Terminaremos este estudio por una última precisión al respecto de la «Vía del Medio»: hemos dicho que ésta, identificada a la «Vía del Cielo», es representada por el eje vertical considerado en el sentido ascendente; pero hay lugar a agregar que esto corresponde propiamente al punto de vista de un ser que, colocando en el centro del estado humano, tiende a elevarse desde ahí a los estados superiores, sin haber llegado todavía a la realización total. Al contrario, cuando este ser se ha identificado con el eje por su «ascensión», según la dirección de éste, hasta el «techo del Cielo», por así decir ha llevado por eso mismo el centro del estado humano, que ha sido su punto de partida, a coincidir para él con el centro del ser total. En otros términos, para un tal ser, el polo terrestre no es sino uno con el polo celeste; y, en efecto, ello debe ser necesariamente así, puesto que ha llegado finalmente al estado principial que es anterior (si se puede emplear todavía en parecido caso una palabra que evoca el simbolismo temporal) a la separación del Cielo y de la Tierra. Desde ese entonces, ya no hay eje hablando propiamente, como si este ser, a medida que se identificaba al eje, en cierto modo lo hubiera «reabsorbido» hasta reducirle a un punto único; pero, bien entendido, ese punto es el centro que contiene en sí mismo todas las posibilidades, ya no solo las de un estado particular, sino las de la totalidad de los estados manifestados y no manifestados. Solo para los demás seres el eje subsiste tal cual era, puesto que no ha cambiado nada en su estado y puesto que han permanecido en el dominio de las posibilidades humanas; así pues, no es sino en relación a ellos como se puede hablar de «redescenso» como lo hemos hecho, y desde entonces es fácil comprender que este «redescenso» aparente (que, no obstante, es también una realidad en su orden) no podría afectar de ninguna manera al «hombre transcendente» mismo. El centro del ser total es el «Santo Palacio» de la Qabbalah hebraica, del cual ya hemos hablado en otra parte (NA: Cf El Rey del Mundo, cap VII, y El Simbolismo de la Cruz, cap VI); para continuar empleando el simbolismo espacial, es, se podría decir, la «séptima dirección», que no es ninguna dirección particular, sino que las contiene a todas principialmente. Es también, según otro simbolismo que quizás tendremos la ocasión de exponer más completamente algún día, el «séptimo rayo» del Sol, el que pasa por su centro mismo, y que, a decir verdad, no siendo más que uno con ese centro, no puede ser representado realmente más que por un punto único. Es todavía la verdadera «Vía del Medio», en su acepción absoluta, ya que es solo el centro el que es el «Medio» en todos los sentidos; y, cuando decimos aquí «sentidos», no lo entendemos solo de las diferentes significaciones de las que una palabra es susceptible, sino que hacemos alusión también, una vez más, al simbolismo de las direcciones del espacio. Los centros de los diversos estados de existencia no tienen en efecto el carácter de «Medio» más que por participación y como por reflejo, y, por consiguiente, no lo tienen más que incompletamente; si se retoma aquí la representación geométrica de los tres ejes de coordenadas a los que se refiere el espacio, se puede decir que un tal punto es el «Medio» en relación a dos de estos ejes, que son los ejes horizontales que determinan el plano del que él es el centro, pero no en relación al tercero, es decir, al eje vertical según el que recibe esa participación del centro total. En la «Vía del Medio», tal como acabamos de entenderla, no hay «ni derecha ni izquierda, ni delante ni detrás, ni arriba ni abajo»; y se puede ver fácilmente que, en tanto que el ser no ha llegado al centro total, solo los dos primeros de estos tres conjuntos de términos complementarios pueden devenir inexistentes para él. En efecto, desde que el ser ha llegado al centro de su estado de manifestación, está más allá de todas las oposiciones contingentes que resultan de las vicisitudes del yin y del yang (NA: Cf El Simbolismo de la Cruz, cap VII — Si se quiere, se podría tomar como tipo de estas oposiciones la del «bien» y del «mal», pero a condición de entender estos términos en la acepción más extensa, y de no atenerse exclusivamente al sentido simplemente «moral» que se le da más ordinariamente; y todavía éste no sería nada más que un caso particular, ya que, en realidad, hay muchos otros géneros de oposiciones que no pueden reducirse de ninguna manera a ésta, como por ejemplo las de los elementos (fuego y agua, aire y tierra) y las de las cualidades sensibles (seco y húmedo, caliente y frío)), y desde ese entonces ya no hay «ni derecha ni izquierda»; además, la sucesión temporal ha desaparecido, transmutada en simultaneidad en el punto central y «primordial» del estado humano (NA: Cf El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap XXIII) (y sería naturalmente lo mismo para todo otro modo de sucesión, si se tratase de las condiciones de otro estado de existencia), y es así como se puede decir, según lo que hemos expuesto a propósito del «triple tiempo», que ya no hay «ni delante ni detrás»; pero hay todavía «arriba y abajo» en relación a ese punto, e incluso en todo el recorrido del eje vertical, y es por eso por lo que este último no es todavía la «Vía del Medio» más que en un sentido relativo. Para que no haya «ni arriba ni abajo», es menester que el punto donde el ser se sitúa esté identificado efectivamente al centro de todos los estados; desde este punto, extendiéndose indefinida e igualmente en todos los sentidos, parte el «vórtice esférico universal» de que hemos hablado en otra parte (NA: El Simbolismo de la Cruz, cap XX), y que es la «Vía» según la cual se fluyen las modificaciones de todas las cosas; pero este «vórtice» mismo, no siendo en realidad más que el despliegue de las posibilidades del punto central, debe ser concebido como contenido todo entero en él principialmente (NA: Aquí se trata todavía de un caso del «vuelco» simbólico que resulta del paso de lo «exterior» a lo «interior», ya que este punto central es evidentemente «interior» en relación a todas las cosas, aunque, por lo demás, para el que ha llegado a él, ya no haya realmente ni «exterior» ni «interior», sino solo una «totalidad» absoluta e indivisa), ya que, desde el punto de vista principial (que no es ningún punto de vista particular y «distintivo»), es el centro el que es el todo. Por eso es por lo que, según la palabra de Lao-tseu, «la vía que es una vía (que puede ser recorrida) no es la Vía (absoluta)» (NA: Tao-te-king, cap I), ya que, para el ser que está establecido efectivamente en el centro total y universal, es ese punto único mismo, y solo él, el que es verdaderamente la «Vía» fuera de la cual no es nada.