Al hablar de la Tradición hermética precedentemente, decíamos que ésta se refiere propiamente a un conocimiento de orden no metafísico, sino solo cosmológico, entendiéndole por lo demás en su doble aplicación «macrocósmica» y «microcósmica». Esta afirmación, aunque no siendo más que la expresión de la estricta verdad, no ha tenido la fortuna de complacer a algunos, que, viendo el hermetismo a través de su propia fantasía, querrían hacer entrar ahí de todo indistintamente; es verdad que esos no saben apenas lo que puede ser la metafísica pura… Sea como fuere, debe ser bien entendido que de ningún modo hemos querido despreciar las ciencias Tradicionales que son de la incumbencia del hermetismo, ni a las que se les corresponden en otras formas Tradicionales de oriente o de occidente; pero es menester saber poner cada cosa en su sitio, y estas ciencias como todo conocimiento especializado, no son empero más que secundarias y derivadas en relación a los principios, de los cuales no son más que la aplicación a un orden inferior de realidad. Solo pueden pretender lo contrario los que querrían atribuir al «Arte real» la preeminencia sobre el «Arte sacerdotal» (Hemos considerado esta cuestión en Autoridad espiritual y poder temporal.- A propósito de la expresión de «Arte real» que se ha conservado en la masonería, se podrá notar aquí la curiosa semejanza que existe entre los nombres de Hermes y de Hiram; eso no quiere decir, evidentemente, que estos dos nombres hayan tenido un origen lingüístico común, pero su constitución no es por ello menos idéntica, y el conjunto HRM del cual están esencialmente formados podría todavía dar lugar a otras aproximaciones); y quizás que está justamente ahí, en el fondo, la razón más o menos consciente de estas protestas a las cuales acabamos de hacer alusión. Sin preocuparnos en medida de más de lo que cada uno puede pensar o decir, ya que no está en nuestros hábitos tener en cuenta esas opiniones individuales que no existen al respecto de la Tradición, no nos parece inútil aportar algunas nuevas precisiones que confirman lo que ya hemos dicho, y eso refiriéndonos más particularmente a lo que concierne a Hermes, dado que al menos nadie puede contestar que es de éste de quien el hermetismo extrae su nombre (Debemos mantener que el hermetismo es en efecto de proveniencia heleno-egipcia, y que no se puede sin abuso extender esta denominación a lo que, bajo formas diversas, corresponde a éste en otras Tradiciones, como tampoco se puede por ejemplo, llamar Qabbalah a una doctrina que no fuera específicamente hebraica. Sin duda, si escribiéramos en hebreo, diríamos Qabbalah para designar la Tradición en general, de igual modo que en árabe, llamaríamos taçawwuf a la iniciación bajo cualesquiera forma que esto sea: Pero, trasladados a otra lengua, los términos hebreos, árabes, etc…, deben ser reservados a las formas Tradicionales cuya expresión respectiva son sus lenguas de origen, cualesquiera que sean por lo demás las comparaciones o incluso las asimilaciones a las que pueden dar lugar legítimamente; y es menester no confundir en ningún caso un cierto orden de conocimiento, considerado en sí mismo, con tal o cual forma especial de la cual ha sido revestido en circunstancias históricas determinadas). El Hermes griego tiene efectivamente caracteres que responden muy exactamente a lo que es cuestión aquí, y que son expresados concretamente por su principal atributo, el caduceo, del cual habremos sin duda de examinar más completamente el simbolismo en alguna otra ocasión; por el momento, nos bastará decir que este simbolismo se refiere esencial y directamente a lo que puede llamarse la «alquimia humana» (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap XXI), y que concierne a las posibilidades del estado sutil, incluso si éstas no deben ser tomadas más que como el medio preparatorio de una realización superior, como lo son, en la Tradición hindú, las prácticas equivalente que relevan del Hatha-Yoga. Se podrá por lo demás transferir esto al orden cósmico, dado que todo lo que está en el hombre tiene su correspondencia en el mundo e inversamente (Es así que se dice en los Rasâil Ikhwân es-Safâ, «El mundo es un gran hombre, y el hombre es un pequeño mundo» (el-âlam insân kabir, wa el insân âlam çeghir).- Es por lo demás en virtud de esta correspondencia que una cierta realización en el orden «microcósmico» podrá entrañar a título de consecuencia accidental para el ser que ha llegado a ella, una realización exterior refiriéndose al orden «macrocósmico», sin que esta última haya sido buscada especialmente y por ella misma, así como lo hemos indicado a propósito de algunos casos de transmutaciones metálicas en nuestro precedente capítulo sobre la «Tradición hermética»); aquí todavía, y en razón de esta correspondencia misma, se tratará propiamente del «mundo intermediario», donde son puestas en obra fuerzas cuya naturaleza dual está muy nítidamente figurada por las dos serpientes del caduceo. Recordaremos también, a este respecto, que Hermes es representado como el mensajero de los Dioses y como su intérprete (hermenentes), función que es en efecto la de un intermediario entre los mundos celeste y terrestre, y que tiene además la función de «sicopompo», que, en un orden inferior, se refiere manifiestamente también al dominio de las posibilidades sutiles (Estas dos funciones de mensajero de los Dioses y de «sicopompos» podrían, astrológicamente, ser referidas respectivamente a un aspecto diurno y a un aspecto nocturno; y también se puede, por otra parte, reencontrar ahí la correspondencia de las dos corrientes descendente y ascendente que simbolizan las dos serpientes del caduceo. ). Se podría quizás objetar, cuando se trata de hermetismo, que Hermes tiene aquí el lugar del Thoth egipcio al cual ha sido identificado, y que Thoth representa propiamente la Sabiduría, atribuida al sacerdocio en tanto que conservado y transmisor de la Tradición; eso es verdad, pero, como esa asimilación no ha podido ser hecha sin razón, es menester admitir que en eso debe considerarse más especialmente un cierto aspecto de Thoth, correspondiente a una cierta parte de la Tradición, la que comprende los conocimientos que se refieren al «mundo intermediario»; y, de hecho, todo lo que puede saberse de la antigua civilización egipcia, según los vestigios que la misma ha dejado, muestra precisamente que los conocimientos de este orden estaban allí mucho más desarrollados y que habían tomado una importancia mucho más considerable que por cualquier otra parte. Por lo demás, hay otra aproximación, incluso podríamos decir que otra equivalencia, que muestra en efecto que esa objeción estaría sin alcance real: En la India, el planeta Mercurio (o Hermes) es llamado Budha, nombre cuya raíz significa propiamente la Sabiduría; aquí todavía, basta determinar el orden en el cual esta Sabiduría, que en su esencia es el principio inspirador de todo conocimiento, debe encontrar su aplicación más particular cuando la misma es atribuida a esta función especializada (Es menester no confundir este nombre de Budha con el de Buddha, designación de Shâkya-Muni, si bien ambos tienen la misma significación radical, y aunque por otra parte algunos atributos del Budha planetario hayan sido transferidos ulteriormente al Buddha histórico, siendo representado éste como habiendo sido «iluminado» por la irradiación de este astro, del cual habría así en cierto modo absorbido la esencia en él mismo.- Anotamos a este propósito que la Madre de Buddha es llamada Mâyâ-Dêvî y que, entre los griegos y los latinos, Maïa era también la madre de Hermes o de Mercurio). A propósito de este nombre de Budha, hay un hecho curioso por señalar: Es que es en realidad idéntico al del Odin escandinavo, Woden o Wotan (Se sabe que el cambio de la b en v o en w es un fenómeno lingüístico extremadamente frecuente); no es pues en punto ninguno arbitrariamente que los romanos asimilaron éste a su Mercurio, y por lo demás, en las lenguas germánicas, el miércoles o día de Mercurio es, actualmente todavía, designado como el día de Odin. Lo que es quizás todavía más destacable, es que este mismo nombre se reencuentra exactamente en el Votan de las antiguas Tradiciones de América central, que tiene por otra parte los atributos de Hermes, ya que es Quetzalcohuatl, el «pájaro-serpiente», y la unión de estos dos animales simbólicos (corresponden respectivamente a los dos elementos aire y fuego) está también figurada por las alas y las serpientes del caduceo (Ver a este sujeto nuestro estudio sobre La Lengua de los pájaros, cap VII de Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, donde hemos hecho observar que la serpiente es opuesta o asociada al pájaro según sea considerada bajo su aspecto maléfico o benéfico. Agregaremos que una figura como la del águila teniendo una serpiente en sus garras (como se encuentra precisamente en México) no evoca exclusivamente la idea de antagonismo que representa, en la Tradición hindú, el combate del Garuda contra el Nâga; sucede, concretamente en el simbolismo heráldico, que la serpiente es aquí reemplazada por la espada flamígera, que es de aproximar por otra parte a los rayos que tiene el águila de Júpiter), y la espada, en su significación más elevada, figura la Sabiduría y el Poder del Verbo (Ver por ejemplo Apocalipsis, I:16).- Es de destacar que uno de los principales símbolos del Thoth egipcio era el ibis, destructor de reptiles, y devenido a este título un símbolo de Cristo; pero, en el caduceo de Hermes, tenemos la serpiente bajo sus dos aspectos contrarios, como en la figura del «anfisbeno» de la Edad Media (Ver El Rey del Mundo, cap III, al final, en nota)). Sería menester estar ciego para no ver, en los hechos de este género, una marca de la unidad de fondo de todas las doctrinas Tradicionales; desafortunadamente, una tal ceguera no es sino muy común en nuestra época en la que los que saben verdaderamente leer los símbolos no son más que una ínfima minoría, y en la que, por el contrario, no se encuentran más que «profanos» en demasía que se creen cualificados para interpretar la «ciencia sagrada», que ellos acomodan al gusto de su imaginación más o menos desordenada. Otro punto que no es menos interesante es éste: en la Tradición islámica, Seyidna Idris es identificado a la vez a Hermes y a Henoch; esta doble asimilación parece indicar una continuidad de Tradición que se remontaría más allá del sacerdocio egipcio, habiendo debido éste solamente recoger la herencia de lo que represente Henoch, que se refiere manifiestamente a una época anterior (¿Sería menester concluir de esta asimilación que el Libro de Henoch, o al menos lo que es conocido bajo este título, debe ser considerado como formando parte integrante del conjunto de los «libros herméticos»?.- Por otra parte, algunos dicen además que el profeta Idris es el mismo que Buddha; lo que ha sido indicado más atrás muestra suficientemente en qué sentido debe entenderse esta aserción, que se refiere en realidad a Budha, el equivalente hindú de Hermes. No podría en efecto tratarse del Buddha histórico, cuya muerte es un hecho conocido, mientras que de Idris es dicho expresamente haber sido transportado vivo al cielo, lo que responde bien al Henoch bíblico). Al mismo tiempo, las ciencias atribuidas a Seyidna Idris colocadas bajo su influencia especial no son las ciencias puramente espirituales, que son atribuidas a Seyidna Aissa, es decir, a Cristo; son las ciencias que pueden calificarse de «intermediarias», entre las cuales figuran en el primer rango la alquimia y la astrología; y son éstas, en efecto, las ciencias que pueden decirse propiamente «herméticas». Pero aquí se coloca otra consideración que podría considerarse, a primera vista al menos, como una bastante extraña interversión en relación a las correspondencias habituales: Entre los principales profetas, uno hay, como lo veremos en un próximo estudio, que preside a cada uno de los siete cielos planetarios, el cielo del cual es el «Polo» (El-Qutb); ahora bien, no es Seyidna Idris quien preside así en el cielo de Mercurio, sino Seyidna Aissa, y es en el cielo del Sol donde preside Seyidna Idris; y, naturalmente, esto entraña la misma transposición en las correspondencias astrológicas de las ciencias que les son respectivamente atribuidas. Esto levanta una cuestión muy completa, que no podríamos tener la pretensión de tratar enteramente aquí; puede que tengamos la ocasión de volver a ella, pero por el momento, nos limitaremos a algunas precisiones que permitirán quizás entrever la solución de la misma, y que, en todo caso, mostrarán al menos que hay ahí muy otra cosa que una simple confusión, y que lo que se arriesgaría a pasar por tal a los ojos de un observador superficial y «exterior» reposa antes al contrario sobre razones muy profundas en realidad. En primer lugar, no se trata ahí de un caso aislado en el conjunto de las doctrinas Tradicionales, ya que puede encontrarse algo enteramente similar en la angeleología hebraica: En general, Mikael es el ángel del Sol y Rafael el ángel de Mercurio, pero sucede a veces que estas funciones están invertidas. Por otra parte, si Mikael, en tanto que represente el Metatron solar, se asimila esotéricamente a Cristo (Ver El Rey del Mundo, cap III ), Rafael es, según la significación de su nombre, el «sanador divino», y Cristo aparece también como «sanador espiritual» y como «reparador»; por lo demás, podríanse encontrar todavía otras relaciones entre Cristo y el principio representado por Mercurio entre las esferas planetarias (Quizás es menester ver ahí el origen de la equivocación que cometen algunos al considerar al Buddha como el noveno avatâra de Vishnu; se trataría en realidad de una manifestación en relación con el principio designado como el Budha planetario; en este caso, el Cristo solar sería propiamente Cristo glorioso, es decir, el décimo avatâra, el que debe venir al fin del ciclo.- Recordaremos, a título de curiosidad, que el mes de mayo saca su nombre de Maia, madre de Mercurio (que se dice que es una de las Pléyades), a la cual el citado mes estaba antiguamente consagrado; ahora bien, en el cristianismo ha devenido el «mes de María», por una asimilación, que no es sin duda únicamente fonética entre María y Maia). Verdad es que, entre los griegos, la medicina era atribuida a Apolo, es decir, al principio solar, y a su hijo Asklêpios (de quien los latinos hicieron Esculapio); pero, en los «libros herméticos», Asklêpios deviene hijo de Hermes, y es también de destacar que el bastón que es su atributo tiene estrechas relaciones simbólicas con el caduceo (Alrededor del bastón de Esculapio está enrollada una sola serpiente, la que representa la fuerza benéfica, ya que la fuerza maléfica debe desaparecer por lo mismo de que se trata del genio de la medicina. Anotamos igualmente la relación de este mismo bastón de Esculapio, en tanto que signo de curación, con el símbolo bíblico de la «serpiente de bronce» (ver a este sujeto nuestro estudio sobre Seth, capítulo XX de los Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada) ). Este ejemplo de la medicina permite por lo demás comprender como una misma ciencia puede tener aspectos que se refieren en realidad a órdenes diferentes, de donde unas correspondencias igualmente diferentes, incluso si los efectos exteriores que de la misma se obtienen son aparentemente semejantes, ya que hay la medicina puramente o «teúrgica», y hay también la medicina hermética o «espagírica»; esto está en relación directa con la cuestión que consideramos al presente; y quizás explicaremos algún día por qué la medicina, bajo el punto de vista Tradicional, era considerada esencialmente como una ciencia sacerdotal. Por otro lado, hay casi siempre una estrecha conexión establecido entre Henoch (Seyidna Idris) y Elías (Seyidna Dhûl-Kifl), elevados uno y otro al cielo sin haber pasado por la muerte corporal (Se dice que deben manifestarse de nuevo sobre la tierra al fin del ciclo: Son los dos «testigos» de los que se habla en el capítulo XI del Apocalipsis), y la Tradición islámica los sitúa a ambos en las esfera solar. Del mismo modo, según la Tradición rosicruciana, Elías Artista, que preside en la «Gran Obra» hermética (Encarna en cierto modo la naturaleza del «fuego filosófico», y se sabe que, según el relato bíblico, el profeta Elías fue elevado al cielo sobre un «carro de fuego»; esto se refiere al vehículo ígneo (taijasa en la doctrina hindú) que, en el ser humano, corresponde al estado sutil (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap XIV)), reside en la «Ciudadela solar», que es por lo demás propiamente la morada de los «inmortales» (en el sentido de los Chirajîvîs de la Tradición hindú, es decir, de los seres «dotados de longevidad», o cuya vida se perpetúa a través de toda la duración del ciclo) (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap I- Recordaremos también, bajo el punto de vista alquímico, la correspondencia del Sol con el oro, designado por la Tradición hindú como la «luz mineral»; el «oro potable» de los hermetistas es por lo demás la misma cosa que el «brebaje de inmortalidad», que también se llama «licor de oro» en el Taoísmo), y que representa uno de los aspectos del «Centro del Mundo». Todo esto es seguramente muy digno de reflexión, y, si se le agregan también las Tradiciones que, un poco por todas partes, asimilan simbólicamente el Sol mismo al fruto del «Árbol de la Vida» (Ver El Simbolismo de la Cruz, cap IX ), se comprenderá quizás la relación especial que tiene la influencia solar con el hermetismo, en tanto que éste, como los «misterios menores» de la antigüedad, tiene por meta esencial la restauración del «estado primordial» humano: ¿No es la «Ciudadela solar» de los Rosa-Cruz la que debe «descender del cielo a la tierra», al fin del ciclo, bajo la forma de la «Jerusalén celeste», realizando la «cuadratura del círculo» según la medida perfecta de la «caña de oro»?