La idea del infinito tal como la entiende habitualmente Leibnitz, y que es sólo, es menester no perderlo de vista nunca, la de una multitud que sobrepasa todo número, se presenta a veces bajo el aspecto de un «infinito discontinuo», como el caso de las series numéricas llamadas infinitas; pero su aspecto más habitual, y también el más importante en lo que concierne a la significación del cálculo infinitesimal, es el del «infinito continuo». Conviene recordar a este propósito que, cuando Leibnitz, al comenzar las investigaciones que, al menos según lo que dice él mismo, debían conducirle al descubrimiento de su método, operaba sobre series de números, no tenía que considerar más que diferencias finitas en el sentido ordinario de esta palabra; las diferencias infinitesimales no se presentaron a él más que cuando se trata de aplicar el discontinuo numérico al continuo espacial. Así pues, la introducción de los diferenciales se justificaba por la observación de una cierta analogía entre las variaciones respectivas de estos dos modos de la cantidad; pero su carácter infinitesimal provenía de la continuidad de las magnitudes a las cuales las mismas debían aplicarse, y así la consideración de los «infinitamente pequeños» se encontraba, para Leibnitz, estrechamente ligada a la cuestión de la «composición del continuo». Los «infinitamente pequeños» tomados «en rigor» serían, como lo pensaba Bernoulli, «partes minimae» del continuo; pero precisamente el continuo, en tanto que existe como tal, es siempre divisible, y por consiguiente, no podría tener «partes minimae». Los «indivisibles» no son siquiera partes de aquello en relación a lo que son indivisibles, y el «mínimo» no puede concebirse aquí más que como el límite o extremidad, no como elemento: «La línea no es sólo menor que cualquier superficie, dice Leibnitz, sino que ni siquiera es una parte de la superficie, sino sólo un mínimo o una extremidad» (Meditatio nova de natura anguli contactus et osculi, horumque usu in practica Mathesi ad figuras faciliores succedaneas difficilioribus substituendas, en las Acta Eruditorum de Leipzig, 1686); y la asimilación entre extremum y minimum puede justificarse aquí, bajo su punto de vista, por la «ley de la continuidad», en tanto que ésta permite, según él, el «paso al límite», así como lo veremos más adelante. Ocurre lo mismo, como ya lo hemos dicho, con el punto en relación a la línea, y también, por otra parte, con la superficie en relación al volumen; pero, por el contrario, los elementos infinitesimales deben ser partes del continuo, sin lo cual ni siquiera serían cantidades; y no pueden serlo más que a condición de no ser «infinitamente pequeños» verdaderos, ya que éstos no serían otra cosa que esas «partes minimae» o esos «últimos elementos» cuya existencia misma, al respecto del continuo, implica contradicción. Así, la composición del continuo no permite que los infinitamente pequeños sean otra cosa que simples ficciones; pero, no obstante, por otro lado, es la existencia misma del continuo la que hace que sean, al menos a los ojos de Leibnitz, «ficciones bien fundadas»: si «todo se hace en la geometría como si fueran perfectas realidades», es porque la extensión, que es el objeto de la geometría, es continua; y, si ocurre lo mismo en la naturaleza, es porque los cuerpos son igualmente continuos, y porque también hay continuidad en todos los fenómenos tales como el movimiento, cuya sede son estos cuerpos, y que son el objeto de la mecánica y de la física. Por lo demás, si los cuerpos son continuos, es porque son extensos, y porque participan de la naturaleza de la extensión; y, del mismo modo, la continuidad del movimiento y de los diversos fenómenos que pueden referirse a él más o menos directamente provienen esencialmente de su carácter espacial. Así pues, en suma, es la continuidad de la extensión la que es el verdadero fundamento de todas las demás continuidades que se observan en la naturaleza corporal; y, por lo demás, es por eso por lo que, al introducir a este respecto una distinción esencial que Leibnitz no había hecho, nosotros hemos precisado que no es a la «materia» como tal, sino más bien a la extensión, a la que debe atribuirse en realidad la propiedad de «divisibilidad indefinida». No vamos a examinar aquí la cuestión de las demás formas posibles de la continuidad, independientes de su forma espacial; en efecto, es siempre a ésta a la que es menester volver cuando se consideran magnitudes, y así su consideración basta para todo lo que se refiere a las cantidades infinitesimales. No obstante, debemos agregar a eso la continuidad del tiempo, ya que, contrariamente a la extraña opinión de Descartes sobre este tema, el tiempo es realmente continuo en sí mismo, y no sólo en la representación espacial por el movimiento que sirve para su medida (Cf El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap V ). A este respecto, se podría decir que el movimiento es en cierto modo doblemente continuo, ya que lo es a la vez por su condición espacial y por su condición temporal; y esta suerte de combinación del tiempo y del espacio, de donde resulta el movimiento, no sería posible si uno fuera discontinuo mientras que el otro es continuo. Esta consideración permite además introducir la continuidad en algunas categorías de fenómenos naturales que se refieren más directamente al tiempo que al espacio, aunque se cumplen en el uno y en el otro igualmente, como, por ejemplo, el proceso de un desarrollo orgánico cualquiera. Por lo demás, para la composición del continuo temporal, se podría repetir todo lo que hemos dicho para la composición del continuo espacial, y, en virtud de esa suerte de simetría que existe bajo algunas relaciones, como lo hemos explicado en otra parte, entre el espacio y el tiempo, se llegaría a unas conclusiones estrictamente análogas: los instantes, concebidos como indivisibles, ya no son partes de la duración como los puntos no son partes de la extensión, así como lo reconocía igualmente Leibnitz, y, por lo demás, eso era también una tesis completamente corriente en los escolásticos; en suma, es un carácter general de todo continuo el hecho de que su naturaleza no conlleva la existencia de «últimos elementos». Todo lo que hemos dicho hasta aquí muestra suficientemente en qué sentido puede comprenderse que, desde el punto de vista en el que se coloca Leibnitz, el continuo envuelve necesariamente al infinito; pero, bien entendido, nosotros no podríamos admitir que se trate en eso de una «infinitud efectiva», como si todas las partes posibles debieran darse efectivamente cuando se da el todo, ni, por lo demás, de una verdadera infinitud, que es excluida por toda determinación, cualquiera que sea, y que, por consiguiente, no puede estar implicada por la consideración de ninguna cosa particular. Únicamente, aquí como en todos los casos donde se presenta la idea de un pretendido infinito, diferente del verdadero Infinito metafísico, y que, no obstante, en sí mismos, no representan más que absurdidades puras y simples, toda contradicción desaparece, y con ella toda dificultad lógica, si se reemplaza ese supuesto infinito por lo indefinido, y si se dice simplemente que todo continuo envuelve una cierta indefinidad cuando se le considera bajo la relación de sus elementos. Es también por lo que algunos, a falta de hacer esta distinción fundamental del Infinito y de lo indefinido, han creído equivocadamente que no era posible escapar a la contradicción de un infinito determinado más que rechazando absolutamente el continuo y reemplazándole por el discontinuo; es así, concretamente, como Renouvier, que niega con razón el infinito matemático, pero a quien la idea del Infinito metafísico es completamente extraña, se ha creído obligado, por la lógica de su «finitismo», a llegar hasta admitir el atomismo, cayendo así en otra concepción que, como lo hemos visto precedentemente, no es menos contradictoria que la que quería eliminar.