CONTEMPLACIÓN DIRECTA Y CONTEMPLACIÓN POR REFLEJO

Debemos volver todavía una vez más sobre las diferencias esenciales que existen entre la realización metafísica o iniciática y la realización mística, ya que, sobre este punto, algunos han formulado esta pregunta: si, como lo precisaremos todavía más adelante, la contemplación es la forma más alta de la actividad, y mucho más activa en realidad que todo lo que depende de la acción exterior, y si, como se admite generalmente, hay también contemplación en los casos de los estados místicos, ¿no hay ahí algo incompatible con el carácter de pasividad que es inherente al misticismo mismo? Además, desde que se puede hablar de contemplación a la vez en el orden metafísico y en el orden místico, podría parecer que uno y otro coinciden bajo este aspecto, al menos en una cierta medida; o bien, si la cosa no es así, ¿habría entonces dos tipos de contemplación? Ante todo, conviene recordar a este respecto que hay muchas calidades diferentes de misticismo, y que las formas inferiores de éste no podrían considerarse aquí, puesto que en ellas no se puede hablar realmente de contemplación en el verdadero sentido de esta palabra. Bajo este punto de vista, es menester apartar todo lo que tiene el carácter más claramente «fenoménico», es decir, en suma todos los estados donde se encuentra aquello a lo que los teóricos del misticismo aplican designaciones como las de «visión sensible» y de «visión imaginaria» (y por lo demás la imaginación entra igualmente en el orden de las facultades sensibles tomadas en el sentido más extenso), estados que los teóricos mismos consideran también como inferiores, y que incluso, con justa razón, no consideran sin una cierta desconfianza, pues es evidente que es ahí donde la ilusión puede introducirse con la mayor facilidad. No hay contemplación mística propiamente dicha más que en el caso de lo que se llama «visión intelectual», que es de un orden mucho más «interior», y a la cual no alcanzan más que los místicos que se pueden decir superiores, hasta tal punto que parece que sea eso en cierto modo la conclusión y como la meta misma de su realización; ¿pero rebasan efectivamente por eso los místicos en cuestión el dominio individual? Es en eso en lo que consiste en el fondo todo el planteamiento, ya que es solo eso lo que, dejando subsistir en todo caso la diferencia de los medios que caracterizan respectivamente a las dos vías iniciática y mística, podría justificar, en cuanto a su meta, una cierta asimilación como la que acabamos de mencionar. Entiéndase bien que para nos no se trata en modo alguno de disminuir el alcance de las diferencias cualitativas que existen en el misticismo mismo; pero por eso no es menos verdad que, incluso para lo que hay de más elevado en éste, esta asimilación implicaría una confusión que es necesario disipar. Diremos claramente que hay realmente dos tipos de contemplación, que se podrían llamar una contemplación directa y una contemplación por reflejo; en efecto, de la misma manera que se puede mirar directamente al sol o mirar solo su reflejo en el agua, así también se pueden contemplar, ya sea las realidades espirituales tales cuales son en sí mismas, ya sea su reflejo en el dominio individual. Se puede hablar de contemplación en los dos casos, e incluso, en un cierto sentido, son las mismas realidades las que se contemplan, como es el mismo sol el que se ve directamente o por su reflejo; pero por eso no es menos evidente que hay una gran diferencia. Hay incluso más diferencia de la que podría hacer pensar a primera vista la comparación que acabamos de dar, pues la contemplación directa de las realidades espirituales implica necesariamente que uno se transporta a sí mismo en cierto modo a su propio dominio, lo que supone un cierto grado de realización de los estados supraindividuales, realización que jamás puede ser sino esencialmente activa; por el contrario, la contemplación por reflejo implica solo que uno «se abre» a lo que se presente como espontáneamente (y que también podrá no presentarse, puesto que se trata de algo que no depende de ningún modo de la voluntad o de la iniciativa del contemplativo) y, por eso es por lo que ahí no hay nada que sea incompatible con la pasividad mística. Naturalmente, eso no impide que la contemplación sea siempre, a un grado o a otro, una verdadera actividad interior, y por lo demás un estado que fuera puramente pasivo no puede concebirse siquiera, puesto que la simple sensación misma tiene también algo de activo bajo una cierta relación; de hecho, la pasividad pura no pertenece más que a la materia prima y no podría encontrarse en ninguna parte en la manifestación. Pero la pasividad del místico consiste propiamente en que se limita a recibir lo que viene a él, y en que no puede no despertar en él una cierta actividad interior, esa misma que constituirá precisamente su contemplación; el místico es pasivo porque no hace nada para ir al encuentro de las realidades que son el objeto de esa contemplación, y eso mismo es lo que implica como consecuencia que no salga de su estado individual. Así pues, es menester, para que esas realidades le sean accesibles de alguna manera, que desciendan por así decir al dominio individual, o, si se prefiere, que se reflejen en él como lo decíamos hace un momento; por lo demás, esta última manera de hablar es la más exacta, porque hace comprender mejor que las realidades de que se trata no son afectadas de ninguna manera por este «descenso» aparente, como tampoco es afectado el sol por la existencia de su reflejo. Otro punto particularmente importante, y que se relaciona bastante estrechamente con el precedente, es que la contemplación mística, por eso mismo de que no es más que indirecta, no implica nunca ninguna identificación, sino al contrario, deja subsistir siempre la dualidad entre el sujeto y el objeto: a decir verdad, por lo demás, en cierto modo es necesario que sea así, ya que esa dualidad forma parte integrante del punto de vista religioso como tal, y, así como hemos tenido ya frecuentemente la ocasión de decirlo, todo lo que es misticismo depende propiamente del dominio religioso (NA: Esto no quiere decir que, en los escritos antiguos pertenecientes a la tradición cristiana, no haya algunas cosas que no podrían comprenderse de otro modo que como la afirmación más o menos explícita de una identificación; pero los modernos, que por lo demás buscan generalmente atenuar su sentido, y que las encuentran molestas porque no entran en sus propias concepciones, cometen un error atribuyéndolas al misticismo; ciertamente, en el cristianismo mismo, había entonces muchas cosas de un orden completamente diferente y del cual los modernos no tienen la menor idea). Lo que puede prestarse a confusión sobre este punto, es que los místicos emplean de buena gana la palabra «unión», y que la contemplación de que se trata pertenece incluso, más precisamente, a lo que ellos llaman «vía unitiva»; pero esta «unión» no tiene de ninguna manera la misma significación que el Yoga o sus equivalente, de suerte que en eso no hay más que una similitud completamente exterior. No es que sea ilegítimo emplear la misma palabra, ya que, en el lenguaje corriente mismo, se habla de unión entre seres en muchos casos diversos y donde no hay evidentemente identificación entre ellos a ningún grado; únicamente, hay que poner siempre el mayor cuidado en no confundir cosas diferentes bajo pretexto de que una sola palabra sirve para designar igualmente a las unas y a las otras. En el misticismo, insistimos aún en ello, jamás se trata de identificación con el Principio, ni siquiera con tal o cual de sus aspectos «no supremos» (lo que en todo caso rebasaría todavía manifiestamente las posibilidades de orden individual); y, además, la unión que se considera como el término mismo de la vía mística se refiere siempre a una manifestación principial considerada únicamente en el dominio humano o en relación con éste (NA: El lenguaje mismo de los místicos es muy claro a este respecto: jamás se trata de la unión con el Cristo-principio, es decir, con el Logos en sí mismo, lo que, incluso sin llegar hasta la identificación, estaría ya mucho más allá del dominio humano; se trata siempre de la «unión con Cristo-Jesús», expresión que se refiere claramente de una manera exclusiva, únicamente al aspecto «individualizado» del Avatâra). Por otra parte, debe entenderse bien que la contemplación alcanzada en la realización iniciática implica muchos grados diferentes, de suerte que no siempre llega, ciertamente, hasta una identificación; pero, cuando ello es así, esa contemplación todavía no se considera más que como un estadio preliminar, una etapa en el curso de la realización, y no como la meta suprema a la que la iniciación debe conducir finalmente (NA: La diferencia entre esta contemplación preliminar y la identificación es la que existe entre lo que la tradición islámica designa respectivamente como aynul-yaqîn y haqqul-yaqîn (NA: Ver Apercepciones sobre la Iniciación, pp 173-l75 de la edición francesa)). Eso debería bastar para mostrar que las dos vías no tienden realmente al mismo fin, puesto que una de ellas se detiene en lo que no representa para la otra más que una etapa secundaria; y además, incluso en ese grado, hay una gran diferencia, puesto que, en uno de los dos casos, es un reflejo lo que se contempla en cierto modo en sí mismo y por sí mismo, mientras que, en el otro, este reflejo no se toma sino como el punto de conclusión de los rayos cuya dirección será menester seguir para remontar, a partir de ahí, hasta la fuente misma de la Luz.