====== CRISTIANISMO E ISLAM ====== Hemos visto que, entre las religiones que testimonian más o menos directamente la Verdad primordial, el Cristianismo y el Islam representan la herencia espiritual de esta Verdad según diferentes puntos de vista; ahora bien, esto suscita ante todo la cuestión de saber lo que es un punto de vista en sí mismo. Nada más sencillo que darse cuenta de ello sobre el plano mismo de la visión física, en que el punto de vista determina precisamente una perspectiva, que es siempre perfectamente coordinada y necesaria, y en que las cosas cambian de aspecto según el emplazamiento de quien las percibe, aunque los elementos de la visión permanezcan siendo los mismos; a saber: el ojo, la luz, los colores, formas, proporciones y situaciones en el espacio. Es el punto de partida de la visión el que puede cambiar y no la visión misma; si todo el mundo admite que esto ocurre así en el mundo físico, que no representa más que un reflejo de las realidades espirituales, ¿cómo negar que las mismas relaciones se dan, o más bien preexisten, entre éstas? El ojo es entonces el corazón, órgano de la Revelación; el sol es el Principio divino, dispensador de luz; la luz es el Intelecto; los objetos son las Realidades o Esencias divinas. Pero mientras que nada impide en general al ser viviente modificar su punto de vista físico, algo completamente distinto acontece con el punto de vista espiritual, que sobrepasa siempre al individuo, y respecto al cual la voluntad de éste no puede hacer otra cosa que permanecer determinada y pasiva. Para comprender un punto de vista espiritual o, lo que viene a ser lo mismo, un punto de vista religioso, no basta querer establecer, con la mejor intención, correspondencias entre elementos religiosos exteriormente comparables; esto correría el riesgo de no ser más que una síntesis completamente superficial y poco útil, pese a que tales comparaciones pudiesen también tener su legitimidad, pero sólo a condición de no tomarlas como punto de partida y de considerar ante todo la constitución interna de las religiones. Para adoptar un punto de vista religioso, es preciso entrever la unidad mediante la cual todos sus elementos constitutivos están necesariamente coordinados: esta unidad es la del punto de vista espiritual mismo, que es el germen de la Revelación. Huelga decir que la causa primera de la Revelación no es de ninguna manera asimilable a un punto de vista, de la misma manera que la luz no tiene que ver nada con la situación espacial del ojo; pero lo que constituye toda Revelación es precisamente el encuentro de una Luz única y de un orden limitado y contingente, lo que representa como un plano de refracción espiritual, fuera del cual no podría haber Revelación. Antes de considerar las diferentes relaciones entre el Cristianismo y el Islam, será oportuno hacer notar que el espíritu occidental es casi enteramente de esencia cristiana en todo cuanto tiene de positivo. No está en manos de los hombres poderse deshacer, por sus propios medios, o sea, mediante artificios ideológicos, de una herencia tan profunda; sus inteligencias se ejercen según hábitos seculares, inclusive cuando inventan errores. No se puede hacer abstracción de esta formación intelectual y mental, por pequeña que ella sea; si es así, y si algo del punto de vista tradicional subsiste inconscientemente inclusive en quienes creen estar liberados de toda atadura, o en quienes, por simple afán de imparcialidad, quieren situarse fuera del punto de vista cristiano, ¿cómo se puede esperar que los elementos de otra religión sean interpretados en su verdadero sentido? ¿No resulta chocante que las opiniones corrientes sobre el Islam, por ejemplo, sean casi idénticas en la mayoría de los occidentales, ya sean cristianos, ya presuman de no serlo? Los mismos errores filosóficos no serían concebibles si no representasen la negación de ciertas verdades, y si estas negaciones no fuesen reacciones directas o indirectas contra ciertas limitaciones formales de la religión; por esto se ve que ningún error, cualquiera que sea su naturaleza, puede pretender una perfecta independencia de cara a la concepción tradicional que rechaza o desfigura. Una religión es un conjunto comparable a un organismo vivo, que se desarrolla según leyes necesarias y precisas; se le podría, pues, considerar un organismo espiritual, o social por su aspecto más exterior, pero, en todo caso, un organismo, y no una construcción de convenciones arbitrarias. No se pueden, pues, considerar legítimamente los elementos constitutivos de una religión fuera de su unidad interna, como si se tratase de hechos cualquiera; tal es, sin embargo, el error que se comete constantemente, inclusive por aquellos que juzgan sin prejuicios, pero que buscan, sin embargo, establecer correspondencias externas, sin tener en cuenta que un elemento tradicional está determinado por el germen y el punto de partida de la religión integral, ni que un mismo elemento, un personaje o un libro, por ejemplo, puede tener una significación más o menos diferente de una religión a otra. Ilustraremos estas observaciones considerando paralelamente ciertos elementos fundamentales de las tradiciones cristiana y musulmana; la incomprensión habitual y recíproca de los representantes ordinarios de cada una de estas dos religiones aparece hasta en detalles casi insignificantes, como, por ejemplo, el término mismo de «mahometano» aplicado a los musulmanes, término que no es sino una transposición impropia de la palabra «cristiano». Esta última denominación conviene perfectamente a los fieles de la religión que reposa sobre Cristo y la perpetúa a través de la Eucaristía y el Cuerpo místico; pero no ocurre lo mismo con el Islam, que no reposa inmediatamente sobre el Profeta, sino sobre el Corán, afirmación de la Unidad divina, y que no consiste en una perpetuación de Mahoma, sino en una conformidad ritual y espiritual del hombre y de la sociedad a la Ley coránica, luego a la Unidad. Por otra parte, el término árabe mushrikun, «asociadores» (NA: de pseudo-divinidades a Dios), que se refiere a los cristianos, no tiene en cuenta el hecho de que el Cristianismo no reposa inmediatamente sobre la idea de la Unidad, pues, y no hay necesidad de insistir, su fundamento es esencialmente el misterio de Cristo; sin embargo, el término mushrikun, en tanto que es sagrado, en su significación coránica, es evidentemente el soporte de una verdad que sobrepasa el hecho histórico de la religión cristiana. Los hechos representan, por otra parte, en el Islam un papel mucho menos importante que en el Cristianismo, cuya base religiosa es esencialmente un hecho, no una idea, como es el caso del Islam. Es aquí donde aparece, en suma, la diferencia fundamental entre las dos formas tradicionales que estamos considerando; para el cristiano, todo reside en la Encarnación y en la Redención; Cristo lo absorbe todo, inclusive la idea del Principio divino que aparece bajo un aspecto trinitario, y la humanidad que se convierte en su Cuerpo místico o Iglesia militante, sufriente y triunfante. Para el musulmán todo reside en Allah, el Principio divino considerado en su aspecto de Unidad (NA: En el credo islámico, que es el Fikh el-akbar de Abu Hanifa, se dice expresamente que Allah no es uno en el sentido del número, sino en el sentido de que es sin asociado) y de Trascendencia, y en la conformidad, en el abandono a Él: el-Islam. En el centro de la doctrina cristiana está el Hombre-Dios: el hombre universalizado es el Hijo, la segunda persona de la Trinidad; Dios individualizado es Cristo Jesús. El Islam no concede esta preponderancia al intermediario; no es éste quien lo absorbe todo, es la sola concepción monoteísta de la Divinidad la que está en el centro de la doctrina islámica y la orienta por completo. La importancia dada por el Islam a la idea de Unidad puede presentarse, desde el punto de vista cristiano, como superflua y estéril, o como una especie de pleonasmo en relación a la tradición judeo-cristiana; se olvida entonces que la espontaneidad y la vitalidad de la religión islámica no podría ser el producto de un préstamo exterior, y que la originalidad intelectual de los musulmanes no puede provenir más que de una Revelación. Si la idea de la Unidad constituye en el Islam el soporte de toda espiritualidad y, en una cierta medida, de toda aplicación social, en el Cristianismo no es así: el punto central de éste, como hemos dicho anteriormente, es la doctrina de la Encarnación y de la Redención, concebida de modo universal en la Trinidad y no teniendo otra aplicación humana que los sacramentos y la participación en el Cuerpo místico de Cristo. El Cristianismo, por lo que los datos históricos conocidos nos permiten juzgar, no ha tenido jamás aplicación social en el sentido completo de la palabra; nunca se ha integrado enteramente en la sociedad humana; bajo la forma de Iglesia, se ha plantado sobre los hombres, sin anexionárselos mediante la asignación de funciones que les hubiesen permitido participar más directamente en su vida interna; no ha consagrado los hechos humanos de una manera suficiente; ha dejado toda la laicidad fuera de sí, no reservándole más que una participación más o menos pasiva en la tradición. Así es como se presenta la organización del mundo cristiano según la perspectiva musulmana; en el Islam, todo hombre es su propio sacerdote, por el simple hecho de ser musulmán; es el patriarca, el imam o el califa de su familia, la cual es a su vez un reflejo de la sociedad islámica entera. El hombre es una unidad en sí mismo, es la imagen del Creador, de quien es el «vicario» (NA: khalifah) sobre la tierra; no podría, pues, ser un laico. La familia también es una; constituye una sociedad dentro de la sociedad; es un bloque impenetrable (NA: El símbolo supremo del Islam, la ka'bah, es un bloque cuadrado; expresa el número cuatro que es el de la estabilidad. El musulmán puede crear su familia con cuatro esposas, que representan la sustancia de la familia o la sustancia social misma, y son separadas de la vida pública; sólo el hombre constituye una unidad cerrada. La casa árabe está trazada según la misma idea: es cuadrada, uniforme, cerrada hacia el exterior, adornada en el interior y abierta sobre el patio), como el hombre responsable y sometido, el muslin, y como el mundo musulmán, que es de una homogeneidad y de una estabilidad casi incorruptibles. El hombre, la familia y la sociedad están forjados según la idea de la Unidad, de la que constituyen otras tantas adaptaciones; son unidades como Allah y como su Palabra, el Corán. Los cristianos no pueden reivindicar la idea de la Unidad con el mismo título que los musulmanes; la idea de la Redención no está ligada necesariamente a la concepción de la Unidad divina; podría ser el producto de una doctrina considerada «politeísta». En cuanto a la Unidad divina, que el Cristianismo admite teóricamente, no pertenece a él como un elemento «dinámico»; la santidad cristiana, la perfecta participación en el cuerpo místico de Cristo, no procede sino indirectamente de esta idea. La doctrina cristiana parte, como la doctrina islámica, de una idea teísta, pero insistiendo expresamente sobre el aspecto trinitario de la Divinidad; Dios se encarna y redime al mundo; el Principio desciende en la manifestación para restablecer en ella un equilibrio roto. En la doctrina islámica, Dios se afirma por su Unidad; no se encarna en virtud de una distinción interna; no rescata al mundo, lo absorbe a través del Islam. No desciende en la manifestación, sino que se proyecta en ella, como el sol se proyecta mediante su luz; esta proyección es la que permite a la humanidad participar en El. Ocurre que los musulmanes, para quienes el Corán representa lo que Cristo representa para los cristianos, reprochan a éstos el no tener un libro equivalente al Corán, es decir, un libro único, a la vez doctrinal y legislativo, y escrito en el lenguaje mismo de la Revelación, y ellos ven en la pluralidad de los Evangelios y de otros textos del Nuevo Testamento la señal de una división, agravada por el hecho de que estos escritos no se han conservado en la lengua que hablaba Jesús, sino en una lengua no semítica, o inclusive traducidos de esta lengua a otra completamente extraña a los pueblos surgidos de Abraham, y, en fin, que estos textos son traducibles a cualquier lengua extranjera; esta confusión es análoga en un todo a esa que consiste en reprochar al Profeta el haber sido un simple mortal. En efecto, mientras que el Corán es la Palabra divina, es el Cristo viviente en la Eucaristía, y no el Nuevo Testamento, quien es el Verbo divino; el Nuevo Testamento no juega sino un papel de soporte, lo mismo que el Profeta no es más que un soporte del mensaje divino y no este mensaje en sí mismo. El recuerdo, el ejemplo y la intersección del Profeta están subordinados al Libro revelado. El Islam es un bloque espiritual, religioso y social (NA: Un bloque, imagen de la Unidad. La Unidad es simple y por consiguiente indivisible. Según la observación de un antiguo alto funcionario inglés en Egipto, «el Islam no puede ser reformado; un Islam reformado no sería ya el Islam, sería otra cosa»); la Iglesia es un centro, y no un bloque; el cristiano laico es por definición un ser periférico; el musulmán, por su carácter sacerdotal, es un ser central en su tradición, y poco le importa ser exteriormente separado de la comunidad musulmana; él continúa siendo siempre su propio sacerdote y una unidad autónoma, al menos bajo el aspecto propiamente religioso. Es de esto de lo que se deriva la convicción fundamental del musulmán; la fe del cristiano es de otra naturaleza: ella, más que «englobar» y «penetrar» el alma, la «atrae» y «absorbe». Cuando se considera al cristiano desde el punto de vista musulmán, que es el que nos interesa ahora, no está unido a su tradición más que por los sacramentos; se encuentra siempre en una situación de exclusión relativa y conserva siempre una actitud de receptividad. En su símbolo supremo, la cruz, los brazos se alejan indefinidamente del centro, sin dejar de estar unidos a él; la ka'bah, por su parte, se refleja en su fracción más ínfima, que, por su sustancia y su cohesión interna, permanece idéntica a las otras fracciones y a la ka'bah misma. Las correspondencias entre elementos tradicionales que hemos indicado anteriormente no excluyen otras correspondencias, consideradas éstas desde un punto de vista diferente; así, la analogía entre el Nuevo Testamento y el Corán permanece real en su orden, de la misma manera que, desde un cierto punto de vista, Cristo y el Profeta se corresponden necesariamente; negar este género de correspondencias equivaldría a pretender que hay semejanzas sin razón suficiente, es decir, desprovistas de sentido. Pero la manera completamente exterior o inclusive sincretista en que esas correspondencias son consideradas lo más a menudo, y casi siempre en perjuicio de uno de los dos elementos en presencia, desprovee de todo valor real a los resultados de tales comparaciones. En realidad, hay dos clases de correspondencias tradicionales: de una parte, las correspondencias fundadas sobre la naturaleza fenoménica, si se puede decir, de los elementos tradicionales, y de otra parte, las que proceden de la estructura interna de cada religión; en el primer sentido, se considera un elemento en tanto que es un personaje, un libro, un rito o una institución, y en el segundo sentido, en tanto tiene tal o cual significación orgánica para la tradición. Unimos aquí la analogía que existe entre el punto de vista espiritual y el punto de vista físico: para éste, cualquiera que sea, un objeto sigue siendo siempre el mismo objeto, pero el objeto puede cambiar de aspecto y de importancia según las diferentes perspectivas, y esta ley es fácilmente transportable al orden espiritual. Es importante precisar que en todas estas consideraciones se trata exclusivamente de las religiones en tanto tales, es decir, en tanto organismos, y no de sus posibilidades puramente espirituales, que son idénticas en principio. Es evidente que, desde este punto de vista, no puede intervenir ninguna cuestión de preferencia; si el Islam, en tanto que organismo tradicional, es más homogéneo y más íntimamente coherente que la forma cristiana, es éste un carácter de hecho bastante contingente. Por otra parte, el carácter solar de Cristo no podría conferir al Cristianismo una superioridad sobre el Islam; más adelante explicaremos las razones de esto, limitándonos ahora a recordar que cada forma tradicional es necesariamente superior, bajo un aspecto determinado y en cuanto a su manifestación — no en cuanto a su esencia y sus posibilidades espirituales —, a otras formas del mismo orden. A quienes pretendieran apoyarse, para juzgar la forma islámica, sobre comparaciones superficiales y forzosamente arbitrarias con la forma cristiana, les diremos que el Islam, puesto que corresponde a una posibilidad de perspectiva espiritual, es todo lo que debe ser para manifestar esta posibilidad; y de la misma manera el Profeta, lejos de no ser más que un imperfecto imitador de Cristo, fue todo lo que debía ser para realizar la posibilidad espiritual representada por el Islam. Si el Profeta no es Cristo, si aparece incluso notoriamente bajo un aspecto más humano, es porque la razón de ser del Islamismo no está en la idea crística o «avatárica», sino en una idea que debía inclusive excluir ésta; la idea realizada por el Islamismo y por el Profeta es la de la sola Unidad divina, cuyo aspecto de absoluta trascendencia implica — para el mundo creado o manifestado — un aspecto correlativo de imperfección. Esto es lo que ha permitido a los musulmanes servirse desde el principio de medios humanos, tales como la guerra, para constituir su mundo tradicional, mientras que, en el Cristianismo, ha sido precisa una separación de algunos siglos de los tiempos apostólicos para que se haya podido servir del mismo medio, por otra parte indispensable, para la propagación de una religión. En cuanto a las guerras que hicieron los propios Copañeros del Profeta, representan ordalías con vistas a lo que se podría llamar la elaboración — o la cristalización — de los aspectos formales de un mundo nuevo; el odio no entra aquí en absoluto en juego, y los santos varones que se batieron así, lejos de luchar contra otros individuos por intereses humanos, lo hicieron en el sentido de las enseñanzas del Bhagavad-Gita; Krishna ordena a Arjuna combatir, no odiar ni siquiera vencer, sino cumplir su destino como instrumento del plan divino y sin apego a los frutos de las obras. Esta lucha de puntos de vista, por consecuencia de la constitución de un mundo tradicional, refleja, por lo demás, la concurrencia de las posibilidades de manifestación en el momento de la «salida del caos» que tiene lugar en el origen de un mundo cósmico, concurrencia que, bien entendido, es de orden puramente principial. Estaba en la naturaleza del Islam o de su misión situarse, desde un principio, sobre un terreno político en cuanto a su manifestación exterior, lo que hubiese sido no solamente contrario a la naturaleza o la misión del Cristianismo primitivo, sino inclusive completamente irrealizable en un ambiente tan sólido y estable como el Imperio romano; pero desde que el Cristianismo se convirtió en la religión oficial del Estado, no sólo ha podido, sino también debido, situarse sobre un terreno político, de la misma manera que el Islam. Las vicisitudes sufridas por el Islam exterior, que se iniciaron a la muerte del Profeta, no son ciertamente imputables a una insuficiencia espiritual; son simplemente las taras inherentes a un terreno político como tal. El hecho de que el Islam haya sido instituido exteriormente por medios humanos tiene su fundamento único en la Voluntad divina, que precisamente excluye toda interferencia esotérica en la estructura terrestre de la nueva forma tradicional. De otra parte, por lo que se refiere a la diferencia entre Cristo y el Profeta, añadiremos que los grandes espirituales, cualesquiera que sean sus grados respectivos, manifiestan ya una sublimación, ya una norma; el primer caso es el de Buda y el de Cristo, como el de todos los santos monjes o eremitas, y el segundo el de Abraham, Moisés y Mahoma, así como el de todos los que se han santificado en el mundo, tales como los santos monarcas y guerreros; la actitud de los primeros corresponde a estas palabras de Cristo: «Mi reino no es de este mundo», y la actitud de los segundos a estas otras: «Venga a nosotros tu reino». Quienes pretenden negar toda legitimidad al Profeta del Islamismo, invocando argumentos morales, olvidan fácilmente que la única cuestión que debe plantearse es la de saber si Mahoma estaba o no inspirado por Dios, y no la de si es o no comparable a Jesús o estaba conforme o no con tal o cual moral establecida. Cuando se sabe que Dios permitió la poligamia a los hebreos y que ordenó a Moisés que pasara a cuchillo a la población cananea, la cuestión de la moralidad de estas formas de actuar no se plantea de ninguna manera; lo que cuenta exclusivamente siempre es el hecho de la Voluntad divina, cuyo fin es invariable, pero cuyos medios o modos varían en razón de la Infinidad de su Posibilidad y, secundariamente, en razón de la diversidad indefinida de las contingencias. Del lado cristiano se reprocha fácilmente al Profeta hechos tales como la destrucción de la tribu de los coraidíes, pero se olvida que cualquier Profeta de Israel habría actuado más duramente que él, y se haría bien en recordar cómo Samuel, siguiendo las órdenes de Dios, se portó con los amalectitas y su rey. El caso de los coraidíes como el de los fariseos ofrece, por otra parte, un ejemplo del «discernimiento de los espíritus» que se produce de algún modo automáticamente en contacto con una manifestación de la Luz. Por neutro que pueda parecer un individuo que se ha encontrado situado durante largo tiempo en un medio caótico o indiferenciado, medio del que el mundo próximo oriental del tiempo de Mahoma ofrece una imagen bien característica — imagen que, por otra parte, corresponde a la de todos los medios en que debe desarrollarse una readaptación religiosa — ;por disminuida, íbamos a decir, o reducida a un estado latente que pueda aparecer la tendencia fundamental de un individuo en un medio de indiferencia espiritual, esta tendencia se actualizará espontáneamente ante la alternativa que se plantea al contacto de la Luz, y esto es lo que explica por qué, cuando las puertas del Cielo se abren gracias al estallido de la Revelación, las puertas del Infierno se abren igualmente, de la misma manera que, en el orden sensible, una luz proyecta una sombra. Si Mahoma hubiese sido un falso profeta, no se comprende por qué Cristo no habló de él como habló del Anticristo; pero si Mahoma es un verdadero Profeta, los pasajes sobre el Paráclito deben concernirle infaliblemente — no exclusivamente, pero sí en modo eminente —, porque es imposible que Cristo, al hablar del porvenir, dejara pasar en silencio una aparición de tales dimensiones, y es también esta dimensión la que excluye a priori que Cristo, en sus predicaciones, haya podido englobar a Mahoma en la designación general de «falsos profetas», porque Mahoma no es de ninguna manera, en la historia de nuestra era; un ejemplo entre otros de un mismo género, sino, por el contrario, una aparición única e incomparable; (NA: «Si la grandeza del designio, la pequeñez de los medios, la inmensidad de los resultados constituyen las tres medidas del genio del hombre, ¿quién se atrevería a comparar humanamente cualquier gran figura histórica con Mahoma? Los más famosos no han removido más que armas, leyes, imperios; cuando han fundado algo, no han fundado más que potencias materiales, derrumbadas a menudo antes que ellos. Mahoma ha removido ejércitos, legislaciones, imperios, pueblos, dinastías, millones de hombres sobre un tercio del globo habitado, pero más aún, ha conmovido ideas, creencias, almas. El fundó sobre un libro, cada una de cuyas letras se ha convertido en ley, una nacionalidad espiritual que engloba pueblos de todas las lenguas y de todas las razas, y ha impreso, mediante el carácter indeleble de esta nacionalidad musulmana, el odio a los falsos dioses y la pasión por el Dios uno e inmaterial» (NA: Lamartine, Historia de Turquía). «La conquista árabe que se desencadena a la vez sobre Europa y Asia no tiene precedentes; no se puede comparar la rapidez de sus éxitos sino con aquellas con que se constituyeron los imperios mongoles de un Atila o, más tarde, de un Gengis Khan o un Tamerlán. Pero es que además, mientras éstos fueron efímeros, la conquista del Islam fue duradera. Esta religión tiene, todavía hoy, sus fieles casi por todos los lugares donde se impuso bajo los primeros califas. Es un verdadero milagro su difusión fulminante, comparada con la lenta progresión del Cristianismo» (NA: H. Pirenne, Mahoma y Carlomagno). «La fuerza no tuvo nada que ver con la propagación del Corán, porque los árabes dejaron siempre a los vencidos libres de conservar su religión. Si los pueblos cristianos se convirtieron a la religión de sus vencedores, fue porque los nuevos conquistadores se mostraron más equitativos con ellos que lo habían sido sus antiguos dueños y porque su religión era de una mayor sencillez que la que les habían enseñado hasta entonces… Lejos de haberse impuesto por la fuerza, el Corán no se expandió más que por la persuasión… Unicamente la persuasión podía llevar a los pueblos que vencieron más tarde a los árabes, como los turcos y los mongoles, a adoptarlo. En la India, por donde los árabes no hicieron en realidad más que pasar, el Corán se ha extendido de tal modo que cuenta hoy día (NA: 1884) más de cincuenta millones de adeptos. Su número se eleva cada día… La difusión del Corán en China no ha sido menos considerable. Pese a que los árabes no han conquistado nunca la menor parcela del Celeste Imperio, los musulmanes forman en ella una población de más de veinte millones» (NA: G. Le Bon, La civilización de los árabes)) si hubiese sido uno de los falsos profetas anunciados, habría sido seguido por otros y, en nuestros días, habría una multitud de falsas religiones posteriores a Cristo y comparables por su importancia y su extensión al Islamismo. Desde los orígenes a nuestros días, la espiritualidad en el seno del Islamismo es un hecho innegable, y «es por sus frutos por lo que los reconoceréis»; por otra parte, se recordará que el Profeta, en su propia doctrina, dio testimonio de la segunda venida de Cristo, sin atribuirse a sí mismo ningún tipo de gloria, si no es la de ser el último Profeta del ciclo, y ahí está la historia para demostrar que dijo la verdad, pues ninguna aparición comparable a la suya le ha seguido. Finalmente, es indispensable decir aquí algunas palabras sobre la forma en que el Islam se enfrenta con la sexualidad: si la moral musulmana difiere de la cristiana — lo que no es en modo alguno el caso para la Guerra santa, ni para la esclavitud, sino únicamente para la poligamia y el divorcio (NA: La poligamia era necesaria en los pueblos del Medio Oriente — que son pueblos guerreros —, a fin de que todas las mujeres encontraran su subsistencia, ya que los hombres eran diezmados por las guerras; a esto se unía además la gran mortandad infantil, de manera que la poligamia se imponía inclusive para la conservación de la raza. En cuanto al divorcio, se hacía, y se hace, necesario por la inevitable separación de los sexos, que hace que los contrayentes no se conozcan, o se conozcan apenas, antes del matrimonio, y esta separación está condicionada a su vez por el temperamento sensual de los árabes y de los pueblos meridionales en general. Lo que acabamos de decir explica el uso del velo entre las mujeres musulmanas, y también el purdah de los hindúes de castas elevadas; el hecho de que el velo no se haya impuesto más que en la forma tradicional más tardía, el Islam, y que por otra parte el purdah no haya sido instituido sino tardíamente en el Hinduismo, muestra por otra parte bien a las claras que estas medidas no se explican más que por las condiciones particulares del fin de la «edad de hierro»; es en razón de las mismas condiciones por lo que las mujeres han sido excluidas de ciertos ritos brahamánicos a los cuales tuvieron acceso primitivamente) — , es porque ella dimana de otro aspecto de la Verdad total; el Cristianismo, como por otra parte el Budismo, no contempla más que el lado carnal de la sexualidad, es decir, el substancial o cuantitativo, mientras que el Islam, por contra, al igual que el Judaísmo y las tradiciones hindúes y chinas — no hablamos de ciertas vías espirituales que rechazan el amor sexual por razones de método — consideran en la sexualidad su lado esencial o cualitativo, podríamos decir cósmico, y de hecho la santificación de la sexualidad le confiere una cualidad que sobrepasa su carácter carnal y lo neutraliza, o inclusive lo abole en algunos casos, como el de las Casandras y Sibilas de la antigüedad o el del Shri Chakra tántrico y, en fin, el de los grandes espirituales, de entre los que conviene citar aquí los ejemplos de Salomón y de Mahoma. En otros términos, la sexualidad puede tener un aspecto de nobleza como puede tenerlo de impureza; hay en ella un sentido vertical, como hay un sentido horizontal, para utilizar un simbolismo geométrico; la carne es impura en sí misma, con o sin sexualidad, y ésta es noble en sí misma, en lo carnal como fuera de lo carnal; esta nobleza de la sexualidad deriva de su Prototipo divino, porque «Dios es Amor»; en términos islámicos, se dirá que «Dios es Unidad» y que el amor, al ser un modo de unión (NA: tawhid), está por ello en conformidad con la Naturaleza divina. El amor puede santificar la carne, como la carne puede envilecer el amor; el Islam insiste sobre la primera de estas verdades, mientras que el Cristianismo insiste con preferencia sobre la segunda, con la excepción, bien entendido, del sacramento del matrimonio, en el que adopta forzosamente, y de alguna manera incidentalmente, la perspectiva judeo-islámica. Ahora nos proponemos mostrar en qué consiste en realidad la diferencia entre las manifestaciones crística y mahometana. Importa, sin embargo, subrayar que tales diferencias no conciernen más que a la manifestación de los Hombres-Dios, y no a su realidad interior y divina que es idéntica, lo que el Maestro Eckhart enuncia en estos términos: «Todo cuanto la Sagrada Escritura dice de Cristo se confirma igualmente en su totalidad en todo hombre bueno y divino», es decir, en todo hombre que posea la plenitud de la realización espiritual, según su «amplitud» y su «exaltación»; y Shri Ramakrishna: «En lo Absoluto yo no soy, y tú no eres, y Dios no es, porque El (NA: lo Absoluto) está más allá de la palabra y el pensamiento. Pero por mucho tiempo que exista cualquier cosa fuera de mí, yo debo adorar a Brahma, en los límites de lo mental, como algo que se encuentra fuera de mí.» Esta enseñanza explica, por una parte, cómo Cristo pudo orar, siendo El mismo divino y, por otra parte, cómo el Profeta, aunque apareció expresamente como hombre por el hecho de su modo particular de manifestación, pudo ser divino en su realidad interior. En este orden de ideas, hemos de precisar aún lo que sigue: la perspectiva dogmatista se funda esencialmente sobre un «hecho» al que atribuye un carácter absoluto; por ejemplo, la perspectiva cristiana se funda sobre el estado espiritual supremo, realizado por Cristo e inaccesible al individualismo místico, pero ella lo atribuye sólo a Cristo, de ahí la negación, al menos en la teología ordinaria, de la Unión metafísica, o de la Visión beatífica en esta vida. Añadamos que el esoterismo, por voz de un Maestro Eckhart, lleva el misterio de la Encarnación al orden de las leyes espirituales, atribuyendo al hombre que ha alcanzado la santidad suprema los caracteres del Cristo, salvo la misión profética, o más bien redentora. Un ejemplo análogo es el de ciertos sufíes que reivindican para tal o cual de sus escritos una inspiración igual a la del Corán; ahora bien, este grado de inspiración, en el Islam exotérico, no es atribuido más que al Profeta, conforme a la perspectiva dogmatista que se funda siempre sobre un «hecho trascendente», que reivindica exclusivamente para tal o cual manifestación del Verbo. Anteriormente, hemos hecho alusión al hecho de que es el Corán el que corresponde rigurosamente al Cristo-Eucaristía, y que es él el que constituye la gran manifestación paraclética, «descendimiento» (NA: tanzil) efectuado por el Espíritu Santo (NA: Er-Ruh, designado por el nombre de Jibril en su función reveladora); el papel del Profeta será, por consiguiente, análogo, e inclusive simbólicamente idéntico bajo el aspecto considerado, al de la Santísima Virgen, que también estuvo en el plano de recepción del Verbo; y lo mismo que la Virgen, fecundada por el Espíritu Santo, es «Coredentora» y «Reina del Cielo», creada antes que el resto de la Creación, de la misma manera el Profeta, inspirado por el mismo Espíritu paraclético, es «Enviado de Misericordia» (NA: Rasul Er-Rahmah) y «Señor de las dos existencias» (NA: de la de «aquí abajo» y de la del «más allá») (NA: Sayid el-kawnayn), y fue igualmente creado antes que todos los demás seres. Esta «creación anterior» significa que la Virgen y el Profeta encarnan una realidad principial o metacósmica (NA: La opinión según la cual es Cristo quien habría sido el Mleccha-Avatara, el «descendimiento divino de los Bárbaros» (NA: o «para los Bárbaros»), o sea, la novena encarnación de Vishnú, es rechazable, en primer lugar por una razón de carácter tradicional y después por una razón de principio: primeramente, Buda siempre ha sido considerado por los hindúes como un Avatara, pero como el hinduismo debía excluir forzosamente el Budismo, se explicaba la aparente herejía búdica por la necesidad de abolir los sacrificios sangrientos y la de inducir al error a los hombres corrompidos, a fin de precipitar la marcha fatal del kali-yuga; en segundo lugar, diremos que es imposible que un ser que encuentre su lugar «orgánico» en el sistema hindú pertenezca a otro mundo que la India, y sobre todo a un mundo tan alejado como era el mundo judaico); ambos se identifican — en su papel receptivo, no en su Conocimiento divino ni, por lo que respecta a Mahoma, en su función profética, con el aspecto pasivo de la Existencia universal (NA: Prakriti; en árabe El-Lawh el-mahfuzh, «la Mesa Guardada»), y es por esto por lo que la Virgen es «inmaculada» y, desde el punto de vista simplemente físico, «virgen», mientras que el Profeta es «iletrado» (NA: ummi), como, por lo demás, lo eran también los Apóstoles — es decir, puro de la contaminación de un saber humano, o de un saber adquirido humanamente; esta pureza es la condición primera de la recepción del Don paraclético, y por lo mismo, en el orden espiritual, la castidad, pobreza, humildad y demás formas de la simplicidad o unidad, son indispensables para la recepción de la Luz divina. A fin de precisar más todavía la relación de analogía entre la Virgen y el Profeta, añadiremos que este último, en el estado particular en que se encontraba sumido durante las Revelaciones, es directamente comparable a la Virgen cuando llevaba dentro de sí al Niño Jesús o cuando le daba a luz; pero en razón de su función profética, Mahoma realiza una dimensión nueva y activa mediante la que se identifica — sea cuando profiere las azoras coránicas, sea en general cuando el «Yo divino» habla por su boca — directamente con Cristo, que es El mismo lo que para el Profeta es la Revelación, y cada una de cuyas palabras, por consiguiente, es Palabra divina. En el Profeta, sólo las «palabras del Muy Santo» (NA: ahadith quddusiyah) presentan, fuera del Corán, este carácter divino; sus otras palabras proceden del grado secundario de inspiración (NA: nafath Er-Ruh, la Smriti hindú), grado que es también el de algunas partes del Nuevo Testamento, especialmente de las Epístolas. Pero volvamos a la «pureza» del Profeta: en éste se encuentra el equivalente exacto de la «Inmaculada Cocepción»; según el relato tradicional, dos ángeles hendieron el pecho del niño Mahoma y le lavaron con nieve el «pecado original» que aparecía bajo la forma de una mancha negra sobre su corazón. Mahoma, como María, o como la «naturaleza humana» de Jesús, no es pues un hombre ordinario, y es por esto por lo que se dice que «Mahoma es un (NA: simple) hombre, no como un hombre (NA: ordinario), sino a la manera de una piedra preciosa entre las piedras (NA: vulgares)» (NA: Muhammadun basharun la kal-bashari bal hua kal-yaquti bayn al-hajar). Recuérdese aquí la fórmula del Ave María: «Bendita tú eres entre todas las mujeres», lo que indica que la Virgen, en sí misma y aparte de la recepción del Espíritu Santo, es una «piedra preciosa» en relación con las demás criaturas, es decir, una especie de «norma sublime». En un cierto sentido, la Virgen y el Profeta «encarnan» el aspecto — o el «polo» — pasivo o «femenino» de la Existencia universal (NA: Prakriti); ambos encarnan, por lo mismo, a fortiori, el aspecto benéfico y misericordioso de Prakriti (NA: La Kwan-Yin del Budismo extremoriental, derivado del Bodhisattva Avalokiteshvara, el «Señor de los misericordiosos»), lo que explica su función esencial de «intercesión» y que reciba nombres tales como «Madre de Misericordia» (NA: Mater Misericordiae) o «Nuestra Señora del Perpetuo Socorro» (NA: Nostra Domina a Perpetuo succursu) o, en lo que concierne al Profeta, «Llave de la Misericordia de Dios» (NA: Miftah Rahmat Alla), «Misericordioso» (NA: Rahim), «El que cura» (NA: Shafi), «El que quita las penas (NA: Kashif el-kurab), «El que borra los pecados» (NA: Afuww) o «La más bella creación de Dios» (NA: Ajmalu khalq Allah). Ahora, ¿qué relación hay entre esta misericordia, este perdón o esta acción benefactora y la Existencia universal? A esto responderemos que, siendo la Existencia indiferenciada, virgen o pura en relación a sus producciones, ella puede reabsorber en su indiferenciación las cualidades diferenciadas de las cosas; en otros términos, los desequilibrios de la manifestación pueden siempre estar integrados en el equilibrio principial; ahora bien, todo «mal» viene de una cualidad cósmica (NA: gana), luego de una ruptura de equilibrio, y como la Existencia lleva en sí todas las cualidades en equilibrio indiferenciado, ella puede disolver en su infinitud todas las vicisitudes del mundo. La Existencia es realmente «Virgen» y «Madre», en el sentido de que, por una parte, no está determinada por nada, con excepción de Dios, y que, por otra parte, alumbra el Universo manifestado: María es «Virgen-Madre» en razón del misterio de la Encarnación; en cuanto a Mahoma, es «virgen» o «iletrado», como hemos dicho, en tanto que no recibe la inspiración más que de Dios y no recibe nada de los hombres, y «Madre» en razón de su poder de intercesión cerca de Dios. Las personificaciones, humanas o angélicas, de la divina Prakriti comportan esencialmente los aspectos de pureza y de amor. El aspecto de Gracia o de Misericordia de la Divinidad virginal y maternal explica por lo demás por qué éste se manifiesta de buen grado de una manera sensible y bajo la forma de una aparición humana, luego accesible a los hombres: las apariciones de la Virgen son conocidas de todo el mundo occidental, y en cuanto a las del Profeta, son frecuentes y casi regulares entres los espirituales musulmanes; existen inclusive métodos para obtener esta gracia que equivale en suma a una concretización de la visión beatífica (NA: Recordemos a este respecto las apariciones de la Shakti en el hinduismo — en Shri Ramakrishna y Shri Sarada Devi, por ejemplo — o la de Kwan-Yin o Kwannon en las tradiciones del Extremo Oriente, por ejemplo en el Shonin Shinran, gran santo budista del Japón; se sabe por otra parte que en el Judaísmo la Shekhinah aparece bajo la forma de una mujer bella y bienhechora). Aunque el Profeta no ocupa en el Islam el lugar que ocupa Cristo en el Cristianismo, no por eso deja de tener, como era necesario por otra parte, una situación central en la perspectiva islámica. Nos queda por precisar en virtud de qué verdad puede y debe ser así y, por otra parte, cómo integra el Islam en su perspectiva a Cristo, aun reconociéndole, en cierto modo a través de su nacimiento virginal, su carácter solar. El Verbo, según esta perspectiva, no se manifiesta en tal hombre aislado, sino en la función profética — en el sentido más elevado del término — y ante todo en los Libros revelados; ahora bien, al ser real la función profética de Mahoma y siendo el Corán una auténtica revelación, los musulmanes, que no admiten más que estos dos criterios, no ven ninguna razón para preferir Jesús a Mahoma; por el contrario, ellos deben dar a este último la preeminencia, por la simple razón de que, siendo el último representante de la función profética, recapitula y sintetiza todas las formas de ésta y cierra el ciclo de la manifestación del Verbo, de ahí la denominación de «Sello de los Profetas» (NA: Khatam el-anbiya); es esta situación única la que confiere a Mahoma la posición central que le confiere el Islamismo, y la que permite llamar al mismo Verbo «Luz mahometana» (NA: Nur muhammadi). El hecho de que la perspectiva islámica no considera más que la Revelación como tal y no sus modos posibles, explica por qué esta perspectiva no atribuye a los milagros de Cristo la importancia que le atribuye el Cristianismo: en efecto, todos los «Enviados», incluido Mahoma, han hecho milagros (NA: mu'jizat) (NA: La mayoría de los arabistas, si no todos, deducen falsamente de diversos pasajes coránicos que el Profeta no hizo ningún milagro, lo que está en contradicción no solamente con lo que dicen los comentaristas tradicionales del Corán, sino también con la Sunnah, que constituye el pilar de la ortodoxia islámica. Por lo que respecta al carácter «avatárico» del Profeta, se deduce, abstracción hecha de los criterios infalibles pertenecientes a un orden más profundo, de los signos que, según la Sunnah, precedieron y acompañaron su nacimiento, y que son análogos a los que las tradiciones respectivas atribuyen al de Cristo y al de Buda); la diferencia a este respecto entre Cristo y los demás «Enviados» consiste en el hecho de que únicamente en Cristo el milagro reviste una importancia central y es operado por Dios «en» el soporte humano, y no solamente «mediante» este soporte. El papel del milagro en Cristo y en el Cristianismo se explica por el carácter particular que constituye la razón de ser de esta forma de Revelación, y que nosotros explicaremos en el capítulo siguiente; por lo que respecta al punto de vista islámico, no son los milagros los que importan ante todo, sino el carácter divino de la misión del Enviado, cualquiera que sea por otra parte el grado de importancia que tenga el milagro en esta misión. Se podría decir que la particularidad del Cristianismo consiste en el hecho de que se funda en primer lugar sobre el milagro, que se perpetúa en la Eucaristía, mientras que el Islam se funda ante todo sobre la Idea, soportada por medios humanos, pero con la ayuda divina, y perpetuada en la Revelación coránica de la cual la plegaria ritual constituye de algún modo la actualización sin cesar renovada. Hemos dejado entrever ya más arriba que, en su realidad interior, Mahoma se identifica con el Verbo, como Cristo y como, por otra parte, fuera de la perspectiva específicamente dogmatista, todo ser que haya realizado la plenitud metafísica; de donde estos ahadith: «Quien me ha visto, ha visto a Dios (NA: bajo Su aspecto de Verdad absoluta)» (NA: Man ra'ani faqad ra'al-Haqq), y «El (NA: Mahoma) era Profeta (NA: Verbo) cuando Adán estaba todavía entre el agua y el limo» (NA: Fakana nabiyen wa Adamu baynal-ma'i wat-tin), palabras que se pueden relacionar con éstas de Cristo: «Yo y el Padre somos Uno», y «En verdad os digo, que antes de que Abraham existiera, ya existía Yo».