Conclusión

Si algunos occidentales pudieran, por la lectura de la precedente exposición, tomar consciencia de lo que les falta intelectualmente, si pudieran, no diremos siquiera comprenderlo, sino sólo entreverlo y presentirlo, este trabajo no habría sido hecho en vano. En eso, no entendemos hablar únicamente de las ventajas inapreciables que podrían obtener directamente para sí mismos aquellos que fueran llevados así a estudiar las doctrinas orientales, donde encontrarían, por poco que tuvieran las aptitudes requeridas, conocimientos a los cuales no hay nada comparable en Occidente, y al lado de los cuales las filosofías que pasan por geniales y sublimes no son más que entretenimientos de niños: no hay ninguna medida común entre la verdad plenamente asentida, por una concepción de posibilidades ilimitadas, y en una realización adecuada a esta concepción, y las hipótesis, cualesquiera que sean, imaginadas por fantasías individuales a la medida de su capacidad esencialmente limitada. Hay también otros resultados, de un interés más general, y que, por lo demás, están ligados a esos a título de consecuencias más o menos lejanas; queremos hacer alusión a la preparación, sin duda a largo plazo, pero no obstante efectiva, de un acercamiento intelectual entre Oriente y Occidente. Al hablar de la divergencia de Occidente con relación a Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar así indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que Occidente, por su mentalidad y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre cada vez más de Oriente, como lo hace actualmente, y que no se produzca más pronto o más tarde una reacción que, bajo ciertas condiciones, podría tener los efectos más afortunados; eso nos parece incluso tanto más difícil cuanto que el dominio en el que se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable que es particular a la mentalidad de Occidente permite no desesperar de verle tomar, llegado el caso, una dirección completamente diferente e incluso opuesta, de suerte que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de la inferioridad; pero no sería verdaderamente un remedio, lo repetimos, más que bajo algunas condiciones, fuera de las cuales podría ser, al contrario, un mal mayor aún en comparación con el estado actual. Esto puede parecer demasiado obscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad en hacerlo tan completamente inteligible como sería deseable, incluso colocándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose en hablar su lengua; no obstante, lo intentaremos, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a nuestro pensamiento todo entero. En primer lugar, la mentalidad especial de algunos occidentales nos obliga a declarar expresamente que no entendemos formular aquí nada que se parezca de cerca o de lejos a «profecías»; no es quizás muy difícil dar la ilusión de ellas al exponer, bajo una forma apropiada, los resultados de algunas deducciones; pero eso no se da nunca sin algún charlatanismo, a menos de estar uno mismo en un estado de espíritu que predisponga a una suerte de autosugestión: de los dos términos de esta alternativa, el primero nos inspira una repugnancia invencible, y el segundo representa un caso que no es afortunadamente el nuestro. Así pues, evitaremos las precisiones que no podríamos justificar, por la razón que sea, y que, por lo demás, aunque no fueran arriesgadas, serían al menos inútiles; no somos de aquellos que piensan que un conocimiento detallado del porvenir podría ser ventajoso para el hombre, y estimamos perfectamente legítimo el descrédito que alcanza, en Oriente, a la práctica de las artes adivinatorias. En eso ya habría un motivo suficiente para condenar el ocultismo y las demás especulaciones similares, que atribuyen tanta importancia a esta suerte de cosas, incluso si no hubiera que hacer, en el orden doctrinal, otras consideraciones aún más graves y más decisivas para rechazar absolutamente unas concepciones que son a la vez quiméricas y peligrosas. Admitiremos que no sea posible prever actualmente las circunstancias que podrán determinar un cambio de dirección en el desarrollo de Occidente; pero la posibilidad de un tal cambio no es contestable más que para aquellos que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un «progreso» absoluto. Para nosotros, esa idea de un «progreso» absoluto está desprovista de significación, y ya hemos indicado la incompatibilidad de algunos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado lleva aparejada en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, ya que no se puede hablar de equivalencia entre dos cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha ocurrido para la civilización occidental: las investigaciones hechas únicamente en vista de las aplicaciones prácticas y del progreso material han entrañado, como debían hacerlo necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se perdía así por un lado valía incomparablemente más que lo que se ganaba por el otro; es menester toda la deformación mental de la gran mayoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de otro modo. Sea como sea, con solo que se considere que un desarrollo unilineal está sometido forzosamente a algunas condiciones limitativas, que son más estrechas que en cualquier otro caso cuando este desarrollo se cumple en el orden material, se puede decir casi con seguridad que el cambio de dirección del que acabamos de hablar deberá producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a ello, es posible que se acabe por caer en la cuenta de que las cosas a las que se da al presente una importancia exclusiva son impotentes para dar los resultados que se esperan de ellas; pero eso mismo supondría ya una cierta modificación de la mentalidad común, aunque la decepción pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la constatación de la inexistencia de un «progreso moral» paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otra parte, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán que actuar; pero esta mediocridad sería más bien de mal augurio para lo que resultara de ella. También se puede suponer que las invenciones mecánicas, llevadas cada vez más lejos, llegarán a un grado donde aparezcan tan enormemente peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o ya sea incluso a consecuencia de un cataclismo que dejaremos a cada uno la posibilidad de representarse a su gusto. En este caso también, el móvil del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentimentalidad que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos destacar, sin insistir demasiado en ello, que ya se han producido síntomas que se refieren a una y otra de las dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una medida débil, debido al hecho de los recientes acontecimientos que han trastornado a Europa, pero que no son todavía suficientemente considerables, se piense lo que se piense sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y duraderos. Por lo demás, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y requerir algunos siglos para cumplirse, como pueden surgir repentinamente de conmociones rápidas e imprevistas; no obstante, incluso en el primer caso, es verosímil que debe llegar un momento donde haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad en relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que sea imposible fijar de antemano, ni siquiera aproximadamente, la fecha de un tal cambio; no obstante, debemos decir que aquellos que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los periodos históricos podrían permitirse al menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas entre algunos límites; pero aquí nos abstendremos enteramente de este género de consideraciones, tanto más cuanto que a veces han sido simuladas por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las que acabamos de hacer alusión, y para quienes era tanto más fácil hablar de estas cosas cuanto más completamente las ignoraban: esta última reflexión no debe tomarse por una paradoja, sino que lo que expresa es literalmente exacto. La cuestión que se plantea ahora es ésta: suponiendo que llegue a producirse una reacción en Occidente en una época indeterminada, y a consecuencia de los acontecimientos que sean, y que provoque el abandono de eso en lo que consiste enteramente la civilización europea actual, ¿qué resultará de ello ulteriormente? Son posibles varios casos, y hay lugar a considerar las diversas hipótesis que se les corresponden: la más desfavorable es aquella donde nada viniera a reemplazar a esta civilización, y donde, al desaparecer ésta, el Occidente, librado a sí mismo, se encontraría sumergido en la peor barbarie. Para comprender esta posibilidad, basta reflexionar que, sin remontar siquiera más allá de los tiempos históricos, se encuentran muchos ejemplos de civilizaciones que han desaparecido enteramente; a veces, eran las de pueblos que se han extinguido igualmente, pero esta suposición apenas es realizable más que para civilizaciones bastante estrechamente localizadas, y, para aquellas que tienen una mayor extensión, es más verosímil que haya pueblos que las sobrevivan encontrándose reducidos a un estado de degeneración más o menos comparable al que representan, como lo hemos dicho precedentemente, los salvajes actuales; no es útil insistir en ello más largamente para que uno se dé cuenta de todo lo que tiene de inquietante está primera hipótesis. El segundo caso sería aquel donde los representantes de otras civilizaciones, es decir, los pueblos orientales, para salvar al mundo occidental de esta decadencia irremediable, se le asimilarían de grado o a la fuerza, suponiendo que la cosa fuera posible, y que, por lo demás, Oriente consintiera en ello, en su totalidad o en alguna de sus partes componentes. Esperamos que nadie estará tan cegado por los prejuicios occidentales como para no reconocer cuan preferible sería esta hipótesis a la precedente: habría ciertamente, en tales circunstancias, un período transitorio ocupado por revoluciones étnicas muy penosas, de las que es difícil hacerse una idea, pero el resultado final sería de tal naturaleza que compensaría los perjuicios causados fatalmente por una semejante catástrofe; únicamente, el Occidente debería renunciar a sus características propias y se encontraría absorbido pura y simplemente. Es por eso por lo que conviene considerar un tercer caso mucho más favorable desde el punto de vista occidental, aunque equivalente, a decir verdad, bajo el punto de vista del conjunto de la humanidad terrestre, puesto que, si llegara a realizarse, su efecto sería hacer desaparecer la anomalía occidental, no por supresión como en la primera hipótesis, sino, como en la segunda, por retorno a la intelectualidad verdadera y normal; pero este retorno, en lugar de ser impuesto y obligado, o todo lo más aceptado y sufrido desde afuera, se efectuaría entonces voluntaria y como espontáneamente. Se ve lo que implica, para ser realizable, esta última posibilidad: sería menester que el Occidente, en el momento mismo en que su desarrollo en el sentido actual tocara a su fin, encontrara en sí mismo los principios de un desarrollo en otro sentido, que podría cumplir desde entonces de una manera completamente natural; y este nuevo desarrollo, al hacer a su civilización comparable a las de Oriente, le permitiría conservar en el mundo, no una preponderancia a la cual no tiene ningún derecho y que no debe más que al empleo de la fuerza bruta, pero sí al menos el lugar que puede ocupar legítimamente como representando a una civilización entre otras, y una civilización que, en esas condiciones, ya no sería un elemento de desequilibrio y de opresión para el resto de los hombres. Es menester no creer, en efecto, que la dominación occidental pueda ser apreciada de otro modo por los pueblos de civilizaciones diferentes sobre los que se ejerce al presente; no hablamos, bien entendido, de algunos poblados degenerados, y todavía, incluso para esos, es quizás más perjudicial que útil, porque no toman de sus conquistadores más que lo peor que tienen. En cuanto a los orientales, ya hemos indicado en diversas ocasiones cuan justificado nos parece su desprecio de Occidente, tanto más cuanto más insistencia pone la raza europea en afirmar su odiosa y ridícula pretensión a una superioridad mental inexistente, y en querer imponer a todos los hombres una asimilación que, en razón de sus caracteres inestables y mal definidos, es afortunadamente incapaz de realizar. Es menester toda la ilusión y toda la ceguera que engendra el más absurdo partidismo para creer que la mentalidad occidental se ganará nunca a Oriente, y que hombres para quienes no es verdadera superioridad más que la de la intelectualidad, llegarán a dejarse seducir por invenciones mecánicas, por las que sienten mucha repugnancia, pero no la menor admiración. Sin duda, puede ocurrir que los orientales acepten o más bien sufran algunas necesidades de la época actual, pero considerándolas como puramente transitorias y como mucho más molestas que ventajosas, y no aspirando en el fondo más que a desembarazarse de todo ese «progreso» material, en el cual nunca se interesan verdaderamente, al margen de algunas excepciones individuales debidas a una educación completamente occidental; de una manera general, las modificaciones en este sentido permanecen mucho más superficiales de lo que algunas apariencias podrían hacer creer a veces a los observadores de afuera, y eso a pesar de todos los esfuerzos del proselitismo occidental más ardiente y más intempestivo. Los orientales tienen todo el interés, intelectualmente, en no cambiar hoy más de lo que han cambiado en el curso de los siglos anteriores; todo lo que hemos dicho aquí es sólo para probarlo, y es una de las razones por las que un acercamiento verdadero y profundo no puede venir, así como no es lógico y normal, más que de un cambio realizado por el lado occidental. Nos es menester volver aún sobre las tres hipótesis que hemos descrito, para marcar más precisamente las condiciones que determinarían la realización de una u otra de ellas; todo depende evidentemente, a este respecto, del estado mental en el que se encuentre el mundo occidental en el momento en que se alcance el punto de detención de su civilización actual. Si ese estado mental fuera entonces tal como es hoy, es la primera hipótesis la que debería realizarse necesariamente, puesto que no habría nada que pudiera reemplazar a aquello a lo que se renunciaría, y puesto que, por otra parte, la asimilación por otras civilizaciones sería imposible, dado que la diferencia de las mentalidades llega hasta la oposición. Esta asimilación, que responde a nuestra segunda hipótesis, supondría, como mínimo de condiciones, la existencia en Occidente de un núcleo intelectual, formado incluso sólo por una elite poco numerosa, pero bastante fuertemente constituida para proporcionar la intermediación indispensable para conducir a la mentalidad general, imprimiéndole una dirección que, por lo demás, no tendría ninguna necesidad de ser consciente para la masa, hacia las fuentes de la intelectualidad verdadera. Así pues, desde que se considera como posible la suposición de una detención de la civilización, la constitución previa de esta elite aparece como la única capaz de salvar a Occidente, en el momento requerido, del caos y de la disolución; y, por lo demás, para interesar en la suerte de Occidente a los detentadores de las tradiciones orientales, sería esencial mostrarles que, si sus apreciaciones más severas no son injustas hacia la intelectualidad occidental tomada en su conjunto, puede haber al menos honorables excepciones, que indiquen que la decadencia de esta intelectualidad no es absolutamente irremediable. Hemos dicho que la realización de la segunda hipótesis no estaría exenta, transitoriamente al menos, de algunos aspectos enojosos, desde que el papel de la elite se reduciría en ella a servir de punto de apoyo a una acción cuya iniciativa no la tendría Occidente; pero este papel sería muy diferente si los acontecimientos le dejaran el tiempo para ejercer una tal acción directamente y por sí misma, lo que correspondería a la posibilidad de la tercera hipótesis. En efecto, se puede concebir que la elite intelectual, una vez constituida, actúe en cierto modo a la manera de un «fermento» en el mundo occidental, para preparar la transformación que, al devenir efectiva, le permitiría tratar, sino de igual a igual, al menos como una potencia autónoma, con los representantes autorizados de las civilizaciones orientales. En este caso, la transformación tendría una apariencia de espontaneidad, tanto más cuanto que podría operarse sin choque, por poco que la elite hubiera adquirido a tiempo una influencia suficiente para dirigir realmente la mentalidad general: y, por lo demás, el apoyo de los orientales no les faltaría en esta tarea, ya que serán siempre favorables, así como es natural, a un acercamiento que se cumpla sobre tales bases, tanto más cuanto que tendrían en ello igualmente un interés que, aunque sea de un orden muy diferente que el que encontrarían los occidentales, no sería en modo alguno desdeñable, pero que sería quizás bastante difícil, y, por lo demás, inútil, buscar definir aquí. Sea como sea, aquello sobre lo que insistimos, es que, para preparar el cambio de que se trata, no es necesario en modo alguno que la masa occidental, limitándose incluso a la masa supuestamente intelectual, tome parte en ello al comienzo; aunque eso no fuera completamente imposible, sería más bien perjudicial en algunos aspectos; así pues, para comenzar, basta que algunas individualidades comprendan la necesidad de un tal cambio, pero a condición, bien entendido, de que la comprendan verdadera y profundamente. Hemos mostrado el carácter esencialmente tradicional de todas las civilizaciones orientales; la falta de vinculamiento efectivo a una tradición es, en el fondo, la raíz misma de la desviación occidental. Así pues, el retorno a una civilización tradicional, en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones, aparece como la condición fundamental de la transformación de la que acabamos de hablar, o más bien como idéntica a esta transformación misma, que se cumpliría desde que este retorno estuviera plenamente efectuado, y en unas condiciones que permitirían guardar incluso lo que la civilización occidental actual puede contener de verdaderamente ventajoso bajo algunos aspectos, únicamente con tal que las cosas no llegasen anteriormente hasta el punto en que se impondría una renuncia total. Este retorno a la tradición se presenta pues como la más esencial de las metas que la elite intelectual debería asignar a su actividad; la dificultad está en realizar integralmente todo lo que implica en órdenes diversos, y también en determinar exactamente sus modalidades. Diremos sólo que la edad media nos ofrece el ejemplo de un desarrollo tradicional propiamente occidental; se trataría en suma, no de copiar o de reconstruir pura y simplemente lo que existió entonces, sino de inspirarse en ello para la adaptación necesitada por las circunstancias. Si hay una «tradición occidental», es ahí donde se encuentra, y no en las fantasías de los ocultistas y de los pseudoesoteristas; esta tradición era concebida entonces en modo religioso, pero no vemos que Occidente sea apto para concebirla de otro modo, hoy día menos que nunca; bastaría que algunos espíritus tuviesen consciencia de la unidad esencial de todas las doctrinas tradicionales en su principio, así como eso debió tener lugar también en aquella época, ya que hay muchos indicios que permiten pensarlo, a falta de pruebas tangibles y escritas cuya ausencia es muy natural, a pesar del «método histórico» del que estas cosas no dependen de ninguna manera. Hemos indicado, según se nos ofrecía la ocasión para ello en el curso de nuestra exposición, los caracteres principales de la civilización de la edad media, en tanto que presenta analogías muy reales, aunque incompletas, con las civilizaciones orientales, y no vamos a volver de nuevo sobre ello; todo lo que queremos decir ahora, es que si Occidente se encontrará en posesión de la tradición más apropiada a sus condiciones particulares, y por lo demás suficiente para la generalidad de los individuos, estaría dispensado, por eso mismo, de adaptarse más o menos penosamente a otras formas tradicionales que no han sido hechas para esta parte de la humanidad; se ve suficientemente cuan apreciable sería esta ventaja. Al comienzo, el trabajo que hay que realizar debería atenerse al punto de vista puramente intelectual, que es el más esencial de todos, puesto que es el de los principios, de los que depende todo el resto; es evidente que sus consecuencias se extenderían después, más o menos rápidamente, a todos los demás dominios, por una repercusión completamente natural; modificar la mentalidad de un medio es la única manera de producir en él, incluso socialmente, un cambio profundo y durable, y querer comenzar por las consecuencias es un método eminentemente ilógico, que no es digno más que de la agitación impaciente y estéril de los occidentales actuales. Por lo demás, el punto de vista intelectual es el único que es inmediatamente abordable, porque la universalidad de los principios los hace asimilables a todo hombre, a cualquier raza que pertenezca, bajo la única condición de una capacidad de comprehensión suficiente; puede parecer singular que lo que es más fácilmente aprehensible en una tradición sea precisamente lo más elevado que tiene, pero eso se comprende no obstante sin esfuerzo, puesto que es lo que está despojado de todas las contingencias. Eso es también lo que explica que las ciencias tradicionales secundarias, que no son más que aplicaciones contingentes, no sean, bajo su forma oriental, enteramente asimilables para los occidentales; en cuanto a constituir o a restituir su equivalente en un modo que convenga a la mentalidad occidental, eso es una tarea cuya realización no puede aparecer más que como una posibilidad muy remota, y cuya importancia, por lo demás, aunque muy grande también, no es en suma más que accesoria. Así pues, si nos limitamos a considerar el punto de vista intelectual, es porque, de todas las maneras, es el primero que hay que considerar; pero recordamos que es menester entenderle de tal suerte que las posibilidades que conlleve sean verdaderamente ilimitadas, así como lo hemos explicado al caracterizar el pensamiento metafísico. Es de metafísica de lo que se trata esencialmente, puesto que nada, excepto eso, puede llamarse propia y puramente intelectual; y esto nos lleva a precisar que, para la elite de que hemos hablado, la tradición, en su esencia profunda, no tiene que ser concebida bajo el modo específicamente religioso, que no es, después de todo, más que un asunto de adaptación a las condiciones de la mentalidad general y media. Por otra parte, esta elite, antes incluso de haber realizado una modificación apreciable en la orientación del pensamiento común, podría ya, por su influencia, obtener en el orden de las contingencias algunas ventajas bastante importantes, como hacer desaparecer las dificultades y los malentendidos que, de otro modo, son inevitables en las relaciones con los pueblos orientales; pero, lo repetimos, eso no son más que consecuencias secundarias de la única realización primordialmente indispensable, y ésta, que condiciona todo el resto y que ella misma no está condicionada por nada, es de un orden completamente interior. Así pues, lo que debe jugar el primer papel, es la comprehensión de las cuestiones de principio, cuya verdadera naturaleza hemos intentado indicar aquí, y esta comprehensión implica, en el fondo, la asimilación de los modos esenciales del pensamiento oriental; por lo demás, en tanto que se piense en modos diferentes, y, sobre todo, sin que, por un lado, se tenga consciencia de la diferencia, evidentemente no será posible ningún entendimiento, como no sería posible tampoco si se hablaran lenguas diferentes, y uno de los interlocutores ignorara la lengua del otro. Es por eso por lo que los trabajos de los orientalistas no pueden ser de ninguna ayuda para lo que se trata, cuando no son un obstáculo por las razones que ya hemos dado; es también por eso por lo que, habiendo juzgado útil escribir estas cosas, nos proponemos, además, precisar y desarrollar algunos puntos en una serie de estudios metafísicos, ya sea exponiendo directamente algunos aspectos de las doctrinas orientales, de las de la India en particular, o ya sea adaptando estas mismas doctrinas de la manera que nos parezca más inteligible, cuando estimemos que una tal adaptación es preferible a la exposición pura y simple; en todo caso, lo que presentaremos así será siempre, en el espíritu, si no en la letra, una interpretación tan escrupulosamente exacta y fiel como sea posible de las doctrinas tradicionales, y lo que pondremos como nuestro en eso, serán sobre todo las imperfecciones fatales de la expresión. Al buscar hacer comprender la necesidad de un acercamiento con Oriente, nos hemos atenido, aparte de la cuestión del beneficio intelectual que sería su resultado inmediato, a un punto de vista que es todavía completamente contingente, o al menos que parece serlo cuando uno no le vincula a algunas otras consideraciones que no nos era posible abordar, y que tocan sobre todo al sentido profundo de esas leyes cíclicas cuya existencia nos hemos limitado a mencionar; eso no impide que este punto de vista, incluso tal como le hemos expuesto, nos parezca muy propio para retener la atención de los espíritus serios y para hacerlos reflexionar, con la única condición de que no estén enteramente cegados por los principios comunes del Occidente moderno. Estos prejuicios están llevados a su grado más alto en los pueblos germánicos y anglosajones, que son así, mentalmente más aún que físicamente, los más alejados de los orientales; como los eslavos no tienen más que una intelectualidad reducida en cierto modo al mínimo, y como el celtismo ya no existe apenas más que en el estado de recuerdo histórico, no quedan más que los pueblos llamados latinos, y que lo son en efecto por las lenguas que hablan y por las modalidades especiales de su civilización, si no por sus orígenes étnicos, en los que la realización de un plan como el que acabamos de indicar podría tomar, con algunas posibilidades de éxito, su punto de partida. Este plan conlleva en suma dos fases principales, que son la constitución de la elite intelectual y su acción sobre el medio occidental; pero, sobre los medios de la una y de la otra, no se puede decir nada actualmente, ya que sería prematuro a todos los respectos; en eso no hemos querido considerar, lo repetimos, más que posibilidades sin duda muy lejanas, pero que por eso no dejan de serlo, lo que es suficiente para que se las deba considerar. Entre las cosas que preceden, hay algunas que quizás hubiéramos vacilado escribirlas antes de los últimos acontecimientos, que parecen haber acercado un poco estas posibilidades, o que, al menos, pueden permitir comprenderlas mejor; sin dar una importancia excesiva a las contingencias históricas, que no afectan en nada a la verdad, es menester no olvidar que hay una cuestión de oportunidad que frecuentemente debe intervenir en la formulación exterior de esta verdad. Faltan todavía muchas cosas en esta conclusión para que sea completa, y estas cosas son incluso las que conciernen a los aspectos más profundos, y, por tanto, más verdaderamente esenciales de las doctrinas orientales y de los resultados que pueden esperar de su estudio aquellos que son capaces de llevarle suficientemente lejos; aquello de lo que se trata puede ser presentido, en una cierta medida, por lo que hemos dicho sobre el tema de la realización metafísica, pero al mismo tiempo hemos indicado las razones por las que no nos era posible insistir más al respecto, sobre todo en una exposición preliminar como ésta; quizás volvamos de nuevo a ello en otra parte, pero es ahí sobre todo donde es menester acordarse siempre de que, según una formula extremo oriental, «el que sabe diez no debe enseñar más que nueve». Sea como sea, todo lo que puede ser desarrollado sin reservas, es decir, todo lo que hay de expresable en el lado puramente teórico de la metafísica, es aún más que suficiente para que, a aquellos que pueden comprenderlo, incluso si no van más allá, las especulaciones analíticas y fragmentarías del Occidente moderno se les aparezcan tales como son en realidad, es decir, como una investigación vana e ilusoria, sin principio y sin meta final, y cuyos mediocres resultados no valen ni el tiempo ni los esfuerzos de aquel que tiene un horizonte intelectual suficientemente extenso como para no limitar a eso su actividad.