La casta está por encima de la raza porque el espíritu es superior a la forma; la raza es una forma, la casta un espíritu. Ni siquiera las castas hindúes, que en el origen eran puramente indoeuropeas, pueden limitarse a una raza: hay brahmanes tamiles, balineses y siameses (NA: Los brahmanes siameses son, en plena civilización budista, una supervivencia del brahmanismo). Sin embargo, es imposible admitir que las razas no signifiquen nada fuera de sus características físicas, pues, si bien es cierto que los constreñimientos formales no tienen nada de absoluto, no por ello pueden las formas carecer de razón suficiente; si bien las razas no son castas (NA: Al menos es así con las grandes razas, blancos, amarillos, negros, y sus intermedios, rojos, malayopolinesios, drávidas, hamitas negros, etc.; pero siempre es posible que grupos étnicos muy restringidos coincidan grosso modo con castas), deben corresponder, sin embargo, a diferencias humanas de otro orden, un poco como diferencias de estilo pueden expresar equivalencias espirituales, a la vez que indican divergencias de modo.
Así, el pensamiento del blanco — ya sea occidental u oriental — es incisivo y agitado, como sus idiomas y los rasgos de su rostro; tiene algo de «auditivo», si se puede decir así, mientras que el del amarillo posee un carácter más o menos «visual» (NA: La escritura china, que es la más importante entre los amarillos y que ha sido concebida por ellos solos, es esencialmente «visual» y no «auditiva», transmite imágenes y no sonidos) y opera mediante toques discontinuos. El espíritu extremo-oriental tiene un estilo a la vez estático y aéreo, compensa su concisión con su cualidad simbolista, y su sequedad con su delicadeza intuitiva. Las lenguas de los blancos — hamitosemíticas, así como arias — son flexionales, proceden con arabescos mentales, de dónde las frases largas, cargadas e incisivas; las lenguas de los amarillos, ya sean aglutinantes o monosilábicas, desdeñan lo que nosotros llamamos «elocuencia», en ellas la expresión es sobria y a menudo elíptica; la belleza es lírica más que dramática, pues el amarillo vive en la naturaleza — visible y espacial — más bien que en lo humano y lo temporal; su poesía está anclada en la naturaleza virgen y no tiene nada de prometeico (NA: Los partidarios de la frase corta querrían tratar nuestras lenguas morfológicas como si fueran chino. La frase corta tiene, sin duda, su lugar legítimo en las lenguas de la raza blanca, pero el modo de expresión habitual de éstas es la frase compleja: en árabe, un libro es teóricamente una sola frase. La frase, para el blanco, es un haz de pensamientos agrupados alrededor de una idea central; para el amarillo, que se exterioriza menos, es una «sugerencia», un «golpe de gong». Es evidente que los blancos que hablan lenguas mongólicas — finlandeses, magiares y turcos — las utilizan de un modo distinto del que lo hicieron sus antepasados todavía mongoloides).
El proceso mental del amarillo es, en cierto sentido, como su rostro; lo mismo ocurre con el blanco, ya lo hemos dicho, y también con el negro. La raza negra lleva en sí la substancia de una «sabiduría existencial»; necesita pocos símbolos, le basta un sistema homogéneo: Dios, la oración, el sacrificio, la danza. El negro posee, en el fondo, una «mentalidad no mental», de donde la importancia «mental» de lo corporal, la seguridad física y el sentido del ritmo; por todas estas características, el negro se opone a la vez al blanco y al amarillo (NA: Se trata siempre de la raza negra como tal, que es independiente de la degeneración de ciertas tribus. De modo general, no hay que olvidar que el estado actual del Africa negra apenas da ya una idea de las civilizaciones florecientes que impresionaron a los viajeros europeos y árabes desde el final de la edad media y que después fueron destruidas).
La originalidad respectiva de las razas aparece de un modo particularmente inteligible en los ojos: el ojo del blanco está, por término medio, profundamente encajado en las órbitas, es móvil, penetrante y transparente; el alma «sale» con la mirada y al mismo tiempo aparece, en su pasividad, a través de ésta. Muy otro es el ojo del amarillo: físicamente a flor de piel, es, en general, indiferente e impenetrable; la mirada es seca y ligera como una pincelada sobre seda. En cuanto al negro, su ojo es ligeramente prominente, pesado, cálido, húmedo; su mirada refleja la belleza tropical, combina la sensualidad — a veces la ferocidad — con la inocencia; es la mirada latente y profunda de la tierra. El ojo del negro expresa lo que es el rostro, es decir, una suerte de pesada contemplatividad, mientras que en el blanco, que es más «mental», el rostro parece expresar el fuego vivo del ojo; en el amarillo, el ojo atraviesa, como un destello de lucidez impersonal, lo que el rostro tiene de estático o «existencial». Uno de los principales atractivos del tipo mongoloide reside en esa relación complementaria entre la pasividad existencial del rostro — una cierta «feminidad», si se quiere — y la implacable lucidez de los ojos, ese fuego frío e inesperado que se enciende en una máscara.
Para comprender el sentido de las razas, es importante ver ante todo que derivan de aspectos fundamentales del género humano y no de alguna causa fortuita de la naturaleza. Si bien hay que rechazar todo racismo, también hay que rechazar un antirracismo que peca en sentido contrario al atribuir las diferencias raciales a casualidades y al querer reducir a nada esas diferencias mediante consideraciones sobre los grupos sanguíneos interraciales, etc., es decir, confundiendo planos distintos. Además, el que el aislamiento de una raza contribuya a su elaboración no significa en modo alguno que la raza sólo se explique por ese aislamiento, ni que éste sea una circunstancia fortuita, luego algo que hubiera podido no ser; o, también, el hecho de que en la naturaleza no haya nada absoluto y de que las razas no estén separadas en compartimientos totalmente estancos no significa en modo alguno que no haya razas puras junto a grupos étnicos mezclados. Esta opinión, por lo demás, carece de sentido por la sencilla razón de que todos los hombres tienen el mismo origen y la humanidad — que a veces se califica falsamente de «raza humana» — representa una sola y misma especie. Las mezclas raciales son buenas o perjudiciales según los casos: pueden «airear» un medio étnico que se ha vuelto demasiado «compacto», al igual que pueden bastardear un grupo homogéneo dotado de cualidades precisas, y preciosas. Lo que los racistas nunca han comprendido es que la herencia psíquica es cualitativamente más diferente de una casta natural a otra — aunque la raza fuera la misma — que entre individuos de igual casta y razas distintas; las tendencias innatas y personales son más importantes que los modos raciales, al menos en cuanto se trata de grandes razas o de ramas sanas, y no de grupos degenerados (NA: Una cierta segregación entre blancos y negros no sería errónea ni injusta si no fuese unilateral, es decir, si se concibiera en beneficio de las dos razas y sin prejuicios de superioridad; es evidente que abolir toda segregación es aumentar las posibilidades de mezclas raciales y condenar la propia raza, ya sea blanca o negra, a una especie de desaparición. Pero como una segregación moralmente satisfactoria es irrealizable, en los Estados Unidos se hubiera debido ceder uno de los estados del sudeste a los negros, pues es absurdo importar una raza y luego echarle en cara su existencia. En Africa, donde las mezclas entre negros y blancos están más o menos en la naturaleza de las cosas, y ello desde hace milenios, el problema se plantea de otro modo: allí los blancos se encuentran como absorbidos por el clima y también por un cierto ambiente del continente, de modo que las mezclas han dado origen a grupos humanos perfectamente armoniosos; además, aquí se trata de blancos meridionales y no de germanos como en América del Norte. Los africanos distinguen claramente entre blancos meridionales y blancos nórdicos, y se sienten menos alejados de los primeros que de los segundos; por eso es muy probable que las mezclas entre tipos humanos en todos los aspectos tan divergentes como los nórdicos y los negros sean más bien poco afortunadas).
Ciertos rasgos raciales, que el blanco tiende a tomar por inferioridades, indican en realidad, bien una disposición menos «mental» — pero no menos «espiritual» — que la del europeo medio, bien una vitalidad racial mayor que la suya. Señalemos en esta ocasión el error que consiste en tomar por inferioridades el prognatismo, la estrechez relativa de la frente y el grosor de los labios; si un blanco estima al tipo amarillo inferior al suyo porque, en su opinión, este tipo se aproxima por ciertos detalles a las características «groseras» del rostro negro, el amarillo, con la misma lógica, podría ver en los tipos blanco y negro dos degeneraciones divergentes entre las cuales él ocuparía el justo medio, y así sucesivamente. Por lo que respecta a la frente, su altura o volumen no siempre indica — si es que indica algo, lo que puede depender de diversos factores —, una cualidad intelectual, ciertamente, sino las más de las veces una capacidad únicamente creadora o simplemente inventiva; esta capacidad puede convertirse, por desviación luciferina, en una verdadera hipertrofia mental: una propensión específica al «pensamiento», pero en modo alguno al «conocimiento». La frente no debe ser demasiado estrecha, sin duda, pero hay una dimensión suficiente que puede convenir incluso al hombre más espiritual; si esta dimensión es sobrepasada, ello en todo caso no tiene nada que ver con la inteligencia pura.
El prognatismo indica fuerza vital, amplitud existencial, y, así, una conciencia centrada en el polo «ser», mientras que el tipo ortognato corresponde a una conciencia relativamente desligada de ese polo, luego más o menos «desarraigada» o «aislada» con respecto a él, y «creadora» por esta misma razón (NA: Es de notar que bosquimanos y melanesios son más o menos ortognatos, mientras que malayos e indochinos son a menudo muy prognatos, lo que muestra el absurdo de la opinión corriente que asimila el prognatismo a la barbarie. Si el ortognatismo no da lugar, en los pueblos que acabamos de mencionar, a las mismas consecuencias psicológicas que en los blancos, es porque se encuentra neutralizado por otros factores raciales, sin perder, no obstante, su significado; toda forma tiene un sentido, pero este sentido no se actualiza siempre de la misma manera. Es imposible interpretar en pocas palabras las numerosas combinaciones de que son capaces los tipos humanos, y, por lo demás, tampoco es ésta nuestra intención). El rostro ortognato es generalmente más «abierto» o más «personal» que el rostro prognato, exterioriza sus contenidos más bien que su ser global, lo que equivale a decir que muestra más fácilmente lo que siente y lo que piensa; la nariz es prominente, como para compensar lo metido de la parte bucal y también de los ojos, lo cual tiene el sentido de una «salida» psíquica. Este carácter de la nariz, que fácilmente da lugar al tipo aquilino — éste se encuentra, por lo demás, en todas las razas, con significados análogos —, este carácter, decimos, indica una relación cósmica con los pájaros, luego con el vuelo, el cielo y el viento; hay en ello un aspecto de impulso y movilidad, pero también de inestabilidad y fragilidad. El espíritu del blanco — sobre todo del occidental, en quien esos rasgos están, por lo general, más acusados que en el oriental — tiene algo de fuego «inquieto» y «devastador», opera mediante «salidas» y «exámenes de conciencia»; «se abre» como el fuego, mientras que el espíritu del amarillo «se cierra» como el agua. El negro parece encarnar la macicez — a veces volcánica — de la tierra, de donde esa especie de serena pesadez — o de pesada serenidad — que caracteriza a su belleza; su rostro puede tener la majestad de una montaña. En la medida en que esta macicez a la vez áspera y dulce traduce un aspecto de la Existencia y, por esto, se presta como soporte de una actitud contemplativa — lo hemos observado en negros musulmanes — no es, ciertamente, una inferioridad. Añadamos que el lado lúgubre del arte negro y del animismo en general, al igual que la tonalidad a veces sorda, jadeante y espasmódica de la música africana, se refieren igualmente al elemento «tierra», bien a su aspecto cavernoso o subterráneo, bien a su aspecto de fertilidad, luego de sexualidad.
La raza blanca, cuyo pensamiento es el más exteriorizado, presenta en su conjunto un mayor «desequilibrio» que las razas amarilla y negra: sin duda no hay mayor diferencia, en el marco de la raza amarilla, que la existente entre mongoles e indochinos, pero es menor que la que hay entre europeos y orientales; trasladarse de Francia a Marruecos es casi cambiar de planeta. El hecho de que una colectividad en general tan poco contemplativa como los europeos y la colectividad más contemplativa de todas, los hindúes, pertenezcan ambas a la raza blanca muestra el carácter esencialmente «diferenciado» de esta raza: un tibetano se sentirá menos extraño en el Japón — pensamos en el antiguo Japón — que un hindú o un árabe en Inglaterra, aun en la Inglaterra medieval; pero, por otro lado; la diferencia mental entre hindúes y árabes es profunda. La diversidad fundamental de las religiones, entre los blancos, refleja la diversidad mental, el carácter «accidentado» al mismo tiempo que «creador» de esta raza, carácter que, en el marco de la humanidad europea, se convierte en desequilibrio e hipertrofia: las razas mediterránea y nórdica, y luego las mentalidades pagana y cristiana, no han cesado de chocar a lo largo de la historia, y nunca han podido dar origen a una humanidad suficientemente homogénea.
Es importante precisar aquí que las religiones creadas por los amarillos (NA: Esto es una simple manera de hablar, pues huelga decir que una religión es revelada por el Cielo y no creada por una raza; pero una revelación siempre es conforme a un genio racial, lo que no significa en modo alguno que se circunscriba a los límites específicos de ese genio), a saber, la tradición de Fo-Hi y el Yi-King, después el confucianismo y el taoísmo que se vinculan a ella, y, por último, el shintoísmo, no han dado lugar a civilizaciones esencial e irreductiblemente distintas como es el caso de las grandes civilizaciones blancas: cristianismo, Islam e hinduismo, sin hablar del Occidente grecorromano, del Egipto antiguo y de otras civilizaciones blancas de la Antigüedad. Cofucianismo y taoísmo son las dos ramas complementarias de una misma tradición «prehistórica», tienen la misma lengua sagrada y los mismos ideogramas; y en cuanto al shintoísmo, éste no se refiere a todas las posibilidades espirituales y no representa, pues, una «religión» total, sino que exige un complemento superior que le ha proporcionado el budismo, de donde una simbiosis tradicional de la que la humanidad blanca no nos ofrece ningún ejemplo; se podría hacer una observación análoga en lo que concierne al budismo y el chamanismo, en el Tíbet, y en otros lugares. Sea como fuere, lo que aquí queremos subrayar es que la diferencia entre las civilizaciones amarillas es mucho menor que la existente entre el Occidente y el Oriente del mundo blanco (NA: En Extremo Oriente, la única escisión fundamental es la que separa al budismo del Norte: Tíbet, Mongolia, China, Manchuria, Anam, Coea, Japón, del budismo del Sur: Birmania, Siam, Camboya, Laos; el budismo del Norte ha sido absorbido por el genio amarillo, mientras que éste ha sido absorbido a su vez por el budismo del Sur. El Mahayana es la India vuelta amarilla, mientras que los indochinos theravadinos son amarillos vueltos indios); a un mayor equilibrio, a una mayor estabilidad, debe corresponder una menor diferenciación.
El conjunto de los amarillos y los negros se distingue de los blancos en el aspecto de la vitalidad y de la menor exteriorización mental, el amarillo en modo seco y ligero, y el negro en modo pesado y húmedo; comparado con estas dos razas, el blanco es un «hipersensible»; no obstante, el amarillo, aun siendo «estático» como el negro, no tiene la «inercia» de éste, puesto que es creador e industrioso al mismo tiempo. Lo que distingue al amarillo a la vez del blanco y del negro es su sutileza intuitiva, su facultad artística para expresar imponderables, su impasibilidad sin inercia, su equilibrio en el esfuerzo; es más «seco», más impenetrable y menos nervioso que el blanco, y más «ligero», más ágil y más creador que el negro. Quizá también podríamos decir que el blanco es esencialmente «poeta», su alma es «desgarrada» y agitada a la vez; el amarillo es ante todo «pintor», es un visual intuitivo cuya vida psíquica, ya lo hemos dicho, es más «lisa» y más estática, menos «proyectada» hacia adelante, en el sentido de que las cosas son vistas en el alma en vez de que ésta se proyecte en las cosas. En cuanto al negro, no es ni un «cerebral» ni un «visual», sino un «vital», luego un danzante nato; es un «vital profundo», como el amarillo es un «vital fino», siendo ambos, con relación al blanco, más bien unos «existenciales» que unos «mentales». Todas estas expresiones no pueden ser sino aproximaciones, pues todo es relativo, sobre todo en un orden tan complejo como el de las razas. Una raza es comparable a un estilo de arte con formas múltiples, y no con una forma exclusiva.
El tipo amarillo tiene en común con el negro el acentuar la indiferenciación existencial — no la preocupación intelectual, la «salida de sí», la «búsqueda» o la «penetración» —, pero esta indiferencia es intuitiva y lúcida en el amarillo, y no vegetativa y pasional como en el negro; casi estaríamos tentados de decir que el amarillo piensa mediante «imágenes», aunque fueran «abstractas», más bien que mediante «especulaciones», mientras que el negro piensa mediante «potencias»: la sabiduría del negro es «dinamista», es una «metafísica de las fuerzas». Señalemos la extrema importancia que entre los negros tienen los tam-tams, cuya función es central y casi sagrada: son vehículos de los ritmos que, al comunicarse a los cuerpos, devuelven todo el ser a las esencias cósmicas. Es la inteligencia, más que el cuerpo — por paradójico que esto pueda parecer —, la que, en el negro, necesita ritmos y danzas, precisamente porque su espíritu tiene un aspecto «plástico» o «existencial» y no «abstracto» (NA: Permitir al negro que dance sometiéndolo al mismo tiempo a una civilización en la que la danza no tiene ninguna función seria es del todo ineficaz, pues al negro no le hacen falta danzas «permitidas» o ritos «tolerados», o incluso fomentados a título de simple «folklore»; necesita ritmos — de cuerpos y de tambores — que pueda tomar en serio lo que, por lo demás, le ofrece el Islam, y también el Cristianismo abisinio. No nos cuesta creer que determinado negro, incluso en Africa, no sufra en modo alguno por no poder danzar al son de los tam-tams, pero no es ésa la cuestión, pues aquí se trata de integración colectiva y no de adaptación individual. En el negro americano, esta necesidad de ritmos corporales y musicales se ha mantenido, pero no puede exteriorizarse sino en modo trivial: es la venganza póstuma de un genio racial pisoteado. En el mismo orden de ideas, un movimiento como el de los Mau-Mau se explica en último término, no por la «ingratitud», como se ha pretendido neciamente, sino por el simple hecho de que los negros son negros y no blancos, si se nos permite esta formulación algo elíptica; por otra parte, se puede hacer una observación análoga — es la evidencia misma — en lo que concierne a todos los casos parecidos. Añadamos que no existen seres humanos sin ningún valor, lo que equivale a decir que, si se concede a unos hombres el derecho a la existencia, también hay que concederles — de una manera eficaz — el derecho a ciertos elementos de su cultura); el cuerpo, por el hecho mismo de su cristalización-limite en el proceso demiúrgico, representa «el ser» por oposición al «pensamiento», o nuestro «ser entero» por oposición a nuestras preocupaciones más o menos particulares o a nuestra conciencia «exterior». El redoble de los tam-tams, semejante al trueno del cielo, manifiesta la voz de la Divinidad; por su naturaleza y su origen sagrado es un «recuerdo de Dios», una «invocación» del Poder a la vez creador y destructor, luego también liberador, en la que el arte humano canaliza la manifestación divina, y en la que el hombre participa igualmente con la danza; así, participa en ella «con todo su ser», a fin de recuperar la fluidez celestial a través de las «vibraciones analógicas» entre la materia y el Espíritu. El tambor es el altar, el redoble indica el «descenso» del Dios, y la danza la «ascensión» del hombre (NA: El mismo simbolismo se vuelve a encontrar en las danzas de los derviches y en principio incluso en toda danza ritual. Se considera que las danzas de amor, de cosecha, de guerra, suprimen las barreras entre los grados de existencia y establecen un contacto directo con el «genio» o el «Nombre divino» respectivo. Las infidelidades humanas no cambian nada al principio y no le quitan al medio su valor: cualquiera que pueda ser, en determinado animismo negro o en determinado chamanismo siberiano o piel roja, la importancia de las consideraciones utilitarias y de los procedimientos mágicos, los símbolos siguen siendo lo que son y sin duda los puentes hacia el Cielo nunca se rompen del todo).
Para volver a la raza blanca, podríamos caracterizarla, a riesgo de repetirnos, con las palabras «exteriorización» y «contraste»: lo que se exterioriza tiende hacia la diversidad, hacia la riqueza, pero también hacia un cierto «desarraigo creador», y esto explica el que la raza blanca sea la única que haya dado a luz varias civilizaciones profundamente diferentes, como hemos señalado más atrás; además, los contrastes que, en el conjunto de los blancos, se producen «en el espacio», en la simultaneidad, en los occidentales se producen en el tiempo, en el transcurso de la historia europea. Añadiremos que, si bien el blanco es un «fuego» inquieto y devorador, también puede ser — es el caso del hindú — una llama tranquila y contemplativa; en cuanto al amarillo, si es «agua», puede reflejar la luna, pero también desencadenarse en huracanes; y si el negro es «tierra», tiene, junto con la inocente macicez de este elemento, la fuerza explosiva de los volcanes (NA: Estas correspondencias se basan en los elementos visibles, que son tres en total. No sabemos cuál es el origen de la clasificación siguiente: raza blanca, agua, linfático, norte, invierno; raza amarilla, aire, nervioso, este, primavera; raza negra, fuego, sanguíneo, sur, verano; raza roja, tierra, bilioso, oeste, otoño. Este cuadro, aunque contiene elementos plausibles, suscita serias reservas. El hecho de que la raza roja incluya un tipo que no se encuentra en ninguna otra parte con el mismo grado de precisión y expansión, no autoriza, sin embargo, a considerarla como una raza fundamental, pues también incluye tipos que vuelven a encontrarse en las razas amarilla y blanca).
Cada una de las tres grandes razas — y cada una de las grandes ramas intermedias — produce la belleza perfecta, luego incomparable y en cierto modo irreemplazable; es necesariamente así porque cada uno de estos tipos es un aspecto de la norma humana (NA: Según una opinión demasiado extendida, la norma se identifica a la media, lo que equivale a decir que el principio se reduce al hecho o la cualidad a la cantidad; la mediocridad y la fealdad se convierten en «realidad»; ahora bien, en la fealdad, la expresión del genio racial es imprecisa, pues sólo la belleza es típica, sólo ella representa lo esencial y lo inteligible). Coparadas con la belleza blanca, las bellezas amarilla y negra parecen mucho más esculturales que aquélla; están más cerca de la substancia y de la femineidad que el tipo blanco, femineidad que la raza negra expresa en modo telúrico y la raza amarilla en modo celestial. La belleza amarilla realiza en su cúspide una nobleza casi inmaterial, pero a menudo dulcificada por una simplicidad de flor; la belleza blanca es más personal y sin duda menos misteriosa porque es más explícita, pero, por ello mismo, es muy expresiva y está impregnada, a veces, de una suerte de grandeza melancólica. Quizás habría que añadir que el tipo negroide, en su cúspide, no se reduce simplemente a la «tierra», o, más bien, que se acerca a sus coagulaciones preciosas y escapa así a su pesantez primera: entonces realiza una nobleza de basalto, de obsidiana o de jaspe, una suerte de belleza mineral que trasciende lo pasional y evoca lo inmutable.
Al margen de las grandes razas, hay también el tipo tropical, que es más o menos negroide y que, en las zonas ecuatoriales, atraviesa como una trama los tipos blanco y amarillo, lo cual parece indicar el papel importante — pero no exclusivo — del clima en la elaboración del tipo negro; en cambio, no hay un tipo nórdico que se encuentre en razas distintas, de modo que se puede concluir que la diferenciación entre blancos y amarillos sólo es debida a divergencias fundamentales de orden interior. Hay, por el contrario, grosso modo, un temperamento nórdico que se opone al temperamento tropical: el primero está representado, fuera de Europa y de sus dependencias étnicas, por los indios de América del Norte — tipo reservado y poco sensual — y el segundo principalmente por los drávidas y malayos.
El arte a la vez sutil y frenético de los tambores, la pasión de la danza y el carácter más o menos sagrado de ésta, y después la inocente dignidad — o la digna inocencia — del cuerpo desnudo en los dos sexos, son otros tantos rasgos que asemejan a africanos, drávidas y balineses, con la única reserva de que, en estos últimos, el gamelang — instrumento de estilo mongólico — sustituye al tam-tam afroindio. Como en el negro de Africa, en el alma del asiático tropical de que se trata, hay algo — aunque en una proporción menor y con un fondo sacerdotal — del elemento «tierra», de su fertilidad y su «sensualidad», de su gozo y también de su pesada indiferencia.
Según un error corriente, hay «un tipo» italiano, alemán, ruso, etc.; en realidad, en cada pueblo hay una serie de tipos muy divergentes, de importancia desigual, pero todos ellos característicos de ese pueblo, después hay tipos que se podrían encontrar en otros pueblos de la misma raza y, por último, uno o varios tipos psicológicos que se superponen a ellos. En la serie de tipos que, por ejemplo, son específicamente japoneses, un rostro determinado estará mucho más cerca de un determinado tipo chino que de otro rostro nipón; del mismo modo, en cada pueblo de raza blanca hay cabezas «europeas», «árabes», «hindúes», y así sucesivamente; la significación psicológica de estas conformaciones es en general del todo secundaria y a menudo se encuentra neutralizada por otros factores, mientras que una cierta significación de «estilo mental» siempre es válida.
Un error análogo, y tanto más extendido cuanto que es solidario de sentimientos políticos y orgullos regionales, consiste en confundir los pueblos con los estados en que habitan en su mayoría y en creer que los grupos que se encuentran accidentalmente fuera de las fronteras del estado forman otros pueblos; se llama «franceses» sólo a los habitantes de Francia — incluidos los grupos ajenos al pueblo francés — y «alemanes» sólo a los habitantes de Alemania, mientras que en otro tiempo se hablaba de las «Alemanias», lo cual era acertado; o se sostiene que los valones, por ejemplo, son diferentes de los «franceses», como si los normandos no fueran diferentes de los gascones, o como si ciertos alemanes — o, mejor, «alemanianos» — del Sur no fueran mucho más diferentes de los prusianos que de los alsacianos o de los suizos alemanes, al estar la tribu alemánica dividida por varias fronteras políticas, como, por lo demás, es también el caso de la tribu bávaro-austríaca. Los «regionalistas» invocan también diferencias mentales debidas a causas secundarias cuyo alcance exageran, y olvidan no sólo que en cada país se encuentran diferencias infinitamente mayores debido a las confesiones religiosas, los partidos políticos, los niveles culturales, etc., sino también que las mentalidades políticas pueden modificarse de una generación a otra; asimismo, ocurre que se atribuye un carácter pacífico a un determinado pueblo — o a un determinado fragmento autónomo de pueblo — por la sencilla razón de que no tiene ningún motivo para hacer la guerra o se halla en la imposibilidad de hacerla, o se limita a hacerla a «hombres de color», y así sucesivamente; pero no podemos pensar en enumerar todas las confusiones de este tipo (NA: En lo que respecta a las mentalidades étnicas reales en el marco europeo, no es exagerado admitir que los latinos son racionales y los germanos imaginativos: un argumento debe dirigirse, grosso modo, más bien a la razón, o más bien a la imaginación, según esté destinado a masas francesas o alemanas. Estos rasgos pueden ser cualidades — con bien poca razón se le reprocharía a determinado místico renano su imaginación espiritualizada —, como pueden ser defectos, y en este último caso diremos que un racionalismo «pasional» y sin imaginación, es decir, a la vez arbitrario y estéril, no vale más que una imaginación desordenada, y pasional a su vez; casi estaríamos tentados de decir que para el francés medio la grandeza es locura, mientras que para el alemán la locura es grandeza — un poco como La Fontaine distinguía entre franceses y españoles diciendo que el orgullo «nuestro es mucho más necio y el suyo mucho más loco» —. En cuanto a la lengua, es sabido que las palabras latinas «definen», mientras que las germánicas «recrean», de donde la frecuencia de onomatopeyas; el latino discierne, separa y aísla, mientras que el germánico es «existencial» y simbolista, rehace las cosas y sugiere cualidades. Otro ejemplo de estas diferencias mentales nos lo proporciona la escritura alemana, que expresa bien lo que el genio germánico, y más particularmente alemán, tiene de imaginativo, de «vegetativo», de «cálido» y de «íntimo» (NA: clima que expresan palabras tales como traut, heimatlich, geborgen), mientras que los caracteres latinos exteriorizan, por su frialdad mineral y su simplicidad geométrica, la claridad y la precisión poco imaginativas de los romanos. La importancia de los caracteres góticos en la Edad Media corre parejas con la de la influencia germánica, que el Renacimiento combatió y la Reforma reafirmó a su manera. Las ciudades medievales del Norte, con sus estrechas casas de armazón visible y de formas naturalmente extravagantes, traducen también lo que el alma germánica tiene a la vez de íntimo y de fantástico).
En el arte, el blanco — al menos el occidental — tiene tendencia a separar al hombre de la naturaleza, e incluso a oponerlo a ella; el amarillo permanece en la naturaleza, a la que espiritualiza y no destruye nunca, de modo que las construcciones de los amarillos siempre conservan algo del bosque, incluso en el caso de los indochinos hinduizados, en los que la perspectiva hindú se integra en la manera de ver y sentir de los mongoloides; se puede decir, grosso modo, que la civilización material del amarillo es todavía en gran medida «vegetal» y «naturista», que está centrada en la madera, el bambú y la terracota más bien que en la piedra, de la que el amarillo parece desconfiar, en general, como de una materia «muerta» y «pesada» (NA: Los grandes templos de piedra, Angkor Vat y Borobudur, son monumentos indios ejecutados por amarillos indianizados). Por otro lado, nada está más lejos del genio amarillo que el desnudo musculoso y dramático de los occidentales (NA: Hay un clasicismo de cortos alcances que, no disponiendo de ningún criterio objetivamente válido y careciendo tanto de imaginación como de inteligencia y de gusto, no ve en la civilización china más que mezquindad y rutina: se cree «inferiores» a los chinos porque no han tenido a un Miguel Ángel ni a un Coneille o porque no han creado la Novena Sinfonía, etc.; ahora bien, si la grandeza de la civilización china no tiene nada de prometeico es que esta grandeza se sitúa en puntos en los que el prejuicio clásico es incapaz de descubrirla; en el plano simplemente artístico, hay viejos bronces que revelan más grandeza y más profundidad que toda la pintura europea del siglo XIX. Lo primero que hay que comprender es que no hay verdadera grandeza fuera de la verdad, y que ésta ciertamente no tiene necesidad de expresiones grandilocuentes. En nuestros días asistimos a una nueva reacción contra el clasicismo — en el sentido amplio de la palabra —, pero que, lejos de ser sana, se produce, al contrario, por abajo, siguiendo el ritmo habitual de una cierta «evolución»); el amarillo no ve la sublimidad primordial y celestial en el cuerpo humano, sino en la naturaleza virgen: los dioses de los amarillos son como flores, tienen rostros de luna llena o de loto; incluso las ninfas celestiales del budismo combinan su desnudez aún del todo hindú — luego de una sexualidad y un ritmo acusados — con la gracia floral que les presta el genio amarillo. La serenidad de los Buddhas y la transparencia de los paisajes denotan, en el arte de los amarillos, cualidades de expresión que no se encuentran en ningún otro lugar en el mismo grado, y que están en los antípodas del genio atormentado de los blancos de Europa. La pintura extremo-oriental tiene algo de aéreo, un encanto inimitable de visión furtiva y preciosa; en compensación, el terror de los dragones, los genios y los demonios añade al arte extremo-oriental un elemento dinámico y flameante.
El héroe japonés — a pesar de las analogías evidentes o eventuales con el caballero occidental (NA: A veces se dice que los japoneses tienen el «alma europea», lo que es tan falso como pretender que los rusos tienen el «alma asiática»; si el espíritu nipón fuera occidental, el Mahayana no hubiera podido implantarse en él, y todavía menos conservarse intacto; lo mismo para el arte budista, que ha encontrado en el Japón una de sus expresiones más altamente espirituales) — conserva el laconismo del alma mongólica compensándolo a la vez con un lirismo ciertamente emocionante, pero de carácter más bien visual que auditivo, y siempre inspirado por la naturaleza. El samurai es breve y sutil, y no olvida, en la sublimidad, el sentido práctico ni la cortesía; tiene impetuosidad, fría disciplina y una delicadeza a la vez de artista y de contemplativo zen; el teatro clásico nos lo presenta como una suerte de insecto celestial cuyos sorprendentes arranques y rigideces hieráticos nos alejan singularmente del héroe griego o shakespeariano. En el alma del amarillo, que es muy poco declamatoria, las pequeñas cosas revelan su secreta grandeza: una flor, una taza de té, una pincelada precisa y transparente; la grandeza preexiste en las cosas, en su verdad primera. Es lo que expresa, también, la música de Extremo Oriente: sonidos delicados que gotean como la espuma de una cascada solitaria, en una suerte de melancolía matinal; golpes de gong que son como el estremecimiento de una montaña de bronce; melopeas que surgen de las intimidades de la naturaleza, pero también de lo sagrado, de la danza grave y dorada de los dioses.
A pesar de las reservas que se imponen a priori, quizá deberíamos volver aquí sobre la analogía que hemos establecido entre las tres razas fundamentales o «absolutas», por una parte, y los tres elementos visibles, por otra (NA: Los dos elementos invisibles, el aire y el éter, están comprendidos en los elementos visibles, el primero en sentido «horizontal» y «secundario» y el segundo en sentido «vertical» o «primordial»: el fuego y el agua se resorben en el aire, que es como su base, viven de él en cierto modo, mientras que el éter penetra todos los elementos, cuya materia prima o quintaesencia (NA: quinta essentia) es. Al hablar de «elementos», no pensamos en el análisis químico, por supuesto, sino en el simbolismo natural e inmediato de las apariencias, el cual es perfectamente válido e incluso «exacto» desde el punto de vista en que nos situamos), refiriéndonos ahora a la teoría hindú de las tres tendencias cósmicas (NA: gunas): los hindúes, en efecto, atribuyen el fuego — que asciende e ilumina — a la tendencia ascendente (NA: sattwa); el agua — que es transparente y se extiende en sentido horizontal — a la tendencia expansiva (NA: rayas); y la tierra — que es pesada y opaca — a la tendencia descendente o solidificante (NA: tamas). La precariedad de la tendencia ascendente explica las desviaciones grecorromana y moderna: lo que, en los hindúes, es penetración intelectual y contemplatividad se ha convertido en hipertrofia mental e ingeniosidad en los occidentales; en ambos casos se hace hincapié en el «pensamiento», en el sentido más amplio del término, pero los resultados son diametralmente opuestos. La raza blanca es «especulativa» en el sentido propio de la palabra y también en el abusivo: ha influido fuertemente en el espíritu de las otras razas por el brahmanismo, el budismo, el Islam y el cristianismo, pero también por la desviación moderna, sin haber sido influida por ninguna de ellas, como no sea débilmente. La raza amarilla es contemplativa sin hacer hincapié en el elemento dialéctico, es decir, sin sentir la necesidad de revestir su sabiduría con mentalizaciones complejas e inestables; esta raza ha dado origen al taoísmo, el confucianismo y el shintoísmo, ha creado una escritura única en su género y un arte original, profundo y poderoso, pero no ha determinado a ninguna civilización extranjera; ha sido profundamente marcada por el budismo, sabiduría de origen blanco — no es la sabiduría lo que es racial, sino el vehículo humano de la Revelación —, a la vez que ha dado a esta tradición el sello de su genio a un tiempo poderoso y sutil (NA: Aquí habría que mencionar igualmente las civilizaciones americanas precolombinas, aunque haya en ellas, junto al elemento mongoloide, un elemento atlante que quizá es anterior a las grandes diferenciaciones raciales, o que se vincula a los blancos acercándose a los antiguos egipcios y a los beréberes primitivos; América presenta — racial y culturalmente — como una mezcla entre la Siberia mongólica y el Egipto antiguo, de donde el chamanismo, las tiendas cónicas, los vestidos de cuero adornados con colgantes, los tambores mágicos, la larga cabellera, las plumas y los flecos, y, en el Sur, las pirámides, los templos colosales de formas estáticas, los jeroglíficos y las momias. Entre las tres grandes razas de la humanidad no sólo hay, sin duda, tipos debidos a mezclas, sino también, nos parece, tipos que han permanecido más o menos «indiferenciados»; igualmente, se puede concebir que la humanidad primordial, aun sin conocer todavía las razas, poseía esporádicamente tipos muy diferenciados, especies de prefiguraciones de las razas actuales). Las conquistas de los amarillos se extienden como un maremoto, arrollándolo todo a su paso pero sin transformar a sus víctimas, como lo hacen las conquistas de los blancos (NA: César romanizó la Galia, los musulmanes islamizaron partes de Africa, Europa y Asia, los europeos europeizaron América, pero los mongoles nunca han mongolizado nada; su genio espiritual es demasiado implícito para poder labrar a otras razas) los amarillos, sea cual sea su impetuosidad, «conservan» como el agua, no «transmutan» como el fuego; vencedores, se dejan absorber por los vencidos de civilización extranjera. En cuanto a la raza negra, es «existencial», ya lo hemos dicho, lo que explica su pasividad y su inaptitud para la irradiación, incluso en el seno del Islam; pero este carácter se vuelve cualitativo y espiritual por la intervención del elemento contemplativo que está en el fondo de todo hombre y que da valor a toda determinación natural.
También podríamos decir que las razas blanca y amarilla, en cuanto corresponden respectivamente a los elementos «fuego» y «agua», se encuentran en el elemento «aire»: éste posee las dos cualidades de ligereza (NA: sattwa) y movilidad (NA: rajas), mientras que el fuego se caracteriza por la luminosidad (NA: sattwa) y el calor (NA: rajas), y el agua por la fluidez (NA: rajas) y la pesadez o pasividad (NA: tamas); pero en el fuego también hay la destructividad (NA: tamas), y en el agua la diafanidad (NA: sattwa), de modo que la raza amarilla, en cuanto predomina en ella la «diafanidad» — es decir, en su contemplatividad y en el arte que la materializa — «está más cerca del Cielo» que la raza blanca en cuanto ésta toma el aspecto de la destrucción (NA: tamas). El elemento «tierra» posee los dos aspectos de pesadez o inmovilidad (NA: tamas) y fertilidad (NA: rajas), pero también se le añade, por los minerales, una posibilidad luminosa, que podríamos denominar la «cristaleidad» (NA: sattwa); la espiritualidad de los negros tiene fácilmente un aspecto de pureza estática, pone de relieve lo que la mentalidad negra tiene de estable, simple y concreto. Lo que es «inercia» (NA: tierra) en el negro, se convierte en «equilibrio» (NA: agua) en el amarillo, y, en efecto, uno de los rasgos más impresionantes de esta raza es su facultad de mantener el equilibrio entre los extremos; en cuanto a la «inestabilidad» (NA: fuego) del blanco, es significativo que los hindúes la hayan neutralizado mediante el sistema de castas, a fin de obviar a priori el peligro de desviación que encierra la cualidad cósmica ígnea (NA: sattwa); en los semitas, y en los europeos en cuanto están vinculados al espíritu semítico, la inestabilidad se encuentra compensada por el dogmatismo religioso (NA: En lo que concierne a los grupos amarillos y negros vinculados a las religiones semíticas, el dogma aparece para ellos no en su función estabilizadora, sino en su función simplificadora; el peligro no está aquí en la divagación ideológica, sino en la ignorancia y el materialismo). El éter tiene la cualidad intrínseca de inmutabilidad principial o de ipseidad (NA: sattwa), con los aspectos extrínsecos de diferenciación (NA: rajas) y solidificación (NA: tamas); en nuestro juego de correspondencias representaría al hombre primordial o, por derivación, al hombre como tal. Esta «alquimia» no parecerá extraña a nuestros lectores habituales y, sobre todo, les mostrará — si es que ello necesita ser demostrado — que en toda determinación racial hay un aspecto positivo capaz de neutralizar, dado el caso, un aspecto nefasto.
La raza blanca, si tiene tal vez una preeminencia relativa, no la tiene sino por el grupo hindú, que perpetúa en cierto modo el estado primordial de los indoeuropeos y, en un sentido más amplio, de todos los blancos; los hindúes se caracterizan por su extraordinaria contemplatividad y el genio metafísico que de ella se desprende; pero la raza amarilla es a su vez mucho más contemplativa que la rama occidental de la raza blanca, lo que, de una forma global, permite hablar de una preeminencia espiritual del Oriente tradicional, ya sea blanco o amarillo, el cual, además, engloba en esta superioridad al mesianismo o profetismo semítico, que es paralelo al avatarismo ario. Todos estos elementos son puestos en tela de juicio por la difusión del espíritu moderno, que tiene el don de trastornar o invertir todos los valores, de modo que una determinada propensión natural hacia la espiritualidad puede perder toda eficacia, y que quizá la espiritualidad se actualizará, al final, allí donde menos se espere. Y esto nos lleva a subrayar, una vez más, el carácter condicional de toda superioridad hereditaria: si se tiene en cuenta el papel de las religiones y las ideologías, y después el juego de las compensaciones en el espacio y el tiempo, y se observa, por ejemplo, que un grupo considerado bárbaro puede ser indiscutiblemente superior a otro grupo considerado civilizado — sin hablar siquiera de la posibilidad de superioridad personal en individuos de cualquier grupo — habrá que reconocer que la cuestión de la superioridad racial carece prácticamente de objeto.
Después de todo lo que acabamos de exponer se habrá comprendido que la cuestión que se plantea para nosotros no es: «¿Cuál es nuestra herencia espiritual?», sino más bien: «¿Qué hacemos con esta herencia?» Para el individuo, hablar de un valor racial carece totalmente de sentido, pues la existencia de Cristo o de la doctrina vedántica no añade ningún valor al blanco de naturaleza vil, como tampoco la barbarie de ciertas tribus negras quita nada al negro de alma santa; y en cuanto al valor efectivo, no de una raza, sino de un atavismo étnico, ésa es una cuestión de «alquimia espiritual» y no de dogmatismo científico o racista.
En cierto sentido, la razón metafísica de las razas es que no puede haber tan sólo diferencias cualitativas como las castas; la diferencia puede y debe producirse también «en sentido horizontal», es decir, desde el simple punto de vista de los modos, no de las esencias. No puede haber diferencias tan sólo entre la luz y la oscuridad, también tiene que haber diferencias de colores.
Si cada casta se vuelve a encontrar en cierto modo en las otras, lo mismo se puede decir de las razas, por las mismas razones y prescindiendo de las cuestiones de mezclas. Pero también hay, además de las castas y las razas, los cuatro temperamentos, que Galeno relaciona con los cuatro elementos sensibles, y los tipos astrológicos, que se refieren a los astros de nuestro sistema; todos estos tipos — o estas posibilidades — residen en la substancia humana y hacen al individuo, determinándolo de múltiples maneras; conocer los aspectos del hombre es una forma, entre otras, de conocerse mejor a sí mismo.
Las razas existen y no podemos desconocerlas, tanto menos cuanto que los tiempos de los universos cerrados ya han pasado, y con ellos el derecho a las simplificaciones convencionales; lo que, en todo caso, es importante comprender en primer lugar es que la determinación racial no puede ser sino relativa, pues el hombre determinado nunca deja de ser el hombre como tal.
La uniformización moderna, que hace que el mundo se estreche cada vez más, parece poder atenuar las diferencias raciales, al menos en el plano mental y sin hablar de las mezclas étnicas, y esto no tiene nada de sorprendente si se piensa que esta civilización uniformadora está en los antípodas de una síntesis por arriba, es decir, que se funda únicamente en las necesidades terrenas del hombre; la animalidad humana, en efecto, ofrece en principio una base de entendimiento bastante fácil, gracias al desmoronamiento de las civilizaciones tradicionales y bajo los auspicios de una «cultura» cuantitativa e inoperante espiritualmente. Pero el hecho de apoyarse de este modo en lo que solidariza a los hombres por abajo presupone que se separe a las masas, que son intelectualmente pasivas e inconscientes, de las «élites» que las representan legítimamente y que encarnan, por consiguiente, con la tradición — en cuanto ésta se adapta a determinada raza —, el genio racial en el sentido más elevado (NA: Si hablamos de «élites» en plural no es porque creamos en la existencia de otra «élite» que la intelectual o espiritual — la espiritualidad está excluida sin un fundamento de verdad, luego de intelectualidad —, sino únicamente para decir que la «élite» incluye modos y niveles que atraviesan el pueblo como las arterias atraviesan el cuerpo; si la «élite» es a priori de substancia sacerdotal, es evidente, sin embargo, que se encuentran medios de «élite» en todos los niveles de la sociedad, como inversamente, no hay cuerpo sacerdotal sin fariseos, pero esto no anula en nada la jerarquía normal).
Quisiéramos aprovechar esta ocasión para decir algunas palabras, al margen de nuestras consideraciones sobre las razas pero no sin relación con ellas, de la oposición — verdadera o falsa — entre Occidente y Oriente: en primer lugar, hay, por ambos lados, una oposición interna entre el patrimonio sagrado y lo que se aparta de él, bien activamente, bien de una manera pasiva; esto significa que la distinción Oriente-Occidente no tiene nada de absoluto, que hay un «Oriente occidental» como había — o como quizás hay todavía en ciertos ambientes — un «Occidente oriental», como el monte Athos o algún otro fenómeno más o menos aislado. Por lo que respecta a Oriente, hay que empezar, pues, por distinguir — so pena de contradicciones inextricables — entre los orientales que no deben nada, o casi, a Occidente y que tienen todos los motivos y todos los derechos para resistírsele, y los que, por el contrario, se lo deben todo — o se imaginan deberlo todo — y que con demasiada facilidad pasan el tiempo enumerando los crímenes coloniales de Europa, como si los europeos fuesen los únicos hombres que hubieran conquistado países y explotado pueblos. El ciego afán con el que los orientales occidentalizados, sea cual fuere su color político, impulsan la occidentalización de Oriente prueba indiscutiblemente hasta qué punto están convencidos de la superioridad de la civilización occidental moderna, la misma que ha engendrado el colonialismo, como también el maquinismo y el marxismo; ahora bien, hay pocas cosas tan absurdas como el antioccidentalismo de los occidentalizados, pues una de dos: o bien esta civilización es digna de ser adoptada, y entonces los europeos son superhombres a los que, por así decirlo, se debe un agradecimiento eterno, si está permitido emplear un abuso de lenguaje; o bien los europeos son unos malhechores dignos de desprecio, y entonces su civilización cae con ellos y no hay razón alguna para imitarla. De hecho, se imita a Occidente íntegramente, desde el fondo del corazón y en sus caprichos más inútiles; lejos de limitarse a un armamento moderno con miras a una legítima defensa, o a un equipamiento económico capaz de hacer frente a las situaciones creadas por la superpoblación y debidas en parte a los crímenes biológicos de la ciencia moderna, se adopta el alma misma del Occidente antitradicional, hasta el punto de pedir a la «ciencia de las religiones» y al psicoanálisis, y hasta al surrealismo, las claves de la sabiduría milenaria de Oriente. En una palabra, se cree en la superioridad de Occidente, y se reprocha a los occidentales el que hayan creído en ella.
Pero dejemos este aspecto paradójico del modernismo e interroguemos al alma intemporal de Asia y Africa: lo que, a los ojos de los no-occidentales fieles a sus tradiciones, hace al colonialismo occidental más odioso que otros yugos físicamente más crueles, son precisamente los rasgos que sólo se encuentran en la civilización moderna: son, en primer lugar, un materialismo espiritual y no simplemente físico — materialismo de jure y no sólo de facto — y la mezcla de hipocresía (NA: Por ejemplo, es hipocresía interesada declarar «bárbaro» a un pueblo porque «ha hecho tal o cual cosa» y negarle por este motivo unos derechos que se consideran elementales, mientras que en otros casos se atribuyen las mismas maneras de actuar a «la época» o a las «circunstancias», según se trate del pasado o del presente; o también, cuando no se puede dejar de aplicar el término de «barbarie» a adversarios europeos, se añade de buen grado el epíteto de «asiática», como si el europeo como tal — es decir, considerado fuera de toda afinidad con el resto de la humanidad — fuera incapaz de maldad) y perfidia que de él se desprende, a continuación la trivialidad y la fealdad de todas las cosas; pero también es, sobre todo, la invencibilidad política y la inasimilabilidad cultural, que confieren a los «blancos» — en el sentido convencional del término — algo de inaudito, de extrahumano, en cierto modo, o de casi «marciano» (NA: Los metropolitanos tienen una idea demasiado sumaria de las colonias, en el sentido de que sólo piensan en sus «beneficios» — es decir, en lo que a sus ojos aparece como tales — y olvidan no sólo la escala de valores de la civilización extranjera, sino también la mentalidad especial de los colonos, que forzosamente está deformada por una situación anormal y psicológicamente «malsana»; se discute interminablemente sobre la cuestión de saber si los colonizados son «buenos» o «malos», «agradecidos» o «ingratos», y se olvida que, siendo hombres, no pueden dejar de tener determinadas reacciones en determinadas circunstancias. Los colonos tienen inevitablemente un absurdo complejo de superioridad — Lyautey lo observó con pesar — y los «indígenas» no pueden dejar de sufrir por ello; hay cosas a las que las carreteras y los hospitales no pueden sustituir en el alma humana, y es sorprendente que los europeos, sin embargo tan «idealistas», sean tan lentos en darse cuenta de ello. Si los europeos creen ofrecer a sus «protegidos» libertades que éstos desconocían, no se percatan de que estas libertades excluyen otros modos de libertad que ellos mismos apenas conciben ya; dan bienes, pero al mismo tiempo imponen su propia concepción del bien, lo que nos lleva al viejo adagio de que el más fuerte es quien tiene razón. Esta mentalidad acumula, y luego libera, en el colonizado lo que hay de más inferior en el hombre colectivo; se ha hecho todo para comprometer a la tradición, cuya ruina se desea en el fondo del corazón, y luego se tiene una sorpresa ante el mal que brota de sus fisuras). Ni mongoles ni musulmanes tenían este curioso espíritu antitradicional; su poderío militar no era absoluto; mongoles y manchúes se transmutaron en chinos, otros mongoles fueron absorbidos por el Islam y, en Occidente, por el cristianismo. El impulso conquistador de los musulmanes chocó finalmente con límites naturales, pero, lo que es mucho más importante, la mentalidad islámica era tradicional y armonizaba, por sus tendencias profundas, con el hinduismo; la espiritualidad musulmana incluso podía dar un nuevo auge a la mística vishnuita, exactamente como el budismo, unos siglos antes, pudo revivificar ciertos aspectos de la espiritualidad hindú. Lo menos que se puede decir es que el espíritu moderno no implica nada semejante — dados sus principios y tendencias y a pesar de las ilusiones corrientes — y que la amenaza occidental contra los bienes más sagrados de Oriente es, por el contrario, ilimitada, como lo prueba precisamente el espíritu antitradicional de los «jóvenes orientales» o, lo que es lo mismo, el suicidio actual de Oriente.
Para esos «jóvenes», el colmo de la abyección es ser débil, luego «colonizable»; la debilidad, entonces, es a menudo sinónimo de tradición, como si la cuestión de la verdad no tuviera que plantearse ni en la evaluación de la fuerza occidental ni en la interpretación de los valores tradicionales. Es «verdadero» lo que da la fuerza, aunque se tuviera que ir al infierno; a la antigua corrupción le sucede una virtud enfurecida, incluso diabólica; se quiere «liberar» a un pueblo a costa de lo que da sentido a su existencia, y se sostiene de buen grado que hay que «ir de acuerdo con los tiempos», como si pudiera haber un imperativo que obligase al hombre a abdicar de su inteligencia, o que se lo permitiera. Si el error es inevitable, la oposición intelectual al error lo es igualmente, y con independencia de toda cuestión de oportunidad o de eficacia; la verdad no es buena porque es oportuna o eficaz, sino porque es verdadera, sin olvidar que coincide con la realidad y que, por consiguiente, vincit omnia Veritas.
Todas estas consideraciones nos hacen pensar en la decepción que experimentan algunos al ver con qué facilidad se derrumban tradiciones milenarias a pesar de la mentalidad contemplativa de los pueblos respectivos, mentalidad que se consideraba que ofrecía ciertas garantías. Pero se olvidan dos cosas: en primer lugar, que no sólo hay orientales contemplativos y occidentales «activistas», sino también, sea cual sea el medio tradicional, hombres «espirituales» y hombres «mundanos»; en segundo lugar, que en toda civilización sólo una minoría participa consciente y activamente en el espíritu de la tradición, y los. demás quedan más o menos «sin cultivo», es decir, prestos a recibir cualesquiera influencias. Sabido es con qué facilidad muchos hindúes, malayos y chinos aceptaron una forma espiritual tan extraña como el Islam, lo que demuestra un cierto desapego con respecto a las tradiciones autóctonas; si a este desapego — o a esta pasividad, según los casos — se nos une un espíritu materialista y «mundano» — y sabe Dios si los orientales pueden ser «materialistas de hecho» —, no hay ninguna razón para sorprenderse del abandono de las tradiciones y de la adhesión e ideologías materialistas. La «mundanalidad», en el sentido más general de esta palabra, es decir, el amor a los placeres o a la codicia de ganancia, en pocas palabras, la sobreestimación de las cosas de este mundo, siempre ha sido una puerta abierta hacia el error; la capacidad intelectual está lejos de constituir un criterio y una garantía absolutos. Es importante añadir que la minoría espiritual, la que participa consciente y «activamente» en la tradición, se encuentra en todos los estratos de la sociedad, lo que equivale a decir, inversamente, que también hay «pasivos», inconscientes» y «mundanos» en todas partes.
En un orden de ideas análogo, nos gustaría hacer notar lo siguiente: sean cuales sean las deficiencias del hombre moderno, no se podría afirmar, sin embargo, que no posea ningún tipo de superioridad, al menos virtual o condicional, sobre el hombre «antiguo», por muy relativa que fuere, lo que podríamos precisar del modo siguiente: suponiendo que un occidental de nuestro tiempo reconociera todos los errores que le rodean y pudiera regresar a la Edad Media, o vivir en cualquier mundo íntegramente tradicional cuyos modos de pensamiento y acción adoptase, nunca se convertiría, a pesar de todo, en un hombre completamente medieval; su espíritu conservaría la huella de experiencias desconocidas para la media de los hombres no-modernos. Pensamos sobre todo en un sentido crítico que sólo se desarrolla gracias a obstáculos, y que un mundo tradicional ignora porque ciertos obstáculos nunca se manifiestan en él; hay funciones de la inteligencia que apenas se ponen de manifiesto si no es en la lucha y en la decepción. En los mundos tradicionales, cierta tendencia a la sobrepuja — con los ilogismos que trae aparejados — y ciertos prejuicios demasiado fáciles son inevitables, y se explican precisamente por el carácter demasiado «compacto» de las ideas y los gustos; dicho de otro modo, hay terrenos en los que los hombres antiguos nunca sufrieron, y hay cosas que nunca vieron poner en tela de juicio. El hombre está hecho de tal modo que no se actualiza plenamente — en la medida de sus posibilidades — sino gracias a presiones, sin lo cual sería perfecto; allí donde no hay ningún freno hay exageración e inconsciencia. Sí bien lo que acabamos de decir no puede aplicarse a los vasos de elección de las antiguas sabidurías, se aplica, sin embargo, a la media, que forzosamente imprime su marca en la civilización entera.
Pero volvamos, para terminar, a la cuestión racial: las diferencias étnicas, si bien demasiado a menudo ofrecen motivos ilusorios de odio, incluyen, más normalmente, razones de amor: queremos decir que las razas extranjeras tienen algo de «complementario» con respecto a nosotros, sin que haya, no obstante, una «carencia» por ambas partes. Sin duda, no tendría sentido amar a toda una raza, o amar a un individuo porque pertenece a otra raza; pero es evidente que no se puede comprender una determinada belleza racial sin comprender, y por consiguiente «amar», la raza que es su substancia — como tampoco se podría amar a una mujer sin amar la femineidad —, y esto es cierto a fortiori en el plano del alma: las cualidades que hacen amable a un determinado ser humano, hacen amable, al mismo tiempo, al genio de su raza. En último término, no se puede amar sino a Sí mismo, porque no hay otra cosa que amar en el universo; ahora bien, el hombre de otra raza, suponiendo que nos corresponda por analogía o complementarismo, es como un aspecto olvidado de nosotros mismos y, por ello, un espejo reencontrado de Dios.