TRADICIÓN Y TRANSMISIÓN

Hemos hecho observar más atrás que la palabra «tradición», en su acepción etimológica, no expresa en suma otra idea que la de transmisión; en el fondo, en eso no hay nada que no sea perfectamente normal y que no esté de acuerdo con la aplicación que se hace de ella cuando se habla de «tradición» en el sentido que nosotros la entendemos, y lo que ya hemos explicado debería bastar para hacerlo comprender fácilmente; sin embargo, algunos han planteado a este propósito una objeción que nos ha mostrado la necesidad de insistir más en ello, a fin de que no pueda subsistir ningún equívoco sobre este punto esencial. He aquí cual es esa objeción: cualquier cosa puede constituir el objeto de una transmisión, comprendidas ahí las cosas del orden más profano; entonces, ¿por qué no se podría hablar también de «tradición» para todo lo que es así transmitido, cualquiera que sea su naturaleza, en lugar de restringir el empleo de esta palabra únicamente al dominio que podemos llamar «sagrado»?

Debemos hacer primero una precisión importante, y que reduce ya mucho el alcance de esta cuestión: es que, si uno se remite a los orígenes, esta cuestión no tendría que plantearse, puesto que la distinción entre «sagrado» y «profano» que implica era entonces inexistente. En efecto, como lo hemos explicado frecuentemente, no hay propiamente un dominio profano, al que un cierto orden de cosas pertenecería por su naturaleza misma; en realidad, hay solo un punto de vista profano, que no es más que la consecuencia y el producto de una cierta degeneración, que resulta de la marcha descendente del ciclo humano y de su alejamiento gradual del estado principial. Por consiguiente, anteriormente a esta degeneración, es decir, en suma en el estado normal de la humanidad todavía no caída, se puede decir que todo tenía verdaderamente un carácter tradicional, porque todo era considerado en su dependencia esencial al respecto de los principios y en conformidad con éstos, de tal suerte que una actividad profana, es decir, separada de estos mismos principios e ignorándolos, hubiera sido algo completamente inconcebible, incluso para lo que depende de lo que se ha convenido llamar hoy día la «vida ordinaria», o más bien para lo que podía correspondérsele entonces, pero que aparecía bajo un aspecto muy diferente de lo que nuestros contemporáneos entienden por eso (NA: Cf. RQST, cap. XV.), y con mayor razón en lo que concierne a las ciencias, a las artes y a los oficios, para los que este carácter tradicional se ha mantenido integralmente hasta mucho más tarde y que se encuentra todavía en toda civilización de tipo normal, de suerte que podría decirse que su concepción profana, aparte de la excepción que hay quizás lugar a hacer hasta un cierto punto para la antigüedad llamada «clásica», es exclusivamente propia de la civilización moderna solo, que no representa, ella misma, en el fondo, más que el último grado de la degeneración de la que acabamos de hablar.

Si consideramos ahora el estado posterior a esta degeneración, podemos preguntarnos por qué la idea de tradición excluye de ella lo que en adelante se trata como de orden profano, es decir, lo que ya no tiene ningún lazo consciente con los principios, para no aplicarse más que a lo que ha guardado su carácter original, con el aspecto «transcendente» que conlleva. No basta constatar que el uso lo ha querido así, al menos en tanto que no se habían producido todavía las confusiones y desviaciones modernas sobre las que hemos atraído la atención en otras ocasiones (NA: Ver concretamente RQST, cap. XXXI.); es verdad que el uso modifica frecuentemente el primer sentido de las palabras, y que, concretamente, puede agregarles o recortarles algo; pero eso mismo, al menos cuando se trata de un uso legítimo, debe tener también su razón de ser, y sobre todo en un caso como ese, esa razón no puede ser indiferente. Por lo demás, podemos destacar que este hecho no se limita únicamente a las lenguas que emplean esta palabra latina de «tradición»; en hebreo, la palabra qabbalah, que tiene exactamente el mismo sentido de transmisión, está reservada igualmente a la designación de la tradición tal como nosotros la entendemos, e incluso de ordinario, más estrictamente todavía, a la designación de su parte esotérica e iniciática, es decir, a lo que hay de más «interior» y de más elevado en esa tradición, a lo que constituye en cierto modo su espíritu mismo; y eso muestra también que debe haber ahí algo más importante y más significativo que una simple cuestión de uso en el sentido en el que se le puede entender cuando se trata solo de cualesquiera modificaciones del lenguaje corriente.

En primer lugar, hay una indicación que resulta inmediatamente de esto, a saber, que como lo decíamos hace un momento, aquello a lo que se aplica el nombre de tradición, es a lo que en suma, en su fondo mismo, si no forzosamente en su expresión exterior, ha permanecido tal como era en el origen; por consiguiente, en eso se trata, en efecto, de algo que ha sido transmitido, se podría decir, desde un estado anterior de la humanidad a su estado presente. Al mismo tiempo, se puede destacar que el carácter «transcendente» de todo lo que es tradicional implica también una transmisión en un sentido diferente, que parte de los principios mismos para comunicarse al estado humano; y este sentido se une de una cierta manera y completa evidentemente al precedente. Retomando aquí los términos que hemos empleado en otra parte (NA: Ver El Simbolismo de la Cruz.), se podría hablar incluso a la vez de una transmisión «vertical», de lo suprahumano a lo humano, y de una transmisión «horizontal», a través de los estados o los estadios sucesivos de la humanidad; por lo demás, la transmisión vertical es esencialmente «intemporal», mientras que la transmisión horizontal implica solo una sucesión cronológica. Agregamos también que la transmisión vertical, que es tal cuando se la considera de arriba hacia abajo como acabamos de hacerlo, deviene, si se toma al contrario de abajo hacia arriba, una «participación» de la humanidad en las realidades del orden principial, participación que, en efecto, es asegurada precisamente por la tradición bajo todas sus formas, puesto que eso es aquello por lo que la humanidad es puesta en una relación efectiva y consciente con lo que le es superior. Por su lado, la transmisión horizontal, si se considera remontando el curso de los tiempos, deviene propiamente un «retorno a los orígenes», es decir, una restauración del «estado primordial»; y ya hemos indicado más atrás que esta restauración es precisamente una condición necesaria para que, desde ahí, el hombre pueda después elevarse efectivamente a los estados superiores.

Hay todavía otra cosa: al carácter de «transcendencia» que pertenece esencialmente a los principios, y del que todo lo que está vinculado efectivamente a ellos participa por eso mismo a algún grado (lo que se traduce por la presencia de un elemento «no humano» en todo lo que es propiamente tradicional), se agrega a un carácter de «permanencia» que expresa la inmutabilidad de esos mismos principios, y que se comunica igualmente, en toda la medida de lo posible, a sus aplicaciones, incluso cuando éstas se refieren a dominios contingentes. Eso no quiere decir, bien entendido, que la tradición no sea susceptible de adaptaciones condicionadas por algunas circunstancias; pero, bajo esas modificaciones, la permanencia se mantiene siempre en cuanto a lo esencial; e incluso cuando se trata de contingencias, esas contingencias como tales son en cierto modo rebasadas y «transformadas» por el hecho mismo de su vinculamiento a los principios. Por el contrario, cuando uno se coloca en el punto de vista profano, que, de una manera que no puede ser sino completamente negativa, se caracteriza por la ausencia de un tal vinculamiento, se está, si se puede decir, en la contingencia pura, con todo lo que conlleva de inestabilidad y de variabilidad incesante, y sin ninguna posibilidad de salir de ella; es en cierto modo el «devenir» reducido a sí mismo, y no es difícil darse cuenta de que, en efecto, las concepciones profanas de toda naturaleza están sometidas a un cambio continuo, no menos que las maneras de actuar que proceden del mismo punto de vista, y de las que lo que se llama la «moda» representa la imagen más llamativa a este respecto. Se puede concluir de eso que la tradición comprende no solo todo lo que merece ser transmitido, sino incluso todo lo que puede serlo verdaderamente, puesto que el resto, lo que está desprovisto de carácter tradicional y que, por consiguiente, cae en el punto de vista profano, está dominado por el cambio hasta el punto de que toda transmisión deviene ahí bien pronto un «anacronismo» puro y simple, o una «superstición», en el sentido etimológico de la palabra, que ya no responde a nada real ni válido.

Se debe comprender ahora por qué tradición y transmisión pueden ser consideradas, sin ningún abuso de lenguaje, como casi sinónimas o equivalentes, o por qué, al menos, la tradición, bajo cualquier aspecto que se la considere, constituye lo que se podría llamar la transmisión por excelencia. Por otra parte, si esta idea de transmisión es tan esencialmente inherente al punto de vista tradicional como para que éste haya podido sacar de ella legítimamente su designación misma, todo lo que hemos dicho precedentemente de la necesidad de una transmisión regular para lo que pertenece a este orden tradicional, y más particularmente al orden iniciático que no solo es parte integrante, sino incluso «eminente» del mismo, se encuentra por ello reforzado y adquiere incluso una suerte de evidencia inmediata que, al respecto de la más simple lógica, y sin ser hacer llamada siquiera a consideraciones más profundas, debería hacer decididamente imposible toda contestación sobre este punto, sobre el que, por lo demás, sólo las organizaciones pseudoiniciáticas, precisamente porque les falta esta transmisión, tienen interés en mantener el equívoco y la confusión.