Todas las civilizaciones orientales, a pesar de la gran diferencia de las formas que revisten, son comparables entre sí, porque tienen un carácter esencialmente tradicional; cada tradición tiene su expresión y sus modalidades propias, pero por todas partes donde hay tradición, en el sentido verdadero y profundo de esta palabra, hay necesariamente acuerdo sobre los principios. Las diferencias residen únicamente en las formas exteriores, en las aplicaciones contingentes, que están condicionadas naturalmente por las circunstancias, especialmente por los caracteres étnicos, y que, para una civilización dada, pueden variar incluso dentro de ciertos límites, puesto que ese es el dominio que se deja a la adaptación. Pero, allí donde ya no subsisten más que formas exteriores, que no traducen nada de un orden más profundo, ya no puede haber apenas más que diferencias en relación a las demás civilizaciones; ya no hay acuerdo posible, puesto que ya no hay principios; y es por esto por lo que la falta de vinculamiento efectivo a una tradición se nos aparece como la raíz misma de la desviación occidental. Así pues, declaramos formalmente que la meta esencial que la elite intelectual, si llega a constituirse algún día, deberá asignar a su actividad, es el retorno de Occidente a una civilización tradicional; y agregamos que, si ha habido alguna vez un desarrollo propiamente occidental en este sentido, es la edad media la que nos ofrece el ejemplo de ello, de suerte que, en suma, no se trataría de copiar o de reconstituir pura y simplemente lo que existió en aquella época (cosa manifiestamente imposible, ya que, pretendan lo que pretendan algunos, la historia no se repite, y no hay en el mundo más que cosas análogas, pero no cosas idénticas), sino de inspirarse en ella para la adaptación necesitada por las circunstancias. Esto es, textualmente, lo que siempre hemos dicho, y es con esta intención como lo reproducimos en los mismos términos de los que ya nos hemos servido (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes. Conclusión); eso nos parece bastante claro como para no dejar lugar a ningún equívoco. No obstante, hay algunos que se han equivocado de la manera más singular, y que han creído poder atribuirnos las intenciones más fantasiosas, por ejemplo la de querer restaurar algo comparable al «sincretismo» alejandrino; volveremos sobre ello dentro de un momento, pero precisaremos primero que, cuando hablamos de la edad media, tenemos en vista sobre todo el periodo que se extiende desde el reinado de Carlomagno hasta comienzos del siglo XIV; ¡eso está bastante lejos de Alejandría! Es verdaderamente curioso que, cuando afirmamos la unidad fundamental de todas las doctrinas tradicionales, se pueda deducir que de lo que se trata es de operar una «fusión» entre tradiciones diferentes, y que no se caiga en la cuenta de que el acuerdo sobre los principios no supone de ninguna manera la uniformidad; ¿no vendrá eso también de ese defecto tan occidental que es la incapacidad de ir más allá de las apariencias exteriores? Sea como sea, no nos parece inútil volver sobre esta cuestión e insistir más en ella, de modo que nuestras intenciones no sean más desnaturalizadas de esta manera; y, por lo demás, incluso al margen de esa consideración, la cosa no carece de interés. En razón de la universalidad de los principios, como ya lo hemos dicho, todas las doctrinas tradicionales son de esencia idéntica; no hay ni puede haber más que una metafísica, cualesquiera que sean las diversas maneras en que se exprese, en la medida en que es expresable, según el lenguaje que se tiene a disposición, y que, por lo demás, no tiene nunca más que un papel de símbolo; y, si esto es así, es simplemente porque la verdad es una, y porque, siendo en sí misma absolutamente independiente de nuestras concepciones, se impone igualmente a todos aquellos que la comprenden. Por consiguiente, dos tradiciones verdaderas no pueden oponerse en ningún caso como contradictorias; si hay doctrinas que son incompletas (sea que lo hayan sido siempre o que se haya perdido una parte de ellas) y que van más o menos lejos, por eso no es menos cierto que, hasta el punto donde se detienen esas doctrinas, el acuerdo con las demás subsiste, aunque sus representantes actuales no tengan ya consciencia de ello; para todo lo que está más allá, no podría tratarse ni de acuerdo ni de desacuerdo, pero únicamente el espíritu de sistema podría contestar la existencia de ese «más allá», y, salvo esta negación partidista que se parece mucho a las que son habituales en el espíritu moderno, todo lo que puede hacer la doctrina que está incompleta, es reconocerse incompetente al respecto de lo que la rebasa. En todo caso, si se encontrara una contradicción aparente entre dos tradiciones, sería menester concluir de ello, no que una es verdadera y que la otra es falsa, sino que hay al menos una que no se comprende más que imperfectamente; y, al examinar las cosas más de cerca, se caería en la cuenta de que había efectivamente uno de esos errores de interpretación a los que las diferencias de expresión pueden dar lugar muy fácilmente cuando no se está suficientemente habituado. En cuanto a nosotros, debemos decir que, de hecho, no encontramos tales contradicciones, mientras que, por el contrario, vemos aparecer muy claramente, bajo las formas más diversas, la unidad doctrinal esencial; lo que nos sorprende, es que aquellos que plantean en principio la existencia de una «tradición primordial» única, común a toda la humanidad en sus orígenes, no vean las consecuencias que están implícitas en esta afirmación o que no sepan sacarlas, y que a veces se obstinen tanto como los demás en descubrir oposiciones que son puramente imaginarias. No hablamos, bien entendido, más que de las doctrinas puramente tradicionales, «ortodoxas» si se quiere; y hay medios para reconocer, sin ningún error posible, estas doctrinas entre todas las demás, como los hay también para determinar el grado exacto de comprehensión al que corresponde una doctrina cualquiera; pero no es de eso de lo que se trata al presente. Para resumir nuestro pensamiento en algunas palabras, podemos decir esto: toda verdad es excluyente del error, no de otra verdad (o, para expresarnos mejor, de otro aspecto de la verdad); y, lo repetimos, todo otro exclusivismo que no sea éste no es más que espíritu de sistema, incompatible con la comprehensión de los principios universales. El acuerdo, que descansa esencialmente sobre los principios, no puede ser verdaderamente consciente más que para las doctrinas que encierran al menos una parte de metafísica o de intelectualidad pura; no lo es para aquellas que están limitadas estrictamente a una forma particular, como por ejemplo, a la forma religiosa. No obstante, este acuerdo no existe menos realmente en parecido caso, en el sentido de que las verdades teológicas pueden ser consideradas como una traducción, a un punto de vista especial, de algunas verdades metafísicas; pero, para hacer aparecer este acuerdo, es menester efectuar entonces la transposición que restituya a esas verdades su sentido más profundo, y el metafísico es el único que puede hacerlo, porque se coloca más allá de todas las formas particulares y de todos los puntos de vista especiales. La metafísica y la religión no están y no estarán nunca sobre el mismo plano; de eso resulta que una doctrina puramente metafísica y una doctrina religiosa no pueden ni hacerse la competencia ni entrar en conflicto, puesto que sus dominios son claramente diferentes. Pero, por otra parte, de eso resulta también que la existencia de una doctrina únicamente religiosa es insuficiente para permitir establecer un entendimiento profundo como el que tenemos en vista cuando hablamos del acercamiento intelectual de Oriente y de Occidente; es por esto por lo que hemos insistido sobre la necesidad de cumplir en primer lugar un trabajo de orden metafísico, y en que sólo después de esto, la tradición religiosa de Occidente, revivificada y restaurada en su plenitud, podría devenir utilizable para este fin, gracias a la adición del elemento interior que le falta actualmente, pero que puede venir muy bien a superponerse a ella sin que se cambie nada exteriormente. Si es posible un entendimiento entre los representantes de las diferentes tradiciones, y sabemos que nada se opone a ello en principio, este entendimiento no podrá hacerse más que por arriba, de tal manera que cada tradición guardará siempre su entera independencia con las formas que le son propias; y la masa, aunque participe en los beneficios de este entendimiento, no tendrá directamente consciencia de él, ya que se trata de algo que no concierne más que a la elite, e incluso a «la elite de la elite», según la expresión que emplean algunas escuelas islámicas. Se ve cuán lejos está todo esto de algunos proyectos de «fusión» que consideramos como perfectamente irrealizables: una tradición no es una cosa que pueda inventarse o crearse artificialmente; juntando sin ton ni son elementos sacados de doctrinas diversas, no se constituirá nunca más que una pseudotradición sin valor y sin alcance, y éstas son fantasías que conviene dejar a los ocultistas y a los teosofistas; para actuar así, es menester ignorar lo que es verdaderamente una tradición, y no comprender el sentido real y profundo de esos elementos que se esfuerzan en asociar en un conjunto más o menos incoherente. Todo eso, en suma, no es más que una suerte de «eclecticismo», y no hay nada a lo que nos opongamos más resueltamente, precisamente porque vemos el acuerdo profundo bajo la diversidad de las formas, y porque vemos también, al mismo tiempo, la razón de ser de estas formas múltiples en la variedad de las condiciones a las que deben ser adaptadas. Si el estudio de las diferentes doctrinas tradicionales tiene una importancia tan grande, es porque permite constatar esta concordancia que afirmamos aquí; pero no podría tratarse de sacar de este estudio una doctrina nueva, lo que, lejos de estar en conformidad con el espíritu tradicional, le sería absolutamente contrario. Sin duda, cuando faltan los elementos de un cierto orden, como es el caso en el Occidente actual para todo lo que es puramente metafísica, es menester buscarlos en otra parte, es decir, allí donde se encuentran; pero es menester no olvidar que la metafísica es esencialmente universal, de suerte que no es la misma cosa que si se tratara de elementos que se refieren a un orden particular. Además, la expresión oriental no habría podido ser asimilada nunca más que por la elite, que seguidamente debería hacer obra de adaptación; y el conocimiento de las doctrinas de Oriente permitiría, por un empleo juicioso de la analogía, restaurar la tradición occidental misma en su integralidad, de la misma manera que puede permitir comprender las civilizaciones desaparecidas: estos dos casos son completamente comparables, puesto que es menester admitir que, en su mayor parte, la tradición occidental está perdida en la actualidad. Allí donde consideramos una síntesis de orden transcendente como el único punto de partida posible de todas las realizaciones ulteriores, algunos se imaginan que no puede tratarse más que de un «sincretismo» más o menos confuso; sin embargo, se trata de cosas que no tienen nada en común, que no tienen la menor relación entre sí. Así mismo, hay quienes no pueden oír pronunciar la palabra «esoterismo» (de la que se convendrá que no abusamos) sin pensar inmediatamente en el ocultismo o en otras cosas del mismo género, en las que no hay ningún rastro de verdadero esoterismo; es increíble que las pretensiones más injustificadas sean admitidas tan fácilmente por aquellos mismos que deberían tener el mayor interés en refutarlas; el único medio de combatir el ocultismo es mostrar que no tiene nada de serio, que no es más que una invención completamente moderna, y que el esoterismo, en el verdadero sentido de esta palabra, es algo muy diferente en realidad. Hay también quienes, por otra confusión, creen poder traducir «esoterismo» por «gnosticismo»; aquí, se trata de concepciones auténticamente más antiguas, pero la interpretación no es por eso más exacta ni más justa. Es bastante difícil saber hoy día de una manera precisa lo que fueron las doctrinas, bastante variadas, que son reunidas bajo esa denominación genérica de «gnosticismo», y entre las cuales habría que hacer sin duda muchas distinciones; pero, en su conjunto, parece que hubo allí ideas orientales más o menos desfiguradas, probablemente mal comprendidas por los griegos, y revestidas de formas imaginativas que no son apenas compatibles con la pura intelectualidad; se pueden encontrar ciertamente sin mucho esfuerzo cosas más dignas de interés, menos mezcladas de elementos heteróclitos, de un valor mucho menos dudoso y de una significación mucho más segura. Esto nos lleva a decir algunas palabras en lo que concierne al periodo alejandrino en general: que los griegos se hayan encontrado entonces en contacto bastante directo con Oriente, y que su espíritu se haya abierto así a concepciones a las que estaba cerrado hasta ese momento, eso no nos parece contestable; pero, desafortunadamente, el resultado parece haber permanecido mucho más cerca del «sincretismo» que de la verdadera síntesis. No querríamos menospreciar más de lo debido doctrinas como las de los neoplatónicos, que son, en todo caso, incomparablemente superiores a todas las producciones de la filosofía moderna; pero, en fin, vale más remontar directamente a la fuente oriental que pasar por intermediarios de cualquier tipo, y, además, eso tiene la ventaja de ser mucho más fácil, puesto que las civilizaciones orientales existen todavía, mientras que la civilización griega realmente no ha tenido continuadores. Cuando se conocen las doctrinas orientales, uno puede servirse de ellas para comprender mejor las de los neoplatónicos, e incluso ideas más puramente griegas que esas, ya que, a pesar de diferencias considerables, Occidente estaba entonces mucho más cerca de Oriente de lo que lo está hoy día; pero no sería posible hacer lo inverso, y, al querer abordar Oriente por Grecia, uno se expondría a muchos errores. Por lo demás, para suplir lo que le falta a Occidente, uno no puede dirigirse más que a lo que ha conservado una existencia efectiva; no se trata de hacer arqueología, y las cosas que consideramos aquí no tienen nada que ver con entretenimientos de eruditos; si el conocimiento de la antigüedad puede jugar un papel en esto, no es más que en la medida en que ayude a comprender verdaderamente algunas ideas, y en que aporte también la confirmación de esa unidad doctrinal donde se encuentran todas las civilizaciones, a excepción únicamente de la civilización moderna, que, al no tener ni doctrina ni principios, está fuera de las vías normales de la humanidad. Si no se puede admitir ninguna tentativa de fusión entre doctrinas diferentes, tampoco puede plantearse la sustitución de una tradición por otra; no sólo la multiplicidad de las formas tradicionales no tiene ningún inconveniente, sino que tiene al contrario ventajas muy ciertas; aunque estas formas son plenamente equivalentes en el fondo, cada una de ellas tiene su razón de ser, aunque sólo sea porque es más apropiada que toda otra a las condiciones de un medio dado. La tendencia a uniformizarlo todo procede, como ya lo hemos dicho, de los prejuicios igualitarios: así pues, querer aplicarla aquí, sería hacer al espíritu moderno una concesión que, incluso involuntaria, por eso no sería menos real, y que no podría tener más que consecuencias deplorables. Solo si Occidente se mostrara definitivamente impotente para volver a una civilización normal podría serle impuesta una tradición extraña; pero entonces no habría fusión, puesto que ya no subsistiría nada de específicamente occidental; y tampoco habría sustitución, ya que, para llegar a tal extremo, sería menester que Occidente hubiera perdido hasta los últimos vestigios del espíritu tradicional, a excepción de una pequeña elite sin la cual, al no poder recibir siquiera esa tradición extraña, se hundiría inevitablemente en la peor barbarie. Pero, lo repetimos, todavía es permisible esperar que las cosas no llegarán hasta ese punto, que la elite podrá constituirse plenamente y cumplir su función hasta el fin, de tal manera que Occidente no sólo sea salvado del caos y de la disolución, sino que recupere también los principios y los medios de un desarrollo que le sea propio, y que esté en armonía con el de las demás civilizaciones. En cuanto al papel de Oriente en todo eso, hemos de resumirlo todavía, para mayor claridad, de una manera tan precisa como sea posible; y, bajo este aspecto, podemos distinguir también el periodo de constitución de la elite y su periodo de acción efectiva. En el primero, es por el estudio de las doctrinas orientales, más que por cualquier otro medio, como aquellos que sean llamados a formar parte de esta elite podrán adquirir y desarrollar en sí mismos la pura intelectualidad, puesto que no podrían encontrarla en Occidente; y sólo de esta manera igualmente podrán aprender lo que es, en sus diversos elementos, una civilización tradicional, ya que un conocimiento tan directo como sea posible es el único válido en parecido caso, a exclusión de todo saber simplemente «libresco», que, por sí mismo, no es utilizable para la meta que consideramos. Así como ya lo hemos explicado, para que el estudio de las doctrinas orientales sea lo que debe ser, es necesario que algunas individualidades sirvan de intermediarios entre los detentadores de estas doctrinas y la elite occidental en formación; por eso es por lo que hablamos, para esta última, sólo de un conocimiento tan directo como sea posible, y no absolutamente directo, para comenzar al menos. Pero a continuación, cuando se haya cumplido un primer trabajo de asimilación, nada se opondría a que la elite misma (puesto que es de ella de donde debería venir la iniciativa) haga llamada, de una manera más inmediata, a los representantes de las tradiciones orientales; y éstos, al encontrarse interesados en la suerte de Occidente por la presencia misma de esta elite, no dejarían de responder a esta llamada, ya que la única condición que exigen, es la comprehensión (y, por lo demás, esta condición única es impuesta por la fuerza de las cosas); podemos afirmar que no hemos visto nunca a ningún oriental persistir en encerrarse en su reserva habitual cuando se encuentra frente a alguien al que juzga susceptible de comprenderle. Es en el segundo periodo cuando el apoyo de los orientales podría manifestarse así efectivamente; hemos dicho por qué eso supondría la elite ya constituida, es decir, en suma, una organización occidental capaz de entrar en relaciones con las organizaciones orientales que trabajan en el orden intelectual puro, y de recibir de éstas, para su acción, la ayuda que pueden procurar fuerzas acumuladas desde un tiempo inmemorial. En parecido caso, los orientales, serán siempre, para los occidentales, guías y «hermanos mayores»; pero Occidente, sin pretender tratar con ellos de igual a igual, por eso no merecerá menos que se le considere como una potencia autónoma, desde que posea una tal organización; y la repugnancia profunda de los orientales para todo lo que suena a proselitismo será una garantía suficiente para su independencia. Los orientales no tienen ningún interés en asimilar a Occidente, y siempre preferirán mucho más favorecer un desarrollo occidental conforme a los principios, por poca posibilidad que vean de ello; esta posibilidad, tienen que mostrarla precisamente aquellos que formarán parte de la elite, probando con su propio ejemplo que la decadencia intelectual de Occidente no es irremediable. Así pues, no se trata de imponer a Occidente una tradición oriental, cuyas formas no corresponden a su mentalidad, sino de restaurar una tradición occidental con la ayuda de Oriente: ayuda indirecta primero, directa después, o, si se quiere, inspiración en el primer periodo, y apoyo efectivo en el segundo. Pero lo que no es posible para la generalidad de los occidentales debe serlo para la elite: para que ésta pueda realizar las adaptaciones necesarias, es menester primero que haya penetrado y comprendido las formas tradicionales que existen en otras partes; es menester también que vaya más allá de todas las formas, cualesquiera que sean, para aprehender lo que constituye la esencia de toda tradición. Y es por eso por lo que, cuando Occidente esté de nuevo en posesión de una civilización regular y tradicional, el papel de la elite deberá proseguirse aún: será entonces aquello por lo que la civilización occidental comunicará de una manera permanente con las demás civilizaciones, ya que una tal comunicación no puede establecerse y mantenerse más que por lo que hay de más elevado en cada una de ellas; para no ser simplemente accidental, supone la presencia de hombres que estén, en lo que les concierne, liberados de toda forma particular, que tengan la plena consciencia de lo que hay detrás de las formas, y que, colocándose en el dominio de los principios más transcendentes, puedan participar indistintamente en todas las tradiciones. En otros términos, es menester que Occidente llegue finalmente a tener representantes en lo que se designa simbólicamente como el «centro del mundo» o por cualquier otra expresión equivalente (lo que no debe entenderse literalmente como indicando un lugar determinado, cualquiera que pueda ser); pero, aquí, se trata de cosas demasiado lejanas, demasiado inaccesibles al presente y sin duda por mucho tiempo todavía, como para que pueda ser verdaderamente útil insistir en ello. Ahora bien, puesto que para despertar la intelectualidad occidental, es menester comenzar por el estudio de las doctrinas de Oriente (y hablamos de un estudio verdadero y profundo, con todo lo que éste conlleva en cuanto al desarrollo personal de aquellos que se entreguen a él, y no de un estudio exterior y superficial a la manera de los orientalistas), debemos indicar los motivos por los que conviene, de una manera general, dirigirse a tales de esas doctrinas preferentemente a todas las demás. En efecto, uno podría preguntarse por qué tomamos como punto de apoyo principal a la India antes que a la China, o también porque no consideramos como más ventajoso basarnos sobre lo que está más cerca de Occidente, es decir, sobre el lado esotérico de la doctrina islámica. Por lo demás, nos limitaremos a considerar estas tres grandes divisiones de Oriente; todo lo demás es, o de menor importancia, o, como las doctrinas tibetanas, tan ignorado por los europeos que sería muy difícil hablarles de ello de una manera inteligible antes de que hayan comprendido cosas menos totalmente extrañas a su manera habitual de pensar. En lo que concierne a la China, hay razones similares para no dedicarse a ella en primer lugar: las formas por las que se expresan sus doctrinas están verdaderamente muy lejos de la mentalidad occidental, y los métodos de enseñanza que allí se usan son como para desalentar prontamente a los mejor dotados de los europeos; bien poco numerosos serían aquellos que podrían resistir un trabajo emprendido según semejantes métodos, y, si hay que considerar ciertamente en todo caso una selección muy rigurosa, es menester no obstante evitar tanto como sea posible las dificultades que no dependan más que de las contingencias, y que provengan más bien del temperamento inherente a la raza que de una falta real de facultades intelectuales. Las formas de expresión de las doctrinas hindúes, aunque son también extremadamente diferentes de todas aquellas a las que está habituado el pensamiento occidental, son relativamente más asimilables, y reservan además amplias posibilidades de adaptación; para lo que se trata, podríamos decir que, puesto que la India ocupa una posición media en el conjunto oriental, no está ni demasiado lejos ni demasiado cerca de Occidente. En efecto, si nos basáramos sobre aquello que está más cerca, habría también inconvenientes que, no por ser de un orden diferente de los que señalábamos hace un momento, serían menos graves; y quizás no habría muchas ventajas reales para compensarlos, ya que la civilización islámica es casi tan mal conocida por los occidentales como las civilizaciones más orientales, y sobre todo su parte metafísica, que es la que nos interesa aquí, se les escapa enteramente. Es cierto que esta civilización islámica, con sus dos aspectos esotérico y exotérico, y con la forma religiosa que reviste este último, es la que más se parece a lo que sería una civilización tradicional occidental; pero la presencia misma de esta forma religiosa, por la que el Islam se relaciona en cierto modo con Occidente, corre el riesgo de despertar algunas susceptibilidades que, por poco justificadas que sean en el fondo, no carecerían de peligro: aquellos que son incapaces de distinguir entre los diferentes dominios creerían falsamente en una concurrencia sobre el terreno religioso; y hay ciertamente, en la masa occidental (en la que comprendemos a la mayoría de los pseudointelectuales), mucho más odio al respecto de todo lo que es islámico que en lo que concierne al resto de Oriente. El miedo participa en buena medida en los móviles de ese odio, y este estado de espíritu no se debe más que a la incomprehensión, pero, en tanto que exista, la más elemental prudencia exige que se le tenga en cuenta en una cierta medida; la elite en vía de constitución tendrá que hacer mucho para vencer la hostilidad con la que chocará forzosamente por diversos lados, sin aumentarla inútilmente dando lugar a falsas suposiciones que la necedad y la malevolencia combinadas no dejarán de atribuirle; probablemente las habrá de todos modos, pero, cuando se puede preverlas, vale más evitar que se produzcan, si al menos eso es posible sin que entrañe otras consecuencias aún más enojosas. Es por esta razón por lo que no nos parece oportuno apoyarse principalmente sobre el esoterismo islámico; pero, naturalmente, eso no impide que ese esoterismo, siendo de esencia propiamente metafísica, ofrezca el equivalente de lo que se encuentra en las demás doctrinas; así pues, lo repetimos, en todo esto no se trata más que de una simple cuestión de oportunidad, que no se plantea sino porque conviene colocarse en las condiciones más favorables, y que no pone en juego a los principios mismos. Por lo demás, si tomamos la doctrina hindú como centro del estudio de que se trata eso no quiere decir que entendamos referirnos a ella exclusivamente; al contrario, importa destacar, en su ocasión, y cada vez que las circunstancias se presten a ello, la concordancia y la equivalencia de todas las doctrinas metafísicas. Es menester mostrar que, bajo expresiones diversas, hay concepciones que son idénticas, porque corresponden a la misma verdad; hay incluso a veces analogías tanto más sorprendentes cuanto que recaen sobre puntos muy particulares, y también una cierta comunidad de símbolos entre tradiciones diferentes; se trata de cosas sobre las que no se podría atraer demasiado la atención, y no es hacer «sincretismo» o «fusión» constatar estas semejanzas reales, esta suerte de paralelismo que existe entre todas las civilizaciones provistas de un carácter tradicional, y que no puede sorprender más que a los hombres que no creen en ninguna verdad transcendente, a la vez exterior y superior a las concepciones humanas. Por nuestra parte, no pensamos que civilizaciones como las de la India y de la China hayan debido comunicarse necesariamente entre sí de una manera directa en el curso de su desarrollo; eso no impide que, al lado de diferencias muy claras que se explican por las condiciones étnicas y otras, presenten similitudes destacables; y no hablamos aquí del orden metafísico, donde la equivalencia es siempre perfecta y absoluta, sino de las aplicaciones al orden de las contingencias. Naturalmente, es menester reservar siempre lo que puede pertenecer a la «tradición primordial»; pero, siendo ésta, por definición, anterior al desarrollo especial de las civilizaciones en cuestión, su existencia no les quita nada de su independencia. Por lo demás, es menester considerar a la «tradición primordial» como concerniendo esencialmente a los principios; ahora bien, sobre este terreno, ha habido siempre una cierta comunicación permanente, establecida desde el interior y por arriba, así como lo indicábamos hace un momento; pero eso no afecta tampoco a la independencia de las diferentes civilizaciones. Solamente, cuando uno se encuentra en presencia de algunos símbolos que son los mismos por todas partes, es evidente que es menester reconocer en ellos una manifestación de esa unidad tradicional fundamental, tan generalmente desconocida en nuestros días, y que los «cientificistas» se obstinan en negar como una cosa particularmente molesta; tales encuentros no pueden ser fortuitos, tanto más cuanto que las modalidades de expresión son, en sí mismas, susceptibles de variar indefinidamente. En suma, la unidad, para quien sabe verla, está por todas partes bajo la diversidad; y lo está como consecuencia de la universalidad de los principios: que la verdad se imponga por igual a hombres que no tienen entre sí ninguna relación inmediata, o que se mantengan relaciones intelectuales efectivas entre los representantes de civilizaciones diversas, es siempre por esta universalidad como una y otra cosa se hacen posibles; y, si no fuera asentida conscientemente por algunos al menos, no podría haber acuerdo verdaderamente estable y profundo. Lo que hay de común a toda civilización normal, son los principios; si se perdieran de vista, apenas le quedaría a cada una otra cosa que los caracteres particulares por los que se diferencia de las demás, y las semejanzas mismas devendrían puramente superficiales, puesto que su verdadera razón de ser sería ignorada. No es que se esté absolutamente equivocado al invocar, para explicar algunas semejanzas generales, la unidad de la naturaleza humana; pero ordinariamente eso se hace de una manera muy vaga y completamente insuficiente, y, por lo demás, las diferencias mentales son mucho mayores y van mucho más lejos de lo que podrían suponer los que no conocen más que un solo tipo de humanidad. Esa unidad misma no puede comprenderse claramente y recibir su plena significación sin un cierto conocimiento de los principios, fuera del cual es un poco ilusoria; la verdadera naturaleza de la especie y su realidad profunda son cosas de las que no podría dar cuenta un empirismo cualquiera. Pero volvamos a la cuestión que nos ha conducido a estas consideraciones: no podría tratarse de ninguna manera de «especializarse» en el estudio de la doctrina hindú, puesto que el orden de la intelectualidad pura es lo que escapa a toda especialización. Todas las doctrinas que son metafísicamente completas son plenamente equivalentes, y podemos decir incluso que son necesariamente idénticas en el fondo; así pues, no hay más que preguntarse cuál es la que presenta las mayores ventajas en cuanto a la exposición, y pensamos que, de una manera general, es la doctrina hindú; es por eso, y sólo por eso, por lo que la tomamos como base. No obstante, si ocurre que algunos puntos son tratados por otras doctrinas bajo una forma que nos parezca más asimilable, evidentemente no hay ningún inconveniente en recurrir a ella; esto es también un medio de hacer manifiesta esa concordancia de la que acabamos de hablar. Iremos más lejos: la tradición, en lugar de ser un obstáculo a las adaptaciones exigidas por las circunstancias, ha proporcionado siempre, al contrario, el principio adecuado de todas aquellas que han sido necesarias, y esas adaptaciones son absolutamente legítimas, desde que se mantienen en la línea estrictamente tradicional, es decir, en lo que hemos llamado también la «ortodoxia». Por consiguiente, si se requieren nuevas adaptaciones, lo que es tanto más natural por cuanto se trata de un medio diferente, nada se opone a que se formulen inspirándose para ello en las que existen ya, pero teniendo en cuenta también las condiciones mentales de ese medio, siempre que se hagan con la prudencia y con la competencia requeridas, y que se haya comprendido primero profundamente el espíritu tradicional con todo lo que conlleva; esto es lo que la elite intelectual deberá hacer más pronto o más tarde, para todo aquello de lo que sea imposible recuperar una expresión occidental anterior. Se ve cuán alejado está todo esto del punto de vista de la erudición: la proveniencia de una idea no nos interesa en sí misma, ya que esa idea, desde que es verdadera, es independiente de los hombres que la han expresado bajo tal o cual forma; las contingencias históricas no interfieren en esto. Solamente, como no tenemos la pretensión de haber alcanzado por nuestra cuenta y sin ninguna ayuda las ideas que sabemos que son verdaderas, estimamos que es bueno decir por quién nos han sido transmitidas, tanto más cuanto que así indicamos a otros hacia qué lado pueden dirigirse para encontrarlas igualmente; y, de hecho, es a los orientales exclusivamente a quienes debemos estas ideas. En cuanto a la cuestión de la antigüedad, si no se considera más que históricamente, no tiene tampoco ningún interés capital; es sólo cuando se la vincula a la idea de tradición cuando toma un aspecto diferente, pero entonces, si se comprende lo que es verdaderamente la tradición, esa cuestión se resuelve de una manera inmediata, porque se sabe que todo se encontraba implicado en principio, desde el origen, en lo que es la esencia de la doctrina, y que, desde entonces, no había más que sacarlo por un desarrollo que, por el fondo, sino por la forma, no podría comportar ninguna innovación. Sin duda, una certeza de este género no es apenas comunicable; pero, si algunos la poseen, ¿por qué otros no llegarían también a ella por su propia cuenta, sobre todo si se les proporcionan los medios para ello en toda la medida en que pueden serlo? La «cadena de la tradición» se renueva a veces de una manera bien inesperada; y hay hombres que, creyendo haber concebido espontáneamente ciertas ideas, no obstante han recibido una ayuda que, aunque no haya sido sentida conscientemente por ellos, no ha sido menos eficaz por eso; con mayor razón no debe faltarles una tal ayuda a aquellos que se ponen expresamente en las disposiciones requeridas para obtenerla. Bien entendido, aquí no negamos la posibilidad de la intuición intelectual directa, puesto que pretendemos al contrario que es absolutamente indispensable y que, sin ella, no hay concepción metafísica efectiva; pero es menester estar preparado para ella, y, cualesquiera que sean las facultades latentes de un individuo, dudamos que pueda desarrollarlas sólo por sus medios; al menos es menester una circunstancia cualquiera que sea la ocasión de este desarrollo. Esta circunstancia, indefinidamente variable según los casos particulares, no es nunca fortuita más que en apariencia; en realidad, es suscitada por una acción cuyas modalidades, aunque escapan forzosamente a toda observación exterior, pueden ser presentidas por aquellos que comprenden que la «posteridad espiritual» es otra cosa que una palabra vana. No obstante, importa decir que los casos de este tipo son siempre excepcionales, y que, si se producen en la ausencia de toda transmisión continua y regular que se efectúe por una enseñanza tradicional organizada (se podrían encontrar algunos ejemplos de ello en Europa, así como en Japón), no pueden suplir nunca enteramente esta ausencia, primero porque son raros y dispersos, y después porque llegan a la adquisición de conocimientos que, cualquiera que sea su valor, no son nunca más que fragmentarios; es menester agregar también que, por eso mismo, no pueden proporcionarles los medios de coordinar y de expresar lo que se concibe de esta manera, y que, en estas condiciones, el provecho de eso permanece casi exclusivamente personal (Aquí habría que hacer una aproximación con lo que hemos dicho en otra parte a propósito de los «estados místicos»: se trata de cosas, si no idénticas, al menos comparables; sin duda tendremos que volver sobre esto en otras ocasiones). Eso ya es algo, ciertamente, pero es menester no olvidar que, incluso desde el punto de vista del provecho personal, una realización parcial e incompleta, como la que puede ser obtenida en parecido caso, no es más que un débil resultado en comparación de la verdadera realización metafísica que todas las doctrinas orientales asignan al hombre como su meta suprema (y que, digámoslo de pasada, no tiene nada que ver en absoluto con el «sueño quietista», interpretación extravagante que hemos encontrado en alguna parte, y que no se justifica ciertamente por nada de lo que hemos dicho). Además, allí donde la realización no ha sido precedida de una preparación teórica suficiente, pueden producirse múltiples confusiones, y hay siempre la posibilidad de extraviarse en alguno de esos dominios intermediarios donde no se está protegido contra la ilusión; es sólo en el dominio de la metafísica pura donde se puede tener una tal garantía, que, siendo adquirida de una vez por todas, permite abordar a continuación sin peligro no importa cuál dominio, así como lo hemos indicado precedentemente. La verdad de los hechos puede parecer casi desdeñable frente a la verdad de las ideas; no obstante, incluso en el orden de las contingencias, hay grados que observar, y hay una manera de considerar las cosas, vinculándolas a los principios, que les confiere una importancia completamente distinta de la que tienen por sí mismas; lo que hemos dicho de las «ciencias tradicionales» debe bastar para hacerlo comprender. No hay necesidad de enredarse en cuestiones de cronología, que son frecuentemente insolubles, al menos por los métodos ordinarios de la historia; pero no es indiferente saber que tales ideas pertenecen a una doctrina tradicional, e incluso que tal manera de presentarlas tiene un carácter igualmente tradicional; pensamos que no es necesario insistir más en ello después de todas las consideraciones que ya hemos expuesto. En todo caso, si la verdad de los hechos, que es lo accesorio, no debe hacer perder de vista la verdad de las ideas, que es lo esencial, se cometería un error negándose a tener en cuenta las ventajas suplementarias que puede aportar, y que, por ser contingentes como ella, no obstante, no siempre son desdeñables. Saber que ciertas ideas nos han sido proporcionadas por los orientales, es una verdad de hecho; pero eso importa menos que comprender estas ideas y reconocer que son verdaderas en sí mismas; y, si nos hubieran venido de otra parte, no veríamos en ello una razón para descartarlas a priori; pero, puesto que no hemos encontrado en ninguna parte de Occidente el equivalente de estas ideas orientales, estimamos que conviene decirlo. Ciertamente, se podría lograr un éxito fácil presentando algunas concepciones como si uno las hubiera creado enteramente, y disimulando su origen real; pero esos son procedimientos que no podríamos admitir, y, además, eso equivaldría para nosotros a quitar a esas concepciones su verdadero alcance y su autoridad, ya que así se las reduciría a no ser en apariencia más que una «filosofía», mientras que son algo muy diferente en realidad; tocamos aquí, una vez más, la cuestión de lo individual y de lo Universal, que está en el fondo de todas las distinciones de este género. Pero, por el momento, permanecemos en el terreno de las contingencias: al declarar abiertamente que es en Oriente donde puede obtenerse el conocimiento intelectual puro, y al esforzarse al mismo tiempo en despertar la intelectualidad occidental, se prepara, de la única manera que es eficaz, el acercamiento de Oriente y de Occidente; y esperamos que se haya comprendido porque no debe desdeñarse esta posibilidad, puesto que es a eso a lo que tiende principalmente todo lo que hemos dicho aquí. La restauración de una civilización normal en Occidente puede no ser más que una contingencia; pero, todavía una vez más, ¿es ésta una razón para desinteresarse totalmente de ello, incluso si se es metafísico ante todo? Y, por otra parte, además de la importancia que cosas como ésta tienen en su orden relativo, pueden ser el medio de realizaciones que ya no son del dominio contingente, y que, para todos aquellos que participen en ellas directa o incluso indirectamente, tendrán consecuencias ante las cuales toda cosa transitoria se desvanece y desaparece. Para todo esto hay razones múltiples, de las que las más profundas no son quizás aquellas sobre las que hemos insistido más, porque no podíamos pensar en exponer al presente las teorías metafísicas (e incluso cosmológicas en algunos casos, por ejemplo en lo que concierne a las «leyes cíclicas») sin las cuales no pueden comprenderse plenamente; pero eso tenemos la intención de hacerlo en otros estudios que vendrán a su tiempo. Como lo decíamos al comienzo, no nos es posible explicarlo todo a la vez; pero no afirmamos nada gratuitamente, y tenemos consciencia de tener al menos, a falta de muchos otros méritos, el de no hablar nunca de nada que no conozcamos. Por consiguiente, si hay quienes se sorprenden de algunas consideraciones a las que no están habituados, deberían tomarse la molestia de reflexionar en ellas más atentamente, y quizás se den cuenta entonces de que estas consideraciones, lejos de ser inútiles o superfluas, están precisamente entre las más importantes, o de que lo que les parecía a primera vista que se apartaba de nuestro tema es al contrario lo que se refiere más directamente a él. En efecto, hay cosas que están ligadas entre sí de una manera enteramente diferente de lo que se piensa ordinariamente, y la verdad tiene muchos aspectos que la mayoría de los occidentales no sospechan apenas; así pues, en esta ocasión, temeríamos más bien que parezca que limitamos demasiado las cosas por la expresión que les damos que el hecho de dejar entrever posibilidades vastísimas.