EL ÉTER EN EL CORAZÓN

Lo mismo que nuestro artículo sobre “Le grain de sénevé” (aquí, cap LXXIII: “El grano de mostaza”), éste, que debía seguirle, había sido escrito originariamente para Regnabit; da lugar, pues, a las mismas observaciones y, aunque la mayor parte de las consideraciones que contiene no sean sin duda enteramente nuevas para los lectores de Études Traditionnelles, hemos creído que podía no carecer de interés para ellos encontrarlas así presentadas desde un ángulo un tanto diferente)

Al aludir anteriormente a lo que la doctrina hindú llama de modo simbólico “el Éter en el corazón”, indicábamos que lo así designado es en realidad el Principio divino que reside, virtualmente por lo menos, en el centro de todo ser. El corazón, aquí al igual que en todas las doctrinas tradicionales, se considera, en efecto, como representación del centro vital del ser (Ver L'Homme et son devenir selon le Vêdânta cap III), y ello en el sentido más completo concebible, pues no se trata únicamente del órgano corporal y de su papel fisiológico, sino que esa noción se aplica igualmente, por transposición analógica, a todos los puntos de vista y en todos los dominios a los cuales se extienden las posibilidades del ser considerado, del ser humano por ejemplo, puesto que su caso, por ser precisamente el nuestro, es de toda evidencia el que nos interesa de modo más directo. Más estrictamente aún, el centro vital se considera como correspondiente al ventrículo menor del corazón; y es claro que este ventrículo (referido al cual encontramos, por lo demás, la misma idea de “pequeñez” a que nos referíamos con motivo del grano de mostaza) toma una significación por completo simbólica cuando se lo transpone más allá del dominio corpóreo; pero ha de quedar bien claro que, como todo simbolismo verdadero y auténticamente tradicional, éste está fundado en la realidad, por una relación efectiva existente entre el centro tomado en sentido superior o espiritual y el punto determinado del organismo que le sirve de representación. Para volver al “Éter en el corazón”, he aquí uno de los textos fundamentales a su respecto: “En esa residencia de Brahma (es decir, en el centro vital de que tratamos) hay un pequeño loto, una morada en la cual está una pequeña cavidad (dáhara) ocupada por el Éter (Âkâça); ha de buscarse lo que hay en ese lugar, y se lo conocerá” (Chhândogya-Upánishad, Prapàthaka 8, Khanda 1, çruti 2). Lo que así reside en este centro del ser no es simplemente el elemento etéreo, principio de los otros cuatro elementos sensibles; solo podrían creerlo así quienes se atuvieran al sentido más externo, es decir, al que se refiere únicamente al mundo corpóreo, en el cual dicho elemento desempeña ciertamente el papel de principio, ya que a partir de él, por diferenciación de las cualidades complementarias (convertidas apariencialmente en opuestas en su manifestación exterior) y por ruptura del equilibrio primordial en el que estaban contenidas en estado “indistinto”, se han producido y desarrollado todas las cosas de este mundo (Ver nuestro estudio sobre “La Théorie hindoue des cinq élérnents” (É.T, agosto-septiembre de 1935)). Pero en tal caso no se trata sino de un principio relativo, como es relativo este mismo mundo, no siendo sino un modo especial de la manifestación universal; aunque eso no quita que tal papel del Éter, en cuanto primero de los elementos, sea lo que hace posible la transposición que importa efectuar; todo principio relativo, por lo mismo que no deja de ser verdaderamente principio en su orden, es una imagen natural, aunque más lejana, y como un reflejo del Principio absoluto y supremo. E, inclusive, solo con carácter de “soporte” para esta transposición se designa al Éter en ese texto, según el final del mismo lo indica expresamente, pues, si no se tratara sino de lo que las palabras empleadas expresan de modo literal e inmediato, evidentemente no habría nada que buscar; lo que debe buscarse es la realidad espiritual que corresponde analógicamente al Éter, y de la cual éste es, por así decirlo, la expresión con respecto al mundo sensible. El resultado de esa búsqueda es lo que se denomina propiamente “conocimiento del corazón” (hârda-vidyâ), y éste es al mismo tiempo el “conocimiento de la cavidad” (dáhârda-vidyâ ), equivalencia que se manifiesta en sánscrito por el hecho de que las palabras respectivas (hârda y dáhara (siendo â=a+a)) están formadas por las mismas letras dispuestas en orden diferente; es, en otros términos, el conocimiento de lo más profundo e interior en el ser (Con respecto a la cavidad o “caverna” del corazón, considerada más en particular como el “lugar” donde se cumple el nacimiento del Avatâra, ver también Aperçus sur l'Initiation, cap XLVIII). Lo mismo que la designación del Éter, los términos como “loto” o cavidad“ que hemos encontrado deben también tomarse, por supuesto, en sentido simbólico; desde que se trasciende el orden sensible, por lo demás, ya no puede tratarse en modo alguno de localización en el sentido propio de la palabra, pues aquello de que se trata no está ya sometido a la condición espacial. Las expresiones referidas al espacio o al tiempo toman entonces valor de puros símbolos; y este género de simbolismo es, por lo demás, natural e inevitable desde que necesariamente debe hacerse uso de un modo de expresión adaptado al estado humano individual y terrestre, de un lenguaje que es el de seres vivos actualmente en el espacio y en el tiempo. Así esas dos formas, espacial y temporal, que en cierto modo son mutuamente complementarias en ciertos respectos, son de empleo muy general y casi constante, ya por concurrencia en una misma representación, ya para dar dos representaciones diferentes de una misma realidad (Por ejernplo, la representación geométrica de los estados múltiples del ser y su representación en forma de una serie de “ciclos” sucesivos), la cual, en sí misma, está más allá del tiempo y el espacio. Por ejemplo, cuando se dice que la inteligencia reside en el corazón, va de suyo que no se trata en modo alguno de localizar la inteligencia, de asignarle “dimensiones” y una posición determinada en el espacio; estaba reservado a la filosofía moderna y puramente profana, con Descartes, plantear la cuestión, contradictoria en sus términos mismos, de una “sede del alma”, y pretender situarla literalmente en determinada zona del cerebro; las antiguas doctrinas tradicionales, por cierto, jamás han dado lugar a semejantes confusiones, y sus intérpretes autorizados han sabido siempre perfectamente a qué atenerse acerca de lo que debía ser entendido simbólicamente, haciendo corresponderse entre sí los diversos órdenes de realidades sin mezclarlos y observando estrictamente su repartición jerárquica según los grados de la Existencia universal. Todas estas consideraciones, por lo demás, nos parecen tan evidentes, que estaríamos tentados de pedir excusas por insistir tanto en ellas; si lo hacemos, se debe a que sabemos demasiado bien lo que los orientalistas, en su ignorancia de los datos más elementales del simbolismo, han llegado a hacer de las doctrinas que estudian desde afuera, sin procurar jamás adquirir de ellas un conocimiento directo, y cómo, tomándolo todo en el sentido más burdamente material, deforman tales doctrinas hasta presentar a veces de ellas una verdadera caricatura; y a que sabemos también que la actitud de esos orientalistas no es cosa excepcional, sino que procede, al contrario, de una mentalidad propia, por lo menos en Occidente, de la gran mayoría de nuestros contemporáneos, mentalidad que en el fondo no es sino la específicamente moderna. El loto tiene un simbolismo de múltiples aspectos, a algunos de los cuales nos hemos referido ya en otras ocasiones (Ver particularmente “Les fleurs symboliques” (aquí, cap IX: “Las flores simbólicas”)); en uno de ellos, al cual alude el texto antes citado, se lo emplea para representar los diversos centros, inclusive secundarios, del ser humano, ya sea centros fisiológicos (plexos nerviosos en especial), ya sea, y sobre todo, centros psíquicos (correspondientes a esos mismos plexos en virtud de la vinculación existente entre el estado corpóreo y el estado sutil en el compuesto que la individualidad humana constituye propiamente). Esos centros, en la tradición hindú, reciben habitualmente el nombre de “lotos” (padma o kámala) y se los figura con diferente número de pétalos, números que tienen igualmente significado simbólico, así como los colores puestos además en relación con ellos (aparte de ciertos sonidos con los cuales se ponen también en correspondencia y que son los mantra pertenecientes a diversas modalidades vibratorias, en armonía con las facultades especiales respectivamente regidas por tales centros y procedentes, en cierto modo, de su irradiación, figurada por el abrirse de los pétalos) (Sobre todo esto, ver “Kundalini-Yoga” (É. T, octubre y noviembre de 1933)); también se les llama “ruedas” (chakra), lo cual, señalémoslo de paso, corrobora una vez más la estrechísima relación que, según hemos indicado en otro lugar, existe de modo general entre el simbolismo de la rueda y el de flores tales como el loto y la rosa. Se impone aún otra observación antes de ir más lejos: en este caso, como en todos los otros del mismo género, se erraría en extremo si se creyera que la consideración de los sentidos superiores se opone a la admisión del sentido literal, que aquélla anula a ésta o la hace falsa de algún modo: la superposición de una pluralidad de sentidos que, lejos de excluirse, se armonizan y completan, es, según lo hemos explicado harto a menudo, un carácter enteramente general del verdadero simbolismo. Si nos limitamos al mundo corpóreo, el Éter, en cuanto primero de los elementos sensibles, desempeña en él real y verdaderamente el papel “central” que debe reconocerse a todo lo que es principio en un orden cualquiera: su estado de homogeneidad y equilibrio perfecto puede representarse por el punto primordial neutro, anterior a todas las distinciones y a todas las oposiciones, del cual éstas parten y a donde vuelven finalmente para resolverse en él, en el doble movimiento alternativo de expansión y contracción, expiración y aspiiración, diástole y sístole, en que consisten esencialmente las dos fases complementarias de todo proceso de manifestación. Esto se encuentra con cabal exactitud, por lo demás, en las antiguas concepciones cosmológicas de Occidente, donde se han representado los cuatro elementos diferenciados como dispuestos en los extremos de los cuatro brazos de una cruz, oponiéndose así dos a dos: fuego y agua, aire y tierra, según su participación respectiva en las cualidades fundamentales igualmente opuestas por pares: cálido y frío, seco y húmedo, conforme a la teoría aristotélica (Sobre esto también remitiremos para más detalles a nuestro recién mencionado estudio sobre “La Théorie hindoue des cinq éléments”); y, en algunas de estas figuraciones, aquello que los alquimistas llamaban la “quintaesencia” (quinta essentia), es decir, el quinto elemento, que no es sino el Éter (primero en el orden de desarrollo de la manifestación, pero último en el orden inverso que es el de la reabsorción o del retorno a la homogeneidad primordial), aparece en el centro de la cruz en la forma de una rosa de cinco pétalos, que evidentemente recuerda, en cuanto flor simbólica, al loto de las tradiciones orientales (el centro de la cruz corresponde entonces a la “cavidad” del corazón, ya el simbolismo se aplique, por lo demás, al punto de vista “rnacrocósmico”, ya al “microcósmico”), mientras que, por otra parte, el esquema geométrico según el cual está trazada la rosa no es sino la estrella pentagramática o pentalfa pitagórico (Recordaremos que tal figura, la cual es de carácter netamente hermético y rosacruz y es propiamente la de la Rota Mundi, ha sido puesta por Leibniz como encabezamiento de su tratado De Arte Combinatoria (ver Les Principes du Calcul infinitésimal, Avant-propos)). Es ésta una aplicación particular del simbolismo de la cruz y su centro, perfectamente conforme a su significación general tal como la hemos expuesto en otro lugar (Ver Le Symbolisme de la Croix, cap VII); y al mismo tiempo estas consideraciones relativas al Éter deben ponerse, naturalmente, en conexión también con la teoría cosmogónica de la Cábala hebrea en lo que concierne al 'Avîr, teoría que hemos recordado antes (Ver “Le grain de sénevé” (aquí. cap LXXIII: “El grano de mostaza”)). Pero, en las doctrinas tradicionales, una teoría física (en el sentido antiguo de la palabra) no puede considerarse jamás como autosuficiente; es solamente un punto de partida, un “soporte” que permite, por medio de las correspondencias analógicas, elevarse al conocimiento de los órdenes superiores; y ésta, por lo demás, como es sabido, constituye una de las diferencias esenciales existentes entre el punto de vista de la ciencia sagrada o tradicional y el de la ciencia profana tal como la conciben los modernos. Lo que reside en el corazón no es, pues, solamente el Éter en el sentido propio del término: en tanto que el corazón es el centro del ser humano considerado en su integridad, y no en su sola modalidad corpórea, lo que está en su centro es el “alrna viviente” (jîvâtmâ), la cual contiene en principio todas las posibilidades que se desarrollan en el curso de la existencia individual, como el Éter contiene en principio todas las posibilidades de la manifestación corpórea o sensible. Es muy notable, en relación con las concordancias entre las tradiciones orientales y occidentales, que Dante hable también del “espíritu de la vida, que mora en la más secreta cámara del corazón” ( “In quello punto dico veracemente che lo spirito de la vita, lo quale dimora ne la secretissima camera de lo cuore…” (Vita Nova, 2)), es decir, precisamente en esa misma “cavidad” de que se trata en la tradición hindú; y, cosa quizás más singular aún, la expresión que emplea, “spirito de la vita”, es una traducción lo más rigurosamente literal posible del término sánscrito jîvâtmâ, del cual, sin embargo, es muy poco verosímil que haya podido tomar conocimiento por ninguna vía. Hay más aún: lo que respecta al “alma viviente” como residente en el corazón no concierne, directamente por lo menos, sino a un dominio intermedio, que constituye lo que puede llamarse propiamente el orden psíquico (en el sentido original de la palabra griega psykhè) y que no sobrepasa la consideración del individuo humano como tal; de ahí es menester, pues, elevarse aún a un sentido superior, el puramente espiritual o metafísico; y huelga casi señalar que la superposición de los tres sentidos corresponde exactamente a la jerarquía de “los tres mundos”. Así, lo que reside en el corazón, desde un primer punto de vista es el elemento etéreo, pero no eso solamente; desde un segundo punto de vista, es el “alma viviente”, pero no es solamente eso tampoco, pues lo representado por el corazón es esencialmente el punto de contacto del individuo con lo universal o, en otros términos, de lo humano con lo Divino, punto de contacto que se identifica, naturalmente, con el centro mismo de la individualidad. Por consiguiente, hay que hacer intervenir aquí un tercer punto de vista, que puede llamarse “supraindividual”, puesto que, al expresar las relaciones del ser humano con el Principio, sale por eso mismo de los límites de la condición individual, y desde este punto de vista se dice, por último, que lo que reside en el corazón es Brahma mismo, el Principio divino del cual procede y depende enteramente toda existencia y que, desde el interior, penetra, sostiene e ilumina todas las cosas. El Éter también, en el mundo corpóreo, puede considerarse como el que produce y penetra todo, y por eso todos los textos sagrados de la India y sus comentarios autorizados lo presentan como un símbolo de Brahma ( “Brahma es como el Éter, que está doquiera y que penetra simultáneamente el exterior y el interior de las cosas” (Çankarâchârya, Âtma-Bodha)); lo, que se designa como “el Éter en el corazón”, en el sentido más elevado, es, pues, Brahma mismo y, por consiguiente, el “conocimiento del corazón” cuando alcanza su grado más profundo, se identifica verdaderamente con el “conocimiento divino” (Brahma-vidyâ) (Este conocimiento divino mismo puede ser aún de dos especies, “no-supremo” (ápara) o “supremo”(para), correspondientes respectivamente al mundo celeste y a lo que está más allá de los “tres mundos”; pero esa distinción, pese a su extrema importancia desde el punto de vista de la metafísica pura, no tiene intervención en las consideraciones que ahora exponemos, así como tampoco la de los dos grados diferentes en que, de modo correlativo, puede encararse también la “Unión” misma). El Principio divino, por otra parte, se considera como residente también, en cierto modo, en el centro de todo ser, lo que está en conformidad con lo que dice San Juan cuando habla de “la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”; pero esta “presencia divina”, asimilable a la Shekinah hebrea, no puede ser sino virtual, en el sentido de que el ser puede no tener conciencia actual de ella; esa presencia no se hace plenamente efectiva para ese ser sino cuando éste ha tomado conciencia y la ha “realizado” por la “Unión”, entendida en el sentido del sánscrito Yoga. Entonces ese ser sabe, por el más real e inmediato de los conocimientos, que “el Âtmâ que reside en el corazón” no, es simplemente er jivâtmâ, el alma individual y humana, sino que es también el Âtmâ absoluto e incondicionado, el Espíritu universal y divino, y que uno y otro, en ese punto central, están en un contacto indisoluble y, por otra parte, inexpresable, pues en verdad no son sino uno, como, según las palabras de Cristo, “mi Padre y yo somos uno”. Quien ha llegado efectivamente a ese conocimiento, ha alcanzado verdaderamente el centro, y no solo el suyo propio sino también, por eso mismo, el centro de todas las cosas; ha realizado la unión de su corazón con el “Sol espiritual” que es el verdadero “Corazón del Mundo”. El corazón así considerado es, según las enseñanzas de la tradición hindú, la “Ciudad divina” (Brahma-pura);.y ésta se describe, según lo hemos ya indicado anteriormente, en términos semejantes a los que el Apocalipsis aplica a la “Jerusalén Celeste” que es también, en efecto, una de las figuraciones del “Corazón del Mundo”.