====== LIMITACION DEL EXOTERISMO ====== El punto de vista exotérico, que, propiamente hablando, no existe — al menos en lo que tiene de exclusivo frente a verdades superiores — más que en las tradiciones monoteístas, no es otro en el fondo que el del interés individual más elevado, es decir, extendido a todo el ciclo de existencia del individuo y no simplemente limitado a la vida terrestre. La verdad exotérica o religiosa se encuentra, pues, limitada por definición, y esto en razón de la limitación de su finalidad, sin que esta restricción pueda, sin embargo, perjudicar la interpretación esotérica de la que esta misma verdad es susceptible, gracias a la universalidad de su simbolismo o, más bien y ante todo, gracias a la doble naturaleza, «interior» y «exterior», de la Revelación misma. Por consiguiente, el dogma es una idea limitada y, a la vez, un símbolo ilimitado. Para dar un ejemplo, diremos que el dogma de la unicidad de la Iglesia de Dios debe excluir una verdad como la de la validez de las otras formas tradicionales ortodoxas, porque la idea de la universalidad tradicional no es de ninguna utilidad para la salvación y puede inclusive ocasionarle perjuicios, porque ella arrastraría casi inevitablemente, en aquéllos que no pueden elevarse por encima de este punto de vista individual, la indiferencia religiosa y, a través de ella, la negligencia de los deberes religiosos cuyo cumplimiento es precisamente la principal condición de la salvación; por contra, esta misma idea de la universalidad tradicional — idea que es más o menos indispensable en la vía de la Verdad total y desinteresada — no se encuentra menos incluida simbólica y metafísicamente en la definición dogmática o teológica de la Iglesia o del Cuerpo místico de Cristo; o todavía, para hablar con el lenguaje de las otras dos religiones monoteístas, el Judaísmo y el Islam, es respectivamente por la concepción del «Pueblo elegido», Israel, y por la de la «sumisión», El Islam, como se encuentra simbolizada dogmáticamente la ortodoxia universal, el Sanatana-Dharma de los hindúes. No hay que decir que la limitación «exterior» del dogma, limitación que le confiere precisamente ese carácter dogmático, es perfectamente legítima, puesto que el punto de vista individual, al que corresponde esta limitación, es una realidad a su nivel de existencia. Es en razón de esta realidad relativa como el punto de vista individual, no en lo que él pueda tener de negativo de cara a una perspectiva superior, sino en lo que tiene de limitado por el simple hecho de su naturaleza, puede y debe inclusive integrarse, de una manera cualquiera, a toda vía de finalidad trascendente. Desde este punto de vista, el exoterismo, o más bien la forma como tal, no implicará ya una perspectiva intelectual restringida, sino que representará únicamente el papel de un medio espiritual accesorio, sin que la trascendencia de la doctrina esotérica sea afectada por él, no siéndole impuesta ninguna limitación por razones de oportunidad individual. Efectivamente, no hay que confundir el papel del punto de vista exotérico con el de los medios espirituales del exoterismo: el punto de vista en cuestión es incompatible, en una misma consciencia, con el Conocimiento esotérico que lo disuelve para reabsorberlo en el centro del que ha salido; pero los medios exotéricos no siguen por eso siendo menos utilizables, e inclusive de dos maneras: sea por transposición intelectual en el orden esotérico — y en tal caso serán soportes de «actualización» intelectual —, sea por su acción reguladora sobre la porción individual del ser. El aspecto exotérico de una tradición es, pues, una disposición providencial que, lejos de ser reprobable, es necesaria, puesto que la vía esotérica no podría concernir, sobre todo en las condiciones actuales de la humanidad terrestre, más que a una minoría, y porque no hay nada mejor, para el común de los mortales, que la vía ordinaria de salvación; lo que es reprobable no es la existencia del exoterismo, sino más bien su autocracia invasora — debida quizá, en el mundo cristiano, sobre todo a la estrecha «precisión» del espíritu latino —, que hace que muchos que estarían cualificados para la vía del puro Conocimiento, no solamente se detengan en el aspecto exterior de la tradición, sino que lleguen inclusive a rechazar el esoterismo, que no conocen más que a través de prejuicios o de deformaciones, a menos que, al no encontrar en el exoterismo lo que conviene a su inteligencia, se pierdan en doctrinas falsas o artificiales, en las que pretenden encontrar lo que él no les ofrece y que cree inclusive poder prohibirles (NA: Se recordará la maldición de Cristo: «¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia; y no entráis vosotros ni dejáis entrar!» (NA: Lc 11,52)). El punto de vista exotérico, en efecto, debe desembocar, desde el momento en que no está vivificado por la presencia interior del esoterismo del que a la vez constituye su irradiación exterior y su velo, en su propia negación; es en este sentido en el que la religión, en la medida en que ella niega las realidades metafísicas e iniciáticas y se fija en un dogmatismo literalista, engendra inevitablemente la increencia; la atrofia causada en los dogmas por la privación de su «dimensión interna» vuelve a caer sobre ellos desde el exterior, bajo la forma de negaciones heréticas y ateas. La presencia del núcleo esotérico en una religión de carácter específicamente semítico garantiza a ésta un desenvolvimiento normal y un máximo de estabilidad; este núcleo no es en absoluto, por otro lado, una parte, siquiera interior, del exoterismo, sino que representa, por el contrario, una dimensión cuasi independiente en relación con este último (NA: En cuanto concierne a la tradición islámica, citemos esta reflexión de un príncipe musulmán de la India: «La mayoría de los no-musulmanes, e inclusive muchos musulmanes enteramente formados en un ambiente de cultura europea, ignoran este elemento particular del Islam que constituye la médula y el centro, que da realmente vida y fuerza a sus formas y actividades exteriores y que, gracias al carácter universal de su contenido, puede poner por testigos a discípulos de otras religiones.» (NA: Nawab A. Hydari Hydar Nawaz Jung Bahadur, en su prefacio a los Studies in Tasawwuf, de Khaja Khan)). Desde el momento en que esta dimensión o este germen llegue a faltar, lo que no puede ocurrir más que en circunstancias completamente anormales, bien que cosmológicamente necesarias, el edificio tradicional se bambolea, y aun se derrumba en partes, y termina por encontrarse reducido a lo que él comporta de más exterior, a saber, el literalismo y la sentimentalidad (NA: De ahí viene la preponderancia cada vez más marcada de la «literatura», en el sentido peyorativo, sobre la intelectualidad verdadera de una parte, y de la piedad real de otra; de ahí también la importancia exagerada que se concede a toda clase de actividades más o menos fútiles que olvidan siempre cuidadosamente la «sola cosa necesaria»); también los criterios más tangibles de una tal decadencia son, de una parte, el desconocimiento y hasta la negación de la exégesis metafísica e iniciática, es decir, del sentido «místico» de las Escrituras — exégesis que, sin embargo, está en conexión íntima con toda la intelectualidad de la forma tradicional considerada — y, de otra parte, el rechazo del arte sagrado, sea de las formas inspiradas y simbólicas a través de las cuales irradia esta intelectualidad para comunicarse así, mediante un lenguaje inmediato e ilimitado, a todas las inteligencias. Pero todo esto no basta quizá para hacer comprender por qué el exoterismo tiene indirectamente necesidad del esoterismo, no decimos para poder subsistir, porque el simple hecho de su subsistencia no está en causa, no más que la incorruptibilidad de sus medios de gracia, sino simplemente para poder subsistir en condiciones normales. Ahora bien, la presencia de la «dimensión trascendente» en el centro de la forma tradicional provee al lado exotérico de ésta de una savia vivificante de esencia universal, «paraclética», sin la cual no podrá más que replegarse enteramente sobre sí mismo para convertirse, librado a sus solos recursos que son limitados por definición, en algo así como un cuerpo masivo y opaco cuya densidad misma provocará fatalmente fisuras, como lo prueba la historia moderna de la cristiandad; en otros términos: cuando el exoterismo se priva de las interferencias complejas y sutiles de la dimensión trascendente, se ve finalmente aplastado por las consecuencias exteriorizadas de sus propias limitaciones, habiendo éstas llegado a ser, por así decirlo, totales. Ahora, cuando se parte de la idea de que los exoteristas no comprenden el esoterismo y que tienen inclusive el derecho a no comprenderlo y hasta de tenerlo por inexistente, debe también reconocérseles el derecho a condenar ciertas manifestaciones del esoterismo que parecen usurpar su terreno y hacer «escándalo» de ello, según la palabra evangélica; pero ¿cómo explicarse que en la mayoría de los casos de este género, si no en todos ellos, los acusadores se despojan a sí mismos de sus derechos al proceder con iniquidad? No es ciertamente su incomprensión más o menos natural, ni la protección de su derecho real, sino únicamente la perfidia de sus medios lo que constituye en éstos un verdadero «pecado contra el Espíritu» (NA: Así ni la incomprensión por parte de tal autoridad religiosa ni siquiera un cierto fundamento de la acusación aportada por ella, excusan la iniquidad del proceso incoado al Sufí El-Hallaj, no más que la incomprensión de los judíos excusa la iniquidad del proceso incoado a Cristo. En un orden de ideas muy análogo, se puede preguntar por qué se suele encontrar en las polémicas religiosas tantísima tontería y mala fe, y esto inclusive en hombres que de otro modo estarían exentos. Es éste un indicio cierto de que, en la mayor parte de estas polémicas, hay una parte de «pecado contra el Espíritu». Nadie es reprensible por el solo hecho de atacar, en nombre de su creencia, una tradición extraña, si lo hace por simple ignorancia; pero cuando no es así, el hombre será culpable de blasfemia, puesto que al ultrajar a la Verdad divina en una forma extraña no hace, en suma, más que aprovechar una ocasión de ofender a Dios sin hacer de ello un caso de conciencia; este es, en el fondo, el secreto del celo grosero e impuro desplegado por los que, en nombre de sus convicciones religiosas, consagran su vida a hacer odiosas las cosas sagradas, lo que no pueden hacer más que mediante procedimientos despreciables); esta perfidia prueba por lo demás que las acusaciones que ellos creen deber formular no sirven en general más que de pretexto para saciar un odio instintivo contra todo lo que parece amenazar su equilibrio superficial; equilibrio que, en el fondo, no es más que una forma de individualismo, en definitiva, de ignorancia. Recordamos haber oído decir un día que «la metafísica no es necesaria para la salvación». Esto es radicalmente falso cuando se aplica en un sentido completamente general, porque el hombre que es metafísico por naturaleza y tiene conciencia de ello no puede encontrar su salvación en la negación de lo que le atrae hacia Dios. Por otra parte, toda vida espiritual debe fundarse sobre una predisposición natural que determina su modalidad; esto es lo que se llama vocación. Ninguna autoridad espiritual aconsejaría seguir un camino para el cual no se está hecho. Esto es lo que enseña, entre otras cosas, la parábola de los talentos, y el mismo sentido se puede encontrar en estas palabras de Santiago: «Cualquiera que haya observado toda la Ley, si falla en un solo punto, es culpable de todos», y: «El que sabe hacer lo que está bien y no lo hace, comete un pecado»; ahora bien, la esencia de la Ley, según las propias palabras de Cristo, es el amor de Dios mediante todo nuestro ser, incluida en él la inteligencia que constituye su parte central. En otros términos: como se debe amar a Dios con todo el ser, debe también amársele con la inteligencia, que es lo mejor de nosotros mismos. Nadie contestará que la inteligencia no es un sentimiento, sino infinitamente más; está claro, pues, que el término «amor» que emplean las escrituras para designar las relaciones del hombre con Dios, y ante todo de Dios con el hombre, no podría no tener más que un sentido puramente sentimental y no significar más que un deseo de atracción. De otra parte, si el amor es la tendencia de un ser hacia otro en vista de su unión, es el Conocimiento el que, por definición, realizará la unión más perfecta entre el hombre y Dios, puesto que sólo él apela a lo que, en el hombre, es ya divino, a saber, el Intelecto; este modo supremo del «amor de Dios» es, pues, con mucho, la posibilidad humana más elevada, a la cual nadie podría sustraerse voluntariamente sin «pecar contra el Espíritu». Pretender que la metafísica es, por sí misma y para todo hombre, una cosa superflua, que ella no es en ningún caso necesaria para la salvación, significa no sólo desconocer su naturaleza, sino también negar simplemente el derecho a la existencia a los hombres que han sido dotados por Dios — en un grado trascendente, bien entendido — de la cualidad de la inteligencia. Ahora, se podría todavía hacer observar esto: la salvación se merece por la acción, en el más amplio sentido de esta palabra, y esto explica cómo algunos pueden llegar a despreciar la inteligencia que, ella sí, puede precisamente hacer la acción inútil, y cuyas posibilidades ponen en evidencia la relatividad del mérito y de la perspectiva que a él se refiere; también el punto de vista específicamente religioso tiene tendencia a considerar la pura intelectualidad, que no distingue por otra parte casi nunca de la simple racionalidad, como más o menos opuesta al acto meritorio, y, por consiguiente, como peligrosa para la salvación; es por esto por lo que se presta fácilmente a la inteligencia un aspecto luciferino y por lo que se habla tan a menudo del «orgullo intelectual», como si no se diera en esta expresión una contradicción en los términos: de ahí también esa exaltación de la «fe del niño» o de la «fe del simple» que, por otra parte, nosotros somos los primeros en respetar cuando ella es espontánea y natural, mas no cuando es teórica y afectada. A menudo se oye formular la siguiente reflexión: desde el momento en que la salvación implica un estado de perfecta beatitud y que la religión no exige otra cosa, ¿por qué elegir la vía que tiene por meta la «deificación»? A esta objeción, respondemos que la vía esotérica, por definición, no podría en modo alguno ser objeto de «elección» para aquellos que la siguen, porque no es el hombre quien la elige, sino ella quien elige al hombre; en otros términos, la cuestión de una elección no se plantea, porque lo finito no podría elegir lo Infinito; se trata aquí más bien de una cuestión de «vocación», y los que son «llamados», para emplear el término evangélico, no podrían sustraerse a la llamada, so pena de «pecado contra el Espíritu», no más que un hombre cualquiera no podría sustraerse legítimamente a las obligaciones de su religión. Si resulta impropio hablar de una «elección» a propósito del Infinito, lo es igualmente hablar de un deseo, porque no es de un deseo de Realidad divina de lo que se trata en el caso del iniciado, sino más bien de una tendencia lógica y ontológica hacia su propia Esencia trascendente. Esta definición es de una importancia extrema. La doctrina exotérica como tal, es decir, considerada fuera de la influencia espiritual que puede actuar sobre las almas independientemente de esta doctrina, no posee en modo alguno la certidumbre absoluta; de la misma manera, el conocimiento teológico no podría por sí mismo evitar las tentaciones de la duda, inclusive en el caso de los grandes místicos, y, en cuanto a las gracias que pueden intervenir en semejantes casos, ellas no son consustanciales a la inteligencia, de manera que su permanencia no depende del ser que se beneficia de ellas. Limitándose a un punto de vista relativo, el de la salvación individual — punto de vista interesado que influencia inclusive la concepción de la divinidad en un sentido restrictivo —, la ideología exotérica no dispone de ningún medio de prueba o de legitimación doctrinal proporcional a sus exigencias. Lo que es en efecto característico de toda doctrina exotérica es la desproporción entre sus exigencias dogmáticas y sus garantías dialécticas: porque sus exigencias son absolutas, puesto que derivan de una Voluntad divina y también de un Conocimiento divino, en tanto que sus garantías son relativas, pues son independientes de esa Voluntad y están fundadas, no sobre ese Conocimiento, sino sobre un punto de vista humano, el de la razón y el sentimiento. Por ejemplo, se exige de los Brahmanes el abandono total de una tradición varias veces milenaria de la que Innumerables generaciones han tenido la experiencia espiritual y que ha producido flores de sabiduría y de santidad hasta nuestros días; los argumentos que se emplean para justificar esta exigencia inaudita no contienen, sin embargo, nada que sea lógicamente concluyente ni proporcionado a la amplitud de la exigencia en cuestión; las razones que tendrán los Brahmanes para permanecer fieles a su patrimonio espiritual serán, pues, infinitamente más sólidas para ellos que las razones mediante las cuales se les pretende llevar a dejar de ser lo que son. La desproporción, desde el punto de vista hindú, entre la inmensa realidad de la tradición brahmánica y la insuficiencia de los contra-argumentos religiosos es tal, que esto debería bastar para probar que si Dios quisiera someter al mundo entero a una sola religión, los argumentos de ésta no serían tan débiles, ni los de ciertos sedicentes «infieles» tan fuertes; dicho de otro modo: si Dios no estuviera más que del lado de una sola forma tradicional, la potencia persuasiva de ésta sería tal que ningún hombre de buena fe podría sustraerse a ella. Por otra parte, el término mismo de «infiel» aplicado a civilizaciones mucho más viejas, con una sola excepción, que la cristiana, civilizaciones que tienen todos los derechos espirituales e históricos para ignorar a esta última, hace todavía presentir, por el ilogismo de su ingenua pretensión, todo cuando hay de abusivo en las reivindicaciones religiosas respecto a otras formas tradicionales ortodoxas. La exigencia absoluta de creer en tal religión y no en tal otra no puede, efectivamente, intentar justificarse más que por medios eminentemente relativos: ensayos de pruebas filosófico-teológicas, históricas o sentimentales. Ahora bien, no existe en realidad una sola prueba en apoyo de estas pretensiones a la verdad única y exclusiva, y todo posible ensayo de prueba no podría concernir más que a las disposiciones individuales de los hombres, disposiciones que, reduciéndose en el fondo a una cuestión de credulidad, son por demás relativas. Toda perspectiva exotérica pretende, por definición misma, ser la única verdadera y legítima, y ello porque el punto de vista exotérico, al no tener en cuenta más que un interés individual, la salvación, no encuentra ninguna ventaja en conocer la verdad de otras formas tradicionales; desinteresándose de su propia verdad, se desinteresa todavía mucho más de la de los otros, o más bien la niega, porque la noción de una pluralidad de formas tradicionales corre el riesgo de dañar a la sola búsqueda de la salvación individual; y esto saca precisamente a la luz el carácter relativo de la forma que, sí, es de una necesidad absoluta para la salvación del individuo. Se podría preguntar sin embargo por qué las garantías, es decir, las pruebas de veracidad o de credibilidad que la polémica religiosa se esfuerza en producir, no derivan espontáneamente de la Voluntad divina como es el caso de las exigencias de la religión; ni que decir tiene que esta cuestión carece de sentido si no se refiere a verdades, porque no se podrían probar los errores; ahora bien, los argumentos de la polémica religiosa, precisamente, no pueden de ninguna manera depender del dominio intrínseco y positivo de la fe; una idea cuyo alcance es únicamente extrínseco y negativo, y que en el fondo no resulta sino de una inducción — como por ejemplo la idea de la verdad y da la legitimidad exclusivas de tal religión, o, lo que viene a ser lo mismo, de la falsedad e ilegitimidad de todas las demás tradiciones posibles —, una tal concepción no podría evidentemente ser el objeto de una prueba divina ni, con mayor razón, humana. Por lo que concierne a los dogmas verdaderos — es decir, no derivados por inducción, sino de alcance estrictamente intrínseco — si Dios no ha proporcionado las pruebas teóricas de su veracidad, es que, en primer lugar, tales pruebas son inconcebibles e inexistentes sobre el plano en que se sitúa el exoterismo, y exigirlas como hacen los no creyentes sería una contradicción pura y simple; en segundo lugar, como veremos más adelante, si tales pruebas existen es sobre un plano completamente distinto, y la Revelación divina los implica perfectamente, sin omisión alguna; en tercer lugar, en fin, volviendo al plano exotérico, donde únicamente esta cuestión puede plantearse, la Revelación comporta, en lo que tiene de esencial, una inteligibilidad suficiente para poder servir de vehículo a la acción de la gracia (NA: Un ejemplo de la conversión por la influencia espiritual o la gracia, y en ausencia de todo argumento de orden doctrinal, nos es suministrado por el caso bien conocido de Sundar Singh; este Sikh de naturaleza noble y temperamento místico, pero desprovisto de verdaderas cualidades intelectuales, había confesado un odio implacable no sólo a los cristianos, sino también al Cristianismo e inclusive al Evangelio; este odio, en razón de su paradójica coincidencia con el carácter noble y místico de Sundar Singh, entró en colisión con la influencia espiritual de Cristo y se tomó en desesperación; vino entonces una conversión fulminante provocada por una visión; ahora bien, en esto no tuvo ninguna intervención la doctrina cristiana, y el converso no tuvo jamás la idea de buscar la ortodoxia tradicional. El caso de San Pablo presenta, por otra parte, si bien a un nivel notablemente superior en cuanto al personaje y en cuanto a las circunstancias, ciertas analogías puramente «técnicas» con el ejemplo citado. En resumen, se puede afirmar que cuando un hombre de naturaleza religiosa odia y persigue a una religión, está bien cerca de convertirse, apenas las circunstancias le sean favorables) que, ella sí, es la única razón suficiente plenamente válida para la adhesión a una religión. Sin embargo, al no ser esta gracia puesta en marcha más que respecto a los que no poseen un equivalente de ella bajo otra forma revelada, los dogmas siguen sin tener poder persuasivo, podríamos decir, sin pruebas, para los que poseen este equivalente; éstos serán, por consiguiente, «inconvertibles» — abstracción hecha de los casos de conversión debida a la fuerza sugestiva de un psiquismo colectivo, no entrando en este caso la gracia en acción sino a posterior (NA: Es el caso de los no cristianos que se convirtiesen al Cristianismo de la misma manera que adoptarían cualesquiera otras formas de la civilización occidental moderna; lo que en el caso de los occidentales puede ser sed de novedad, puede constituir en los otros sed de cambio, se podría decir de renegación; de ambos lados, es la misma tendencia a realizar y a agotar posibilidades que la civilización tradicional había excluido) — , puesto que la influencia espiritual no les afectará, de la misma manera que una luz no puede iluminar a otra luz. Es, pues, conforme a la voluntad divina, que ha revestido la Verdad una de diferentes formas y que la ha repartido entre diferentes humanidades de las que cada una es simbólicamente la única que es; y añadiremos que si la relatividad extrínseca del exoterismo es conforme a la Voluntad divina, que se afirma así en la naturaleza misma de las cosas, ni que decir tiene que esta relatividad no podría ser abolida por una voluntad humana. Ahora, si no existe ninguna prueba rigurosa en apoyo de una pretensión exotérica a la detentación exclusiva de la verdad, ¿no se sentiría uno llevado a creer que la ortodoxia misma de una forma tradicional no podría ser probada? Esta sería una conclusión bastante artificial y, en todo caso, completamente errónea, porque toda forma tradicional comporta una prueba absoluta de su verdad, o sea, de su ortodoxia; lo que no puede ser probado, a falta de prueba absoluta, no es la verdad intrínseca y por consiguiente la legitimidad tradicional de una forma de la Revelación universal, sino únicamente el hecho hipotético de que tal forma particular sería la única verdadera y legítima; y si esto no puede ser probado es por la sencilla razón de que es falso. Hay, pues, pruebas irrefutables de la verdad de una tradición; pero estas pruebas, que son de orden puramente espiritual, siendo como son las únicas pruebas posibles en apoyo de una verdad revelada, comportan al mismo tiempo la negación del exclusivismo pretencioso de las formas; en otros términos, quien quiera probar la verdad de una religión, o bien no tiene pruebas, pues éstas no existen, o no tiene más que pruebas que afirman toda verdad religiosa sin excepción, sea cual sea la forma que ella pueda revestir. La pretensión exotérica de la detentación exclusiva de una verdad única, o de la Verdad sin epítetos, es, pues, un error puro y simple; en realidad, toda verdad expresada reviste necesariamente una forma, la de su expresión, y es metafísicamente imposible que una forma tenga un valor único con exclusión — de otras formas: porque una forma, por definición misma, no puede ser única ni exclusiva, es decir, que una forma no puede ser la sola posibilidad de expresión de lo que ella expresa; y quien dice forma dice especificidad o distinción, y lo específico no es concebible más que en tanto que modalidad de una especie, luego de un orden que engloba un conjunto de modalidades análogas; o, todavía, lo limitado, que es tal por exclusión de lo que sus límites no comprenden, debe compensar esta exclusión por una reafirmación o repetición de sí mismo fuera de sus lindes, lo que viene a decir otra vez que la existencia de otras cosas limitadas está rigurosamente implicada en la definición misma de lo limitado. Pretender que una limitación, como por ejemplo una forma considerada como tal, es única en su género e incomparable, que ella excluye, pues, la existencia de otras modalidades que le son análogas, torna a atribuir a ella la unicidad de la Existencia misma; ahora bien, nadie podrá contestar que una forma es siempre una limitación, y que una religión es forzosamente siempre una forma — no, ciertamente, por su Verdad interna que es de orden universal, o sea, supraformal, sino por su modo de expresión, que, como tal, no puede no ser formal, o sea, específico y limitado. Nunca se repetiría bastante que una forma es siempre una modalidad de un orden de manifestación formal, luego distintiva o múltiple, y, por consiguiente, como decíamos hace unas líneas, una modalidad entre otras, siendo única solamente su causa supraformal; y repitamos también — porque no se debe jamás perder de vista — que la forma, por el hecho mismo de que es limitada, deja necesariamente algo fuera de ella, es decir, lo que su límite excluye; y este algo, si pertenece al mismo orden, es forzosamente análogo a la forma considerada, porque la distinción de las formas debe ser compensada por una indistinción, una identidad relativa, sin que las formas fueran absolutamente distintas las unas de las otras, lo que volvería a convertirse en una pluralidad de unicidades o de Existencias; cada forma sería entonces una suerte de divinidad sin la menor conexión con otras formas, suposición que es completamente absurda. La pretensión exotérica de la detentación exclusiva de la verdad tropieza, pues, como acabamos de ver, con la objeción axiomática de que no existe un hecho único, por la simple razón de que es rigurosamente imposible que un tal hecho exista, pues sólo la unicidad es única y un hecho no es la unicidad; esto es lo que ignora la ideología «creyente», que no es otra cosa, en el fondo, que la confusión interesada entre lo formal y lo universal. Las ideas que se afirman en una forma religiosa — tales como la idea del Verbo o la de la Unidad divina — no pueden no afirmarse, de una manera o de otra, en las otras religiones; de la misma manera los medios de gracia o de realización espiritual de que dispone tal sacerdocio no pueden no encontrar equivalente en otra parte; y, añadiremos, es precisamente en la medida en que un medio de gracia es importante o indispensable, como se reencontrará necesariamente en todas las formas ortodoxas bajo un modo apropiado al respectivo ambiente. Podemos resumir las consideraciones precedentes mediante esta fórmula: la Verdad absoluta no se encuentra sino más allá de todas sus posibles expresiones; estas expresiones, en cuanto tales, no podrían pretender alcanzar los atributos de esta Verdad; su alejamiento en relación con ésta se traduce por su diferenciación y su multiplicidad, que las limitan forzosamente. La imposición metafísica de la detentación exclusiva de la verdad, por una forma doctrinal cualquiera, puede formularse todavía de la manera siguiente, a la luz de los datos cosmológicos que permiten fácilmente el empleo de un lenguaje religioso: que Dios haya permitido la decrepitud y, en consecuencia, la decadencia de ciertas civilizaciones, después de haberles concedido algunos milenios de florecimiento espiritual, no está de ninguna manera en contradicción con la naturaleza de Dios, si así puede decirse; del mismo modo, que la humanidad entera haya entrado en un período relativamente corto de oscuridad después de milenios de una existencia sana y equilibrada, está igualmente conforme con la «manera de actuar» de Dios. Por contra, que Dios, sin dejar de querer por ello el bien de la humanidad, haya podido dejar corromperse a la inmensa mayoría de los hombres — entre ellos, los mejor dotados — después de milenios y prácticamente sin esperanzas, en las tinieblas de una ignorancia mortal, y que, queriendo salvar al género humano, El haya podido elegir un medio material y psicológicamente tan ineficaz como una nueva religión, que mucho tiempo antes de haber podido dirigirse a todos los hombres, no sólo ha tomado forzosamente un carácter cada vez más particularizado y local, sino que inclusive, por la fuerza de las cosas, se ha corrompido parcialmente o se ha hundido en su medio original; que Dios haya podido actuar así, es ésta una inducción demasiado abusiva que no tiene en cuenta en absoluto la naturaleza de Dios, cuya esencia es Bondad y Misericordia; esta naturaleza puede ser terrible, pero no monstruosa, la teología está lejos de ignorarlo. O todavía, que Dios haya permitido al enceguecimiento humano provocar herejías en el seno de las civilizaciones tradicionales, esto es conforme a las Leyes divinas que rigen la creación entera; pero que Dios haya podido permitir a una religión, que habría sido inventada por un hombre, conquistar una parte de la humanidad y mantenerse, durante más de un milenio, sobre la cuarta parte habitada del globo, engañando el amor, la fe y la esperanza de una legión de almas sinceras y fervientes, esto es también contrario a las Leyes de la Misericordia divina, o, dicho de otro modo, a las de la Posibilidad universal. La Redención es un acto eterno que no se puede situar ni en el tiempo ni en el espacio; el sacrificio de Cristo es una manifestación de ella o una realización particular sobre el plano humano; los hombres podían y pueden beneficiarse de la Redención tanto antes como después del advenimiento del Cristo Jesús, y fuera de la Iglesia visible tanto como en su seno. Si Cristo hubiese podido ser la manifestación única del Verbo, suponiendo que esta unicidad de manifestación fuese posible, su nacimiento habría debido tener por efecto reducir instantáneamente el universo a cenizas. Hemos visto anteriormente que todo cuanto se puede decir de los dogmas debe valer igualmente para los medios de gracia, tales como los sacramentos. Si la Eucaristía es un medio de gracia «primordial» y por lo mismo indispensable, es porque ella emana de una Realidad universal de la que extrae toda su propia realidad; pero si ello es así, la Eucaristía, como todo otro medio de gracia correspondiente en otras formas tradicionales, no puede ser única, porque una Realidad universal no puede tener más que una sola manifestación con exclusión de toda otra sin dejar de ser universal. Que no se objete que tal rito concierne a toda la humanidad por la simple razón de que, según la expresión evangélica, debía ser enseñado a «todos los pueblos»; porque en el estado normal del mundo, al menos a partir de una cierta época cíclica, éste se compone de varias humanidades distintas que se ignoran más o menos, bien que, bajo ciertos aspectos y en ciertos casos, la delimitación exacta de estas humanidades sea una cuestión muy compleja en razón de la intervención de toda clase de condiciones cíclicas excepcionales (NA: Ciertos pasajes del Nuevo Testamento demuestran que el «mundo», para la tradición cristiana, se identifica con el Imperio romano que representaba el dominio providencial de expansión y de vida para la civilización cristiana; es en este sentido como San Lucas pudo escribir — o, mejor dicho, el Espíritu Santo ha podido hacer escribir a San Lucas — que «en aquellos días fue promulgado un edicto de César Augusto a fin de que fuese empadronado todo el universo», a lo que Dante hace alusión, en su tratado sobre la monarquía, hablando del «empadronamiento del género humano» (NA: in illa singulari generis humani descriptione); y en otro lugar del mismo tratado: «Por estas palabras, podemos comprender claramente que la jurisdicción universal del mundo pertenecía a los romanos.» Y una vez más: «Yo afirmo, pues, que el pueblo romano adquirió… potestad sobre todos los mortales»). Ahora, si ocurre que grandes Profetas o Avataras, conociendo la universalidad de la Verdad, han debido negar exteriormente tal o cual forma tradicional, es preciso considerar, por una parte, la razón inmediata de esta actitud y, de otra, su sentido simbólico; sentido éste que, por así decirlo, se sobrepone a aquél. Si Abraham, Moisés y Cristo negaron los «paganismos» con los que respectivamente se las tuvieron que haber es porque se trataba en cada caso de tradiciones que se habían sobrevivido a sí mismas y que, siendo ya formas sin auténtica vida espiritual, y sirviendo a veces de soporte a influencias tenebrosas, habían perdido su razón de ser; ahora bien, quien ha sido «elegido», quien es por sí mismo el tabernáculo vivo de la Verdad, no tiene ciertamente por qué cuidar formas muertas que han llegado ya a no ser aptas para cumplir su primitivo papel. Por otra parte, esta actitud negativa de los que manifiestan la Palabra divina es simbólica, y éste es su sentido más profundo y también el más verdadero; porque si, con toda evidencia, ella no ha podido concernir a los núcleos esotéricos que han podido sobrevivir en medio de civilizaciones agotadas y vacías de su espíritu, esta misma actitud, aplicada a un hecho generalmente humano, es decir, a una degeneración o un «paganismo» difundido entre todos los hombres, será por contra justificada sin ninguna reserva. O bien, para citar un ejemplo análogo: si el Islam debía negar de una cierta manera las formas monoteístas que le habían precedido, para esto había una razón inmediata en las limitaciones formales de estas religiones; así, está fuera de duda que el judaísmo no podía ya servir de base tradicional a la humanidad del Próximo Oriente, porque la forma de esta religión había llegado a un grado de particularización que la volvía inapta para la expansión; y en cuanto al Cristianismo, no solamente se había particularizado rápidamente en un sentido análogo, bajo la influencia del medio occidental, y quizá sobre todo del espíritu romano, sino que también había dado nacimiento, en Arabia y en los países adyacentes, a toda clase de desviaciones que amenazaban con inundar el Próximo Oriente e inclusive la India de una multitud de herejías muy alejadas del Cristianismo primitivo y ortodoxo. La Revelación islámica tenía ciertamente el derecho más sagrado, en virtud de la autoridad divina inherente a toda Revelación, a descartar los dogmas cristianos, visto que éstos daban tanto más fácilmente nacimiento a las desviaciones cuanto que eran verdades iniciáticas vulgarizadas y no verdaderamente adaptadas; pero, por otra parte, los pasajes coránicos concernientes a cristianos, judíos, sabeos y paganos tienen ante todo un sentido simbólico que no hace en modo alguno alusión a la ortodoxia de las tradiciones, y los respectivos nombres de éstos no sirven entonces sino para designar ciertos hechos generalmente humanos. Por ejemplo, cuando en el Corán se dice que Abraham no era ni judío ni cristiano, sino hanif (NA: «ortodoxo» en relación con la tradición primordial), es evidente que las palabras «judío» y «cristiano» no designan sino actitudes espirituales generales de las que las limitaciones formales del Judaísmo y del Cristianismo no son más que manifestaciones particulares, o sea, ejemplos; y nótese que decimos «limitaciones formales» y no nos referimos, bien entendido, al Judaísmo y al Cristianismo en sí mismos, cuya ortodoxia no está en entredicho. Volviendo a la incompatibilidad relativa de las formas religiosas, y sobre todo de algunas de entre ellas, añadiremos que les es necesario interpretar erróneamente, en un cierto grado, las otras formas, porque la razón de ser de una religión reside, al menos bajo un cierto aspecto, precisamente en lo que la distingue de otras religiones; la Providencia divina no admite ninguna mezcla de las formas reveladas desde que la humanidad se ha dividido en «humanidades» diversas y se ha alejado de la Tradición primordial, que es la sola Tradición «única» posible. Así, por ejemplo, la interpretación errónea por parte de los musulmanes del dogma cristiano de la Trinidad es providencial, porque la doctrina encerrada en este dogma es esencial y exclusivamente esotérica y no es en modo alguno susceptible de una «exoterización» propiamente dicha; el Islamismo debía, pues, limitar la expansión de este dogma, pero esto no causa ningún perjuicio a la presencia, en el Islamismo, de la verdad universal expresada por el dogma en cuestión. Por otra parte, quizá no sea inútil precisar aquí que la divinización de Jesús y de María, atribuida indirectamente a los cristianos por el Corán, da lugar a una «Trinidad» que por lo demás este libro no identifica en ninguna parte con la de la doctrina cristiana, pero que no reposa menos sobre realidades, a saber, en primer lugar, la concepción de la «Coredentora» «Madre de Dios», doctrina no exotérica que como tal no podía encontrar ningún lugar en la perspectiva religiosa del Islam, y seguidamente el marianismo de hecho que, desde el punto de vista islámico, constituye una usurpación parcial del culto debido a Dios; en fin, tuvo lugar la mariolatría de ciertas sectas de Oriente contra la que el Islam tuvo que reaccionar tanto más violentamente cuanto que ella estaba muy próxima al paganismo árabe. Pero de otro lado, según el Sufí Abd el-Karim el-Jill, la «Trinidad» mencionada en el Corán es susceptible de una interpretación esotérica — los gnósticos concebían, en efecto, al Espíritu Santo como «Madre divina» — , y no es entonces sino la exoterización o la alteración de este sentido el que es reprochado, respectivamente, a los cristianos ortodoxos y a los heréticos adoradores de la Virgen; desde otro punto de vista aún, se puede decir — y la misma existencia de los heréticos mencionados lo atestigua — que la «Trinidad coránica» corresponde en el fondo a aquello en que los dogmas cristianos se habían convertido, por un inevitable error de adaptación, entre los árabes para quienes no habían sido hechos. Ahora, para lo que es el dogma de la Trinidad tal como lo entiende la ortodoxia cristiana, su rechazo por el Islam está motivado, aparte las razones de oportunidad tradicional, por una razón de orden metafísico: es que la teología cristiana entiende por Espíritu Santo no solamente una realidad puramente de principio, metacósmica, divina, sino también el reflejo directo de esta Realidad en el orden manifestado, cósmico, creado; en efecto, el Espíritu Santo, según la definición que de El da la teología, comprende, fuera del orden de los principios o divino, la cima o el centro luminoso de la creación total, o, en otros términos, comprende la manifestación informal; ésta es, para hablar en términos hindúes, el reflejo directo y central del Principio creador, Purusha, en la substancia cósmica, Prakriti; este reflejo, que es la Inteligencia divina manifestada, Buddhi — en sufismo, Er-Ruh y El-Aql, o aun los cuatro arcángeles que, análogos a los Devas y a sus Shaktis, representan otros tantos aspectos o funciones de esta Inteligencia —, este reflejo, decimos, es el Espíritu Santo en tanto que El ilumina, inspira y santifica al hombre. Cuando la teología identifica este reflejó con Dios tiene razón en el sentido de que Buddhi o Er-Ruh — el Metraton de la Qabbalah — «es» Dios bajo la relación esencial, «vertical», es decir, en el sentido en que un reflejo es «esencialmente» idéntico a su causa. Cuando, por contra, la misma teología distingue a los Arcángeles de Dios-Espíritu-Santo y no ve en ellos más que criaturas, tiene también razón, en el sentido de que distingue entonces al Espíritu Santo reflejado en la creación de Su Prototipo principial y divino; pero es inconsecuente, por la fuerza de las cosas, cuando parece perder de vista que los Arcángeles son aspectos o funciones de esta porción central o suprema de la creación que es el Espíritu Santo en tanto que Paráclito. Desde el punto de vista teológico o religioso, no es posible admitir, de una parte, la diferencia entre el Espíritu Santo divino, principial, metacósmico, y el Espíritu Santo manifestado o cósmico, «creado», y de otra parte la identidad de este último con los Arcángeles; el punto de vista teológico no puede efectivamente jamás acumular dos perspectivas diferentes en un solo dogma, de ahí la divergencia entre el Cristianismo y el Islam. Para este último, la «divinización» cristiana del Intelecto cósmico constituye una «asociación» (NA: shirk) de algo «creado» a Dios, aunque sea ello la manifestación informal, angélica, paradisíaca, paraclética. Aparte esta cuestión del Espíritu Santo, el Islam no se opondría en absoluto a la idea de que en la Unidad divina hay un aspecto ternario; lo que rechaza es únicamente la idea de que Dios es exclusiva y absolutamente Trinidad, porque esto significa, desde el punto de vista musulmán, atribuir a Dios una relatividad o atribuirle un aspecto relativo de una manera absoluta. Cuando decimos que una forma religiosa está hecha, si no para tal «raza», al menos para una colectividad humana determinada por tales condiciones particulares — condiciones que pueden ser, como es el caso del mundo musulmán, de naturaleza muy compleja — se nos podría objetar válidamente la presencia de cristianos entre casi todos los pueblos o cualquier otro argumento de este género; para comprender la necesidad de una forma tradicional no se trata de saber si, en el seno de la colectividad para la cual esta forma está hecha, hay o no individuos o grupos susceptibles de adaptarse a otra forma — cosa que nunca se podría discutir —, sino únicamente de saber si la colectividad total podría adaptarse a ella; por ejemplo, para poner en duda la legitimidad del Islam, no basta con constatar que hay árabes cristianos, porque la única cuestión que se plantea es la de saber lo que llegaría a ser un Cristianismo profesado por la totalidad de la colectividad árabe. Todas estas cuestiones ayudarán a hacer comprender que la Divinidad manifiesta Su Personalidad mediante tal o cual Revelación, y Su suprema Impersonalidad mediante la diversidad de formas de Su Verbo. Hemos hecho notar más arriba que, en el estado normal de la humanidad, ésta se compone de varios mundos distintos. Muchos, sin duda, nos objetarán que Cristo no mencionó jamás esta delimitación del mundo ni, por otra parte, la existencia de un esoterismo. A esta objeción, responderemos que tampoco explicó a los judíos cómo debían interpretar sus palabras que, sin embargo, les escandalizaron; por lo demás, el esoterismo se dirige precisamente a «los que tienen oídos para oír» y que, por este hecho, no tienen ninguna necesidad de puestas a punto o pruebas que puedan necesitar aquéllos a quienes el esoterismo no se dirige; en cuanto a la enseñanza que Cristo haya podido reservar a sus discípulos o a algunos de entre ellos, no iban a ser explicitadas en los Evangelios, puesto que dicha enseñanza está contenida en ellos bajo una forma sintética y simbólica, la única que admiten las Escrituras sagradas. Por otra parte, Cristo, en su calidad de Encarnación divina, hablaba necesariamente de modo absoluto, en razón de una cierta subjetivación de lo Absoluto que tiene lugar en los Hombres-Dios y sobre la que no nos podemos extender aquí (NA: René Guénon explica esta subjetivación en los siguientes términos: «La vida de ciertos seres, considerada según las apariencias individuales, presenta hechos que están en correspondencia con los de orden cósmico y son en cierto modo, desde el punto de vista exterior, una imagen o una reproducción de éstos; pero, desde el punto de vista interior, esta relación debe ser inversa, porque siendo estos seres realmente el Maha-Purusha, son los hechos cósmicos los que verdaderamente son modelados sobre su vida o, hablando más exactamente, sobre aquello de lo cual esta vida es una expresión directa, mientras que los hechos cósmicos en sí mismos no son más que una expresión reflejada de ella» (NA: Etudes traditionnelles, marzo 1939)); El no tenía pues que tener en cuenta contingencias que quedaban fuera del dominio de su misión, y no tenía por qué especificar que existen mundos tradicionales «sanos» — por servirnos del término evangélico — fuera del mundo «enfermo» al que concierne su mensaje; no tenía tampoco por qué explicar que, al decir de sí mismo que era «el camino, la verdad y la vida», en sentido absoluto, es decir, «principial», no entendía en modo alguno limitar por esto la manifestación universal del Verbo, sino que, por el contrario, afirmaba su identidad esencial con este último, cuya manifestación cósmica vivía él mismo de modo subjetivo (NA: Citemos este adagio sufí: «Nadie puede encontrar a Allah si no ha encontrado antes al Profeta»; es decir, nadie llega a Dios si no es mediante Su Verbo, cualquiera que sea el modo de revelación de este último; o aún en un sentido más específicamente iniciático: nadie alcanza el «Sí mismo» divino si no es a través de la perfección del «yo» humano. Importa subrayar que cuando se dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», esto es absolutamente verdadero para el Verbo divino (NA: «Cristo»), y relativamente verdadero para Su manifestación humana (NA: «Jesús»); una verdad absoluta, en efecto, no puede limitarse a un ser relativo. Jesús es Dios, pero Dios no es Jesús; el Cristianismo es divino, pero Dios no es cristiano); de ahí la imposibilidad, en semejante ser, de considerarse a sí mismo desde el simple punto de vista de las existencias relativas, si bien este punto de vista se encuentra comprendido en toda naturaleza humana y debe afirmarse accesoriamente; pero esto no interesa para nada a la perspectiva específicamente esotérica. Tenemos que decir aún, para volver a nuestras consideraciones precedentes, que desde la expansión de los occidentales sobre el resto del mundo, la incomprensión deja de ser indiferente, puesto que ella puede comprometer a la propia religión cristiana a los ojos de algunos que se dan cuenta de que todo no es más que sombrío paganismo fuera de esta religión, pero no hay que decir que no habría por qué reprochar a la enseñanza de Cristo cualquier tipo de omisión, porque El se dirigió a su Iglesia y no al mundo moderno que, en tanto tal, extrae toda su existencia de su ruptura con esta Iglesia o, lo que es lo mismo, de su infidelidad a Cristo. No obstante, el Evangelio no deja de contener algunas alusiones a los límites de la misión crística y a la existencia de los mundos tradicionales no asimilables al paganismo: «No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos», y también: «Porque no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores» (NA: Mt 9,12 y 13), y, en fin, este versículo que pone en evidencia lo que es el paganismo: «No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o qué vestiremos? Los gentiles (NA: los 'paganos') se afanan por todo eso» (NA: Mt 6,31 y 32) (NA: De hecho, el paganismo antiguo, comprendido en él el de los árabes, se caracteriza por su materialismo práctico, mientras que no es posible, si no es con mala fe, hacer el mismo reproche a las tradiciones orientales que se han conservado hasta nuestros días). En el mismo sentido, se podrían citar las palabras siguientes: «En verdad os digo que en nadie de Israel he hallado tanta fe. Os digo, pues, que del Oriente y del Occidente vendrán y se sentarán a la mesa (NA: Este ejemplo del simbolismo oriental, o del simbolismo simplemente, debería bastar para mostrar el prejuicio de los detractores del paraíso islámico. Por otra parte, el «fuego» del infierno, que los cristianos admiten al mismo título que los musulmanes, es lógicamente tan «sensual» como el «festín» o las «huríes») con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino (NA: Israel, la Iglesia) serán arrojados a las tinieblas exteriores» (NA: Mt 8,10-12), y: «El que no está contra nosotros, está con nosotros» (NA: Mc 9,40). Más arriba hemos dicho que Cristo, en su calidad de Encarnación divina y conforme a la esencia universal de su enseñanza, hablaba siempre de modo absoluto, es decir, identificando simbólicamente ciertos hechos a los principios que ellos traducen, y sin situarse nunca en el punto de vista de aquél para quien los hechos presentan un interés en sí mismos (NA: En el lenguaje de Cristo, la destrucción de Jerusalén se identifica simbólicamente con el Juicio Final, lo que es muy característico de la forma de ver sintética y, podríamos decir, «esencial» o «absoluta» del Hombre-Dios. La misma observación vale para sus profecías sobre la venida del Espíritu Santo: ellas engloban simultáneamente — pero no ininteligiblemente — todos los modos de la manifestación paraclética, y especialmente la del profeta Mahoma, que fue la personificación misma del Paráclito o su manifestación cíclica; por otra parte, el Corán es considerado un «descendimiento» (NA: tanzil), como la aparición del Espíritu Santo en Pentecostés. Podríamos aún hacer notar que si la segunda venida de Cristo al final de nuestro ciclo tendrá para los hombres un alcance universal, en el sentido de que no concernirá ya a «una humanidad», en la acepción tradicional ordinaria de esta palabra, sino al género humano entero, el Paráclito, en su gran aparición, debe manifestar esta universalidad por anticipación, al menos por lo que se refiere al mundo cristiano, y es por esto por lo que la manifestación cíclica del Paráclito, o su «personificación» mahometana, debe aparecer fuera de la Cristiandad y quebrar así una cierta limitación particularista); actitud que se puede ilustrar con el siguiente ejemplo: cuando se habla del sol, ¿quién pensaría que el artículo determinado colocado delante de la palabra «sol» implica la negación de otros soles en el espacio? Lo que permite hablar del sol, sin especificar que se trata de un sol entre otros muchos, es precisamente el hecho de que, para nuestro mundo, nuestro sol es efectivamente «el sol», y es a este título, y no en tanto en cuanto es un sol entre otros, como refleja la Unicidad divina. Ahora bien, la razón suficiente de una Encarnación divina es el carácter de unicidad que la Encarnación tiene de Lo que ella encarna, y no el carácter de hecho que ella tiene necesariamente de la manifestación (NA: Esto es lo que Cristo expresó al decir que «sólo Dios es bueno»; el término «bueno», al implicar aquí todo sentido positivo posible, o sea, toda Cualidad divina, se debe igualmente comprender como que sólo Dios es único», lo que equivale a la afirmación doctrinal del Islam: «No hay divinidad (NA: o realidad) si no es la (NA: única) Divinidad (NA: o Realidad).» A quien quisiera contestar la legitimidad de una tal interpretación de las Escrituras, responderemos con el maestro Eckhart que «el Espíritu Santo enseña toda verdad; es cierto que hay un sentido literal que el autor tenía a la vista, pero como Dios es el autor de la Sagrada Escritura, todo sentido verdadero es, al mismo tiempo, sentido literal; porque todo lo que es verdadero proviene de la Verdad misma, está contenido en ella, deriva de ella y es querido por ella». Citemos igualmente este pasaje de Dante referente al mismo tema: «Las Escrituras pueden ser comprendidas y deben ser expuestas según cuatro sentidos. El uno es llamado literal… El cuarto es llamado anagógico, es decir, que sobrepasa el sentido (NA: sovrasenso); esto es lo que tiene lugar cuando se expone espiritualmente una Escritura que, siendo verdad en sentido literal, significa además las cosas superiores de la Gloria eterna, como se puede ver en el Salmo del Profeta en el que dice que cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, la Judea se hizo santa y libre. Aunque sea manifiestamente verdad que ocurrió así según la letra, lo que se entiende espiritualmente no es menos cierto, a saber: que cuando el alma sale del pecado, se vuelve santa y libre en su poder.» (NA: Covivio II,1)). Las relaciones entre el exoterismo y el esoterismo se reducen en último análisis a las que hay entre la «forma» y el «espíritu», que se vuelven a encontrar en toda enunciación y en todo símbolo; estas relaciones deben evidentemente existir en el interior del propio esoterismo y se puede decir que sólo la autoridad espiritual se sitúa al nivel de la Verdad desnuda e integral. El «espíritu», es decir, el contenido supraformal de la forma que, ella sí, es la «letra», manifiesta siempre una tendencia a quebrar las limitaciones formales y a ponerse, por consiguiente, en contradicción aparente con éstas: es así como se puede considerar toda readaptación tradicional o, lo que es lo mismo, toda Revelación, como ejerciendo la función de esoterismo frente a la forma tradicional precedente, de suerte que, por citar un ejemplo, el Cristianismo es esotérico en relación a la forma judaica, y el Islamismo en relación a las formas judaica y cristiana, lo que, bien entendido, no vale más que desde el punto de vista en que aquí nos colocamos, y sería completamente falso si se lo entendiera literalmente; por otra parte, en tanto que el Islamismo se distingue por su forma de las otras dos tradiciones monoteístas, es decir, en tanto que es formalmente limitado, éstas comportan igualmente un aspecto de esoterismo a su respecto, y la misma reversibilidad de relación juega entre el Cristianismo y el Judaísmo, si bien la relación que hemos indicado primeramente sea más directa que la segunda, desde el momento en que es el Islamismo el que ha roto, en nombre del «espíritu», las «formas» precedentes, y que es el Cristianismo quien había desempeñado el mismo papel frente al Judaísmo, y no a la inversa. Pero para volver a la consideración puramente principial de las conexiones entre la forma y el espíritu, no sabríamos hacer otra cosa mejor que citar, a título de ilustración, un pasaje del Tratado de la Unidad (NA: Risalat-el-Ahadiyah), atribuido a Mohidin Ibn Arabi, que muestra precisamente esta función esotérica que consiste en «quebrar la forma en nombre del espíritu», como decíamos más arriba. El pasaje es el siguiente: «La mayoría de los iniciados dicen que el conocimiento de Allah viene a continuación de la extinción de la existencia (NA: fana el-wujud) y de la extinción de esta extinción (NA: fana el-fana); ahora bien, esta opinión es completamente falsa… El conocimiento no exige la extinción de la existencia (NA: del yo) o la extinción de esta extinción; porque las cosas no tienen ninguna existencia, y lo que no existe no puede dejar de existir.» Ahora bien, las ideas fundamentales que Ibn Arabí rechaza, con una intención puramente especulativa por lo demás, o de método si se quiere, son, sin embargo, aceptadas por los mismos que consideran a Ibn Arabí como el más grande de los maestros; y de una manera análoga, todas las formas exotéricas son «sobrepasadas» o «quebradas», es decir, «negadas» en un cierto sentido por el esoterismo, que es el primero en reconocer la perfecta legitimidad de toda forma de Revelación, y que es también el único que puede reconocer esta legitimidad. «El Espíritu sopla donde quiere»; y, en razón de su universalidad, El quiebra la forma; sin embargo, El está obligado a revestirse de ella sobre el plano de lo formal. «Si tú quieres el hueso — dice el maestro Eckhart —, debes romper la corteza.»