En lo que precede, todavía no hemos tenido la ocasión de ver todas las confusiones que se introducen inevitablemente cuando se admite la idea del infinito en acepciones diferentes de su único sentido verdadero y propiamente metafísico; concretamente, se encontraría más de un ejemplo de ello en la larga discusión que tuvo Leibnitz con Jean Bernoulli sobre la realidad de las cantidades infinitas e infinitamente pequeñas, discusión que, por lo demás, no resultó en ninguna conclusión definitiva, y que no podía hacerlo, debido a esas confusiones mismas cometidas a cada instante tanto por uno como por otro, y a la falta de principios de la que procedían; por lo demás, en cualquier orden de ideas que uno se coloque, siempre es la falta de principios lo único que hace que las cuestiones sean insolubles. Uno puede sorprenderse, entre otras cosas, de que Leibnitz haya hecho una diferencia entre «infinito» e «interminado», y que así no haya rechazado absolutamente la idea, no obstante manifiestamente contradictoria, de un «infinito terminado», aunque llega hasta preguntarse «si es posible que exista por ejemplo una línea recta infinita, y no obstante terminada por una parte y por otra» (Carta a Jean Bernoulli, 18 de noviembre de 1698). Sin duda, le repugna admitir esta posibilidad, «tanto más cuanto que me ha parecido, dice, que el infinito tomado rigurosamente debe tener su fuente en lo interminado, sin lo cual no veo medio de encontrar un fundamento propio para distinguirle de lo finito» (Carta ya citada a Varignon, 2 de febrero de 1702). Pero, si se dice, de una manera más afirmativa que la suya, que «el infinito tiene su fuente en lo interminado», es porque todavía no se le considera como siéndole absolutamente idéntico, porque se le distingue de lo interminado en una cierta medida; y, mientras ello es así, se corre el riesgo de encontrarse detenido por una muchedumbre de ideas extrañas y contradictorias. Estas ideas, es cierto, Leibnitz declara que no las admitiría gustosamente, y que sería menester que fuera «forzado a ello con demostraciones indudables»; pero ya es bastante grave darles una cierta importancia, e incluso poder considerarlas de otro modo que como puras imposibilidades; en lo que concierne, por ejemplo, a la idea de una suerte de «eternidad terminada», que está entre las que enuncia a este propósito, no podemos ver en eso más que el producto de una confusión entre la noción de la eternidad y la de la duración, que es absolutamente injustificable desde el punto de vista de la metafísica. Admitimos muy bien que el tiempo en el que transcurre nuestra vida corpórea sea realmente indefinido, lo que no excluye de ninguna manera que esté «terminado por una parte y por otra», es decir, que tenga a la vez un origen y un fin, conformemente a la concepción cíclica tradicional; admitimos también que existen otros modos de duración, como el que los escolásticos llamaban aevum, cuya indefinidad es, si se puede expresar así, indefinidamente más grande que la de este tiempo; pero todos estos modos, en toda su extensión posible, no son no obstante más que indefinidos, puesto que se trata siempre de condiciones particulares de existencia, propias a tal o a cual estado, y ninguno de ellos, por eso mismo de que es una duración, es decir, de que implica una sucesión, puede ser identificado o asimilado a la eternidad, con la que no tiene realmente más relación que la que tiene lo finito, bajo cualquier modo que sea, con el Infinito verdadero, ya que la concepción de una eternidad relativa no tiene más sentido que la de un infinito relativo. En todo esto, no hay lugar a considerar más que diversos órdenes de indefinidad, así como se verá mejor aún a continuación; pero Leibnitz, a falta de haber hecho las distinciones necesarias y esenciales, y a falta sobre todo de haber planteado el único principio que no le habría permitido extraviarse nunca, encuentra muchas dificultades para refutar las opiniones de Bernoulli, que le cree incluso, hasta tal punto sus respuestas son equívocas y vacilantes, menos alejado de lo que está en realidad de sus propias ideas sobre la «infinitud de los mundos» y los diferentes «grados de infinitud». Esta concepción de los pretendidos «grados de infinitud» equivale a suponer en suma que pueden existir mundos incomparablemente más grandes y más pequeños que el nuestro, en los que las partes correspondientes de cada uno de ellos, guardan entre sí proporciones equivalentes, de tal suerte que los habitantes de uno cualquiera de estos mundos podrían considerarle como infinito con tanta razón como lo hacemos nosotros al respecto del nuestro; pero, por nuestra parte, diríamos más bien con tan poca razón. Una manera tal de considerar las cosas no tendría a priori nada de absurdo sin la introducción de la idea del infinito, que ciertamente no tiene nada que hacer ahí: cada uno de esos mundos, por grande que se le suponga, por eso no está menos limitado, y entonces, ¿cómo se les puede llamar infinito? La verdad es que ninguno de ellos puede serlo realmente, aunque no sea más que porque son concebidos como múltiples, ya que aquí volvemos de nuevo a la contradicción de una pluralidad de infinitos; y por lo demás, si les ocurre a algunos e incluso a muchos considerar nuestro mundo como tal, por eso no es menos cierto que esta aserción no puede ofrecer ningún sentido aceptable. Por otra parte, uno puede preguntarse si son en efecto mundos diferentes, o si no son más bien, simplemente, partes más o menos extensas de un mismo mundo, puesto que, por hipótesis, deben estar todos sometidos a las mismas condiciones de existencia, y concretamente a la condición espacial, que se desarrolla a una escala simplemente aumentada o disminuida. Es en un sentido muy diferente de ese como se puede hablar verdaderamente, no de la infinitud, sino de la indefinidad de los mundos, y se puede hablar así porque, fuera de las condiciones de existencia, tales como el espacio y el tiempo, que son propias a nuestro mundo considerado en toda la extensión de la que es susceptible, hay una indefinidad de otros mundos igualmente posibles; un mundo, es decir, en suma un estado de existencia, se definirá así por el conjunto de las condiciones a las que está sometido, pero, por eso mismo de que estará siempre condicionado, es decir, determinado y limitado, y porque desde entonces no comprenderá todas las posibilidades, no podrá ser considerado nunca como infinito, sino sólo como indefinido (Sobre este punto ver Los Estados múltiples del ser). En el fondo, la consideración de los «mundos», en el sentido en el que la entiende Bernoulli, es decir, incomparablemente más grandes y más pequeños los unos en relación a los otros, no es extremadamente diferente de aquella a la que Leibnitz ha recurrido cuando considera «el firmamento en relación a la tierra, y la tierra en relación a un grano de arena», y éste en relación a «una partícula de materia magnética que pasa a través del vidrio». Únicamente, Leibnitz no pretende hablar aquí de «gradus infinitatis» en el sentido propio; pretende mostrar incluso, al contrario, que «aquí no se tiene necesidad de tomar el infinito rigurosamente», y se contenta con considerar «incomparables», contra lo cual no puede objetársele nada lógicamente. El defecto de su comparación es de un orden muy diferente, y consiste, como ya lo hemos dicho, en que no podía dar más que una idea inexacta, incluso completamente falsa, de las cantidades infinitesimales tales como se introducen en el cálculo. A continuación tendremos la ocasión de sustituir esta consideración por la de los verdaderos grados múltiples de indefinidad, tomada tanto en el orden creciente como en el orden decreciente; no insistiremos pues más en ello por el momento. En suma, la diferencia entre Bernoulli y Leibnitz, es que, para el primero, se trata verdaderamente de «grados de infinitud», aunque no los da más que como una conjetura probable, mientras que el segundo, que duda de su probabilidad e incluso de su posibilidad, se limita a reemplazarlos por lo que se podría llamar «grados de incomparabilidad». Aparte de esta diferencia, por lo demás ciertamente muy importante, la concepción de una serie de mundos semejantes entre sí, pero a escalas diferentes, les es común; esta concepción no deja de tener una cierta relación, al menos ocasional, con los descubrimientos debidos al empleo del microscopio, en la misma época, y con algunas opiniones que estos descubrimientos sugirieron entonces, pero que no fueron justificadas de ninguna manera por las observaciones ulteriores, como la teoría del «encajamiento de los gérmenes»: no es cierto que, en el germen, el ser vivo está actual y corporalmente «preformado» en todas sus partes, y la organización de una célula no tiene ninguna semejanza con la del conjunto del cuerpo del que ella es un elemento. En lo que concierne a Bernoulli al menos, no parece dudoso que, de hecho, sea ese el origen de su concepción; a este respecto, entre otras cosas muy significativas, dice en efecto que las partículas de un cuerpo coexisten en el todo «como, según Harvey y otros, pero no según Leuwenh(ck, hay en un animal innumerables óvulos, en cada óvulo un animálculo o varios, en cada animálculo también innumerables óvulos, y así hasta el infinito» (Carta del 23 de julio de 1698). En cuanto a Leibnitz, hay verosímilmente en él algo muy diferente en el punto de partida: a saber, la idea de que todos los astros que vemos podrían no ser más que elementos del cuerpo de un ser incomparablemente grande que nos recuerda la concepción del «Gran Hombre» de la Qabbalah, pero singularmente materializado y «espacializado», por una suerte de ignorancia del verdadero valor analógico del simbolismo tradicional; del mismo modo, la idea del «animal», es decir, del ser vivo, que subsiste corporalmente después de la muerte, pero «reducido a pequeño», está inspirada manifiestamente en la concepción del Luz o «núcleo de inmortalidad» según la tradición judaica (Ver El Rey del Mundo, pp 87-90, ed. francesa), concepción que Leibnitz deforma igualmente al ponerla en relación con la de los mundos incomparablemente más pequeños que el nuestro, ya que, dice, «nada impide que los animales al morir sean transferidos a tales mundos; yo pienso en efecto que la muerte no es nada más que una contracción del animal, del mismo modo que la generación no es nada más que una evolución» (Carta ya citada a Jean Bernoulli, 18 de noviembre de 1698), tomando aquí esta última palabra simplemente en su sentido etimológico de «desarrollo». Todo eso no es, en el fondo, más que un ejemplo del peligro que hay en querer hacer concordar nociones tradicionales con las opiniones de la ciencia profana, lo que no puede hacerse más que en detrimento de las primeras; éstas eran ciertamente muy independientes de las teorías suscitadas por las observaciones microscópicas, y Leibnitz, al relacionar y al mezclar las unas con las otras, actuaba ya como debían hacerlo más tarde los ocultistas, que se complacen muy especialmente en esta suerte de aproximaciones injustificadas. Por otra parte, la superposición de los «incomparables» de órdenes diferentes le parecía conforme a su concepción del «mejor de los mundos», como proporcionando un medio de colocar en él, según la definición que da de él, «tanto ser o realidad como es posible»; y esta idea del «mejor de los mundos» proviene todavía, ella también, de otro dato tradicional mal aplicado, dato tomado a la geometría simbólica de los Pitagóricos, así como ya lo hemos indicado en otra parte (El Simbolismo de la Cruz, p 58, ed. francesa. — Sobre la distinción de los «posibles» y de los «composibles», de la que depende la concepción del «mejor de los mundos», ver Los Estados múltiples del Ser, cap II ): la circunferencia es, de todas las líneas de igual longitud, la que envuelve la superficie máxima, y del mismo modo la esfera es, de todos los cuerpos de igual superficie, el que contiene el volumen máximo, y esa es una de las razones por las que estas figuras eran consideradas como las más perfectas; pero, si a este respecto hay un máximo, no hay un mínimo, es decir, que no existen figuras que encierren una superficie mínima o un volumen más pequeño que todas las demás, y es por eso por lo que Leibnitz ha sido conducido a pensar que, si hay un «mejor de los mundos», no hay un «peor de los mundos», es decir, un mundo que contenga menos ser que cualquier otro mundo posible. Por lo demás, se sabe que es a esta concepción del «mejor de los mundos», al mismo tiempo que a la de los «incomparables», a la que se refieren sus comparaciones bien conocidas del «jardín lleno de plantas» y del «estanque lleno de peces», donde «cada rama de la planta, cada miembro del animal, cada gota de sus humores es también un tal jardín o un tal estanque» (Monadologie, 67; cf ibid, 74); y esto nos conduce naturalmente a abordar otra cuestión conexa, que es la de la «división de la materia al infinito».