Los Estudios carmelitanos (número de abril) publican la traducción de un largo estudio de M Miguel Asin Palacios sobre Ibn Abbad de Ronda, bajo el título: Un precurso hispano-musulmán de san Juan de la Cruz. Este estudio es interesante sobre todo por los numerosos textos que en él se citan, y por lo demás, con una simpatía de la cual la dirección de la revista ha creído deber excusarse mediante una nota bastante extraña: se «ruega al lector tener cuidado de dar al término “precursor” un sentido demasiado extenso»; y parece que, si algunas cosas deben ser dichas, no es tanto porque las mismas son verdaderas como porque ¡se podría hacer agravio a la Iglesia no reconociéndolas y servirse de éstas contra ella! Desafortunadamente, toda la exposición del autor está afectada, de cabo a rabo, de un defecto capital: es la confusión demasiado frecuente del esoterismo con el misticismo; ni siquiera habla un punto de esoterismo, le toma por misticismo pura y simplemente; y este error está todavía agravado por el empleo de un lenguaje específicamente «eclesiástico», que es todo lo que hay de más extraño al islam en general y al çûfismo en particular, y que causa una cierta impresión de malestar. La escuela shâdhiliyah, a la cual pertenecía Ibn-Abbad, es esencialmente iniciática, y, si tiene con los místicos como san Juan de la Cruz algunas similitudes exteriores, en el vocabulario por ejemplo, las mismas no impiden la diferencia profunda de los puntos de vista: así, el simbolismo de la «noche» no tiene ciertamente la misma significación de una parte y de la otra, y el rechazo de los «poderes exteriores» no supone las mismas intenciones; bajo el punto de vista iniciático, la «noche» corresponde a un estado de no manifestación (y por consiguiente, superior a los estados manifestados representados por el «día»: es en suma el mismo simbolismo que en la doctrina hindú), y, si los «poderes» deben efectivamente ser rechazados, al menos como regla general, es porque constituyen un obstáculo al puro conocimiento; no pensamos que sea del todo lo mismo bajo el punto de vista de los místicos. — Esto hace llamada a una precisión de orden general, para la cual, por lo demás, es bien entendido que M Asin de Palacios debe ser puesto del todo fuera de causa, ya que nadie podría hacerle responsable de una cierta utilización de sus trabajos. La publicación regular desde hace algún tiempo, en los Estudios carmelitanos, de artículos consagrados a las doctrinas orientales y cuyo carácter más llamativo es que se esfuerzan en presentar a estas doctrinas como «místicas», bien parecen proceder de las mismas intenciones que la traducción del libro de P Dandoy del que hemos hablado en otra parte; y un simple vistazo sobre la lista de los colaboradores de esta revista justifica enteramente esta impresión. Si se aproximan estos hechos a la campaña antioriental que conocen nuestros lectores, y en la cual ciertos medios católicos juegan igualmente una función, uno no puede, a primera vista, guardarse de un cierto extrañamiento, ya que parece que haya ahí alguna incoherencia; pero, con la reflexión, uno llega a preguntarse si una interpretación tendenciosa como esta de la cual se trata no constituiría, ella también, aunque de una manera desviada, un medio de combate contra el oriente. Es en efecto de temer, en todo caso, que una aparente simpatía no recubra alguna segunda intención de proselitismo y, si puede decirse, de «anexionismo». ¡Conocemos demasiado el espíritu occidental como para no tener ninguna inquietud a este respecto: ¡Timeo Danaos et dona ferentes! (VI, 1932, p 480-481)
Las Noticias literarias (número del 27 de mayo) han publicado una entrevista en el curso de la cual M Elian J Finbert ha juzgado bueno librarse a nuestra cuenta a unos relatos tan fantásticos como disgustantes. Hemos ya dicho con frecuencia lo que pensamos de esas historias «personales»: eso no tiene el menor interés en sí, y, al respecto de la doctrina, las individualidades no cuentan y jamás deben aparecer; además de esta cuestión de principio, estimamos que quienquiera que no es un malhechor tiene el derecho más absoluto a que el secreto de su existencia privada sea respetado y a que nada de lo que se refiere a la misma sea expuesto ante el público sin su consentimiento. Es más, si M Finbert se complace en este género de anécdotas, puede fácilmente encontrar entre los «hombres de letras», sus compadres, suficiente número de gentes cuya vanidad no pide otra cosa que satisfacerse de esas necedades, para dejar en paz a los que eso no podría convenir y que no entienden en punto ninguno servir de «divertimento» a quien quiera que sea. A despecho de la repugnancia que podamos sentir en hablar de estas cosas, nos es menester, para la edificación de aquellos de nuestros lectores que hubieran tenido conocimiento de la entrevista en cuestión, rectificar al menos algunas inexactitudes (para emplear un eufemismo) de las cuales rebosa este relato grotesco. Primero, debemos decir que M Finbert, cuando le encontramos en el Cairo, no cometió en punto ninguno la grosera descortesía de la cual se jacta: no nos preguntó «lo que veníamos a hacer en Egipto», e hizo bien, ya que le hubiéramos prontamente puesto en su sitio! Después, como él nos «dirigía la palabra en francés», le respondimos del mismo modo, y no «en árabe» (¡y, por añadidura, todos aquellos que nos conocen aunque sea poco saben como somos capaz de hablar «con compostura»!); pero lo que es verdad, lo reconocemos de buena gana, es que nuestra respuesta debió ser «vacilante»… y ello simplemente porque, conociendo la reputación de que goza nuestro interlocutor (con razón o sin ella, eso no es nuestro asunto), estábamos más bien molesto ante el pensamiento de ser visto en su compañía; y es precisamente para evitar el riesgo de un nuevo encuentro en el exterior que aceptamos ir a verle a la pensión donde se hospedaba. Allí, nos sucedió quizás, en la conversación, pronunciar incidentalmente algunas palabras árabes, lo que nada tenía de muy extraordinario; pero de lo que estamos perfectamente cierto, es de que no hubo de ninguna manera cuestión de «confraternidades» («cerradas» o no, pero en todo caso de ningún modo «místicas»), ya que es ese un tema que, por múltiples razones, no teníamos por qué abordar con M Finbert. Hablamos solo, en términos muy vagos, de personas que poseían ciertos conocimientos Tradicionales, sobre lo que él nos declaró que le hacíamos entrever ahí cosas de las cuales ignoraba totalmente la existencia (y nos lo escribió inclusive después de su retorno a Francia). Por lo demás, no nos pidió presentarle a quienquiera que fuere, y todavía menos «conducirle a las confraternidades», de suerte que no tuvimos que negárselo; tampoco nos dio «la seguridad de que estaba iniciado (sic) desde hace mucho tiempo en sus prácticas y que era considerado en las mismas con un musulmán» (!), ¡y es eso tanto mejor para nós, ya que no hubiéramos podido, a despecho de todas las conveniencias, impedirnos estallar de risa! A través de lo que sigue, donde es cuestión de «mística popular» (NA: M Finbert parece tenerle afición muy especialmente a este calificativo), de «conciertos espirituales» y otras cosas expresadas de manera tan confusa como occidental, hemos desentrañado sin demasiado esfuerzo donde había podido penetrar: ¡Eso es de tal modo serio… que se conduce allí inclusive a los turistas! Agregaremos solo que, en su última novela titulado El Loco de Dios (que ha servido de pretexto a la entrevista), M Finbert ha dado la justa medida del conocimiento que puede tener del espíritu del islam: no hay un solo musulmán en el mundo, por magzûb y por ignorante que quiera suponérsele, que pueda imaginarse reconocer al Mahdi (el cual de ningún modo debe ser «un nuevo Profeta») en la persona de un judío… Pero se piensa evidentemente (¡Y no sin alguna razón, todo hay que decirlo!) que el público será suficiente mughaffal para aceptar no importa qué, desde que eso es afirmado por «un hombre que vino de oriente»… pero que jamás ha conocido del mismo más que el «decorado» exterior. Si hubiéramos de dar un consejo a M Finbert, sería el de consagrarse a escribir novelas exclusivamente judías, donde estaría ciertamente mucho más a gusto, y de no ocuparse más del islam ni de oriente… ni tampoco de nós mismo. Shuf shufhlek, yâ khawaga! - Otra historia del mismo bueno gusto: M Pierre Mariel, el íntimo amigo del «fuego Mariani», ha hecho aparecer recientemente en El Tiempo una especie de novela-folletín a la cual ha dado un título demasiado hermoso para aquello de lo que trata: El espíritu sopla donde quiere, y cuya meta principal parece ser la de excitar algunos odios occidentales; no le felicitaremos por prestarse a esta monada bisoña…No habríamos hablado de esta cosa despreciable si el citado no hubiera aprovechado la ocasión para permitirse a nuestro respecto una insolencia del todo gratuita, que nos obliga a responderle esto: 1 No vamos a decirle lo que hemos podido «franquear» o no, tanto más cuanto que no comprendería ciertamente nada, pero podemos asegurarle que no hacemos en ninguna parte figura de «postulante»; 2 sin querer medir en lo más mínimo, es permisible decir que no es ciertamente a ellos a quienes deben dirigirse los que quieren «recibir iniciaciones superiores»; 3 lo que el llama, con un pleonasmo bastante cómico, «los últimos grados de la escala iniciática sufi» (sic), e inclusive los grados que están todavía lejos de ser los últimos, no se obtienen en punto ninguno por los medios exteriores y «humanos» que el parece suponer, sino únicamente como resultado de un trabajo del todo interior, y, desde que alguien ha sido vinculado a la silsilah, no está más en el poder de nadie impedirle acceder a todos los grados si es capaz de ello; 4 en fin, si hay una Tradición en que las cuestiones de raza y de origen no intervienen de ninguna manera, es ciertamente el islam, que, de hecho, cuenta entre sus adherentes a hombres pertenecientes a las razas más diversas. Por todas partes, se rencuentran en esta novela todos los clichés más o menos ineptos que tienen curso en el público europeo, comprendidos el «Creciente» y el «estandarte verde del Profeta»; pero, ¿qué conocimiento de las cosas del islam se podría esperar de alguien que, pretendiendo evidentemente vincularse al catolicismo, conoce bastante mal a éste como para hablar de un «cónclave» para el nombramiento de los nuevos cardenales? ¡Es inclusive sobre esta «perla» (margaritas ante porcos…, sea dicho sin irreverencia para sus lectores…) que se termina su historia, como si fuera menester ver ahí… «la marca del diablo»! (VI, 1933, p 434-436)
En Medidas (número de julio), M Émile Dermenghem estudia, citando numerosos ejemplos de ello, El «instante» en los místicos y en algunos poetas; quizás es menester deplorar que no haya distinguido más claramente, en esta exposición, tres grados que son en realidad muy diferentes: primero, el sentido superior del «instante», de orden puramente metafísico e iniciático, que es naturalmente el que se encuentra concretamente en el sufismo, y también en el Zen japonés (cuyo satori, en tanto que procedimiento técnico de realización, está manifiestamente emparentado a ciertos métodos taoístas); después, el sentido, ya disminuido o restringido en su alcance, que toma para los místicos; y finalmente, el reflejo más o menos lejano que puede subsistir todavía del mismo en algunos poetas profanos. Por otra parte, pensamos que el punto esencial, el que, en el primer caso al menos, da al «instante» su valor profundo, reside mucho menos en su subitoriedad (que es por lo demás más aparente que real, siendo siempre lo que se manifiesta entonces, de hecho, la conclusión de un trabajo preliminar, a veces muy largo, pero cuyo efecto había permanecido latente hasta ahí) que en su carácter de indivisibilidad, ya que es éste el que permite su transposición a lo «intemporal», y, por consiguiente, la transformación de un estado transitorio del ser en una adquisición permanente y definitiva. (ET, 1938, p 423)