Tradición y Religión

Parece que es bastante difícil entenderse sobre una definición exacta y rigurosa de la religión y de sus elementos esenciales, y la etimología, frecuentemente preciosa en parecido caso, aquí no constituye sino una ayuda bastante débil, ya que la indicación que nos proporciona es extremadamente vaga. La religión, según la derivación de esta palabra, es «lo que liga»; ¿pero es menester entender por esto lo que liga al hombre a un principio superior, o simplemente lo que liga a los hombres entre sí? Al considerar la antigüedad grecorromana, de donde nos ha venido la palabra, si no la cosa misma que designa hoy día, es casi cierto que la noción de religión participaba allí de esta doble acepción, y que incluso la segunda tenía entonces muy frecuentemente una parte preponderante. En efecto, la religión, o al menos lo que se entendía entonces por esta palabra, formaba cuerpo, de una manera indisoluble, con el conjunto de las instituciones sociales, de las que el reconocimiento de los «dioses de la ciudad» y la observancia de las formas de culto legalmente establecidas constituían condiciones fundamentales y garantizaban la estabilidad; por lo demás, eso era lo que daba a esas instituciones un carácter verdaderamente tradicional. Únicamente, había ya desde entonces, al menos en la época clásica, algo que no se comprendía en el principio mismo sobre el cual hubiera debido reposar intelectualmente esta tradición; se puede ver en eso una de las primeras manifestaciones de la inaptitud metafísica común a los occidentales, inaptitud que tiene como consecuencia fatal y constante una extraña confusión en las modalidades del pensamiento. En los griegos en particular, los ritos y símbolos, herencia de tradiciones más antiguas y ya olvidadas, habían perdido rápidamente su significación original precisa; la imaginación de este pueblo eminentemente artista, al expresarse al capricho de la fantasía individual de sus poetas, los había recubierto de un velo casi impenetrable, y es por eso por lo que se ve a filósofos tales como Platón declarar expresamente que no saben qué pensar de los escritos más antiguos que poseían relativos a la naturaleza de los Dioses (NA: Las Leyes, libro X). Los símbolos habían degenerado así en simples alegorías, y, debido al hecho de una tendencia invencible a las personificaciones antropomórficas, habían devenido «mitos», es decir, fábulas de las que cada cual podía creer lo que bien le pareciera, con tal de que guardara prácticamente la actitud convencional impuesta por las prescripciones legales. En estas condiciones, no podía subsistir apenas más que un formalismo tanto más puramente exterior cuanto más incomprehensible había devenido para aquellos mismos que estaban encargados de asegurar su mantenimiento en conformidad con reglas invariables, y la religión, al haber perdido su razón de ser más profunda, ya no podía ser sino un asunto exclusivamente social. Es eso lo que explica cómo el hombre que cambiaba de ciudad debía al mismo tiempo cambiar de religión y podía hacerlo sin el menor escrúpulo: tenía que adoptar los usos de aquellos entre quienes se establecía, y debía obediencia en adelante a su legislación que devenía la suya, y, de esta legislación, la religión constituida formaba parte integrante, exactamente al mismo título que las instituciones gubernamentales, jurídicas, militares u otras. Esta concepción de la religión como «lazo social» entre los habitantes de una misma ciudad, a la que se superponía, por encima de las variedades locales, otra religión más general, común a todos los pueblos helénicos y que formaba entre ellos el único lazo verdaderamente efectivo y permanente, esta concepción, decimos, no era la de la «religión de Estado» en el sentido en que debía entenderse mucho más tarde, pero tenía ya con ella relaciones evidentes, y debía contribuir ciertamente en buena parte a su formación ulterior. Para los romanos, fue casi igual que para los griegos, con la diferencia, no obstante, de que su incomprehensión de las formas simbólicas, que habían tomado de las tradiciones de los etruscos y de otros diversos pueblos, no provenía de una tendencia estética que invadía todos los dominios del pensamiento, incluso los que hubieran debido estarle más cerrados, sino más bien de una incompleta incapacidad para todo lo que es del orden propiamente intelectual. Esta insuficiencia radical de la mentalidad romana, casi exclusivamente dirigida hacia las cosas prácticas, es muy visible y, por lo demás, generalmente muy reconocida para que sea necesario insistir en ella; al ejercerse después la influencia griega, no debía remediarlo más que en una medida bien restringida. Sea como sea, los «dioses de la ciudad» tuvieron también allí el papel preponderante en el culto público, superpuesto a los cultos familiares que subsistieron siempre concurrentemente con él, pero sin ser quizás mucho mejor comprendidos en su razón profunda; y estos «dioses de la ciudad», a consecuencia de las extensiones sucesivas que recibió su dominio, devinieron finalmente los «dioses del Imperio». Es evidente que un culto como el de los emperadores, por ejemplo, no podía tener más que un alcance únicamente social; y se sabe que, si el cristianismo fue perseguido, mientras que tantos otros elementos heterogéneos se incorporaban sin inconveniente a la religión romana, es porque únicamente él entrañaba, prácticamente tanto como teóricamente, un desconocimiento formal de los «dioses del Imperio» esencialmente subversivo de las instituciones establecidas. Por lo demás, este desconocimiento no hubiera sido necesario si el alcance real de los ritos simplemente sociales hubiera estado claramente definido y delimitado; lo fue al contrario, en razón de las múltiples confusiones que se habían producido entre los dominios más diversos, y que, nacidas de los elementos incomprendidos que implicaban estos ritos, algunos de los cuales venían de muy lejos, les daban un carácter «supersticioso» en el sentido riguroso en el que ya nos ha ocurrido emplear esta palabra. Con esta exposición, no hemos tenido simplemente como meta mostrar lo que era la concepción de la religión en la civilización grecorromana, lo que podría parecer un poco fuera de propósito; hemos querido hacer comprender sobre todo cuan profundamente difiere esta concepción de la de la religión en la civilización occidental actual, a pesar de la identidad del término que sirve para designar a una y otra. Se podría decir que el cristianismo, o, si se prefiere la tradición judeocristiana, al adoptar con la lengua latina esta palabra «religión» que le ha tomado, le ha impuesto una significación casi enteramente nueva; por lo demás, hay otros ejemplos en este hecho, y uno de los más destacables es el que ofrece la palabra «creación», de la que hablaremos más adelante. Lo que dominará en adelante, es la idea de lazo con un principio superior, y no ya la de lazo social, que subsiste todavía hasta un cierto punto, pero empequeñecida y pasada al rango de elemento secundario. Esto no es todavía, a decir verdad, más que una primera aproximación; para determinar más exactamente el sentido de la religión en su concepción actual, que es la única que consideraremos ahora bajo este nombre, sería evidentemente inútil referirse más a la etimología, de la que el uso se ha apartado enormemente, y no es más que por el examen directo de lo que existe efectivamente como es posible obtener una información precisa. Debemos decir ahora que la mayor parte de las definiciones, o más bien de los intentos de definición que se han propuesto, en lo que concierne a la religión, tienen como defecto común poder aplicarse a cosas extremadamente diferentes, y de las cuales algunas no tienen nada en absoluto de religioso en realidad. Así, hay sociólogos que pretenden, por ejemplo, que «lo que caracteriza a los fenómenos religiosos, es su fuerza obligatoria» (NA: E Durkheim, De la définition des phénomènes religieux). Habría lugar a destacar que este carácter obligatorio está lejos de pertenecer al mismo grado a todo lo que es igualmente religioso, que puede variar de intensidad, ya sea para las prácticas y las creencias diversas en el interior de una misma religión, ya sea generalmente de una religión a otra; pero, admitiendo incluso que sea más o menos común a todos los hechos religiosos, está muy lejos de serle propio, y la lógica más elemental enseña que una definición debe convenir, no sólo «a todo lo definido», sino también «únicamente a lo definido». De hecho, la obligación, impuesta más o menos estrictamente por una autoridad o un poder de una naturaleza cualquiera, es un elemento que se encuentra de una manera casi constante en todo lo que son instituciones sociales propiamente dichas; en particular, ¿hay algo que se plantee como más riguroso que la legalidad? Por lo demás, que la legislación se vincule directamente a la religión como en el islam, o que esté por el contrario completamente separada y sea independiente de ella como en los estados europeos actuales, no obstante tiene este carácter de obligación tanto en un caso como en el otro, y lo tiene siempre necesariamente, simplemente porque se trata de una condición de posibilidad para cualquier forma de organización social; así pues, ¿quién se atrevería a sostener seriamente que las instituciones jurídicas de la Europa moderna están revestidas de un carácter religioso? Una tal suposición es manifiestamente ridícula, y, si nos entretenemos en ello un poco más de lo que convendría, es porque se trata de teorías que han adquirido, en algunos medios, una influencia tan considerable como poco justificada. Para acabar con este punto, no es únicamente en las sociedades que se ha convenido llamar «primitivas», erróneamente según nós, donde «todos los fenómenos sociales tienen el mismo carácter obligatorio», a un grado u otro, constatación que obliga a nuestros sociólogos, al hablar de estas sociedades supuestamente «primitivas», cuyo testimonio les agrada invocar tanto más cuanto más difícil es su control, a confesar que «la religión allí es todo, a menos que se prefiera decir que no es nada» (NA: E Doutté, Magie et religion dans l'Afrique du Nord, Introducción, p 7). Es verdad que agregan de inmediato, para esta segunda alternativa que nos parece que es la buena, esta restricción: «Si se la quiere considerar como una función especial»; pero precisamente, si no es una «función especial», ya no es religión en absoluto. Pero no hemos terminado todavía con todas las fantasías de los sociólogos: otra teoría que les es querida consiste en decir que la religión se caracteriza esencialmente por la presencia de un elemento ritual; dicho de otro modo, por todas partes donde se constata la existencia de ritos, cualesquiera que sean, se debe concluir de ello, sin más examen, que nos encontramos por eso mismo en presencia de fenómenos religiosos. Es cierto que en toda religión hay un elemento ritual, pero este elemento no es suficiente, por sí sólo, para caracterizar la religión como tal; aquí, como hace un momento, la definición propuesta es demasiado amplia, porque hay ritos que no son en modo alguno religiosos, y los hay incluso de varios tipos. En primer lugar, hay ritos que tienen un carácter pura y exclusivamente social, civil si se quiere: este caso habría debido encontrarse en la civilización grecorromana, si no hubiera habido entonces las confusiones de las que hemos hablado; existen actualmente en la civilización china, donde no hay ninguna confusión del mismo género, y donde las ceremonias del confucionismo son efectivamente ritos sociales, sin el menor carácter religioso: sólo a este título son el objeto de un reconocimiento oficial, que, en China, sería inconcebible en toda otra condición. Es lo que habían comprendido muy bien los jesuitas establecidos en China en el siglo XVII, que encontraban muy natural participar en esas ceremonias, y que no veían en ellas nada incompatible con el cristianismo, en lo que tenían mucha razón, ya que el confucionismo, al colocarse enteramente fuera del dominio religioso, y al no hacer intervenir más que lo que puede y debe ser admitido normalmente por todos los miembros del cuerpo social sin ninguna distinción, es desde entonces perfectamente conciliable con una religión cualquiera, así como con la ausencia de toda religión. Los sociólogos contemporáneos cometen exactamente el mismo error que cometieron antaño los adversarios de los jesuitas, cuando les acusaron de haberse sometido a las prácticas de una religión extraña al cristianismo: al ver que allí había ritos, habían pensado, naturalmente, que estos ritos, como los que estaban habituados a considerar en el medio europeo, debían ser de naturaleza religiosa. La civilización extremo oriental nos servirá también de ejemplo para un género diferente de ritos no religiosos: en efecto, el taoísmo, que es, lo hemos dicho, una doctrina puramente metafísica, posee también algunos ritos que le son propios; es que, por extraño y por incomprehensible incluso que pueda parecer a los occidentales, existen ritos que tienen un carácter y un alcance esencialmente metafísico. Puesto que no queremos insistir más en ello por el momento, agregaremos simplemente que, sin ir tan lejos como la China o la India, se podrían encontrar tales ritos en algunas ramas del islam, si éste no permaneciera casi tan cerrado a los europeos, y en gran parte por su culpa, como todo el resto del Oriente. Después de todo, a los sociólogos se les puede excusar de engañarse sobre cosas que les son completamente extrañas, y podrían, con alguna apariencia de razón, creer que todo rito es de esencia religiosa, si el mundo occidental, sobre el que deberían estar mejor informados, no les presentara verdaderamente más que ritos religiosos; pero nos permitiríamos gustosamente preguntarles si, por ejemplo, los ritos masónicos, cuya verdadera naturaleza no tratamos de investigar aquí, poseen, por el hecho mismo de que son efectivamente ritos, un carácter religioso a cualquier grado que sea. Ya que estamos en este tema, aprovecharemos también para señalar que la ausencia total del punto de vista religioso en los chinos ha podido dar lugar a otro error, pero que es inverso al precedente, y que, esta vez, se debe a una incomprehensión recíproca. El chino, que, en cierto modo, tiene por naturaleza el mayor respeto hacia todo lo que es de orden tradicional, adoptará gustosamente, cuando se encuentre trasladado a otro medio, lo que le parezca que constituye su tradición; ahora bien, puesto que en Occidente sólo la religión presenta este carácter, podrá adoptarla así, pero de una manera completamente superficial y pasajera. Vuelto a su país de origen, que jamás ha abandonado de una manera definitiva, ya que la «solidaridad de la raza» es demasiado poderosa para permitírselo, ese mismo chino ya no se preocupará lo más mínimo de la religión cuyos usos había seguido temporalmente; eso se debe a que esa religión, que es tal para los otros, él mismo no la había concebido nunca en modo religioso, puesto que ese modo es extraño a su mentalidad, y, por lo demás, como no ha encontrado en Occidente nada que tenga, por poco que sea, un carácter metafísico, ella no podía ser a sus ojos más que el equivalente más o menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del confucionismo. Así pues, los europeos cometerían un gran error al tachar a una tal actitud de hipócrita, como les ocurre hacerlo; para el chino no es más que una simple cuestión de cortesía, ya que, según la idea que se hacen de ella, la cortesía quiere que uno se conforme tanto como sea posible a las costumbres del país donde se vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su lugar en la jerarquía oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores rituales que se les deben. En el mismo orden de ideas, otro hecho interesante que hay que reseñar es que, en el Japón, el sintoísmo tiene, en una cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el confucionismo en China; aunque tenga también otros aspectos menos claramente definidos, es ante todo una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son «sacerdotes», son enteramente libres de tomar la religión que quieran o de no tomar ninguna. A este propósito, recordamos haber leído, en un manual de historia de las religiones, la reflexión singular de que, «ni en el Japón ni tampoco en China, la fe en las doctrinas de una religión excluye en lo más mínimo la fe en las doctrinas de otra religión» (NA: Christus, cap V, p 193); en realidad, doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y eso debería bastar para probar que aquí no puede tratarse en modo alguno de religión. De hecho, fuera del caso de importaciones extranjeras que no han podido tener una influencia muy profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso les es tan completamente desconocido a los japoneses como a los chinos; se trata incluso de uno de los raros rasgos comunes que se pueden observar en la mentalidad de estos dos pueblos. Hasta aquí, no hemos tratado en suma más que de una manera negativa la cuestión que habíamos planteado, ya que hemos mostrado sobre todo la insuficiencia de algunas definiciones, insuficiencia que llega hasta entrañar su falsedad; debemos indicar ahora, si no una definición, hablando propiamente, al menos sí una concepción positiva de lo que constituye verdaderamente la religión. Diremos que la religión conlleva esencialmente la reunión de tres elementos de órdenes diversos: un dogma, una moral y un culto; por todas partes donde falte uno cualquiera de estos elementos, ya no se tratará de una religión en el sentido propio de esta palabra. Agregaremos seguidamente que el primer elemento forma la parte intelectual de la religión, que el segundo forma su parte social, y que el tercero, que es el elemento ritual, participa a la vez de una y de otra; pero esto exige algunas explicaciones. El nombre de dogma se aplica propiamente a una doctrina religiosa; sin buscar más por el momento cuáles son las características especiales de una tal doctrina, podemos decir que, aunque evidentemente intelectual en lo que tiene de más profundo, no obstante no es de orden puramente intelectual; y por lo demás, si lo fuera, sería metafísica y no ya religiosa. Así pues, es menester que esta doctrina, para tomar la forma particular que conviene a su punto de vista, sufra la influencia de elementos extraintelectuales, que son, en su mayor parte, del orden sentimental; la palabra misma «creencias», que sirve comúnmente para designar las concepciones religiosas, marca bien este carácter, ya que es una precisión psicológica elemental que la creencia, entendida en su acepción más precisa, y en tanto que se opone a la certeza que es completamente intelectual, es un fenómeno donde la sentimentalidad juega un papel esencial, una suerte de inclinación o de simpatía hacia una idea, lo que, por lo demás, supone necesariamente que esta idea misma es concebida con un matiz sentimental más o menos pronunciado. El mismo factor sentimental, secundario en la doctrina, deviene preponderante, e incluso casi exclusivo, en la moral, cuya dependencia de principio con respecto al dogma es una afirmación sobre todo teórica: esta moral, cuya razón de ser no puede ser sino puramente social, podría considerarse como una suerte de legislación, lo único que permanece como patrimonio de la religión allí donde las instituciones civiles son independientes de ella. Por último, los ritos, cuyo conjunto constituye el culto, tienen un carácter intelectual en tanto que se consideren como una expresión simbólica y sensible de la doctrina, y un carácter social en tanto que se consideren como «prácticas», que requieren, de una manera que puede ser más o menos obligatoria, la participación de todos los miembros de la comunidad religiosa. El nombre de culto debería reservarse propiamente a los ritos religiosos; no obstante, de hecho, se emplea también corrientemente, aunque algo abusivamente, para designar otros ritos, ritos puramente sociales por ejemplo, cuando se habla del «culto de los antepasados» en China. Hay que destacar que, en una religión donde el elemento social y sentimental predomina sobre el elemento intelectual, la parte del dogma y la del culto se reducen simultáneamente cada vez más, de suerte que una tal religión tiende a degenerar en un «moralismo» puro y simple, como se ve un ejemplo muy claro de ello en el caso del protestantismo; en el límite, que, actualmente, ha alcanzado casi un cierto «protestantismo liberal», lo que queda ya no es una religión, puesto que no ha conservado más que una sola de las partes esenciales, sino simplemente una suerte de pensamiento filosófico especial. Importa precisar, en efecto, que la moral puede ser concebida de dos maneras muy diferentes: ya sea en modo religioso, cuando está vinculada en principio a un dogma al que se subordina, ya sea en modo filosófico, cuando se considera como independiente de él; volveremos de nuevo más adelante sobre esta segunda forma. Se puede comprender ahora por qué decíamos precedentemente que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, lo que confirma la proveniencia específicamente judaica de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Es que, en cualquier otro lugar, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados, por lo demás, por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral esta totalmente ausente, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este mismo punto de vista moral el que falta: si la legislación no es allí religiosa como en el islam, es porque está enteramente desprovista del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ningún rastro tampoco de esa forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la que el vinculamiento de una moral a un principio doctrinal es por lo demás completamente inconcebible. Se puede decir que el punto de vista moral y el punto de vista religioso mismo suponen esencialmente una cierta sentimentalidad, que está en efecto desarrollada sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Así pues, en eso hay algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que sería menester agregar aquí a los musulmanes, pero sin hablar del aspecto extrarreligioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos, la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existiendo por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una «moral independiente», es decir, filosófica, idea que se encontraba antaño en los griegos y en los romanos, y que está de nuevo muy extendida en Occidente en la época actual. Aquí es indispensable una última observación: no admitimos, como los sociólogos de los que hablábamos más atrás, que la religión sea pura y simplemente un hecho social; decimos solamente que tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que evidentemente, no es la misma cosa, puesto que este elemento es normalmente secundario en relación a la doctrina, que es de un orden completamente diferente, de suerte que la religión, aunque es social por un cierto lado, es al mismo tiempo algo más. Por lo demás, de hecho, hay casos donde todo lo que es del orden social se encuentra vinculado y como suspendido de la religión: es el caso del islamismo, como ya hemos tenido ocasión de decirlo, y también del judaísmo, en el que la legislación no es menos esencialmente religiosa, pero con la particularidad de que no es aplicable más que a un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del cristianismo que podríamos llamar «integral», y que ha tenido antaño una realización efectiva. La opinión sociológica no corresponde más que al estado actual de Europa, y todavía haciendo abstracción de las consideraciones doctrinales, que, no obstante, no han perdido realmente su importancia primordial más que en los pueblos protestantes; cosa bastante curiosa, la opinión sociológica podría servir para justificar la concepción de una «religión de Estado», es decir, en el fondo, de una religión que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como tal, corre mucho riesgo de ser reducida a un papel de instrumento político; concepción que, en algunos aspectos, nos conduce a la religión grecorromana, así como lo indicábamos más atrás. Esta idea aparece como diametralmente opuesta a la de la «Cristiandad»: ésta, anterior a las nacionalidades, no podría subsistir o restablecerse después de su constitución, más que a condición de ser esencialmente «supranacional»; al contrario, la «religión de Estado» se considera siempre de hecho, que no de derecho, como nacional, ya sea enteramente independiente o ya sea que admita un vinculamiento a otras instituciones similares por una suerte de lazo federativo, que no deja en todo caso a la autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La primera de estas dos concepciones, la de la «Cristiandad», es eminentemente la de un «Catolicismo» en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la de una «religión de Estado», encuentra lógicamente su expresión, según los casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o ya sea en el anglicanismo o en algunas formas de la religión protestante, a la que, en general, este rebajamiento no parece repugnar en absoluto. Agregamos para terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la religión, la primera es la única que sea capaz de presentar, con las particularidades propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la concibe, sin ninguna excepción, la mentalidad oriental.