CONOCIMIENTO Y CONSCIENCIA

Una consecuencia muy importante de lo que se ha dicho hasta aquí, es que el conocimiento, entendido absolutamente y en toda su universalidad, no tiene en modo alguno como sinónimo o como equivalente la consciencia, cuyo dominio es solo coextensivo al de algunos estados de ser determinados, de suerte que no es sino en esos estados, a exclusión de todos los demás, donde el conocimiento se realiza por medio de lo que se puede llamar propiamente una «toma de consciencia». La consciencia, tal como la hemos entendido precedentemente, inclusive en su mayor generalidad y sin restringirla a su forma específicamente humana, no es más que un modo contingente y especial de conocimiento bajo algunas condiciones, una propiedad inherente al ser considerado en algunos estados de manifestación; con mayor razón no podría tratarse de ella a ningún grado para los estados incondicionados, es decir, para todo lo que rebasa el Ser, puesto que ella no es ni siquiera aplicable a todo el Ser. Por el contrario, el conocimiento, considerado en sí mismo e independientemente de las condiciones correspondientes a algún estado particular, no puede admitir ninguna restricción, y, para ser adecuado a la verdad total, debe ser coextensivo, no solamente al Ser, sino a la Posibilidad universal misma, y, por consiguiente, ser infinito como ésta lo es necesariamente. Esto equivale a decir que conocimiento y verdad, considerados así metafísicamente, no son otra cosa en el fondo que lo que hemos llamado, con una expresión por lo demás muy imperfecta, «aspectos del Infinito»; y es lo que afirma con una particular claridad esta fórmula que es una de las enunciaciones fundamentales del Vêdânta: «Brahma es la Verdad, el Conocimiento, el Infinito» ( Satyam Jnânam Anantam Brahma ) ( Taittirîyaka Upanishad, 2 Vallî, 1er Anuvâka, shloka 1).

Así pues, cuando hemos dicho que el «conocer» y el «ser» son las dos caras de una misma realidad, es menester no tomar el término «ser» más que en su sentido analógico y simbólico, puesto que el conocimiento va más lejos que el Ser; ocurre aquí como en los casos donde hablamos de la realización del ser total, puesto que esta realización implica esencialmente el conocimiento total y absoluto, y no es en modo alguno distinta de este conocimiento mismo, en tanto que se trate, bien entendido, del conocimiento efectivo, y no de un simple conocimiento teórico y representativo. Y es éste el lugar de precisar un poco, por otra parte, la manera en que es menester entender la identidad metafísica de lo posible y de lo real: puesto que todo posible se realiza por el conocimiento, esta identidad, tomada universalmente, constituye propiamente la verdad en sí, ya que ésta puede ser concebida precisamente como la adecuación perfecta del conocimiento a la Posibilidad total ( Esta fórmula concuerda con la definición que Santo Tomás de Aquino da de la verdad como adoequatio rei et intellectus; pero en cierto modo es su transposición, porque hay lugar a tener en cuenta esta diferencia capital, a saber, que la doctrina escolástica se encierra exclusivamente en el Ser, mientras que lo que decimos aquí se aplica igualmente a todo lo que está más allá del Ser). Se ve sin esfuerzo todas las consecuencias que se pueden sacar de esta última precisión, cuyo alcance es inmensamente mayor que el de una definición simplemente lógica de la verdad, ya que aquí hay toda la diferencia entre el intelecto universal e incondicionado ( Aquí, el término «intelecto» está transpuesto también más allá del Ser, y, por consiguiente, con mayor razón más allá de Buddhi, que, aunque de orden universal e informal, pertenece todavía al dominio de la manifestación, y por consecuencia no puede decirse incondicionada) y el entendimiento humano con sus condiciones individuales, y también, por otro lado, toda la diferencia que separa el punto de vista de la realización del de una «teoría del conocimiento». La palabra «real» misma, habitualmente muy vaga, incluso equívoca, y que lo es forzosamente para los filósofos que mantienen la pretendida distinción de lo posible y de lo real, toma aquí un valor metafísico completamente diferente, al encontrarse referida a este punto de vista de la realización ( Se observará por lo demás el estrecho parentesco, que no tiene nada de fortuito, entre los términos «real» y «realización»), o, para hablar de una manera más precisa, al devenir una expresión de la permanencia absoluta, en lo Universal, de todo aquello cuya posesión efectiva alcanza un ser por la total realización de sí mismo ( Es esta misma permanencia la que se expresa de otra manera, en el lenguaje teológico occidental, cuando se dice que los posibles están eternamente en el entendimiento divino).

El intelecto, en tanto que principio universal, podría concebirse como el continente del conocimiento total, pero a condición de no ver ahí más que una simple manera de hablar, pues, aquí, donde estamos esencialmente, en la «no dualidad», el continente y el contenido son absolutamente idénticos, puesto que uno y otro deben ser igualmente infinitos, y puesto que una «pluralidad de infinitos», como ya lo hemos dicho, es una imposibilidad. La Posibilidad universal, que comprende todo, no puede ser comprendida por nada, si no es por sí misma, y se comprende a sí misma «sin que no obstante esta comprensión exista de una manera cualquiera» ( Risâlatul-Ahadiyah de Mohyiddin ibn Arabi ( Ver L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap XV )); así pues, no puede hablarse correlativamente del intelecto y del conocimiento, en el sentido universal, sino como hemos hablado más atrás del Infinito y de la Posibilidad, es decir, viendo en ellos una sola y misma cosa, que consideramos simultáneamente bajo un aspecto activo y bajo un aspecto pasivo, pero sin que haya ahí ninguna distinción real. No debemos distinguir, en lo Universal, intelecto y conocimiento, ni, por consecuencia, inteligible y cognoscible: puesto que el conocimiento verdadero es inmediato, el intelecto no constituye rigurosamente más que uno con su objeto; no es sino en los modos condicionados del conocimiento, modos siempre indirectos e inadecuados, donde hay lugar a establecer una distinción, puesto que este conocimiento relativo se opera, no por el intelecto mismo, sino por una refracción del intelecto en los estados de ser considerados, y, como lo hemos visto, es una tal refracción la que constituye la consciencia individual; pero directa o indirectamente, hay siempre participación en el intelecto universal en la medida en que hay conocimiento efectivo, ya sea bajo un modo cualquiera, ya sea fuera de todo modo especial.

Puesto que el conocimiento total es adecuado a la Posibilidad universal, no hay nada que sea incognoscible ( Por consiguiente, rechazamos formalmente y de manera absoluta todo «agnosticismo», a cualquier grado que sea; por lo demás, se podría preguntar a los «positivistas», así como a los partidarios de la famosa teoría de lo «Incognoscible» de Herbert Spencer, lo que les autoriza a afirmar que hay cosas que no pueden ser conocidas, y esta cuestión correría mucho riesgo de quedar sin respuesta, tanto más cuanto que algunos parecen también, de hecho, confundir pura y simplemente «desconocido» ( es decir, en definitiva lo que les es desconocido a ellos mismos ) e «incognoscible» ( Ver Orient et Occident, 1a parte, cap I, y La Crise du Monde moderne, pág. 98, ed. francesa )), o, en otros términos, «no hay cosas ininteligibles, hay solo cosas actualmente incomprehensibles» ( Matgioi, La Vía Metafísica, p 86), es decir, inconcebibles, no en sí mismas y de manera absoluta, sino solo para nosotros en tanto que seres condicionados, es decir, limitados, en nuestra manifestación actual, a las posibilidades de un estado determinado. Planteamos así lo que puede llamarse un principio de «universal inteligibilidad», no como se le entiende de ordinario, sino en sentido puramente metafísico, y, por consiguiente, más allá del dominio lógico, donde este principio, como todos los que son de orden propiamente universal ( y que son los únicos que merecen verdaderamente llamarse principios ), no encontrará más que una aplicación particular y contingente. Bien entendido, esto no postula para nos ningún «racionalismo», todo lo contrario, puesto que la razón, esencialmente diferente del intelecto ( sin la garantía del cual no podría por lo demás ser válida ), no es nada más que una facultad específicamente humana e individual; hay pues, necesariamente, no decimos lo «irracional» ( Lo que rebasa la razón, en efecto, no es por eso contrario a la razón, lo que es el sentido que se da generalmente al término «irracional»), sino lo «supraracional», y, en efecto, ese es un carácter fundamental de todo lo que es verdaderamente de orden metafísico: lo «supraracional» no deja por eso de ser inteligible en sí, incluso si no es actualmente comprehensible para las facultades limitadas y relativas de la individualidad humana ( Recordamos a este propósito que un «misterio», entendido incluso en su concepción teológica, no es de ningún modo incognoscible o ininteligible, sino más bien, según el sentido etimológico de la palabra, y como lo hemos dicho más atrás, algo que es inexpresable, y, por consiguiente, incomunicable, lo que es completamente diferente).

Esto entraña todavía otra observación que hay que tener en cuenta para no cometer ninguna equivocación: como la palabra «razón», la palabra «consciencia» puede ser universalizada a veces, por una transposición puramente analógica, y nos mismo lo hemos hecho en otra parte para traducir la significación del término sánscrito Chit ( L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap XIV ); pero una tal transposición no es posible más que cuando uno se limita al Ser, como era el caso entonces para la consideración del ternario Satchitânanda. Sin embargo, se debe comprender bien que, incluso con esta restricción, la consecuencia así transpuesta ya no se entiende en modo alguno en su sentido propio, tal como la hemos definido precedentemente, y tal como se le conservamos de una manera general: en este sentido, la consciencia no es, lo repetimos, sino el modo especial de un conocimiento contingente y relativo, como es relativo y contingente el estado de ser condicionado al que pertenece esencialmente; y, si se puede decir que la consciencia es una «razón de ser» para un tal estado, eso no es sino en tanto que es una participación, por refracción, en la naturaleza de ese intelecto universal y transcendente que es él mismo, final y eminentemente, la suprema «razón de ser» de todas las cosas, la verdadera «razón suficiente» metafísica que se determina a sí misma en todos los órdenes de posibilidades, sin que ninguna de esas determinaciones pueda afectarla en nada. Esta concepción de la «razón suficiente», muy diferente de las concepciones filosóficas o teológicas donde se encierra el pensamiento occidental, resuelve por lo demás inmediatamente muchas de las cuestiones ante las cuales éste debe confesarse impotente, y eso, al operar la conciliación del punto de vista de la necesidad y el de la contingencia; estamos aquí, en efecto, mucho más allá de la oposición de la necesidad y de la contingencia entendidas en su acepción ordinaria ( Decimos por lo demás que la teología, muy superior en eso a la filosofía, reconoce al menos que esta oposición puede y debe ser rebasada, aunque su resolución no se le aparezca con la evidencia que presenta cuando se considera desde el punto de vista metafísico. Es menester agregar que es sobre todo desde el punto de vista teológico, y en razón de la concepción religiosa de la «creación», por lo que esta cuestión de las relaciones de la necesidad y de la contingencia ha revestido desde el comienzo la importancia que ha guardado después filosóficamente en el pensamiento occidental); pero algunas aclaraciones complementarias no serán quizás inútiles para hacer comprender por qué esta cuestión no tiene que plantearse en metafísica pura.