Capítulo VIII — La invasión occidental
El desorden moderno, lo hemos dicho, ha tenido nacimiento en Occidente, y, hasta estos últimos años, había permanecido siempre estrictamente localizado; pero ahora se ha producido un hecho cuya gravedad no debe ser disimulada: es que el desorden se extiende por todas partes y parece ganar hasta el Oriente. Ciertamente la invasión occidental no es una cosa reciente, pero hasta ahora se limitaba a una dominación más o menos brutal ejercida sobre los demás pueblos, y cuyos efectos estaban limitados al dominio político y económico; a pesar de todos los esfuerzos de una propaganda que reviste formas múltiples, el espíritu oriental era impenetrable a todas las desviaciones, y las antiguas civilizaciones tradicionales subsistían intactas. Hoy día, al contrario, hay orientales que se han «occidentalizado» más o menos completamente, que han abandonado su tradición para adoptar todas las aberraciones del espíritu moderno, y estos elementos desviados, gracias a la enseñanza de las Universidades europeas y americanas, devienen en su propio país una causa de perturbación y de agitación. Por lo demás, no conviene exagerar su importancia, por el momento al menos: en Occidente, uno se imagina de buena gana que esas individualidades ruidosas, pero poco numerosas, representan al Oriente actual, mientras que, en realidad, su acción no es ni muy extensa ni muy profunda; esta ilusión se explica fácilmente, ya que aquí nadie conoce a los verdaderos orientales, que por lo demás no buscan en modo alguno hacerse conocer, y ya que son los «modernistas», si se puede llamarlos así, los únicos que se muestran hacia afuera, que hablan, que escriben y se agitan de todas las maneras. Por eso no es menos verdad que este movimiento antitradicional puede ganar terreno, y es menester considerar todas las eventualidades, incluso las más desfavorables; el espíritu se repliega ya en cierto modo sobre sí mismo, los centros donde se conserva integralmente devienen cada vez más cerrados y difícilmente accesibles; y esta generalización del desorden corresponde bien a lo que debe producirse en la fase final del Kali-Yuga. Digámoslo muy claramente: puesto que el espíritu moderno es algo puramente occidental, aquellos que están afectados por él, incluso si son orientales de nacimiento, deben ser considerados, bajo el aspecto de la mentalidad, como occidentales, ya que toda idea oriental les es enteramente extraña, y su ignorancia al respecto de las doctrinas tradicionales es la única excusa de su hostilidad. Lo que puede parecer bastante singular e incluso contradictorio, es que esos mismos hombres, que se hacen los auxiliares del «occidentalismo» desde el punto de vista intelectual, o más exactamente contra toda verdadera intelectualidad, aparecen a veces como sus adversarios en el dominio político; y sin embargo, en el fondo, en eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse. Son ellos quienes se esfuerzan en instituir en Oriente «nacionalidades» diversas, y todo «nacionalismo» es necesariamente opuesto al espíritu tradicional; si quieren combatir la dominación extranjera, es por los mismos métodos del Occidente, de la misma manera que los diversos pueblos occidentales luchan entre ellos; y quizás es eso lo que constituye su razón de ser. En efecto, si las cosas han llegado a tal punto que el empleo de semejantes métodos haya devenido inevitable, su puesta en obra no puede ser más que el hecho de elementos que hayan roto todo vínculo con la tradición; así pues, puede ser que estos elementos sean utilizados de esta manera transitoriamente, y después eliminados como los occidentales mismos. Por lo demás, sería bastante lógico que las ideas que éstos han extendido se vuelvan contra ellos, ya que no pueden ser sino factores de división y de ruina; es por eso por lo que la civilización moderna perecerá de una manera o de otra; importa poco que sea por efecto de las disensiones entre los occidentales, disensiones entre naciones o entre clases sociales, o, como algunos lo pretenden, por los ataques de los orientales «occidentalizados», o también a consecuencia de un cataclismo provocado por los «progresos de la ciencia»; en todos los casos, el mundo occidental no corre peligros más que por su propia falta y por lo que sale de sí mismo. La única cuestión que se plantea es ésta: ¿no tendrá que sufrir Oriente, debido al espíritu moderno, más que una crisis pasajera y superficial, o bien Occidente arrastrará en su caída a la humanidad toda entera? Actualmente sería difícil aportar una respuesta basada sobre constataciones indudables; los dos espíritus opuestos existen ahora en Oriente, y la fuerza espiritual, inherente a la tradición y desconocida por sus adversarios, puede triunfar sobre la fuerza material cuando ésta haya desempeñado su papel, y hacerla desvanecerse como la luz disipa las tinieblas; diremos incluso que triunfará sobre ella más pronto o más tarde, pero puede que, antes de llegar a eso, haya un periodo de oscurecimiento completo. El espíritu tradicional no puede morir, porque, en su esencia, es superior a la muerte y al cambio; pero puede retirarse enteramente del mundo exterior, y entonces será verdaderamente el «fin de un mundo». Según todo lo que hemos dicho, la realización de esta eventualidad en un porvenir relativamente poco lejano no tendría nada de inverosímil; y, en la confusión que, salida de Occidente, gana al presente a Oriente, podríamos ver el «comienzo del fin», el signo precursor del momento en que, según la tradición hindú, la doctrina sagrada debe ser encerrada toda entera en una concha, para salir intacta de ella en el alba del mundo nuevo. Pero, todavía una vez más, dejemos ahí las anticipaciones, para no considerar más que los acontecimiento actuales: lo que es incontestable, es que Occidente lo invade todo; su acción se ha ejercido primero en el dominio material, el que estaba inmediatamente a su alcance, ya sea por la conquista violenta, o ya sea por el comercio y el acaparamiento de los recursos de todos los pueblos; pero ahora las cosas van todavía más lejos. Los occidentales, animados siempre por esa necesidad de proselitismo que les es tan particular, han llegado a hacer penetrar en los demás, en una cierta medida, su espíritu antitradicional y materialista; y, mientras que la primera forma de invasión no alcanzaba en suma más que a los cuerpos, ésta envenena las inteligencias y mata la espiritualidad; por lo demás, una ha preparado a la otra y la ha hecho posible, de suerte que, en definitiva, no es más que por la fuerza bruta como Occidente ha llegado a imponerse por todas partes, y no podía ser de otro modo, ya que es en eso donde reside la única superioridad real de su civilización, tan inferior desde cualquier otro punto de vista. La invasión occidental, es la invasión del materialismo bajo todas sus formas, y no puede ser más que eso; todos los disfraces más o menos hipócritas, todos los pretextos «moralistas», todas las declamaciones «humanitarias», todas las habilidades de una propaganda que en cada ocasión sabe mostrarse insinuante para alcanzar mejor su cometido de destrucción, no pueden nada contra esta verdad, que no podría ser contestada más que por los ingenuos o por aquellos que tienen un interés cualquiera en esta obra verdaderamente «satánica», en el sentido más riguroso de la palabra (Satán en hebreo, es el «adversario», es decir, el que invierte todas las cosas y las toma en cierto modo al revés; es el espíritu de negación y de subversión, que se identifica a la tendencia descendente o «inferiorizante», «infernal» en el sentido etimológico, la misma que siguen los seres en este proceso de materialización según el que se efectúa todo el desarrollo de la civilización moderna). Cosa extraordinaria, este momento en que Occidente lo invade todo es el que algunos escogen para denunciar, como un peligro que les llena de espanto, una pretendida penetración de ideas orientales en este mismo Occidente; ¿qué es esta nueva aberración? A pesar de nuestro deseo de atenernos a consideraciones de orden general, no podemos dispensarnos de decir aquí al menos algunas palabras del libro Defensa del Occidente publicado recientemente por M Henri Massis, y que es una de las manifestaciones más características de este estado de espíritu. Este libro está lleno de confusiones e incluso de contradicciones, y muestra una vez más cuan poco capacitados están la mayoría de aquellos que querrían reaccionar contra el desorden moderno para hacerlo de una manera verdaderamente eficaz, ya que ni siquiera saben muy bien lo que tienen que combatir. El autor niega a veces haber querido atacar al verdadero Oriente y, si se hubiera atenido efectivamente a una crítica de las fantasías «pseudo-orientales», es decir, de esas teorías puramente occidentales que se difunden bajo etiquetas engañosas, y que no son más que uno de los numerosos productos del desequilibrio actual, no hubiéramos podido más que aprobarle plenamente, tanto más cuanto que nos mismo hemos señalado, mucho antes que él, el peligro real de esa suerte de cosas, así como su inanidad desde el punto de vista intelectual. Pero, desafortunadamente, siente después la necesidad de atribuir a Oriente concepciones que apenas valen más que esas; para hacerlo, se apoya sobre citas tomadas a algunos orientalistas más o menos «oficiales», donde las doctrinas orientales están, así como ocurre ordinariamente, deformadas hasta la caricatura; ¿qué diría el autor si alguien usara el mismo procedimiento al respecto del Cristianismo y pretendiera juzgarle según los trabajos de los «hipercríticos» universitarios? Eso es exactamente lo que él hace en lo que concierne a las doctrinas de la India y de la China, con la circunstancia agravante de que los occidentales cuyo testimonio invoca no tienen el menor conocimiento directo de esas doctrinas, mientras que aquellos de sus colegas que se ocupan del Cristianismo deben conocerle al menos en una cierta medida, incluso si su hostilidad contra todo lo que es religioso les impide comprenderle verdaderamente. Por lo demás, debemos decir en esta ocasión que a veces hemos tenido mucho trabajo en hacerles admitir a algunos orientales que las exposiciones de tal o cual orientalista procedían de una incomprehensión pura y simple, y no de una determinación consciente y voluntaria, de tal modo se siente en ellos esa misma hostilidad que es inherente al espíritu antitradicional; y, por nuestra parte, preguntaríamos de buena gana a M Massis si cree muy hábil atacar a la tradición en los demás cuando uno querría restaurarla en su propio país. Hablamos de habilidad, porque, en el fondo, toda la discusión está planteada por él sobre un terreno político; para nos, que nos colocamos en un punto de vista muy diferente, el de la intelectualidad pura, la única cuestión que se plantea es una cuestión de verdad; pero este punto de vista es sin duda muy elevado y muy sereno como para que los polemistas puedan encontrar en él su satisfacción, y dudamos incluso que, en tanto que polemistas, la preocupación por la verdad pueda tener un gran lugar en sus preocupaciones (Sabemos que M Massis no ignora nuestras obras, pero se abstiene cuidadosamente de hacer la menor alusión a ellas, porque irían contra su tesis; el procedimiento carece al menos de franqueza. Por lo demás, pensamos no tener sino que felicitarnos por ese silencio, que nos evita ver mezclar en polémicas desagradables cosas que, por su naturaleza, deben permanecer por encima de toda discusión; siempre hay algo penoso en el espectáculo de la incomprehensión «profana», aunque la verdad de la «doctrina sagrada», en sí misma, esté ciertamente muy alta como para sufrir sus atentados). M Massis la emprende contra lo que llama «propagandistas orientales», expresión que encierra en sí misma una contradicción, puesto que el espíritu de propaganda, ya lo hemos dicho muy frecuentemente, es algo completamente occidental; y eso solo ya indica claramente que ahí hay algo equivocado. De hecho, entre los propagandistas señalados, podemos distinguir dos grupos, el primero de los cuales está constituido por puros occidentales; sería verdaderamente cómico, si no fuera el signo de la más deplorable ignorancia de las cosas de Oriente, ver que se hace figurar a Alemanes y a Rusos entre los representantes del espíritu oriental; el autor hace a su respecto observaciones de las que algunas son muy justas, pero, ¿por qué no los muestra claramente como lo que son en realidad? A este primer grupo agregamos también los «teosofistas» anglosajones y todos los inventores de otras sectas del mismo género, cuya terminología oriental no es más que una máscara destinada a imponerse a los ingenuos y a las gentes mal informadas, y que no recubre más que algunas ideas tan extrañas a Oriente como queridas al Occidente moderno; por lo demás, esos son más peligrosos que los simples filósofos, en razón de sus pretensiones a un «esoterismo» que no poseen tampoco, pero que simulan fraudulentamente para atraer hacia ellos a los espíritus que buscan otra cosa que especulaciones «profanas» y que, en medio del caos presente, no saben donde dirigirse; por nuestra parte, nos extrañamos un poco de que M Massis no diga casi nada al respecto. En cuanto al segundo grupo, encontramos en él algunos de esos orientales occidentalizados de los que hemos hablado hace un momento, y que, dado que son tan ignorantes como los precedentes de las verdaderas ideas orientales, serían muy incapaces de extenderlas en Occidente, suponiendo que tuviesen la intención de ello; por lo demás, la meta que se proponen realmente es completamente contraría a eso, puesto que es destruir esas mismas ideas en Oriente, y presentar al mismo tiempo a los occidentales su Oriente modernizado, acomodado a las teorías que se les han enseñado en Europa o en América; verdaderos agentes de la más nefasta de todas las propagandas occidentales, de la que ataca directamente a la inteligencia, es para el Oriente para el que son un peligro, y no para el Occidente del cual no son más que el reflejo. En lo que concierne a los verdaderos orientales, M Massis no menciona ni uno solo, y le hubiera costado mucho trabajo hacerlo, ya que ciertamente no conoce a ninguno; la imposibilidad en que se encontraba para citar el nombre de un solo oriental que no estuviera occidentalizado hubiera debido darle que reflexionar y hacerle comprender que los «propagandistas orientales» son perfectamente inexistentes. Por lo demás, aunque eso nos obligue a hablar de nos, lo que entra poco en nuestros hábitos, debemos declarar formalmente esto: a nuestro conocimiento, no hay nadie que haya expuesto en Occidente ideas orientales auténticas, salvo nos mismo; y lo hemos hecho siempre exactamente como lo habría hecho todo oriental que se hubiera encontrado llevado a ello por las circunstancias, es decir, sin la menor intención de «propaganda» o de vulgarización, y únicamente para aquellos que son capaces de comprender las doctrinas tales cuales son, sin que haya lugar a desnaturalizarlas bajo pretexto de ponerlas a su alcance; y agregaremos que, a pesar de la decadencia de la intelectualidad occidental, aquellos que comprenden son todavía menos raros de lo que habríamos supuesto, aunque no son evidentemente más que una pequeña minoría. Una tal empresa no es ciertamente del género de las que M Massis imagina, no nos atrevemos a decir por las necesidades de su causa, aunque el carácter político de su libro pueda autorizar una tal expresión; para ser tan benévolo como es posible, decimos que las imagina porque su espíritu está turbado por el miedo que hace nacer en él el presentimiento de una ruina más o menos próxima de la civilización occidental, y lamentamos que no haya sabido ver claramente dónde se encuentran las verdaderas causas susceptibles de traer esta ruina, aunque le ocurre a veces hacer prueba de una justa severidad al respecto de algunos aspectos del mundo moderno. Es eso mismo lo que provoca la continua fluctuación de su tesis: por una parte, no sabe exactamente cuáles son los adversarios que debería combatir, y, por otra, su «tradicionalismo» le deja muy ignorante de todo lo que es la esencia misma de la tradición, que confunde visiblemente con una suerte de «conservadurismo» político-religioso del orden más exterior. Decimos que el espíritu de M Massis está turbado por el miedo; la mejor prueba de ello es quizás la actitud extraordinaria, e incluso completamente inconcebible que presta a sus supuestos «propagandistas orientales»: ¡éstos estarían animados de un odio feroz al respecto de Occidente, y es para perjudicar a éste por lo que se esforzarían en comunicarle sus propias doctrinas, es decir, en hacerle don de lo que ellos mismos tienen de más precioso, de lo que constituye en cierto modo la substancia misma de su espíritu! Ante todo lo que hay de contradictorio en una tal hipótesis, uno no puede impedirse sentir una verdadera estupefacción: toda la tesis penosamente levantada se desmorona instantáneamente, y parece que el autor ni siquiera se haya apercibido de ello, ya que no queremos suponer que haya sido consciente de una parecida inverosimilitud y que haya contado simplemente con la poca clarividencia de sus lectores para hacérsela aceptar. No hay necesidad de reflexionar muy largamente ni muy profundamente para darse cuenta de que, si hay gentes que odian tan enormemente a Occidente, la primera cosa que deben hacer es guardar celosamente sus doctrinas para ellos y que todos sus esfuerzos deben tender a impedir el acceso a ellas a los occidentales; por lo demás, ese es un reproche que se ha dirigido a veces a los orientales, con más apariencia de razón. No obstante, la verdad es bastante diferente: los representantes auténticos de las doctrinas tradicionales no sienten odio por nadie, y su reserva no tiene más que una sola causa: es que juzgan perfectamente inútil exponer algunas verdades a aquellos que son incapaces de comprenderlas; pero nunca se han negado a hacer partícipes de ellas a aquellos que poseen, cualquiera que sea su origen, las «calificaciones» requeridas; ¿es falta suya si, entre estos últimos, hay muy pocos occidentales? Y, por otro lado, si la masa oriental acaba por ser verdaderamente hostil a los occidentales, después de haberlos considerado durante mucho tiempo con indiferencia, ¿quién es el responsable de ello? ¿Será pues esta élite que, completamente entregada a la contemplación, se queda resueltamente al margen de la agitación exterior, o, no son más bien los occidentales mismos, quienes han hecho todo lo que era menester para hacer su presencia odiosa e intolerable? Basta que la cuestión se plantee así como debe serlo, para que cualquiera sea capaz de responderla inmediatamente; y, admitiendo que los orientales, que han hecho prueba hasta aquí de una increíble paciencia, quieran finalmente ser los dueños en su casa, ¿quién podría pensar sinceramente en censurarles por ello? Es cierto que, cuando algunas pasiones se mezclan a ellas, las mismas cosas pueden, según las circunstancias, encontrarse apreciadas de maneras muy diversas, e incluso completamente contrarias: así, cuando la resistencia a una invasión extranjera es el hecho de un pueblo occidental, se le llama «patriotismo» y es digna de todos los elogios; cuando es el hecho de un pueblo oriental, se le llama «fanatismo» o «xenofobia» y no merece más que el odio o el desprecio. Por lo demás, ¿no es en el nombre del «Derecho», de la «Libertad», de la «Justicia» y de la «Civilización» como los Europeos pretenden imponer por todas partes su dominación, e impedir a todo hombre vivir y pensar de un modo diferente a como ellos mismos viven y piensan? Se convendrá que el «moralismo» es verdaderamente una cosa admirable, a menos de que se prefiera concluir simplemente, como nos mismo, que, salvo excepciones tanto más honorables cuanto más raras, en Occidente apenas hay más que dos tipos de gentes, bastante poco interesantes tanto la una como la otra: los ingenuos que se dejan atrapar en esas grandes palabras y que creen en su «misión civilizadora», inconscientes como están de la barbarie materialista en la que están hundidos, y los hábiles que explotan este estado de espíritu para la satisfacción de sus instintos de violencia y de codicia. En todo caso, lo que hay de cierto, es que los orientales no amenazan a nadie y no piensan tampoco invadir el Occidente de una manera o de otra; por el momento, tienen bastante que hacer con defenderse contra la opresión europea, que corre el riesgo de alcanzarles hasta en su espíritu; y es al menos curioso ver a los agresores presentarse como víctimas. Esta puesta a punto era necesaria, ya que hay algunas cosas que deben ser dichas; pero nos reprocharíamos insistir más en ello, puesto que la tesis de los «defensores de Occidente» es verdaderamente muy frágil e inconsistente. Por lo demás, si nos hemos apartado un instante de la reserva que observamos habitualmente en lo que concierne a las individualidades para citar a M Henri Massis, es sobre todo porque éste representa en la circunstancia una cierta parte de la mentalidad contemporánea, la cual nos era menester tener en cuenta también en este estudio sobre el estado del mundo moderno. ¿Cómo se opondría verdadera y eficazmente, este «tradicionalismo» de orden inferior, estrechamente limitado e incomprehensivo, quizás incluso bastante artificial, a un espíritu con el que comparte tantos prejuicios? Por una y otra parte, es poco más o menos la misma ignorancia de los verdaderos principios; es la misma determinación de negar todo lo que rebasa un cierto horizonte; es la misma inaptitud para comprender la existencia de civilizaciones diferentes, la misma superstición del «clasicismo» grecolatino. Esta reacción insuficiente no tiene interés para nos sino porque marca una cierta insatisfacción del estado presente en algunos de nuestros contemporáneos; por lo demás, de esta misma insatisfacción, hay otras manifestaciones que serían susceptibles de ir más lejos si estuvieran bien dirigidas; pero, por el momento, todo eso es muy caótico, y todavía es muy difícil decir lo que saldrá de ahí. No obstante, algunas previsiones a este respecto no serán quizás enteramente inútiles; y, como se ligan estrechamente al destino del mundo actual, podrán servir al mismo tiempo de conclusiones al presente estudio, en la medida en que es permisible sacar conclusiones sin dar a la ignorancia «profana» la ocasión de ataques muy fáciles, al desarrollar imprudentemente consideraciones que sería imposible justificar por los medios ordinarios. No somos de los que piensan que puede decirse todo indiferentemente, al menos cuando se sale de la doctrina pura para ir a sus aplicaciones; entonces hay algunas reservas que se imponen, y cuestiones de oportunidad que deben plantearse inevitablemente; pero estas reservas legítimas, e incluso indispensables, no tienen nada de común con algunos temores pueriles que no son más que el efecto de una ignorancia comparable a la de un hombre que, según la expresión proverbial hindú, «toma una cuerda por una serpiente». Se quiera o no, lo que debe decirse se dirá a medida que las circunstancias lo exijan; ni los esfuerzos interesados de unos, ni la hostilidad inconsciente de otros, podrán impedir que ello sea así, como tampoco, por otro lado, la impaciencia de aquellos que, arrastrados por la prisa febril del mundo moderno, querrían saberlo todo de un solo golpe, podrá hacer que ciertas cosas sean conocidas en el exterior más pronto de lo que conviene; pero éstos últimos podrán consolarse al menos pensando que la marcha acelerada de los acontecimientos les dará sin duda una pronta satisfacción; ¡Que no tengan que lamentar entonces estar insuficientemente preparados para recibir un conocimiento que buscan muy frecuentemente con más entusiasmo que verdadero discernimiento!