, mientras que hay otras que las rechazan; en el mismo orden de ideas diremos que hay, junto a las obligaciones, una especie de cortesía respecto al Cielo. Las cosas tienen sus aspectos cósmicos y sus perfumes y es preciso que cada cosa guarde como un recuerdo del Paraíso; hay que vivir según las formas y los ritmos de la inocencia primordial y no según los de la caída. Actuar de acuerdo con la baraka es actuar conforme a una especie de estética divina: es una aplicación exterior del «discernimiento de los espíritus» o de la «ciencia de los humores» (ilm e1-jawatir, en árabe) y también de una geometría y de una música sagradas y universales a la vez. Todo tiene un sentido y todo indica algo; sentirlo y conformarse a ello evita muchos errores que el mero razonamiento no podría prevenir. Sin esta ciencia de la baraka, el arte sagrado, que enmarca y penetra toda la existencia humana en las civilizaciones tradicionales y que llega a constituir todo lo que se entiende en nuestros días por «cultura» — por lo menos al hablar de tradiciones —, sin esta ciencia de las «bendiciones», decimos, el arte sagrado y todas las formas de la cortesía quedarían ininteligibles y no tendrían ningún sentido ni valor. Lo que importa para el hombre virtualmente liberado de la caída es permanecer en la santa infancia. De alguna manera, Adán y Eva eran «niños» antes de la caída y no se han hecho «adultos» más que por y después de ella; la edad adulta refleja sin duda el reino de la caída; la vejez, en la que las pasiones se han silenciado, se acerca de nuevo a la infancia y al Paraíso, al menos en condiciones espirituales normales. Hay que combinar la inocencia y la confianza de los niños con el desapego y la resignación de los ancianos; las dos edades se vuelven a encontrar en la contemplación y después en la proximidad de Dios: la infancia está «todavía» cercana a Él y la vejez lo está «ya». El niño puede encontrar su felicidad en una flor igual que el anciano; los extremos se tocan y el círculo espiroidal se vuelve a cerrar en la Misericordia.