LA MULTITUD INNUMERABLE

Como hemos visto, Leibnitz no admite de ningún modo el «número infinito», puesto que, al contrario, declaraba expresamente que éste, en cualquier sentido que se le quiera entender, implica contradicción; pero por el contrario, admite lo que llama una «multitud infinita», sin precisar siquiera, como lo habrían hecho al menos los escolásticos, que, en todo caso, eso no puede ser más que un infinitum secundum quid; y, para él, la sucesión de los números es un ejemplo de una tal multitud. Sin embargo, por otro lado, en el dominio cuantitativo, e incluso en lo que concierne a la magnitud continua, la idea del infinito le parece siempre sospechosa de contradicción al menos posible, ya que, lejos de ser una idea adecuada, conlleva inevitablemente una cierta parte de confusión, y nosotros no podemos estar ciertos de que una idea no implica ninguna contradicción más que cuando concebimos distintamente todos sus elementos (Descartes hablaba sólo de «ideas claras y distintas»; Leibnitz precisa que una idea puede ser clara sin ser distinta, sólo si permite reconocer su objeto y distinguirle de todas las demás cosas, mientras que una idea distinta es la que no sólo es «distinguiente» en este sentido, sino «distinguida» en sus elementos; por lo demás, una idea puede ser más o menos distinta, y la idea adecuada es la que lo es completamente y en todos sus elementos; pero, mientras que Descartes creía que se podían tener ideas «claras y distintas» de todas las cosas, Leibnitz estima al contrario que las ideas matemáticas son las únicas que pueden ser adecuadas, puesto que sus elementos son en cierto modo en número definido, mientras que todas las demás ideas envuelven una multitud de elementos cuyo análisis no puede ser acabado nunca, de tal suerte que las mismas permanecen siempre parcialmente confusas); esto apenas permite acordar a esa idea más que un carácter «simbólico», diríamos más bien «representativo», y es por eso por lo que Leibnitz no se atrevió nunca, así como lo veremos más adelante, a pronunciarse claramente sobre la realidad de los «infinitamente pequeños»; pero esta dificultad misma y esta actitud dubitativa hacen que se destaque mejor todavía la falta de principio que le hacía admitir que se pueda hablar de una «multitud infinita». Uno podría preguntarse también, después de eso, si no pensaba que una tal multitud, para ser «infinita» como él dice, no sólo no debía ser «numerable», lo que es evidente, sino que ni siquiera debía ser de ninguna manera cuantitativa, tomando la cantidad en toda su extensión y bajo todos sus modos; eso podría ser verdad en algunos casos, pero no en todos; sea lo que sea, ese es también un punto sobre el que nunca se ha explicado claramente. La idea de una multitud que sobrepasa todo número, y que por consiguiente no es un número, parece haber sorprendido a la mayoría de aquellos que han discutido las concepciones de Leibnitz, ya sean «finitistas» o «infinitistas»; sin embargo, esta idea está lejos de ser propia de Leibnitz como parecen haberlo creído generalmente, y, antes al contrario, era una idea completamente corriente en los escolásticos (Citaremos sólo un texto tomado entre muchos otros, y que es particularmente claro a este respecto: «Qui diceret aliquan multitudinem esse infinitam, nom diceret eam esse numerum, vel numerum habere; addit etiam numerus super multitudinem rationem mensurationis. Est enim numerus multitudo mensurata per unum,…et propter hoc numerus ponitur species quantitatis discretae, non autem multitudo, sed est de transcendentibus» (Santo Tomás de Aquino, in III Phys., 1, 8)). Esta idea se entendía propiamente de todo lo que no es ni número ni «numerable», es decir, de todo lo que no depende de la cantidad discontinua, ya se trate de cosas que pertenecen a otros modos de la cantidad o de lo que está enteramente fuera del dominio cuantitativo, ya se trate de una idea del orden de los «transcendentales», es decir, de los modos generales del ser, que, contrariamente a sus modos especiales como la cantidad, le son coextensivos (Se sabe que los escolásticos, incluso en la parte propiamente metafísica de sus doctrinas, nunca han ido más allá de la consideración del Ser, de suerte que, de hecho, la metafísica se reduce para ellos únicamente a la ontología). Es lo que permite hablar, por ejemplo, de la multitud de los atributos divinos, o también de la multitud de los ángeles, es decir, de seres que pertenecen a estados que no están sometidos a la cantidad y donde, por consiguiente, no puede tratarse de número; es también lo que nos permite considerar los estados del ser o los grados de la existencia como siendo en multiplicidad o en multitud indefinida, mientras que la cantidad no es más que una condición especial de uno solo de entre ellos. Por otra parte, puesto que la idea de multitud, contrariamente a la de número, es aplicable a todo lo que existe, debe haber forzosamente multitudes de orden cuantitativo, concretamente en lo que concierne a la cantidad continua, y es por eso por lo que decíamos hace un momento que no sería verdadero considerar, en todos los casos, la supuesta «multitud infinita», es decir, la que sobrepasa todo número, como escapando enteramente al dominio de la cantidad. Además, el número mismo puede ser considerado también como una especie de multitud, pero a condición de agregar que, según la expresión de Santo Tomás de Aquino, es una «multitud medida por la unidad»; puesto que toda otra suerte de multitud no es «numerable», es «no medida», es decir, que no es infinita, sino propiamente indefinida. A este propósito, conviene observar un hecho bastante singular: para Leibnitz, esta multitud, que no constituye un número, es no obstante un «resultado de las unidades» (Système nouveau de la nature et de la communication des substances); ¿qué es menester entender por eso, y de qué unidades puede tratarse? Esta palabra unidad puede tomarse en dos sentidos completamente diferentes: por una parte, hay la unidad aritmética o cuantitativa, que es el elemento primero y el punto de partida del número, y, por otra, lo que se designa analógicamente como la Unidad metafísica, que se identifica al Ser puro mismo; no vemos que haya ninguna otra acepción posible fuera de éstas; pero, por lo demás, cuando se habla de las «unidades», empleando esta palabra en plural, eso no puede ser evidentemente más que en el sentido cuantitativo. Únicamente, si ello es así, la suma de las unidades no puede ser otra cosa que un número, y no puede rebasar de ninguna manera el número; es cierto que Leibnitz dice «resultado» y no «suma», pero esta distinción, inclusive si es querida expresamente, por eso no deja subsistir menos una enojosa obscuridad. Por lo demás, declara en otra parte que la multitud, sin ser un número, se concibe no obstante por analogía con el número: «Cuando hay más cosas, dice, de las que pueden ser comprendidas por ningún número, no obstante nosotros les atribuimos analógicamente un número, que llamamos “infinito”, aunque no se trate más que una “manera de hablar”, un modus loquendi (Obsevatio quod rationes sive proportiones non habeant locum circa quantitates nihilo minores, et de vero sensu Methodi infinitesimalis, en las Acta Eruditorum de Leipzig, 1712), e incluso, bajo esta forma, una manera de hablar muy incorrecta, puesto que, en realidad, eso no es de ninguna manera un número; pero, cualesquiera que sean las imperfecciones de la expresión y las confusiones a las que puede dar lugar, debemos admitir, en todo caso, que una identificación de la multitud con el número no estaba ciertamente en el fondo de su pensamiento. Otro punto al que Leibnitz parece prestar una gran importancia, es que el «infinito», tal como lo concibe, no constituye un todo (Cf concretamente ibid: «Infinitum continuum vel discretum proprie nec unum, nec totum, nec quantum est», donde la expresión «nec quantum» parece querer decir que para él, como lo indicábamos más atrás, la «multitud infinita» no debe ser concebida cuantitativamente, a menos, no obstante, de que por quantum no haya entendido solamente aquí una cantidad definida, como lo habría sido el pretendido «número infinito» cuya contradicción ha demostrado); ésta es una condición que él considera como necesaria para que esta idea escape a la contradicción, pero se trata de otro punto que no deja de ser también pasablemente obscuro. Cabe preguntarse de qué suerte de «todo» se trata aquí, y, primeramente, es menester descartar enteramente la idea del Todo universal, que, al contrario, como lo hemos dicho desde el comienzo, es el Infinito metafísico mismo, es decir, el único verdadero Infinito, y que no podría estar en causa aquí de ninguna manera; en efecto, ya se trate del continuo o del discontinuo, la «multitud infinita» que considera Leibnitz se queda, en todos los casos, en un dominio restringido y contingente, de orden cosmológico y no metafísico. Por lo demás, se trata evidentemente de un todo concebido como compuesto de partes, mientras que, así como lo hemos explicado en otra parte (Sobre este punto, ver también Los Estados múltiples del ser, cap I ), el Todo universal es propiamente «sin partes», en razón misma de su infinitud, puesto que, debiendo esas partes ser necesariamente relativas y finitas, no podrían tener con él ninguna relación real, lo que equivale a decir que no existen para él. Por consiguiente, en cuanto a la cuestión planteada, debemos limitarnos a la consideración de un todo particular; pero aquí también, y precisamente en lo que concierne al modo de composición de un tal todo y a su relación con sus partes, hay que considerar dos casos, que corresponden a dos acepciones muy diferentes de esta misma palabra «todo». Primeramente, si se trata de un todo que no es nada más que la simple suma de sus partes, de las que está compuesto a la manera de una suma aritmética, lo que dice Leibnitz es evidente en el fondo, ya que ese modo de formación es precisamente el que es propio del número, y no nos permite rebasar el número; pero, a decir verdad, esta noción, lejos de representar la única manera en que puede concebirse un todo, no es siquiera la de un todo verdadero en el sentido más riguroso de esta palabra. En efecto, un todo que no es así más que la suma o el resultado de sus partes, y que, por consiguiente, es lógicamente posterior a éstas, no es otra cosa, en tanto que todo, que un ens rationis, ya que no es «uno» y «todo» más que en la medida en que le concebimos como tal; en sí mismo, no es, hablando propiamente, más que una «colección», y somos nosotros quienes, por la manera en que le consideramos, le conferimos, en un cierto sentido relativo, los caracteres de unidad y de totalidad. Al contrario, un todo verdadero, que posee esos caracteres por su naturaleza misma, debe ser lógicamente anterior a sus partes y ser independiente de ellas: tal es el caso de un conjunto continuo, que podemos dividir en partes arbitrarias, es decir, de una magnitud cualquiera, pero que no presupone de ninguna manera la existencia efectiva de esas partes; aquí, somos nosotros quienes damos a las partes como tales una realidad, por una división ideal o efectiva, y así este caso es exactamente inverso del precedente. Ahora, toda la cuestión se reduce en suma a saber si, cuando Leibnitz dice que «el infinito no es un todo», excluye este segundo sentido tanto como el primero; así lo parece, e incluso eso es probable, puesto que es el único caso en que un todo es verdaderamente «uno», y en que el infinito, según él, no es nec unum, nec totum. Lo que lo confirma también, es que este caso, y no en el primero, es el que se aplica a un ser vivo o a un organismo cuando se le considera desde el punto de vista de la totalidad; ahora bien, Leibnitz dice: «Incluso el Universo no es un todo, y no debe ser concebido como un animal cuya alma es Dios, así como lo hacían los antiguos» (Carta a Jean Bernoulli. — Leibnitz presta aquí bastante gratuitamente a los antiguos en general, una opinión que, en realidad, no ha sido más que la de algunos de entre ellos; tiene manifiestamente en vista la teoría de los Estoicos, que concebían a Dios como únicamente inmanente y le identificaban al Anima Mundi. Por lo demás, no hay que decir que aquí no se trata más que del Universo manifestado, es decir, del «Cosmos», y no del Todo universal que comprende todas las posibilidades, tanto no manifestadas como manifestadas). Sin embargo, si ello es así, uno no ve demasiado como las ideas del infinito y del continuo pueden estar conectadas como lo están muy frecuentemente para él, ya que la idea del continuo se vincula precisamente, en un cierto sentido al menos, a esta segunda concepción de la totalidad; pero éste es un punto que podrá comprenderse mejor a continuación. Lo que es cierto en todo caso, es que, si Leibnitz hubiera concebido el tercer sentido de la palabra «todo», sentido puramente metafísico y superior a los otros dos, es decir, la idea del Todo universal tal como la hemos planteado primero, no habría podido decir que la idea del infinito excluye la totalidad, ya que declara: «El infinito real es quizás lo absoluto mismo, que no está compuesto de partes, pero que, teniendo partes, las comprende por razón eminente y como en el grado de perfección» (Carta a Jean Bernoulli, 7 de junio de 1698). Aquí hay al menos un «vislumbre», se podría decir, ya que esta vez, como por excepción, toma la palabra «infinito» en su verdadero sentido, aunque sea erróneo decir que este infinito «tiene partes», de cualquier manera que se lo quiera entender; pero es extraño que tampoco entonces exprese su pensamiento más que bajo una forma dubitativa e indecisa, como si no estuviera exactamente fijado sobre la significación de esta idea; y quizás no lo ha estado nunca en efecto, ya que de otro modo no se explicaría que la haya desviado tan frecuentemente de su sentido propio, y que sea a veces tan difícil, cuando habla de infinito, saber si su intención ha sido tomar este término «con rigor», aunque fuera equivocadamente, o si no ha visto en él más que una simple «manera de hablar».