CONCLUSIÓN

No hay necesidad de insistir sobre la importancia que las consideraciones que hemos expuesto en el curso de este estudio presentan desde el punto de vista propiamente matemático, puesto que aportan la solución de todas las dificultades que se han suscitado a propósito del método infinitesimal, ya sea en lo que concierne a su verdadera significación, o ya sea en lo que concierne a su rigor. La condición necesaria y suficiente para que pueda darse esta solución no es otra que la estricta aplicación de los verdaderos principios; pero son justamente los principios los que los matemáticos modernos, lo mismo que los demás sabios profanos, ignoran enteramente, y esta ignorancia es, en el fondo, la única razón de tantas discusiones que, en estas condiciones, pueden proseguirse indefinidamente sin desembocar nunca en ninguna conclusión válida, y que no hacen por el contrario más que embarullar más las cuestiones y multiplicar las confusiones, como la querella de los «finitistas» y de los «infinitistas» lo muestra con bastante claridad; no obstante, hubiera sido muy fácil cortar el asunto de raíz si se hubiera sabido plantear claramente, ante todo, la verdadera noción del Infinito metafísico y la distinción fundamental del Infinito y de lo indefinido. Leibnitz mismo, si bien tuvo al menos el mérito de abordar francamente algunas cuestiones, lo que no han hecho siquiera los que han venido después de él, frecuentemente no dijo sobre este tema más que cosas muy poco metafísicas, y a veces incluso casi tan claramente antimetafísicas como las especulaciones ordinarias de la generalidad de los filósofos modernos; así pues, es ya la misma falta de principios lo que le impidió responder a sus contradictores de una manera satisfactoria y en cierto modo definitiva, y la que, por eso mismo, abrió la puerta a todas las discusiones ulteriores. Sin duda, puede decirse con Carnot que, «si Leibnitz se ha equivocado, sería únicamente al albergar dudas sobre la exactitud de su propio análisis, si es que tuvo realmente estas dudas» (Réflexions sur la Métaphysique du Calcul infinitésimal, p 33); pero, incluso si no las tenía en el fondo, tampoco podía en todo caso demostrar rigurosamente esta exactitud, porque su concepción de la continuidad, que no es ciertamente metafísica y ni siquiera lógica, le impedía hacer las distinciones necesarias a este respecto y, por consiguiente, formular la noción precisa del límite, que es, como lo hemos mostrado, de una importancia capital para el fundamento del método infinitesimal. Así pues, se ve por todo eso de qué interés puede ser la consideración de los principios, incluso para una ciencia especial considerada en sí misma, y sin que uno se proponga ir, apoyándose en esta ciencia, más allá del dominio relativo y contingente al que ella se aplica de una manera inmediata; es eso, bien entendido, lo que desconocen totalmente los modernos, que, por su concepción profana de la ciencia, se jactan gustosamente de haber hecho a ésta independiente de la metafísica, e incluso de la teología (Recordamos haber visto en alguna parte a un «cientificista» contemporáneo indignarse de que, por ejemplo, en la edad media, se haya podido encontrar un medio de hablar de la Trinidad a propósito de la geometría del triángulo; por lo demás, probablemente no sospechaba que ello es todavía así actualmente en el simbolismo del Compañerazgo), cuando la verdad es que con eso no han hecho más que privarla de todo valor real en tanto que conocimiento. Además, si se comprendiera la necesidad de vincular la ciencia a los principios, es evidente que desde entonces no habría ninguna razón para quedarse ahí, y que se sería conducido naturalmente a la concepción tradicional según la cual una ciencia particular, cualquiera que sea, vale menos por lo que es en sí misma que por la posibilidad de servirse de ella como un «soporte» para elevarse a un conocimiento de orden superior (Ver por ejemplo a este respecto, sobre el aspecto esotérico e iniciático de las «artes liberales» en la edad media, El Esoterismo de Dante, pp 10-l5, ed. francesa). Hemos querido dar aquí precisamente, por un ejemplo característico, una idea de lo que sería posible hacer, en algunos casos al menos, para restituir a una ciencia, mutilada y deformada por las concepciones profanas, su valor y su alcance reales, a la vez desde el punto de vista del conocimiento relativo que representa directamente y desde el del conocimiento superior al que es susceptible de conducir por transposición analógica; se ha podido ver concretamente lo que es posible sacar, bajo este último aspecto, de nociones como las de la integración y del «paso al límite». Por lo demás, es menester decir que las matemáticas, más que cualquier otra ciencia, proporcionan así un simbolismo muy particularmente apto para la expresión de las verdades metafísicas, en la medida en la que éstas son expresables, así como pueden darse cuenta de ello aquellos que hayan leído algunas de nuestras precedentes obras; es por eso por lo que este simbolismo matemático es de un uso tan frecuente, ya sea desde el punto de vista tradicional en general, ya sea desde el punto de vista iniciático en particular (Sobre las razones de este valor especial que a este respecto tiene el simbolismo matemático, tanto numérico como geométrico, se podrán ver concretamente las explicaciones que hemos dado en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos). Únicamente, para que ello pueda ser así, entiéndase bien que es menester ante todo que estas ciencias sean limpiadas de los errores y de las confusiones múltiples que han sido introducidos en ellas por las opiniones falsas de los modernos, y seríamos felices si el presente trabajo pudiera contribuir, de alguna manera al menos, a ese resultado.