Para el occidental, y sin duda para la mayoría de los no musulmanes, Cristo y Buda representan perfecciones inmediatamente inteligibles y convincentes, lo que refleja, por lo demás, el ternario vivekanandiano — inaceptable por varias razones — “Jesús, Buda, Ramakrishna”; por el contrario, el Profeta del Islam parece complejo y desigual y apenas se impone como símbolo fuera de su universo tradicional. La razón de ello es que, contrariamente a lo que ocurre con Buda y Cristo, su realidad espiritual se recubre de ciertos velos humanos y terrenos, y esto a causa de su función de legislador “para este mundo”. De este modo, se asemeja a los otros grandes Reveladores semíticos, Abraham y Moisés, y también a David y a Salomón. Desde el punto de vista hindú, se podría añadir que está próximo a Rama y a Krishna, cuya suprema santidad y poder salvador no impidieron toda clase de vicisitudes familiares y políticas. Esto nos permite indicar una distinción fundamental: no sólo existe la clase de Reveladores que representan exclusivamente “al otro mundo”, también existen aquellos cuya actitud es a la vez divinamente contemplativa y humanamente combativa y constructiva.
Cuando se ha tomado conocimiento de la vida de Muhammad a través de las fuentes tradicionales; de ella se desprenden tres elementos que podríamos designar provisionalmente con las palabras siguientes: piedad, combatividad, magnanimidad. Por piedad entendemos el apego profundo a Allah, el sentido del más allá, la absoluta sinceridad, es decir, un rasgo del todo general en los santos y a fortiori en los mensajeros del cielo; si lo mencionamos es porque aparece en la vida del Profeta con una función particularmente destacada y porque prefigura en cierta forma la atmósfera espiritual del Islam. Hubo, en esa vida, guerras y, destacándose contra ese fondo violento, una grandeza de alma sobrehumana; hubo también matrimonios, y por ellos una entrada deliberada en lo terrenal y lo social — y no decimos: en lo mundano y lo profano —, e ipso facto una integración de lo humano colectivo en lo espiritual, dada la naturaleza avatárica del Profeta. En el plano de la piedad, señalemos el amor a la pobreza, a los ayunos y las vigilias; algunos objetarán sin duda que el matrimonio, y sobre todo la poligamia, se oponen a la ascesis, pero esto es olvidar en primer lugar que la vida conyugal no quita rigor a la pobreza, a las vigilias y a los ayunos y no los hace fáciles ni agradables, y después, que el matrimonio tenía en el Profeta un carácter espiritualizado o “tántrico”, como, por lo demás, todas las cosas en la vida de un ser así, en razón de la transparencia metafísica que adquieren entonces los fenómenos. Vistos desde el exterior, la mayoría de los matrimonios del Profeta tenían, por otra parte, un alcance “político” — y la política posee aquí una significación sagrada en conexión con el establecimiento en la tierra de un reflejo de la “Ciudad de Dios” —, y, finalmente, dio suficientes ejemplos de largas abstinencias, sobre todo en su juventud, cuando se considera que la pasión es más fuerte, como para estar al abrigo de juicios superficiales. Otro reproche que se formula a menudo es el de crueldad; pues bien, aquí habría que hablar más bien de implacabilidad, y ésta tenía por objeto, no a los enemigos como tales, sino únicamente a los traidores, fuera cual fuere su origen; si en ello había dureza, fue la dureza misma de Allah, por participación en la justicia divina que rechaza y consume. Acusar a Muhammad de tener un carácter vindicativo equivaldría no sólo a equivocarse gravemente acerca de su estado espiritual y a desnaturalizar los hechos, sino también a condenar al mismo tiempo a la mayoría de los profetas judíos y a la propia Biblia; en la fase decisiva de su misión terrenal, cuando la toma de La Meca, el Enviado de Allah dio pruebas incluso de una sobrehumana mansedumbre, en contra del sentimiento unánime de su ejército victorioso.
Hubo al principio de la carrera del Profeta oscuridades dolorosas e incertidumbres; con ello se trata de mostrar que la misión muhammadiana era obra, no del genio humano de Muhammad — genio cuya existencia él mismo nunca sospechó-, sino esencialmente de la elección divina; de modo análogo, las aparentes imperfecciones de los grandes Mensajeros tienen siempre un sentido positivo. La ausencia total, en Muhammad, de cualquier ambición nos lleva por lo demás a abrir aquí un paréntesis: siempre nos sorprendemos cuando algunos, seguros de su pureza de intención, de sus talentos y de su poder combativo, se imaginan que Allah debe servirse de ellos y esperan con impaciencia, y hasta con decepción y desconcierto, el toque de llamada celestial o el milagro; lo que olvidan — y esto es extraño por parte de defensores de lo espiritual — es que Allah no tiene necesidad de nadie y que no le hacen falta para nada sus dones naturales y sus pasiones. El Cielo no utiliza talentos más que a condición de que primero hayan sido rotos para Allah o de que el hombre no haya sido nunca consciente de ellos; un instrumento directo de Allah siempre es sacado de las cenizas.
Como más arriba hemos aludido a la naturaleza avatárica de Muhammad, se podría objetar que éste, por el Islam o, lo que viene a ser lo mismo, por su propia convicción, no era y no podía ser un Avatara; pero la cuestión no es ésta, pues sabemos muy bien que el Islam no es el Hinduismo y que excluye, particularmente, toda idea encarnacionista (hulul); diremos simplemente, en lenguaje hindú (ya que en este caso es el más directo o el menos inadecuado) que un determinado Aspecto divino ha tomado en determinadas circunstancias cíclicas una determinada forma terrestre, lo que es perfectamente conforme con el testimonio que el Enviado de Allah dio sobre su propia naturaleza: “Quien me ha visto, ha visto a Allah” (Al-Haqq, “la Verdad”); “Yo soy Él mismo y Él es yo mismo, salvo que yo soy el que soy y Él es el que es”; “Yo era Profeta cuando Adán estaba todavía entre el agua y la arcilla” (antes de la creación); “He estado encargado de cumplir mi misión desde el mejor de los siglos de Adán, de siglo en siglo, hasta el siglo en que estoy”.
Sea como fuere, si la atribución de la divinidad a un ser histórico repugna al Islam, es a causa de su perspectiva centrada en el Absoluto como tal, la cual se enuncia por ejemplo en la concepción de la nivelación final antes del juicio: sólo Allah permanece “vivo”, todo es nivelado en la muerte universal, incluidos los Ángeles supremos y, por tanto, también el “Espíritu” (Al-Ruh), la manifestación divina en el centro luminoso del cosmos.
Es natural que los partidarios del exoterismo (fuqaha o ulama al-zhahir, “sabios de lo exterior”), tengan interés en negar la autenticidad de los hadices que se refieren a la naturaleza avatárica del Profeta, pero el concepto mismo del Espíritu muhammadiano (Ruh muhammadi) — que es el Logos — prueba que estos hadices tienen razón, sea cual sea su valor histórico, admitiendo que éste pueda ser puesto en duda. Cada forma tradicional identifica a su fundador con el divino Logos y considera a los demás portavoces del Cielo, en la medida en que los toma en consideración, como proyecciones de este fundador y como manifestaciones secundarias del Logos único; para los budistas, Cristo y el Profeta no pueden ser sino Budas. Cuando Cristo dijo: “Nadie llega al Padre si no es por mí”, es el Logos como tal el que habla, aunque Jesús se identifica realmente, para un mundo dado, con este Verbo uno y universal.
El Profeta es la norma humana en el doble aspecto de las funciones individuales y colectivas, o también, de las funciones espirituales y terrenas.
Es, esencialmente, equilibrio y extinción: equilibrio desde el punto de vista humano, y extinción con respecto a Allah.
El Profeta es el Islam. Si éste se presenta como una manifestación de verdad, de belleza y de poder — pues son realmente estos tres elementos los que inspiran al Islam y que éste tiende, por su naturaleza, a realizar en diversos planos —, el Profeta, por su parte, encarna la serenidad, la generosidad y la fuerza; también podríamos enumerar estas virtudes inversamente, según la jerarquía ascendente de los valores y refiriéndonos a los grados de la realización espiritual. La fuerza es la afirmación — si es preciso combativa — de la Verdad divina en el alma y en el mundo; ésta es la distinción entre las dos guerras santas, la “mayor” (akbar) y la “menor” (asghar), o la interior y la exterior. La generosidad compensa el aspecto de agresividad de la fuerza; es caridad y perdón. Estas dos virtudes complementarias, la fuerza y la generosidad, culminan — o se extinguen en cierto modo — en una tercera virtud: la serenidad, que es desapego con respecto al mundo y al ego, extinción ante Allah, conocimiento de lo Divino y unión con Ello.
Hay cierta relación — sin duda paradójica — entre la fuerza viril y la pureza virginal, en el sentido de que tanto la una como la otra conciernen a la inviolabilidad de lo sagrado, la fuerza en modo dinámico y combativo, y la pureza en modo estático y defensivo; podríamos decir también que la fuerza, cualidad “guerrera”, implica un modo o un complemento estático o pasivo, y éste es la sobriedad, el amor a la pobreza y al ayuno, la incorruptibilidad, que son cualidades “pacíficas” o “no agresivas”. Asimismo, la generosidad, que “da”, posee un complemento estático, la nobleza, que “es”; o, mejor, la nobleza es la realidad intrínseca de la generosidad. La nobleza es una suerte de generosidad contemplativa, es el amor a la belleza en el sentido más amplio; aquí se sitúa, en el Profeta y en el Islam, el estetismo y el amor a la limpieza, pues ésta quita a las cosas, y a los cuerpos sobre todo, la marca de su terrenalidad y de su caída y las devuelve así, simbólicamente, a sus prototipos inmutables e incorruptibles o a sus esencias. En cuanto a la serenidad, también ésta posee un complemento necesario: la veracidad, que es como el lado activo o distintivo de la serenidad; es el amor a la verdad y a la inteligencia, tan característico del Islam; es, pues, también, la imparcialidad, la justicia. La nobleza compensa el aspecto de estrechez de la sobriedad, y estas dos virtudes complementarias culminan en la veracidad, en el sentido de que se subordinan a ella y, si es preciso, se anulan — o parecen anularse — ante ella.
Las virtudes del Profeta forman, por decirlo así, un triángulo; la serenidad-veracidad constituye el vértice, y los otros dos pares de virtudes — la generosidad-nobleza y la fuerza-sobriedad — forman la base; los dos ángulos de ésta están en equilibrio y en cierto modo se reducen a la unidad en el vértice. El alma del Profeta, ya lo hemos dicho, es esencialmente equilibrio y extinción.
La imitación del Profeta implica: la fuerza para con uno mismo; la generosidad para con los demás; la serenidad en Allah y por Allah. Podríamos decir también: la serenidad por la piedad, en el sentido mas profundo de este término.
Esta imitación implica además: la sobriedad con respecto al mundo; la nobleza en nosotros mismos, en nuestro ser; la veracidad por Allah y en Él. Pero no hay que perder de vista que el mundo está también dentro de nosotros y que, inversamente, no somos distintos de la creación que nos rodea, y, por último, que Allah ha creado “por la Verdad” (bil-Haqq); el mundo, en sus perfecciones y en su equilibrio, es una expresión de la Verdad divina.“
El aspecto “fuerza” es igualmente, e incluso ante todo, el carácter activo y afirmativo del medio espiritual o del método; el aspecto “generosidad” es también el amor de nuestra alma inmortal; y el aspecto “serenidad”, que a priori es: verlo todo en Allah, es también: ver a Allah en todo. Se puede ser sereno porque se sabe que “sólo Allah es”, que el mundo con sus agitaciones es “no real”, pero se puede serlo también porque uno se da cuenta — admitiendo la realidad del mundo — de que “todo es querido por Allah”, de que la Voluntad divina actúa en todo, de que todo simboliza a Allah en uno u otro aspecto y de que el simbolismo es para Allah una “manera de ser”, si puede decirse así. Nada está fuera de Allah; Allah no está ausente de nada.
La imitación del Profeta es la realización del equilibrio entre nuestras tendencias normales o, más precisamente, entre nuestras virtudes complementarias, y es después y sobre todo, sobre la base de esta armonía, la extinción en la Unidad. Así es como la base del triángulo se reabsorbe en cierto modo en el vértice, que aparece como su síntesis o su origen, o como su fin, su razón de ser.
Reanudando nuestra descripción anterior, pero formulándola de manera algo diferente, diremos que Muhammad es la forma orientada hacia la Esencia divina; esta «forma» tiene dos principales aspectos, que corresponden respectivamente a la base y al vértice del triángulo, a saber, la nobleza y la piedad. Ahora bien, la nobleza está hecha de fuerza y generosidad, y la piedad — en el nivel de que aquí se trata — está hecha de sabiduría y santidad; añadiremos que por “piedad” hay que entender el estado de “servidumbre espiritual” ('ubudiyya) en el sentido más elevado del término, que comprende la perfecta “pobreza” (faqr, de ahí la palabra faqir) y la «extinción» (fana') ante Allah, lo que no carece de relación con el epíteto de “iletrado” (ummi) atribuido al Profeta. La piedad es lo que nos liga a Allah; en el Islam, esto es en primer lugar, en la medida de lo posible, la comprensión de la evidente Unidad — pues el que es “responsable” debe captar esta evidencia, y no hay aquí una línea de demarcación rigurosa entre el “creer” y el “saber” — y, después, la realización de la Unidad más allá de nuestra comprensión provisional y “unilateral”, que es ignorancia en comparación con la ciencia plenaria; no hay santo (wali, “representante” y, por tanto, “participante”) que no sea “conocedor por Dios” ('arif bil-Llah). Y esto explica por qué la piedad — y con mayor razón la santidad, que es su flor — tiene en el Islam un aire de serenidad; es una piedad que desemboca esencialmente en la contemplación y la gnosis.
0 también: para caracterizar el fenómeno muhammadiano podríamos decir que el alma del Profeta está hecha de nobleza y de serenidad, comprendiendo ésta la sobriedad y la veracidad, y aquélla la fuerza y la generosidad. La actitud del Profeta frente al alimento y el sueño está determinada por la sobriedad; y su actitud frente a la mujer lo está por la generosidad; el objeto real de la generosidad es aquí el polo “substancia” del género humano, siendo considerado este polo — la mujer — bajo su aspecto de espejo de la infinitud beatífica de Allah.
El amor al Profeta constituye un elemento fundamental en la espiritualidad del Islam, aunque no hay que entender este amor en el sentido de una bhakti personalista, la cual presupondría la divinización exclusiva del héroe.(18) Los musulmanes aman e imitan al Profeta hasta en los menores detalles de su vida cotidiana porque ven en él el prototipo y el modelo de las virtudes que constituyen la deiformidad del hombre y la belleza y el equilibrio del Universo, y que son otras tantas claves o vías hacia la Unidad liberadora; el Profeta, como el Islam a secas, es un esquema celestial dispuesto para recibir el influjo de la inteligencia y la voluntad del creyente, y en el cual incluso el esfuerzo se convierte en una suerte de reposo sobrenatural.
“En verdad, Allah y Sus Malaika bendicen al Profeta; ¡oh, vosotros que creéis, bendecidlo y presentadle el saludo!” Este versículo constituye el fundamento escriturario de la “Plegaria por el Profeta” — o, más exactamente, la “Bendición del Profeta” — plegaria que es de uso general en el Islam, pero que reviste un carácter particular en el esoterismo, en el que es un símbolo básico. La significación esotérica del versículo es la siguiente: Allah, el Cielo y la Tierra — o el principio (que es no-manifestado), la manifestación supraformal (los estados angélicos) y la manifestación formal (que comprende los hombres y los jinn, es decir, las dos categorías de seres corruptibles, y de ahí la necesidad de una exhortación) — confieren (o transmiten, según los casos) gracias vitales a la Manifestación universal o, desde otro punto de vista, al centro de ésta, que es el Intelecto cósmico. Quien bendice al Profeta, bendice implícitamente al mundo y al Espíritu universal (Al-Ruh), al Universo y al Intelecto, a la Totalidad y al Centro, de modo que la bendición recae, decuplicada, de parte de cada una de estas manifestaciones del Principio, sobre el hombre que ha puesto su corazón en esta oración.
Los términos de la “Plegaria por el Profeta” son en general los siguientes, aunque de ella existen variantes y desarrollos múltiples: “Oh, Allá huma, bendice a nuestro Señor Muhammad, Tu Servidor (Abd) y Tu Enviado (Rasul), el Profeta iletrado (Al-Nabi al-ummi), y a su familia y a sus compañeros, y salúdalos”. Las palabras “saludar” (sallam) y “salutación” (taslim) o “paz” (salam) significan, por parte del creyente, un homenaje reverencial (el Corán dice: “¡Y presentadle el saludo!”), y, así, una actitud personal, mientras que la bendición hace intervenir a la Divinidad, pues es Ella la que bendice; por parte de Allah, la “salutación” es una “mirada” o una “palabra”, es decir, un elemento de gracia, no “central” como en el caso de la “bendición” (salat: salla 'ala, “rogar sobre”), sino “periférico”, es decir, concerniente al individuo y a la vida, no al intelecto y a la gnosis. Por esto se hace seguir el Nombre de Muhammad de la “bendición” y el “saludo”, y los nombres de los otros “Enviados” y de los Ángeles del “saludo” solamente: desde el punto de vista del Islam es Muhammad. quien encarna “actualmente” y “definitivamente” la Revelación, y ésta corresponde a la “bendición”, no a la “salutación”. En el mismo sentido más o menos exotérico cabría señalar que la “bendición” se refiere a la inspiración profética y al carácter “relativamente único” y “central” del Avatara considerado, y la “salutación” se refiere a la perfección humana, cósmica, existencial, de todos los Avataras, o también a la perfección de los Malaika. La “bendición” es una cualidad trascendente, activa y “vertical”; la “salutación”, una cualidad inmanente, pasiva y “horizontal”; o también, la “salutación” concierne a lo “exterior”, al “soporte”, mientras que la “bendición” concierne a lo “interior”, al “contenido”, ya se trate de actos divinos o de actitudes humanas. En esto reside toda la diferencia entre lo “sobrenatural” y lo “natural”: la “bendición” significa la presencia divina en cuanto es un influjo incesante, lo que en el microcosmo — el Intelecto — se convierte en la intuición o la inspiración, y, en el Profeta, en la Revelación; en cambio, la “paz” o el “saludo” significa la presencia divina en cuanto es inherente al cosmos, lo que en el microcosmo se convierte en la inteligencia, la virtud, la sabiduría; concierne al equilibrio existencial, a la economía cósmica. Es verdad que la inspiración intelectiva — o la ciencia infusa — es “sobrenatural” también, pero lo es, por decirlo así, de una manera «natural», en el marco y según las posibilidades de la “Naturaleza”.
Según el Shaykh Ahmad Al-'Alawi, el acto divino (tajalli) expresado por la palabra salli (“bendice”) es como el relámpago, por su instantaneidad, e implica la extinción, en un grado u otro, del receptáculo humano que lo experimenta, mientras que el acto divino expresado por la palabra sallim (“saluda”) expande la presencia divina en las modalidades del propio individuo; es por esto, ha dicho el Shaykh, por lo que el faqir debe pedir siempre el salam (la “paz”, que corresponde a la “salutación” divina) para que las revelaciones o intuiciones no desaparezcan como el resplandor de un relámpago, sino que se fijen en su alma.
En el versículo coránico que instituye la bendición muhammadiana se dice que “Allah y sus malaika bendicen al Profeta”, pero la “salutación” sólo se menciona al final del versículo, cuando se trata de los creyentes; la razón de ello es que el taslim (o salam) está aquí sobreentendido, lo que significa que en el fondo es un elemento de la salat y que sólo se disocia de ella a posteriori y en función de las contingencias del mundo.
La intención iniciática de la “Plegaria por el Profeta” es la aspiración del hombre hacia su totalidad. La totalidad es aquello de lo que somos una parte; ahora bien, somos una parte, no de Dios, que es sin partes, sino de la Creación, cuyo conjunto es el prototipo y la norma de nuestro ser, y cuyo centro, Al-Ruh, es la raíz de nuestra inteligencia; esta raíz es vehículo del “Intelecto increado” (increatus et increabilis, según el maestro Eckhart). La totalidad es perfección: la parte como tal es imperfecta, puesto que manifiesta una ruptura del equilibrio existencial y, por tanto, de la totalidad. Co respecto a Allah, somos “nada” o “todo”, según el punto de vista, pero no somos nunca parte; en cambio, somos parte en relación con el Universo, que es el arquetipo, la norma, el equilibrio, la perfección; él es el “Hombre Universal” (Al-Insan al-Kamil) cuya manifestación humana es el Profeta, el Logos, el Avatara. El Profeta — siempre en el sentido esotérico y universal del término — es así la totalidad de la que somos un fragmento; pero esta totalidad se manifiesta también en nosotros mismos, y de una manera directa: en el centro intelectual, el “Ojo del Corazón”, sede de lo “Increado”, punto celestial o divino cuya periferia microcósmica es el ego; somos, pues, “periferia” con respecto al Intelecto (Al-Rúh) y «parte» con respecto a la Creación (Al-Khalq). El Avatara representa estos dos polos a la vez: él es nuestra totalidad y nuestro centro, nuestra existencia y nuestro conocimiento; la “Plegaria por el Profeta” — como toda fórmula análoga — tendrá, por consiguiente, no sólo el sentido de una aspiración hacia nuestra totalidad existencial, sino también, y por esto mismo, el de una “actualización” de nuestro centro intelectual, y por lo demás los dos puntos de vista están inseparablemente unidos; nuestro movimiento hacia la totalidad — movimiento cuya expresión más elemental es la caridad, es decir, la abolición de la escisión ilusoria y pasional entre “yo” y “el otro” —, este movimiento, decimos, purifica al mismo tiempo el corazón, o, dicho de otro modo, libera al intelecto de las trabas que se oponen a la contemplación unitiva.
En la bendición muhammadiana — la “Plegaria por el Profeta” — los epítetos del Profeta se aplican igualmente — o, mejor, a fortiori — a la Totalidad y al Centro cuya expresión humana es Muhammad, o de los que es “una expresión” si se toma en cuenta la humanidad de todos los tiempos y de todos los lugares. El propio nombre de Muhammad significa “el Glorificado” e indica la perfección de la Creación, de la que da fe también el Génesis: “Y Allah vio que aquello era bueno”; además, las palabras “nuestro Señor” (Sayyiduna), que preceden al nombre de Muhammad, indican la cualidad primordial y normativa del Comos en relación con nosotros.
El epíteto que sigue al nombre de Muhammad en la “Plegaria por el Profeta” es “tu servidor” ('abduka): el Macrocosmo es “servidor” de Allah, porque la manifestación está subordinada al Principio, o el efecto a la Causa; la Creación es “Señor” con respecto al hombre y “Servidor” con respecto al Creador. El Profeta — como la Creaciónes, pues, esencialmente un “istmo” (barzakh), una “línea de demarcación”, al mismo tiempo que un “punto de contaco” entre los grados de realidad.
Viene a continuación el epíteto “tu Enviado” (rasulika): este atributo concierne al Universo en cuanto éste transmite las posibilidades del Ser a sus propias partes — a los microcosmos — mediante los fenómenos o símbolos de la Naturaleza; estos símbolos son los “signos” (ayat) de los que habla el Corán las pruebas de Allah que el Libro sagrado recomienda a la meditación de “los que están dotados de entendimiento”. Las posibilidades así manifestadas transcriben, en el mundo “exterior”, las “verdades principiales” (haqaiq), como las intuiciones intelectuales y los conceptos metafísicos las transcriben en el sujeto humano; el Intelecto, como el Universo, es “Enviado”, “Servidor”, “Glorificado” y “nuestro Señor”.
La “Plegaria por el Profeta” incluye a veces los dos atributos siguientes: “tu Profeta” (Nabiyuka) y “tu Amigo” (Habibuka): este último calificativo expresa la intimidad, la proximidad generosa — no la oposición — entre la manifestación y el Principio; en cuanto a la palabra “Profeta” (Nabi), indica un “mensaje particular”, no el “mensaje universal” del “Enviado” (Rasul): es, en este mundo, el conjunto de las determinaciones cósmicas — incluidas las leyes naturales — que conciernen al hombre; y en nosotros mismos es la conciencia de nuestros fines últimos, con todo lo que ésta implica para nosotros.
En cuanto al epíteto siguiente, “el Profeta iletrado” (Al-Nabi al-ummi), expresa la “virginidad” del receptáculo, ya sea universal o humano; nada lo determina, en lo que respecta a la inspiración, fuera de Allah; es una hoja blanca ante el Cálamo divino; nadie salvo Allah llena la Creación, el Intelecto, el Avatara.
La “bendición” y la “salutación” se aplican no sólo al Profeta, sino también a “su familia y a sus compañeros” ('ala alihi wa sahbihi), es decir, en el orden macrocósmico, al Cielo y a la Tierra, o a las manifestaciones informal y formal, y en el orden microcósmico, al alma y al cuerpo, siendo el Profeta en el primer caso el Espíritu divino (Al-Ruh) y en el segundo el Intelecto (Al-'Aql) o el “Ojo del Corazón” ('Ayn al-Qalb);' el Intelecto y el Espíritu coinciden en su esencia, en el sentido de que el primero es como un rayo del segundo. El Intelecto es el “Espíritu” en el hombre; el “Espíritu divino” no es otro que el Intelecto universal.
Los epítetos del Profeta indican las virtudes espirituales, las principales de las cuales son: la “pobreza” (faqr, cualidad del 'Abd) , luego la “generosidad” (karam, cualidad del Rasul) y, por último, la “vacuidad” o “sinceridad” (sidq, ijlas, cualidad del Nabi al-ummi). La “pobreza” es la concentración espiritual, o más bien, su aspecto negativo y estático, la no expansión, y por consiguiente la “humildad” en el sentido de “cesación del fuego de las pasiones” (Tirmidhi); la “generosidad”, por su parte, es vecina de la “nobleza” (sharal); es la abolición del egoísmo, la cual implica el “amor al prójimo”, en el sentido de que la distinción pasional entre “yo” y “el otro” es entonces superada; por último, la “veracidad” es la cualidad contemplativa de la inteligencia y, en el plano racional, la lógica o la imparcialidad, en una palabra, el “amor a la verdad”.
Desde el punto de vista iniciático, la “Plegaria por el Profeta” se refiere al “estado intermedio”, es decir, a la “expansión” que sigue a la “purificación” y precede a la “unión”; y éste es el sentido profundo del hadith: “Nadie encontrará a Allah si no ha encontrado previamente al Profeta”.
La “Plegaria por el Profeta” es comparable a una rueda: el voto de bendición es el eje; el Profeta es el cubo; su Familia constituye los radios; sus Copañeros constituyen la llanta.
Según la interpretación más amplia de esta oración, el voto de bendición corresponde a Allah; el nombre del Profeta al Espíritu Universal; la Familia a los seres que participan de Allah — por el Espíritu — de una manera directa; los Copañeros a los seres que participan indirectamente de Allah, pero igualmente gracias al Espíritu. Este límite extremo puede ser definido de diferentes maneras, según se piense en el mundo musulmán o en la humanidad entera, o en todas las criaturas terrestres, o incluso en el Universo total.
La voluntad individual, que es a la vez egoísta y disipada, debe convertirse a la Voluntad universal, que es “concéntrica” y trasciende lo humano terrenal.
El Profeta es, en cuanto principio espiritual, no sólo la Totalidad de la que somos partes separadas, fragmentos, sino también el Origen con respecto al cual somos otras tantas desviaciones; es decir, el Profeta, en cuanto Norma, no sólo es el “Hombre Total” (al-Insan al-Kamil), sino también el “Hombre Antiguo” (al-Insan al-Qadim). Hay en ello como una combinación de un simbolismo espacial con un simbolismo temporal: realizar el “Hombre Total” (o “Universal”) es en suma salir de uno mismo, proyectar la propia voluntad en lo absolutamente “otro”, expandirse en la vida universal que es la de todos los seres; y realizar el “Hombre Antiguo” (o “Primordial”) es retornar al origen que llevamos dentro de nosotros mismos; es retornar a la infancia eterna, reposar en nuestro arquetipo, nuestra forma primordial y normativa, o en nuestra substancia deiforme. Según el simbolismo espacial, la vía hacia la realización del “Hombre Total” es la altura, la vertical ascendente que se despliega en la infinitud del Cielo; y según el simbolismo temporal, la vía hacia el “Hombre Antiguo” es el pasado en el sentido casi absoluto, el origen divino y eterno. La “Plegaria por el Profeta” se refiere al simbolismo espacial por el epíteto de Rasul, “Enviado” — pero aquí la dimensión se describe en sentido descendente — y al simbolismo temporal por el epíteto de Nabi al-ummi, “Profeta iletrado”, el cual, con toda evidencia, se relaciona con el origen.
El “Hombre Antiguo” se refiere, pues, más particularmente, al Intelecto, a la perfección de “conciencia”, y el “Hombre Total” a la Existencia, a la perfección de “ser”; pero al mismo tiempo, en el plano mismo del simbolismo espacial, el centro se refiere también al Intelecto, mientras que en el plano del simbolismo temporal, la duración representa la Existencia, pues se extiende indefinidamente. Podemos establecer una relación entre el origen y el centro, por una parte, y entre la duración y la totalidad — o la ilimitacion —, por otra; podríamos incluso decir que el origen, inasequible en sí, se sitúa para nosotros en el centro, y que la duración, que se nos escapa por todas partes, coincide para nosotros con la totalidad. Y, de la misma forma, partiendo de la idea de que el “hombre Total” concierne más particularmente al macrocosmo y el “Hombre Antiguo” al microcosmo, podríamos decir que, en su totalidad, el mundo es Existencia, mientras que, en el origen, el microcosmo humano es Inteligencia, en cierto modo al menos, pues no salimos del ámbito de lo creado y de las contingencias.
En el plano del “Hombre Total” podemos distinguir dos dimensiones, el “Cielo” y la “Tierra”, o la “altura” (tul) y la “longitud” ('ardh): la “altura” une la tierra al cielo, y este vínculo es, en el Profeta, el aspecto Rasul (“Enviado”, y, así, Revelador), mientras que la tierra es el aspecto 'Abd (“Servidor”). Estas son las dos dimensiones de la caridad: amor a Allah y amor al prójimo en Allah.
En el plano del “Hombre Antiguo”, no distinguiremos dos dimensiones, pues en el origen el Cielo y la Tierra no hacían más que uno; este plano, lo hemos visto más arriba, se refiere al “Profeta iletrado”. Su virtud es la humildad o la pobreza: no ser más que lo que Allah nos ha hecho, no añadir nada; la virtud pura es apofática.
Resumiremos esta doctrina en estos términos: la naturaleza del Profeta implica las dos perfecciones de totalidad y de origen:, Muhammad encarna la totalidad teomorfa y armoniosa de la que somos fragmentos y el origen con respecto al cual somos estados de caída, siempre en cuanto individuos. Para el sufí, seguir al Profeta es extender el alma a la vida de todos los seres, “servir a Dios” ('ibada) y “orar” (dhakara) con todos y en todos; pero es también reducir el alma al “recuerdo divino” (dhikru-Llah) del alma única y primordial; es, en último término y a través de los planos considerados — totalidad y origen, plenitud y simplicidad —, realizar a la vez lo “infinitamente Otro” y lo “absolutamente Sí mismo”.
El sufí, a semejanza del Profeta, no quiere ni “ser Allah” ni ser “otro que Allah”; y esto no deja de tener relación con todo lo que acabamos de enunciar, ni con la distinción entre la “extinción” (fana') y la “permanencia” (baqa'). No hay extinción en Allah sin caridad universal, y no hay permanencia en Él sin esta suprema pobreza que es la sumisión al origen. El Profeta representa, ya lo hemos visto, la universalidad y la primordialidad, lo mismo que el Islam, según su intención profunda, es “lo que es en todas partes” y “lo que siempre ha sido”.
Todas estas consideraciones permiten comprender hasta qué punto la manera islámica de considerar al Profeta difiere del culto cristiano o budista del Hombre-Dios. La sublimación del Profeta se hace, no a partir de una divinidad terrestre, sino mediante una suerte de mitología metafísica: Muhammad es, o bien hombre entre los hombres — no decimos “hombre ordinario” —, o bien idea platónica, símbolo cósmico y espiritual, Logos insondable pero nunca Dios encarnado.
El Profeta es ante todo una síntesis que combina la “pequeñez” humana con el misterio divino. Este aspecto de síntesis, o de conciliación de los opuestos, es característico del Islam y resulta expresamente de su función de “última Revelación”: si el Profeta es el “sello de la profecía” (khatam al-nubuwwa) o “de los Enviados” (al-mursafin), esto implica el que aparezca como una síntesis de todo lo que hubo antes que él; de ahí su aspecto de “nivelación”, ese algo de “anónimo” y de “innumerable” que aparece también en el Corán. Los que, refiriéndose al ejemplo de Jesús, encuentran a Muhammad demasiado humano para poder ser un portavoz de Allah no razonan de manera diferente de los que, refiriéndose a la espiritualidad tan directa de la Bhagavadgita o del Praina-Paramita — Hridaya-Sutra, encontrarían la Biblia “demasiado humana” para tener derecho a la dignidad de Palabra divina.
La virtud — reivindicada por el Corán — de ser la última Revelación y la síntesis del ciclo profético se manifiesta no sólo en la simplicidad externa de un dogma interiormente abierto a todas las profundidades, sino también en esa capacidad que tiene el Islam de integrar a todos los hombres en cierto modo en su centro, de conferir a todos una misma fe inquebrantable y si es preciso combativa, de hacerles participar, al menos virtualmente, aunque eficazmente, en la naturaleza medio celestial, medio terrenal del Profeta.