Aunque hayamos hablado ya frecuentemente de las diferencias profundas que separan al misticismo de todo lo que es de orden esotérico e iniciático, no creemos inútil volver de nuevo sobre un punto particular que se vincula a esta cuestión, dado que hemos tenido la ocasión de constatar que en eso hay todavía un error bastante extendido: se trata de la calificación de «quietismo» aplicada a algunas doctrinas orientales. Que eso es un error, resulta ya del hecho de que esas doctrinas no tienen nada de místico, mientras que el término mismo de «quietismo» ha sido creado especialmente para designar una forma de misticismo, que, por lo demás, es de las que se pueden llamar «aberrantes», y cuyo carácter principal es llevar al extremo la pasividad que, a un grado o a otro, es inherente al misticismo como tal. Ahora bien, por una parte, conviene no extender términos de este género a lo que no depende del dominio místico, pues entonces devienen tan impropios como las etiquetas filosóficas cuando se pretende aplicarlas fuera de la filosofía; y, por otra parte, la pasividad, incluso en los límites en los que puede considerarse en cierto modo como «normal» desde el punto de vista místico, y con mayor razón en su exageración «quietista», es completamente extraña a las doctrinas de que se trata. A decir verdad, sospechamos que la imputación de «quietismo», tanto como la de «panteísmo», no es muy frecuentemente, entre algunos, más que un pretexto para descartar o menospreciar una doctrina sin tomarse el esfuerzo de estudiarla más profundamente y de buscar comprenderla verdaderamente; más generalmente, ello es así para todos los epítetos «peyorativos» que se emplean a troche y moche para calificar doctrinas muy diversas, y que reprochan a éstas «caer» en esto o aquello, expresión habitual, en parecido caso y que es muy significativa a este respecto; pero, como lo hemos hecho destacar en otras ocasiones, todo error tiene necesariamente alguna razón para producirse, de suerte que es bueno a pesar de todo, examinar las cosas desde un poco más cerca. No es dudoso que el quietismo, en el sentido propio de esta palabra, goza de una mala reputación en occidente, y en primer lugar en los medios religiosos, lo que es natural en suma, puesto que la variedad de misticismo que se designa así ha sido declarada expresamente heterodoxa, y a justo título, en razón de los numerosos y graves peligros que la misma presenta bajo diversos puntos de vista, y que, en el fondo no son otros que los de la pasividad misma llevada a su grado más alto y puesta en práctica «integralmente», queremos decir, sin que se aporte ninguna atenuación a las consecuencias que entraña en todos los órdenes. Por ese lado, no hay pues lugar a sorprenderse si aquellos en quienes las injurias ocupan el lugar de los argumentos, y que desafortunadamente son muy numerosos, se sirven del quietismo, así como también del panteísmo, como una especie de «metemiedos», si se puede expresar así, para desviar a aquellos que se dejan impresionar por todo aquello ante lo que ellos mismos sienten un temor que, de hecho, no se debe más que a su incapacidad de comprenderlo. Pero hay algo más curioso; es que la mentalidad «laica» de los modernos retorna de buena gana a esta misma acusación de quietismo contra la religión misma, extendiéndola indebidamente, no solo a todos los místicos, comprendidos los más ortodoxos de entre ellos, sino también a los religiosos pertenecientes a las órdenes contemplativas, que por lo demás son todos indistintamente «místicos» a sus ojos, aunque no lo sean necesariamente en realidad; los hay incluso que llevan la confusión todavía más lejos, yendo hasta identificar pura y simplemente misticismo y religión. Esto se explica bastante fácilmente por los prejuicios que son, de una manera general, inherentes a la mentalidad occidental moderna: ésta, vuelta exclusivamente hacia la acción exterior, ha llegado poco a poco, no solo a ignorar por su propia cuenta todo lo que se refiere a la contemplación, sino incluso a sentir a su respecto un verdadero odio por todas partes donde la encuentra. Estos prejuicios están tan extendidos que muchas gentes que se consideran religiosas, pero que por eso no están menos fuertemente afectadas por esa mentalidad antitradicional, declaran de buena gana que no hacen una gran diferencia entre las órdenes contemplativas y aquellas que se ocupan de actividades sociales: ¡naturalmente, no tienen más que elogios para estas últimas, pero, en revancha, están muy dispuestos a estar de acuerdo con sus adversarios para pedir la supresión de las primeras, bajo pretexto de que ya no están adaptadas a las condiciones de una época de «progreso» como la nuestra! Conviene destacar de pasada que, actualmente todavía, una tal distinción sería imposible en las Iglesias cristianas de oriente, donde no se concibe que alguien pueda hacerse monje para otra cosa que para librarse a la contemplación, y donde, por lo demás, la vida contemplativa, bien lejos de ser tachada neciamente de «inutilidad» y de «ociosidad», se considera, al contrario, unánimemente, como la forma superior de actividad que ella es verdaderamente. A este propósito, es menester decir, que hay en las lenguas occidentales algo que es bastante molesto, y que puede contribuir en parte a algunas confusiones: es el empleo de las palabras «acción» y «actividad», que tienen evidentemente un origen común, pero que, sin embargo, no tienen ni el mismo sentido ni la misma extensión. La acción se entiende siempre como una actividad de orden exterior, que no depende propiamente más que del dominio corporal, y es precisamente en eso en lo que se distingue de la contemplación y en lo que parece inclusive oponerse a ella de una cierta manera, aunque, aquí como por todas partes, el punto de vista de la oposición tenga forzosamente un carácter ilusorio, así como lo hemos explicado en otra parte, y aunque sea más bien de un complementarismo de lo que se trata en realidad. Por el contrario, la actividad tiene un sentido más general y se aplica igualmente en todos los dominios y a todos los niveles de la existencia: así, para tomar el ejemplo más simple, se habla en efecto de actividad mental, pero, incluso con toda la imprecisión del lenguaje corriente, apenas se podría hablar de acción mental; y, en un orden más elevado, se puede hablar también de actividad espiritual, lo que es efectivamente la contemplación (distinguida, bien entendido, de la simple meditación que no es más que un medio puesto en obra para llegar a ella, y que pertenece todavía al dominio de la mentalidad individual). Hay incluso algo más: si se considera el complementarismo de lo «activo» y de lo «pasivo», en correspondencia con el «acto» y la «potencia» tomados en el sentido aristotélico, se ve sin esfuerzo que lo que es más activo es también, y por eso mismo, lo que está más próximo del orden puramente espiritual, mientras que el orden corporal es aquel donde predomina la pasividad; de ahí deriva esta consecuencia, que no es paradójica más que en apariencia, de que la actividad es tanto mayor y más real cuanto más alejado del dominio de la acción está el dominio donde se ejerce. ¡Desafortunadamente, la mayor parte de los modernos no parecen comprender apenas este punto de vista, y de ello resultan singulares equivocaciones, como la de algunos orientalistas que no vacilan en calificar de pasivo al Purusha, si se trata de la tradición hindú, o al Tien, si se trata de la tradición extremo-oriental, es decir, en todos los casos, lo que es precisamente, al contrario, el principio activo de la manifestación universal! Estas pocas consideraciones permiten comprender por qué los modernos están tentados a ver «quietismo», o lo que ellos creen poder llamar así, en toda doctrina que pone la contemplación por encima de la acción, es decir, en suma en toda doctrina tradicional sin excepción; parecen creer, por lo demás, que eso equivale de alguna manera a despreciar la acción e incluso a negarla todo valor propio, aunque sea en el orden contingente que es el suyo, lo que es completamente falso, puesto que, en realidad, no se trata más que de situar cada cosa en el lugar que debe pertenercele normalmente: reconocer que una cosa ocupa el grado más bajo en una jerarquía no equivale, ciertamente, a negar la legitimidad de su existencia, pues por eso no es menos un elemento necesario del conjunto del que forma parte. No sabemos por qué se ha tomado el hábito de atacar más especialmente, bajo esta relación, a la doctrina hindú, que en eso no difiere absolutamente en nada de las demás tradiciones, ya sean orientales u occidentales; por lo demás, en diversas ocasiones, ya nos hemos explicado suficientemente sobre la manera en que la doctrina hindú considera la acción, como para no tener necesidad de insistir más en ello aquí. Solo haremos destacar cuan absurdo es hablar de «quietismo» a propósito del Yoga, como algunos lo hacen, cuando se piensa en la actividad prodigiosa que es menester desarrollar, y eso en todos los dominios, para llegar a la meta del Yoga (es decir, en realidad al Yoga mismo, entendido en su sentido estricto, puesto que los medios preparatorios no se designan así sino por extensión); por lo demás, en eso se trata de métodos propiamente iniciáticos, uno de cuyos caracteres esenciales como tales es la actividad. Agregaremos para prevenir toda objeción posible, que, si las interpretaciones de algunos hindúes contemporáneos pueden parecer prestarse a la imputación de «quietismo», es porque esos hindúes no están calificados a ningún grado para hablar de estas cosas, y porque, debido a la educación occidental que han recibido, son casi tan ignorantes como los occidentales mismos de lo que concierne a su propia tradición. Pero, si, de una manera general, se ha convenido reprochar a la doctrina hindú menospreciar la acción, es sobre todo al hablar del taoísmo donde se siente la necesidad de hablar más expresamente todavía del «quietismo», y eso a causa del papel que juega allí el «no-actuar» (wou-wei), cuya verdadera significación los orientalistas no comprenden en modo alguno, y que algunos de entre ellos hacen sinónimo de «inactividad», de «pasividad» e incluso de «inercia» (por lo demás, es porque el principio activo de la manifestación es «no-actuante» por lo que le pretenden «pasivo» como lo decíamos más atrás). Sin embargo, hay algunos que se han dado cuenta de que hay en eso un error; pero, no comprendiendo tampoco en el fondo aquello de lo que se trata, y confundiendo igualmente acción y actividad, se niegan entonces a traducir wou-wei por «no-actuar», y reemplazan este término por perífrasis más o menos vagas e insignificantes, que disminuyen el alcance de la doctrina y no dejan percibir ya nada de su sentido profundo y específicamente iniciático. En realidad, la traducción por «no-actuar» es la única aceptable, pero, a causa de la incomprensión ordinaria, conviene explicar cómo se debe entender: no solo este «no-actuar» no es la inactividad, sino que, según lo que hemos indicado precedentemente, es al contrario la suprema actividad, y eso porque está tan lejos como es posible del dominio de la acción exterior, y completamente liberado de todas las limitaciones que se le imponen a ésta por su propia naturaleza; si el «no-actuar» no estuviera, por definición misma, más allá de todas las oposiciones, se podría decir pues que es en cierto modo el extremo opuesto de la meta que el quietismo asigna al desarrollo de la espiritualidad. No hay que decir que el «no-actuar», o lo que es su equivalente en la parte iniciática de las demás tradiciones, implica, para aquel que ha llegado a él, un perfecto desapego al respecto de la acción exterior, como por lo demás de todas las demás cosas contingentes, y eso porque un tal ser se sitúa en el centro mismo de la «rueda cósmica», mientras que esas cosas no pertenecen más que a su circunferencia; si el quietismo profesa por su lado una indiferencia que parece recordar en algunos aspectos este desapego, es ciertamente por razones muy diferentes. Del mismo modo que fenómenos similares pueden deberse a causas muy diversas, así también maneras de actuar (o, en algunos casos, de abstenerse de actuar) que son exteriormente las mismas pueden proceder de las intenciones más diferentes; pero, naturalmente, para aquellos que se quedan en las apariencias, de eso pueden resultar muchas falsas asimilaciones. Efectivamente, bajo esta relación, hay algunos hechos, extraños a los ojos de los profanos, que podrían ser invocados por ellos en apoyo de la aproximación errónea que quieren establecer entre el quietismo y tradiciones de orden iniciático; pero esto plantea algunas cuestiones que son bastante interesantes por sí mismas como para merecer que les consagremos especialmente un próximo capítulo.