LA PLEGARIA Y EL ENCANTAMIENTO

Acabamos de ver que hay casos donde la distinción de los dos dominios exotérico y esotérico no aparece como absolutamente tajante, por el hecho mismo de la manera particular en la que están constituidas algunas formas tradicionales, y que establece una suerte de continuidad entre el uno y el otro; hay otros casos donde esta distinción es perfectamente clara, y ello es concretamente así cuando el exoterismo reviste la forma específicamente religiosa. Para dar un ejemplo preciso y bien definido de estos últimos casos, consideraremos la diferencia que existe entre la plegaria, en el orden exotérico, y por otra parte, en el orden esotérico, lo que llamaremos el «encantamiento», empleando este término a falta de otro más claro del cual carecen las lenguas occidentales, y reservándonos definirle exactamente a continuación. En cuanto a la plegaria, debemos hacer observar ante todo que esta palabra, aunque en el lenguaje corriente se entiende lo más frecuentemente en un sentido muy vago, y aunque a veces se llega a tomarla como sinónimo del término «oración» en toda su generalidad, pensamos que conviene guardarle o darle la significación mucho más especial y restringida que tiene por su etimología misma, ya que esta palabra «plegaria» significa propia y exclusivamente «petición» y no puede emplearse sin abuso para designar otra cosa; así pues, será menester no olvidar que es en este único sentido como lo entenderemos en el curso de las consideraciones que van a seguir.

Primeramente, para indicar de qué manera se puede comprender la plegaria, consideremos una colectividad cualquiera, ya sea religiosa, ya sea simplemente «social» en el sentido más exterior, e incluso en el sentido enteramente profano en el que se toma más habitualmente esta palabra en nuestra época (NA: Bien entendido, la constatación de la existencia de hecho de organizaciones sociales puramente profanas, es decir, desprovistas de todo elemento que presente un carácter tradicional, no implica de ninguna manera el reconocimiento de su legitimidad.): cada miembro de esta colectividad está ligado a ella en una cierta medida, determinada por la extensión de la esfera de acción de la colectividad de que se trate, y, en esta misma medida, debe participar a su vez lógicamente de algunas ventajas, únicamente materiales en algunos casos (tales como el de las naciones actuales, por ejemplo, o el de los múltiples géneros de asociaciones basadas sobre una pura y simple solidaridad de intereses, y no hay que decir que estos casos son propiamente, de una manera general, aquellos en los que se trata de organizaciones completamente profanas), pero que, en otros casos, pueden referirse también a modalidades extracorporales del individuo, es decir, a lo que, en su conjunto, se puede llamar el dominio psíquico (consolaciones u otros favores de orden sentimental, e incluso a veces de un orden más elevado) o que pueden todavía, aunque sigan siendo materiales, obtenerse por medios en apariencia inmateriales, digámoslo más precisamente, por la intervención de elementos que no pertenecen al orden corporal, pero que, no obstante, actúan directamente sobre éste (la obtención de una curación por la plegaria es un ejemplo particularmente claro de este último caso). En todo eso, hablamos únicamente de las modalidades del individuo, ya que estas ventajas no pueden rebasar nunca el dominio individual, el único que alcanzan de hecho las colectividades, cualquiera que sea su carácter, que no constituyen organizaciones iniciáticas (puesto que éstas últimas, como ya lo hemos explicado precedentemente, son las únicas que tienen expresamente como meta ir más allá de este dominio), y que se preocupan de las contingencias y de las aplicaciones especiales que presentan un interés práctico desde un punto de vista cualquiera, y no solo, bien entendido, en el sentido más groseramente «utilitario», al que no se limitan más que las organizaciones puramente profanas, cuyo campo de acción no podría extenderse más allá del dominio corporal.

Así pues, se puede considerar cada colectividad como disponiendo, además de los medios de acción puramente materiales en el sentido ordinario de la palabra, es decir, que dependen únicamente del orden corporal, de una fuerza de orden sutil constituida de alguna manera por los aportes de todos sus miembros pasados y presentes, y que, por consiguiente, es tanto más considerable y susceptible de producir efectos tanto más intensos cuanto más antigua sea la colectividad y cuanto mayor sea el número de miembros que la componen (NA: Esto puede ser verdad incluso para organizaciones profanas, pero es evidente que, en todo caso, éstas no pueden utilizar esta fuerza más que inconscientemente y para resultados de orden exclusivamente corporal.); por lo demás, es evidente que esta consideración «cuantitativa» indica esencialmente que se trata en efecto del dominio individual, más allá del cual ya no podría intervenir de ninguna manera. Cada uno de sus miembros, cuando tenga necesidad de ello, podrá utilizar para su provecho una parte de esta fuerza, y para eso le bastará poner su individualidad en armonía con el conjunto de la colectividad de la que forma parte, resultado que obtendrá conformándose a las reglas establecidas por ésta y apropiadas a las diversas circunstancias que pueden presentarse; así, si el individuo formula entonces una petición, es en suma, de la manera más inmediata al menos, a lo que se podría llamar el espíritu de la colectividad (aunque la palabra «espíritu» sea ciertamente impropia en parecido caso, puesto que, en el fondo, sólo se trata de una entidad psíquica) a quien, conscientemente o no, dirigirá esta petición. No obstante, conviene agregar que no todo se reduce únicamente a eso en todos los casos: en el de las colectividades pertenecientes a una forma tradicional auténtica y regular, caso que es concretamente el de las colectividades religiosas, y donde la observancia de las reglas de que acabamos de hablar consiste más particularmente en el cumplimiento de algunos ritos, hay además la intervención de un elemento verdaderamente «no humano», es decir, de lo que hemos llamado propiamente una influencia espiritual, pero que aquí debe considerarse, por lo demás, como «descendiendo» al dominio individual, y como ejerciendo su acción en él por medio de la fuerza colectiva en la que toma su punto de apoyo (NA: Se puede destacar que, en la doctrina cristiana, el papel de la influencia espiritual corresponde a la acción de la «gracia», y el de la fuerza colectiva a la «comunión de los santos».).

A veces, la fuerza de la que acabamos de hablar, o más exactamente la síntesis de la influencia espiritual con esta fuerza colectiva a la que «se incorpora» por así decir, puede concentrarse sobre un «soporte» de orden corporal, tal como un lugar o un objeto determinado, que juega el papel de un verdadero «condensador» (NA: En parecido caso, se trata de una constitución comparable a la de un ser vivo completo, con un «cuerpo» que es el «soporte» del que se trate, un «alma» que es la fuerza colectiva, y un «espíritu» que es naturalmente la influencia espiritual que actúa exteriormente por el medio de los otros dos elementos.), y producir en él manifestaciones sensibles, como las que cuenta la Biblia hebraica sobre el Arca de la Alianza y el Templo de Salomón; aquí se podrían citar también como ejemplos, a un grado o a otro, los lugares de peregrinaje, las tumbas y las reliquias de los santos o de otros personajes venerados por los adherentes de tal o de cual forma tradicional. En eso es donde reside la causa principal de los «milagros» que se producen en las diversas religiones, ya que se trata de hechos cuya existencia es incontestable y no se limitan a una religión determinada; por lo demás, no hay que decir que, a pesar de la idea que uno se hace de ello vulgarmente, estos hechos no deben ser considerados como contrarios a las leyes naturales, como tampoco, desde otro punto de vista, lo «supraracional» no debe tomarse por lo «irracional». En realidad, lo repetimos todavía, las influencias espirituales tienen también sus leyes, que, aunque de un orden diferente al de las fuerzas naturales (tanto psíquicas como corporales), por eso no dejan de presentar con ellas algunas analogías; así, es posible determinar circunstancias particularmente favorables a su acción, que podrán provocar y dirigir, si poseen los conocimientos necesarios a este efecto, aquellos que son sus dispensadores en razón de las funciones de las que están investidos en una organización tradicional. Importa destacar que los «milagros» de los que se trata aquí son, en sí mismos e independientemente de su causa, que es la única que tiene un carácter «transcendente», fenómenos puramente físicos, perceptibles como tales por uno o varios de los cinco sentidos externos; por lo demás, tales fenómenos son los únicos que puedan ser constatados general e indistintamente por toda la masa del pueblo o de los «creyentes» ordinarios, cuya comprensión efectiva no se extiende más allá de los límites de la modalidad corporal de la individualidad.

Las ventajas que pueden ser obtenidas por la plegaría y por la práctica de los ritos de una colectividad social o religiosa (ritos conocidos por todos sus miembros sin excepción, y por consiguiente, de orden puramente exotérico y que no tienen evidentemente ningún carácter iniciático, y en tanto que no se consideran como pudiendo servir de base a una «realización» espiritual), son esencialmente relativas y contingentes, pero, sin embargo, no son desdeñables para el individuo, que, como tal, él mismo es relativo y contingente; así pues, éste cometería un error al privarse de ellas voluntariamente, si está vinculado a alguna organización capaz de procurárselas. Así, desde que es menester tener en cuenta la naturaleza del ser humano tal cual es de hecho, en el orden de realidad al que pertenece, no es en modo alguno censurable, incluso para aquel que es otra cosa que un simple «creyente» (haciendo aquí una distinción entre la «creencia» y el «conocimiento» que corresponde en suma a la del exoterismo y el esoterismo), conformarse con una meta interesada, por eso mismo de que es individual, y fuera de toda consideración propiamente doctrinal, a las prescripciones exteriores de una religión o de una legislación tradicional, provisto que no le atribuya a lo que alcanza así de ella más que su justa importancia y el lugar que le conviene legítimamente, y provisto también que la colectividad no ponga para ello condiciones, que, aunque comúnmente admisibles, constituyeran una verdadera imposibilidad de hecho en ese caso particular; bajo estas únicas reservas, la plegaria, ya sea dirigida a la entidad colectiva o, por su mediación, a la influencia espiritual que opera a través de ella, es perfectamente lícita, incluso al respecto de la ortodoxia más rigurosa en el dominio de la pura doctrina (NA: Entiéndase bien que «plegaria» no es en modo alguno sinónimo de «adoración»; se pueden pedir beneficios a alguien sin «divinizarlo» por eso de ninguna manera.).

Estas consideraciones harán comprender mejor, por la comparación que permiten establecer, lo que diremos ahora sobre el tema del «encantamiento»; es esencial destacar que lo que llamamos así no tiene absolutamente nada en común con las prácticas mágicas a las que se da a veces el mismo nombre (NA: Esta palabra «encantamiento» ha sufrido en el lenguaje corriente una degeneración semejante a la de la palabra «encanto», que también se emplea comúnmente en la misma acepción, mientras que el latín carmen del que deriva, designaba, en el origen, la poesía tomada en su sentido propiamente «sagrado»; no carece quizás de interés destacar que esta palabra carmen presenta una estrecha similitud con el sánscrito karma, entendido en el sentido de «acción ritual» como ya lo hemos dicho.); por lo demás, ya nos hemos explicado suficientemente sobre la magia como para que no sea posible ninguna confusión y como para que no sea necesario insistir más en ello. El encantamiento del que hablamos, contrariamente a la plegaria, no es una petición, y ni siquiera supone la existencia de alguna cosa exterior (lo que toda petición supone forzosamente), porque la exterioridad no puede comprenderse más que en relación al individuo, que precisamente se trata de rebasar aquí; el encantamiento es una aspiración del ser hacia lo Universal, a fin de obtener lo que podríamos llamar, en un lenguaje de apariencia algo «teológico», una gracia espiritual, es decir, en el fondo, una iluminación interior que, naturalmente, podrá ser más o menos completa según los casos. Aquí, la acción de la influencia espiritual, debe ser considerada en el estado puro, si se puede expresar así; el ser, en lugar de buscar hacerla descender sobre él como lo hace en el caso de la plegaria, tiende al contrario a elevarse él mismo hacia ella. Este encantamiento, que se define así como una operación completamente interior en principio, puede no obstante, en un gran número de casos, ser expresado y «soportado» exteriormente con palabras o gestos, que constituyen algunos ritos iniciáticos, tales como el mantra en la tradición hindú o el dhikr en la tradición islámica, y que deben considerarse como determinando vibraciones rítmicas que tienen una repercusión a través de un dominio más o menos extenso en la serie indefinida de los estados del ser. Que el resultado obtenido efectivamente sea más o menos completo, como lo decíamos hace un momento, la meta a alcanzar es siempre la realización en uno mismo del «Hombre Universal», por la comunión perfecta de la totalidad de los estados, armónica y conformemente jerarquizada, en el florecimiento integral en los dos sentidos de la «amplitud» y de la «exaltación», es decir, a la vez en la expansión horizontal de las modalidades de cada estado y en la superposición vertical de los diferentes estados según la figuración geométrica que ya hemos expuesto en otra parte con detalle (NA: Ver El Simbolismo de la Cruz.).

Esto nos lleva a establecer otra distinción, si consideramos los diversos grados a los que se puede llegar según la extensión del resultado obtenido al tender hacia esta meta; y, primeramente, por debajo y fuera de la jerarquía así establecida, es menester colocar a la muchedumbre de los «profanos», es decir, en el sentido en el que esta palabra debe tomarse aquí, de todos aquellos que, como los simples creyentes de las religiones, no pueden obtener resultados actuales más que en relación a su individualidad corporal, y en los límites de esta porción o de esta modalidad especial de la individualidad, puesto que su consciencia efectiva no va ni más lejos ni más alto que el dominio encerrado en estos límites restringidos. No obstante, entre estos creyentes, los hay, en pequeño número por lo demás, que adquieren algo más (y ese es el caso de algunos místicos, que se podrían considerar en este sentido como más «intelectuales» que los demás): sin salir de su individualidad, sino en «prolongamientos» de ésta, perciben indirectamente algunas realidades de orden superior, no tales como son en sí mismas, sino traducidas simbólicamente y revestidas de formas psíquicas o mentales. Todavía se trata de fenómenos (es decir, en el sentido etimológico, apariencias, siempre relativas e ilusorias en tanto que formales), pero fenómenos suprasensibles, que no son constatables para todos, y que pueden entrañar para aquellos que los perciben algunas certezas, siempre incompletas, fragmentarias y dispersas, pero no obstante superiores a la creencia pura y simple a la que sustituyen; por lo demás, este resultado se obtiene pasivamente, es decir, sin intervención de la voluntad, y por los medios ordinarios que indican las religiones, en particular por la plegaria y por el cumplimiento de las obras prescritas, ya que todo eso no sale todavía del dominio del exoterismo.

A un grado mucho más elevado, e incluso ya profundamente separado de ese, se colocan aquellos que, habiendo extendido su consciencia hasta los extremos límites de la individualidad integral, llegan a percibir directamente los estados superiores de su ser, aunque sin participar en ellos efectivamente; aquí, estamos en el dominio iniciático, pero esta iniciación, real y efectiva en cuanto a la extensión de la individualidad en sus modalidades extracorporales, no es todavía más que teórica y virtual en relación a los estados superiores, puesto que la misma no desemboca actualmente en la posesión de éstos. Produce certezas incomparablemente más completas, más desarrolladas y más coherentes que en el caso precedente, pues ya no pertenecen al dominio fenoménico; no obstante, el que las adquiere puede ser comparado a un hombre que no conoce la luz más que por los rayos que llegan hasta él (en el caso precedente, no la conocía más que por reflejos, o sombras proyectadas en el campo de su consciencia individual restringida, como los prisioneros de la caverna simbólica de Platón), mientras que, para conocer perfectamente la luz en su realidad íntima y esencial, es menester remontar hasta su fuente, e identificarse con esta fuente misma (NA: Es lo que la tradición islámica designa como haqqul-yaqîn, mientras que el grado precedente, que corresponde a la «visión» sin identificación, se llama aynul-yaqîn, y mientras que el primero, el que los simples creyentes pueden obtener con la ayuda de la enseñanza tradicional exotérica, es ilmul-yaquîn.). Este último caso es el que corresponde a la plenitud de la iniciación real y efectiva, es decir, a la toma de posesión consciente y voluntaria de la totalidad de los estados del ser, según los dos sentidos que hemos indicado; ese es el resultado completo y final del encantamiento, muy diferente, como se ve, de todos los que los místicos pueden alcanzar por la plegaria, ya que no es otra cosa que la perfección misma del conocimiento metafísico plenamente realizado; el Yogî de la tradición hindú, o el Sûfî de la tradición islámica, si se entienden estos términos en su sentido estricto y verdadero, es el que ha llegado a este grado supremo, y que ha realizado así en su ser la posibilidad total del «Hombre Universal».