CONSTITUCIÓN Y FUNCIÓN DE LA ÉLITE

En diversas ocasiones, en lo que precede, ya hemos hablado de lo que llamamos la elite intelectual; probablemente se habrá comprendido sin esfuerzo que lo que entendemos por elite no tiene nada en común con lo que, en el Occidente actual, se designa a veces con el mismo nombre. Los expertos y los filósofos más eminentes en sus especialidades pueden no estar cualificados de ninguna manera para formar parte de esta elite; hay incluso muchas posibilidades de que no lo estén, en razón de los hábitos mentales que han adquirido, de los múltiples prejuicios que les son inseparables, y sobre todo de esa «miopía intelectual» que es su consecuencia más ordinaria; siempre puede haber honorables excepciones, ciertamente, pero sería menester no contar demasiado con ellas. De una manera general, hay más posibilidades con un ignorante que con aquel que se haya especializado en un orden de estudios esencialmente limitado, y que ha sufrido la deformación inherente a una cierta educación; el ignorante puede tener en él posibilidades de comprehensión a las que no les ha faltado más que una ocasión para desarrollarse, y este caso puede ser tanto más frecuente cuanto más defectuosa sea la manera en que se distribuye la enseñanza occidental. Puesto que las aptitudes que tenemos en vista cuando hablamos de la elite son del orden de la intelectualidad pura, no pueden ser determinadas por ningún criterio exterior, y son cosas que no tienen nada que ver con la instrucción «profana»; en algunos países de Oriente hay gentes que, no sabiendo ni leer ni escribir, por ello no llegan menos a un grado muy elevado en la elite intelectual. Por lo demás, es menester no exagerar, ni en un sentido ni en el otro: por el hecho de que dos cosas sean independientes, no se sigue que sean incompatibles; y si, en las condiciones del mundo occidental sobre todo, la instrucción «profana» o exterior puede proporcionar medios de acción suplementarios, ciertamente sería un error desdeñarla más allá de lo debido. Solamente, hay algunos estudios que no se pueden hacer impunemente más que cuando, habiendo adquirido ya esa invariable dirección interior a la que hemos hecho alusión, se está inmunizado definitivamente contra toda deformación mental; cuando se ha llegado a este punto, ya no hay ningún peligro que temer, ya que siempre se sabe hacia dónde se va: se puede abordar cualquier dominio sin correr el riesgo de extraviarse en él, y ni siquiera de detenerse más de lo que conviene, ya que se conoce de antemano su importancia exacta; ya no se puede ser seducido por el error, bajo cualquier forma que se presente, ni confundirle con la verdad, ni mezclar lo contingente con lo absoluto; si quisiéramos emplear aquí un lenguaje simbólico, podríamos decir que se posee a la vez una brújula infalible y una coraza impenetrable. Pero, antes de llegar ahí, frecuentemente son necesarios largos esfuerzos (no decimos siempre, puesto que el tiempo no es, a este respecto, un factor esencial), y es entonces cuando son necesarias las mayores precauciones para evitar toda confusión, en las condiciones actuales al menos, ya que es evidente que los mismos peligros no podrían existir en una civilización tradicional, donde aquellos que están verdaderamente dotados intelectualmente encuentran todas las facilidades para desarrollar sus aptitudes; en Occidente, al contrario, no pueden encontrar al presente más que obstáculos, frecuentemente insuperables, y sólo gracias a circunstancias bastante excepcionales se puede salir de los cuadros impuestos por las convenciones tanto mentales como sociales. Así pues, en nuestra época, la elite intelectual, tal como la entendemos, es verdaderamente inexistente en Occidente; los casos de excepción son demasiado raros y demasiado aislados como para que se les considere como constituyendo algo que pueda llevar este nombre, y, en realidad, en su mayoría son completamente extraños al mundo occidental, ya que se trata de individualidades que, al deber todo a Oriente bajo el aspecto intelectual, se encuentran, a este respecto, casi en la misma situación que los orientales que viven en Europa, y que saben muy bien qué abismo les separa mentalmente de los hombres que les rodean. En estas condiciones, ciertamente se siente la tentación de encerrarse en uno mismo, más bien que arriesgarse, al buscar expresar algunas ideas, a chocar con la indiferencia general o incluso a provocar reacciones hostiles; no obstante, si se está persuadido de la necesidad de algunos cambios, es menester comenzar a hacer algo en este sentido, y dar al menos, a aquellos que son capaces de ello (ya que debe haberlos a pesar de todo), la ocasión de desarrollar sus facultades latentes. La primera dificultad es llegar a aquellos que están así cualificados, y que pueden no tener la menor sospecha de sus propias posibilidades; una segunda dificultad sería seguidamente operar una selección y descartar a aquellos que podrían creerse cualificados sin estarlo efectivamente, pero debemos decir que, muy probablemente, esta eliminación se haría casi por sí misma. Todas estas cuestiones no tienen por qué plantearse allí donde existe una enseñanza tradicional organizada, que cada uno puede recibir según la medida de su propia capacidad, y hasta el grado preciso que es susceptible de obtener; en efecto, hay medios de determinar exactamente el ámbito en el que pueden extenderse las posibilidades intelectuales de una individualidad dada; pero éste es un tema que es sobre todo de orden «práctico», si se puede emplear esta palabra en parecido caso, o «técnico», si se prefiere, y que no tendría ningún interés tratarlo en el estado actual del mundo occidental. Por lo demás, en este momento solo queremos hacer presentir, de modo bastante lejano, algunas de las dificultades que habría que superar para llegar a un comienzo de organización, a una constitución siquiera embrionaria de la elite; así pues, sería demasiado prematuro intentar desde ahora definir los medios de esa constitución, medios que, si hay lugar a considerarlos un día, dependerán forzosamente de las circunstancias en una amplia medida, como todo lo que es propiamente una cuestión de adaptación. La única cosa que sea realizable hasta nueva orden, es dar de alguna manera la consciencia de sí mismos a los elementos posibles de la futura elite, y eso no puede hacerse más que exponiendo algunas concepciones que, cuando lleguen a aquellos que son capaces de comprender, les mostrarán la existencia de lo que ignoraban, y les harán al mismo tiempo entrever la posibilidad de ir más lejos. Todo lo que se refiere al orden metafísico es, en sí mismo, susceptible de abrir, a quien lo concibe verdaderamente, horizontes ilimitados; y aquí no se trata de una hipérbole ni de una manera de hablar, sino que es menester entenderlo de una manera completamente literal, como una consecuencia inmediata de la universalidad misma de los principios. Aquellos a quienes se habla simplemente de estudios metafísicos, y de cosas que pertenecen exclusivamente al dominio de la pura intelectualidad, apenas pueden sospechar, al primer golpe de vista, todo lo que eso implica; que nadie se equivoque aquí: se trata de las cosas más formidables, en comparación con las cuales todo lo demás no es más que un juego de niños. Por lo demás, es por esto por lo que aquellos que quieren abordar este dominio sin poseer las cualificaciones requeridas para llegar al menos a los primeros grados de la comprehensión verdadera, se retiran espontáneamente desde que se encuentran puestos en la situación de emprender un trabajo serio y efectivo; los verdaderos misterios se defienden por sí solos contra toda curiosidad profana; su naturaleza misma les protege contra todo atentado de la necedad humana, no menos que de los poderes de ilusión que se pueden calificar de «diabólicos» (y cada uno es libre de poner bajo esta palabra todos los sentidos que le plazcan, propios o figurados). Así pues, sería perfectamente pueril recurrir aquí a prohibiciones que, en un tal orden de cosas, no podrían tener la menor razón de ser; parecidas prohibiciones son quizás legítimas en otros casos, que no tenemos la intención de discutir, pero no pueden concernir a la intelectualidad pura; y, sobre los puntos que, al rebasar la simple teoría, exigen una cierta reserva, no hay necesidad de hacer tomar, a aquellos que saben a qué atenerse a su respecto, compromisos cualesquiera para obligarles a guardar siempre la prudencia y la discreción necesarias; todo eso está mucho más allá del alcance de las fórmulas exteriores, cualesquiera que puedan ser, y no tiene relación ninguna con esos «secretos» más o menos extravagantes que invocan sobre todo aquellos que no tienen nada que decir. Puesto que hemos sido llevados a hablar de la organización de la elite, debemos señalar, a este propósito, una confusión que frecuentemente hemos tenido la ocasión de constatar: muchas gentes, al oír pronunciar la palabra «organización», se imaginan de inmediato que se trata de algo comparable a la formación de una agrupación o de una asociación cualquiera. Eso es un error completo, y aquellos que se hacen tales ideas prueban con ello que no comprenden ni el sentido ni el alcance de la cuestión; lo que acabamos de decir en último lugar debe hacer entrever ya las razones de ello. De la misma manera que la metafísica verdadera no puede encerrarse en las fórmulas de un sistema o de una teoría particular, la elite intelectual tampoco podría acomodarse a las formas de una «sociedad» constituida con estatutos, reglamentos, reuniones, y todas las demás manifestaciones exteriores que esta palabra implica necesariamente; se trata de algo muy diferente de semejantes contingencias. Que no se diga que, al comienzo, para formar de algún modo un primer núcleo, podría ser necesario considerar una organización de ese género; eso sería un punto de partida muy malo, que sólo podría conducir a un fracaso. En efecto, esa forma de «sociedad» no solo es inútil en parecido caso, sino que sería extremadamente peligrosa, en razón de las desviaciones que no dejarían de producirse: por rigurosa que sea la selección, sería muy difícil impedir, sobre todo al comienzo y en un medio tan poco preparado, que no se introduzcan en ella algunas unidades cuya incomprehensión bastaría para comprometerlo todo; y es de prever que tales agrupaciones correrían mucho riesgo de dejarse seducir por la perspectiva de una acción social inmediata, quizás incluso política en el sentido más estrecho de esta palabra, lo que sería efectivamente la más enojosa de todas las eventualidades, y también la más contraria a la meta propuesta. Hay muchos ejemplos de semejantes desviaciones: ¡cuántas asociaciones, que hubieran podido desempeñar un papel muy elevado (si no puramente intelectual, al menos sí lindando con la intelectualidad) si hubieran seguido la línea que se les había trazado en el origen, no han tardado apenas en degenerar así, hasta actuar en modo opuesto a la dirección primera de la que no obstante continúan llevando las marcas, muy visibles aún para quien sabe comprenderlas! Es así como se ha perdido totalmente, desde el siglo XVI, lo que habría podido ser salvado de la herencia dejada por la edad media; y no hablamos de todos los inconvenientes accesorios: ambiciones mezquinas, rivalidades personales y otras causas de disensiones que surgen fatalmente en las agrupaciones así constituidas, sobre todo si se tiene en cuenta, como es menester hacerlo, el individualismo occidental. Todo eso muestra bastante claramente lo que no se debe hacer; se ve quizás menos claramente lo que sería menester hacer, y eso es natural, puesto que, en el punto donde estamos, nadie sabría decir con justeza cómo se constituirá la elite, admitiendo que se constituya alguna vez; se trata probablemente de un porvenir lejano, y nadie debe hacerse ilusiones a este respecto. Sea como sea, diremos que en Oriente las organizaciones más poderosas, las que trabajan verdaderamente en el orden más profundo, no son de ningún modo «sociedades» en el sentido europeo de esta palabra; bajo su influencia, se forman a veces sociedades más o menos exteriores, en vista de una meta precisa y definida, pero esas sociedades, siempre pasajeras, desaparecen desde que han desempeñado la función que les estaba asignada. Así pues, la sociedad exterior no es aquí más que una manifestación accidental de la organización interior preexistente, y ésta, en todo lo que tiene de esencial, es siempre absolutamente independiente de aquélla; la elite no tiene que mezclarse en luchas que, cualquiera que sea su importancia, son forzosamente extrañas a su dominio propio; su función social no puede ser más que indirecta, pero eso la hace más eficaz, ya que, para dirigir verdaderamente lo que se mueve, es menester no ser arrastrado uno mismo en el movimiento (Se podrá recordar aquí el «motor inmóvil» de Aristóteles; naturalmente, esto es susceptible de aplicaciones múltiples). Así pues, eso es exactamente la inversa del plan que seguirían aquellos que querrían formar primero sociedades exteriores; éstas no deben ser más que el efecto, no la causa; no podrían tener utilidad y verdadera razón de ser más que si la elite existiera ya previamente (conformemente al adagio escolástico «para hacer, hay que ser»), y si estuviera organizada con la fuerza suficiente como para impedir con seguridad toda desviación. Es en Oriente sólo donde se pueden encontrar actualmente los ejemplos en los que convendría inspirarse; tenemos muchas razones para pensar que Occidente tuvo también, en la edad media, algunas organizaciones del mismo tipo, pero es al menos dudoso que hayan subsistido rastros suficientes como para que se pueda llegar a hacerse de ellas una idea exacta de otro modo que por analogía con lo que existe en Oriente, analogía basada, por lo demás, no sobre suposiciones gratuitas, sino sobre signos que no engañan cuando se conocen ya ciertas cosas; para conocerlos, es menester dirigirse allí donde es posible encontrarlos al presente, ya que no se trata de curiosidades arqueológicas, sino de un conocimiento que, para ser provechoso, no puede ser más que directo. Esta idea de organizaciones que no revisten la forma de «sociedades», que no tienen ninguno de los elementos exteriores por los que se caracterizan éstas, y que están constituidas mucho más efectivamente, porque están fundamentadas realmente sobre lo inmutable y no admiten en sí ninguna mezcla de lo transitorio, esta idea, decimos, es completamente extraña a la mentalidad moderna, y hemos podido darnos cuenta en diversas ocasiones de las dificultades que se encuentran para hacerla comprender; quizás encontraremos el medio de volver sobre esto algún día, ya que explicaciones demasiado extensas sobre este tema no entrarían en el cuadro del presente estudio, donde no hacemos alusión al mismo más que incidentalmente y para deshacer un malentendido. No obstante, no pretendemos cerrar la puerta a ninguna posibilidad, ni sobre este terreno ni sobre ningún otro, ni desanimar ninguna iniciativa, por pocos resultados válidos que pueda producir y en tanto que no resulte en un simple despilfarro de fuerzas; no queremos más que poner en guardia contra opiniones falsas y contra conclusiones demasiado apresuradas. Es evidente que, si algunas personas, en lugar de trabajar aisladamente, prefieren reunirse para constituir una suerte de «grupos de estudios», no es en eso donde veríamos un peligro y ni siquiera un inconveniente, pero a condición de que estén bien persuadidos de que no tienen ninguna necesidad de recurrir a ese formalismo exterior al que la mayoría de nuestros contemporáneos atribuyen tanta importancia, precisamente porque las cosas exteriores lo son todo para ellos. Por lo demás, incluso para formar simplemente «grupos de estudios», si se quisiera hacer en ellos un trabajo serio y proseguirle bastante lejos, serían necesarias muchas precauciones, ya que todo lo que se cumple en este dominio pone en juego potencias insospechadas por el vulgo, y, si se carece de prudencia, uno se expone a extrañas reacciones, al menos en tanto que no se haya alcanzado un cierto grado. Por otra parte, las cuestiones de método, aquí, dependen estrechamente de los principios mismos; es decir, que tienen una importancia mucho más considerable que en cualquier otro dominio, y consecuencias mucho más graves que sobre el terreno científico, donde, sin embargo, están lejos ya de ser desdeñables. Éste no es el lugar de desarrollar todas estas consideraciones; no exageramos nada, pero, como lo hemos dicho al comienzo, no queremos tampoco disimular las dificultades; la adaptación a tales o a cuales condiciones definidas es siempre extremadamente delicada, y es menester poseer datos teóricos inquebrantables y muy extensos antes de pensar en intentar la menor realización. La adquisición misma de estos datos no es una tarea tan fácil para los occidentales; en todo caso, y nunca insistiremos demasiado en ello, ésta es la tarea por la que es menester comenzar necesariamente, constituye la única preparación indispensable, sin la cual no puede hacerse nada, y de la cual dependen esencialmente todas las realizaciones ulteriores, en cualquier orden que sea. Hay todavía otro punto sobre el que debemos explicarnos: hemos dicho en otra parte que el apoyo de los orientales no faltaría a la elite intelectual en el cumplimiento de su tarea, porque, naturalmente, siempre serán favorables a un acercamiento que sea lo que debe ser normalmente; pero eso supone una elite occidental ya constituida, y, para su constitución misma, es menester que la iniciativa parta de Occidente. En las condiciones actuales, los representantes autorizados de las tradiciones orientales no pueden interesarse intelectualmente en Occidente; al menos, no pueden interesarse más que en las raras individualidades que vienen a ellos, directa o indirectamente, y que son casos demasiado excepcionales para permitir considerar una acción generalizada. Podemos afirmar esto: ninguna organización oriental establecerá nunca «ramas» en Occidente; más aún, en tanto que las condiciones no hayan cambiado enteramente, no podrá mantener nunca relaciones con ninguna organización occidental, cualquiera que sea, ya que no podría hacerlo más que con la elite constituida conformemente a los verdaderos principios. Por consiguiente, hasta aquí no se les puede pedir a los orientales nada más que inspiraciones, lo que ya es mucho, y estas inspiraciones no pueden ser transmitidas de otro modo que por influencias individuales que sirvan de intermediarias, no por una acción directa de organizaciones que, a menos de trastornos imprevistos, no comprometerán nunca su responsabilidad en los asuntos del mundo occidental, y eso se comprende, ya que esos asuntos, después de todo, no les conciernen; los occidentales son los únicos que se mezclan muy gustosamente en lo que pasa en los demás pueblos. Si nadie en Occidente hace prueba a la vez de la voluntad y de la capacidad de comprender todo lo que es necesario para acercarse verdaderamente a Oriente, éste se guardará de intervenir, sabiendo que eso sería inútil, y, aunque Occidente deba precipitarse en un cataclismo, no podría hacer otra cosa que dejarle abandonado a sí mismo; en efecto, ¿cómo actuar sobre Occidente, suponiendo que se quiera, si no se encuentra en éste el menor punto de apoyo? De todas maneras, lo repetimos todavía, es a los occidentales a quienes pertenece dar los primeros pasos; naturalmente, no se trata de la masa occidental, ni siquiera de un número considerable de individuos, lo que sería quizás más perjudicial que útil en ciertos aspectos; para comenzar, basta con algunos, a condición de que sean capaces de comprender verdadera y profundamente todo lo que se trata. Hay todavía otra cosa: aquellos que se han asimilado directamente a la intelectualidad oriental no pueden pretender desempeñar más que este papel de intermediarios del que hemos hablado hace un momento; debido al hecho de esta asimilación, están demasiado cerca de Oriente como para hacer más; pueden sugerir ideas, exponer concepciones, indicar lo que convendría hacer, pero no tomar por sí mismos la iniciativa de una organización que, viniendo de ellos, no sería verdaderamente occidental. Si hubiera todavía, en Occidente, individualidades, incluso aisladas, que hubieran conservado intacto el depósito de la tradición puramente intelectual que ha debido existir en la edad media, todo se simplificaría mucho; pero es a estas individualidades a quienes corresponde afirmar su existencia y exponer sus credenciales, y, en tanto que no lo hayan hecho, no nos pertenece resolver la cuestión. A falta de esa eventualidad, desdichadamente bastante improbable, es sólo lo que podríamos llamar una asimilación de segundo grado de las doctrinas orientales lo que podría suscitar los primeros elementos de la elite futura; queremos decir que la iniciativa debería venir de individualidades que se habrían desarrollado por la comprehensión de estas doctrinas, pero sin tener lazos demasiado directos con Oriente, y guardando al contrario el contacto con todo lo que todavía puede subsistir de válido en la civilización occidental, y especialmente con los vestigios de espíritu tradicional que han podido mantenerse en ella, a pesar de la mentalidad moderna, principalmente bajo la forma religiosa. Esto no quiere decir que este contacto deba romperse necesariamente con aquellos cuya intelectualidad ha devenido completamente oriental, y eso tanto menos cuanto que, en suma, son esencialmente representantes del espíritu tradicional; pero su situación es demasiado particular como para que no estén obligados a una gran reserva, sobre todo en tanto que no se haga llamada expresamente a su colaboración; deben mantenerse a la expectativa, como los orientales de nacimiento, y todo lo que pueden hacer en mayor grado que estos últimos, es presentar las doctrinas bajo una forma más apropiada a Occidente, y hacer notar las posibilidades de acercamiento que se desprenden de su comprehensión; todavía una vez más, deben contentarse con ser los intermediarios cuya presencia pruebe que toda esperanza de entendimiento no está irremediablemente perdida. Estas reflexiones no deben tomarse por otra cosa que lo que son, ni deben sacarse de ellas consecuencias que correrían el riesgo de ser muy ajenas a nuestro pensamiento; si hay muchos puntos que quedan imprecisos, es porque no nos es posible hacer otra cosa, y porque solo las circunstancias permitirán después elucidarlos poco a poco. En todo lo que no es pura y estrictamente doctrinal, las contingencias intervienen forzosamente, y es de ellas de donde pueden sacarse los medios secundarios de toda realización que supone una adaptación previa; decimos los medios secundarios, ya que lo único esencial, es menester no olvidarlo, reside en el orden del conocimiento puro (en tanto que conocimiento simplemente teórico, preparación del conocimiento plenamente efectivo, ya que éste no es un medio, sino un fin en sí mismo, en relación al cual toda aplicación no tiene otro carácter que el de un «accidente» que no podría afectarle ni determinarle). Si, en cuestiones como ésta, tenemos el cuidado de no decir demasiado ni demasiado poco, es porque, por una parte, tenemos que hacernos comprender tan claramente como sea posible, y porque, por otra, debemos reservar siempre las posibilidades, actualmente imprevisibles, que las circunstancias pueden hacer aparecer ulteriormente; los elementos que son susceptibles de entrar en juego son de una prodigiosa complejidad, y, en un medio tan inestable como el mundo occidental, no se podría hacer una parte demasiado amplia a ese imprevisto, que no decimos absolutamente imprevisible, pero sobre el que no nos reconocemos el derecho de anticipar nada. Por eso es por lo que las precisiones que se pueden dar son sobre todo negativas, en el sentido de que responden a objeciones, ya sean formuladas efectivamente, o ya sean consideradas sólo como posibles, o de que descartan errores, malentendidos, formas diversas de la incomprehensión, a medida que se tiene la ocasión de constatarlos; pero, al proceder así por eliminación, se aclara la cuestión, lo que, en definitiva, es ya un resultado apreciable y, cualesquiera que sean las apariencias, verdaderamente positivo. Sabemos bien que la impaciencia occidental se acomoda difícilmente a semejantes métodos, y que estaría más bien dispuesta a sacrificar la seguridad en provecho de la prontitud; pero no vamos a tener en cuenta estas exigencias, que no permiten edificar nada estable, y que son completamente contrarias a la meta que consideramos. Aquellos que no son siquiera capaces de refrenar su impaciencia serían menos capaces aún de llevar a buen término el menor trabajo de orden metafísico; que intenten simplemente, a título de ejercicio preliminar que no les compromete a nada, concentrar su atención sobre una idea única, cualquiera que sea por lo demás, durante medio minuto (no parece que sea exigir demasiado), y verán si nos equivocamos al poner en duda sus aptitudes (Registramos aquí la confesión muy explícita de Max Müller: «la concentración del pensamiento, llamada por los hindúes êkâgratâ (o êkâgrya), es algo que nos es casi desconocido. Nuestros espíritus son como caleidoscopios de pensamientos en movimiento constante; y cerrar nuestros ojos mentales a cualquier otra cosa, para fijarnos sobre un pensamiento sólo, ha devenido para la mayoría de nosotros casi tan imposible, como aprehender una nota musical sin sus armónicos. Con la vida que llevamos hoy día… ha devenido imposible, o casi imposible, llegar nunca a esa intensidad de pensamiento que los hindúes designaban por êkâgratâ, y cuya obtención era para ellos la condición indispensable de toda especulación filosófica y religiosa» (Preface to the Sacred Books of the East, pp XXIII-XXIV). No se podría caracterizar mejor la dispersión del espíritu occidental, y no tenemos más que dos rectificaciones que hacer a este texto: lo que concierne a los hindúes debe ser puesto en presente tanto como en pasado, ya que para ellos es siempre así, y no es de «especulación filosófica y religiosa» de lo que se trata, sino de «especulación metafísica» exclusivamente). Por consiguiente, no agregaremos nada más sobre los medios por los cuales podría llegar a constituirse en Occidente una elite intelectual; admitiendo incluso las circunstancias más favorables, esa constitución está lejos de aparecer como inmediatamente posible, lo que no quiere decir que no sea menester pensar en prepararla desde ahora. En cuanto al papel que se le asignará a esta elite, se desprende bastante claramente de todo lo que se ha dicho hasta aquí: es esencialmente el retorno de Occidente a una civilización tradicional, en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones. Este retorno deberá efectuarse por orden, yendo desde los principios a las consecuencias, y descendiendo por grados hasta las aplicaciones más contingentes; y no podrá hacerse más que utilizando a la vez los datos orientales y lo que queda de los elementos tradicionales en Occidente mismo, los unos completando a los otros y superponiéndose a ellos sin modificarlos en sí mismos, sino dándoles, con el sentido más profundo del que sean susceptibles, toda la plenitud de su propia razón de ser. Es menester, ya lo hemos dicho, atenerse primero al punto de vista puramente intelectual, y, por una repercusión completamente natural, las consecuencias se extenderán seguidamente, y más o menos rápidamente, a todos los demás dominios, comprendido el de las aplicaciones sociales; si, por otra parte, ya se ha llevado a cabo algún trabajo válido en esos otros dominios, evidentemente no habrá más que felicitarse por ello, pero no es a eso a lo que conviene dedicarse en primer lugar, ya que eso sería dar a lo accesorio la preeminencia sobre lo esencial. Mientras no se haya llegado al momento requerido, las consideraciones que se refieren a los puntos de vista secundarios no deberán intervenir apenas sino a título de ejemplos, o más bien de «ilustraciones»; en efecto, si se presentan a propósito y bajo una forma apropiada, pueden tener la ventaja de facilitar la comprehensión de verdades más esenciales al proporcionar para ello una suerte de punto de apoyo, y también de despertar la atención de gentes que, por una apreciación errónea de sus propias facultades, se creerían incapaces de alcanzar la pura intelectualidad, sin saber lo que es; recuérdese lo que hemos dicho más atrás sobre esos medios inesperados que pueden determinar ocasionalmente un desarrollo intelectual en sus comienzos. Es necesario marcar de una manera absoluta la distinción de lo esencial y lo accidental; pero, establecida esta distinción, no queremos asignar ninguna delimitación restrictiva al papel de la elite, en la que, cada uno podrá encontrar siempre donde emplear sus facultades especiales como por añadidura y sin que sea en modo alguno en detrimento de lo esencial. En suma, la elite trabajará primero para sí misma, puesto que, naturalmente, sus miembros recogerán de su propio desarrollo un beneficio inmediato y que no podría faltar, beneficio que constituye una adquisición permanente e inalienable; pero, al mismo tiempo y por eso mismo, aunque menos inmediatamente, trabajará también necesariamente para Occidente en general, ya que es imposible que una elaboración como la que aquí se trata se efectúe en un medio cualquiera sin producir en él más pronto o más tarde modificaciones considerables. Además, las corrientes mentales están sometidas a leyes perfectamente definidas, y el conocimiento de esas leyes permite una acción mucho más eficaz que el uso de medios solamente empíricos; pero aquí, para llegar a su aplicación y realizarla en toda su amplitud, es menester poder apoyarse sobre una organización fuertemente constituida, lo que no quiere decir que resultados parciales, ya apreciables, no puedan ser obtenidos antes de que se haya llegado a ese punto. Por defectuosos y por incompletos que sean los medios de que se dispone, es menester no obstante comenzar por ponerlos en obra tal como son, sin lo cual no se llegará nunca a adquirir otros más perfectos; y agregaremos que la menor cosa cumplida en conformidad armónica con el orden de los principios lleva virtualmente en sí misma posibilidades cuya expansión es capaz de determinar las más prodigiosas consecuencias, y eso en todos los dominios, a medida que sus repercusiones se extienden en ellos según su repartición jerárquica y por vía de progresión indefinida (Hacemos alusión a una teoría metafísica extremadamente importante, a la que damos el nombre de «teoría del gesto», y que expondremos quizás un día en un estudio particular. La palabra «progresión» se toma aquí en una acepción que es una transposición analógica de su sentido matemático, transposición que la hace aplicable en lo universal, y no ya solo en el dominio de la cantidad. — Ver también, a este propósito lo que hemos dicho en otra parte del apûrva y de las «acciones y reacciones concordantes»: Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 3a parte, cap XIII). Naturalmente, al hablar del papel de la elite, suponemos que nada vendrá a interrumpir bruscamente su acción, es decir, que nos colocamos en la hipótesis más favorable; podría ser también, ya que hay discontinuidades en los acontecimientos históricos, que la civilización occidental venga a zozobrar en algún cataclismo antes de que se cumpla esta acción. Si semejante cosa se produjera antes incluso de que la elite se haya constituido plenamente, los resultados del trabajo anterior se limitarían evidentemente a los beneficios intelectuales que habrían recogido aquellos que hubieran tomado parte en él; pero, por sí mismos, estos beneficios son algo inapreciable, y así, aunque no deba haber nada más, aún valdría la pena emprender este trabajo; sus frutos permanecerían entonces reservados a unos pocos, pero esos, por su propia cuenta, habrían obtenido lo esencial. Si la elite, aún estando ya constituida, no tuviera el tiempo de ejercer una acción suficientemente generalizada como para modificar profundamente la mentalidad occidental en su conjunto, habría algo más: esta elite sería verdaderamente, durante el periodo de trastorno y de agitación, el «arca» simbólica que flota sobre las aguas del diluvio, y, a continuación, podría servir de punto de apoyo a una acción por la que Occidente, aunque perdiendo probablemente su existencia autónoma, recibiría no obstante, de otras civilizaciones subsistentes, los principios de un nuevo desarrollo, esta vez regular y normal. Pero, en este segundo caso, habría que considerar también, al menos transitoriamente, enojosas eventualidades: las revoluciones étnicas a las que ya hemos hecho alusión serían ciertamente muy graves; además, sería muy preferible para Occidente, en lugar de ser absorbido pura y simplemente, poder transformarse para adquirir una civilización comparable a las de Oriente, pero adaptada a sus condiciones propias, transformación que le dispensaría, en cuanto a su masa, de asimilar más o menos penosamente formas tradicionales que no han sido hechas para él. Esta transformación, que se operaría sin choques y como espontáneamente, para restituir a Occidente una civilización tradicional apropiada, es lo que acabamos de llamar la hipótesis más favorable; tal sería la obra de la elite, con el apoyo de los detentadores de las tradiciones orientales, sin duda, pero con una iniciativa occidental como punto de partida; y se debe comprender ahora que esta última condición, incluso si no fuera tan rigurosamente indispensable como lo es efectivamente, por ello no aportaría menos una ventaja considerable, en el sentido de que eso es precisamente lo que permitiría a Occidente conservar su autonomía e incluso guardar, para su desarrollo futuro, los elementos válidos que puede haber adquirido, a pesar de todo, en su civilización actual. En fin, si esta hipótesis tuviera el tiempo de realizarse, evitaría la catástrofe que considerábamos en primer lugar, puesto que la civilización occidental, devenida nuevamente normal, encontraría su sitio legítimo entre todas las demás, y ya no sería, como lo es hoy día, una amenaza para el resto de la humanidad, un factor de desequilibrio y de opresión en el mundo. En todo caso, es menester hacer como si la meta que indicamos aquí debiera ser alcanzada, puesto que, incluso si las circunstancias no permiten que lo sea, nada de lo que se haya cumplido en el sentido que debe conducir a ella se perderá; y la consideración de esta meta puede proporcionar, a aquellos que son capaces de formar parte de la elite, un motivo para aplicar sus esfuerzos a la comprehensión de la pura intelectualidad, motivo que no habrá que desdeñar mientras no hayan tomado enteramente consciencia de algo menos contingente, queremos decir, de lo que la intelectualidad vale en sí misma, independientemente de los resultados que puede producir por añadidura en los órdenes más o menos exteriores. Así pues, la consideración de esos resultados, por secundarios que sean, puede ser al menos un «aliciente», y no podría ser un obstáculo si se tiene el cuidado de ponerla exactamente en su lugar y de observar en todo las jerarquías necesarias, de manera que no se pierda nunca de vista lo esencial ni se sacrifique a lo accidental; ya nos hemos explicado sobre esto suficientemente como para justificar, a los ojos de aquellos que comprenden estas cosas, el punto de vista que adoptamos al presente, y que, si no corresponde a todo nuestro pensamiento (y no puede hacerlo, desde que las consideraciones puramente doctrinales y especulativas están para nosotros por encima de todas las demás), representa no obstante una parte muy real de él. Aquí no pretendemos considerar más que posibilidades muy lejanas según toda verosimilitud, pero que no por ello son menos posibilidades, y que, solo por esto, merecen ser tomadas en consideración; y el hecho mismo de considerarlas puede contribuir ya, en una cierta medida, a acercar su realización. Por lo demás, en un medio esencialmente cambiante como el Occidente moderno, los acontecimientos pueden, bajo la acción de circunstancias cualesquiera, desarrollarse con una rapidez que rebase en mucho todas las previsiones; por consiguiente, nunca sería demasiado pronto para prepararse para hacerles frente, y vale más anticiparse que dejarse sorprender por lo irreparable. Sin duda, no nos hacemos ilusiones sobre las posibilidades que tienen las advertencias de este género de ser escuchadas por la mayoría de nuestros contemporáneos; pero, como ya lo hemos dicho, la elite intelectual no tendría necesidad de ser muy numerosa, al comienzo sobre todo, para que su influencia pueda ejercerse de una manera muy efectiva, incluso sobre aquellos que no sospecharan de ninguna manera su existencia o que no tuvieran la menor idea del alcance de sus trabajos. Es aquí donde uno podría darse cuenta de la inutilidad de esos «secretos» a los que hacíamos alusión más atrás: hay acciones que, por su naturaleza misma, permanecen perfectamente ignoradas por el vulgo, no porque se oculten de él, sino porque es incapaz de comprenderlas. La elite no tendría que hacer conocer públicamente los medios de su acción, sobre todo porque eso sería inútil, y porque, aunque lo quisiera, no podría explicarlos en un lenguaje inteligible para el gran número; sabría de antemano que eso sería un trabajo perdido, y que las fuerzas que le dispensara podrían recibir un empleo mucho mejor. Por lo demás, no contestamos el peligro o la inoportunidad de ciertas divulgaciones: hay muchas gentes que podrían sentirse tentados, si se les indicaran los medios para ello, a intentar realizaciones a las que nada les habría preparado, únicamente «para ver», sin conocer su verdadera razón de ser y sin saber dónde podrían conducirles; y esto no sería más que una causa suplementaria de desequilibrio, que no conviene agregar a todas las que perturban hoy día la mentalidad occidental y que la perturbarán sin duda mucho tiempo todavía, y que sería incluso tanto más temible cuanto que se trata de cosas de una naturaleza más profunda; pero todos aquellos que poseen ciertos conocimientos están, por eso mismo, plenamente cualificados para apreciar semejantes peligros, y siempre sabrán comportarse en consecuencia sin estar ligados por otras obligaciones que las que implica naturalmente el grado de desarrollo intelectual al que han llegado. Por lo demás, es menester comenzar necesariamente por la preparación teórica, la única esencial y verdaderamente indispensable, y la teoría puede ser expuesta siempre sin reservas, o al menos bajo la única reserva de lo que es propiamente inexpresable e incomunicable; es incumbencia de cada uno comprender en la medida de sus posibilidades, y, en cuanto a aquellos que no comprenden, si no sacan ninguna ventaja, tampoco sienten ningún inconveniente y permanecen simplemente tal como estaban anteriormente. Quizás cause sorpresa que insistamos tanto sobre cosas que, en suma, son extremadamente simples y que no deberían plantear ninguna dificultad; pero la experiencia nos ha mostrado que no se podrían tomar demasiadas precauciones a este respecto, y, sobre algunos puntos, preferimos mejor un exceso de explicaciones que correr el riesgo de ver nuestro pensamiento mal interpretado; las precisiones que tenemos que aportar todavía proceden en gran parte de la misma preocupación, y, como responden a una incomprehensión que hemos constatado efectivamente en varias circunstancias, probaran suficientemente que nuestro temor a los malentendidos no tiene nada de exagerado.