La unicidad del objeto exige la totalidad del sujeto; la naturaleza única e incomparable de Dios obliga al carácter total de la fe. Esta relación necesaria y apremiante prueba que la tesis islámica de la salvación por la fe sincera en Dios resulta de la naturaleza de las cosas; es decir, que la aceptación de la Verdad una no es una actitud fácil que no compromete a nada; por el contrario, implica a fin de cuentas todo lo que somos.
La totalidad del sujeto humano comprende dos dimensiones, una horizontal y otra vertical. Creer totalmente en Dios es primero que nada intentar asemejársele en el plano humano; la deiformidad específica del género humano nos obliga a una deiformidad libremente consentida y realizada; es a esta vocación de perfección horizontal a la que se refiere la prescripción de Cristo de ser «perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Es después, o paralelamente, cuando interviene la vocación de perfección vertical, que consiste en unirse en el corazón a la Presencia inmanente de Dios; perfección de algún modo sobrehumana porque es transpersonal. «Semejanza» o «analogía» horizontal primero, y esto es la virtud, que se manifiesta por las actitudes y los actos; «identidad» vertical después, y esto es la unión que, dependiendo humanamente de nuestro conocimiento y de nuestro esfuerzo, es fundamentalmente un misterio de la Gracia.
La unicidad del objeto exige la totalidad del sujeto: esta perspectiva, que es específicamente islámica a la vez que resume a su manera toda espiritualidad integral, es decir, transformadora y unitiva; esta perspectiva, decimos, presupone que se defina al hombre, no como incapaz de salvación por estar profundamente corrompido por la caída, sino como capaz de salvación por estar siempre dotado de una inteligencia objetiva, de una voluntad libre y de un alma perfectible, lo que constituye precisamente la definición del hombre (NA: Esto es lo que expresa la aparente negación, en el Corán, de la crucifixión de Cristo; aparente porque el Corán afirma que «ellos no le mataron realmente (NA: yaginen)». Si Cristo es el Intelecto, se ve que la caída, según la perspectiva cristiana, lo ha «crucificado» y «matado» por las pasiones y los pecados, pero que al mismo tiempo — y esta es la perspectiva islámica — el Intelecto ha sido «elevado hacia Dios», es decir, que ha permanecido intacto en sí mismo y que Dios lo ha iluminado con la eterna Verdad, la de la Unidad salvadora). Ahora bien, la capacidad de salvación, consecuencia de la deiformidad indestructible del hombre — y este es el gran mensaje del monoteísmo — se actualiza esencialmente por la fe en Dios, que es el Uno; la unicidad del objeto divino exige — y lógicamente arrastra — a la totalidad del sujeto humano; y lo exige desde el doble punto de vista de la perfección individual, luego horizontal, y de la perfección universal, luego vertical. Esta segunda perfección cierra el círculo, puesto que desemboca en el Sujeto divino, inmanente a la vez que permanece trascendente en relación con el sujeto humano.
En otros términos: el discernimiento, que permite a la inteligencia distinguir entre lo Absoluto y lo relativo, tiene por corolario la virtud moral y la unión espiritual. La virtud es la conformidad del alma a la Naturaleza divina, y la unión es la concentración extintiva en el Sí mismo inmanente.
Cuando hablamos de trascendencia, entendemos en general la trascendencia objetiva, la del Principio, que está por encima de nosotros como está por encima del mundo; y cuando hablamos de inmanencia, entendemos generalmente la inmanencia subjetiva, la del Sí mismo, que está en nosotros mismos. Ahora, es importante hacer notar que hay también una trascendencia subjetiva, la del Sí mismo en nosotros en cuanto trasciende el yo; e igualmente, hay también una inmanencia objetiva, la del Principio en cuanto es inmanente al mundo, no en cuanto lo excluye y lo aniquila por su trascendencia.
Esto es una aplicación del Ying-Yang taoísta: la trascendencia implica necesariamente la inmanencia, y la inmanencia implica también necesariamente la trascendencia. Porque lo Trascendente, en virtud de su infinitud, proyecta la existencia y exige por lo mismo la inmanencia; y lo Inmanente, en virtud de su absolutidad, permanece forzosamente trascendente en relación con la existencia.
Creer en el Uno; esto es lo que salva. Creer en el Uno, pero entero y sinceramente. Enteramente: es preciso creer, no solamente que Dios es uno, sino también que esta Unidad implica consecuencias para el mundo, puesto que el mundo existe; y existe en función de la irradiación que resulta de la propia Unidad. Es preciso creer, por consiguiente, todo lo que la Realidad divina implica; a saber: la causación del mundo por Dios, luego la vinculación del mundo a Dios; luego la naturaleza y la vocación del hombre; luego la Revelación y por consiguiente la Vía. Creer en el Uno es creer en las consecuencias de la Unidad; como anuncia un célebre hadith: «Yo era un tesoro oculto y quise ser conocido; por eso creé el mundo.»
Sinceramente: es preciso creer con el corazón, no solamente con el pensamiento; es preciso que el testimonio de la Unidad, primeramente conceptual, alcance y comprometa a la voluntad y al alma, sin lo cual no hay «creer», no hay fe. Hay, en suma, cuatro maneras de aceptar la Unidad: en primer lugar, aceptar su verdad; luego, en el plano cósmico y escatológico, aceptar las verdades que se derivan de la Unidad y que son necesarias para la salvación; después, en el plano afectivo y moral, participar en la verdad mediante las virtudes, porque si Dios es absoluto e infinito, es igualmente perfecto, lo que significa que no hay cualidad concebible de la que Él no sea la Esencia y la Fuente; finalmente, creer en Dios, creer que es uno, es discernir en la Unidad el misterio de la Unión: es pasar de la trascendencia a la inmanencia, de la discontinuidad objetiva a la continuidad subjetiva; es superar la separatividad sujeto-objeto en la Ipseidad divina permanente, en el fondo transpersonal del Corazón.
Se dice a menudo que Dios, o la Esencia divina, es absolutamente indefinible o inefable; si se nos preguntara sin embargo qué Nombre de Dios da cuenta de la Esencia divina, diríamos que «el Santo», porque la Santidad no limita de ninguna manera e incluye todo lo que es divino; además, esta noción de Santidad transmite el perfume de lo Divino en sí mismo, luego el de Inexpresable.
Dios, al ser pura Santidad, es Poder, Cosciencia, Felicidad; se podría decir también que es puro Ser, puro Espíritu, pura Posibilidad. Esto es lo que significan los términos sánscritos Sat, Chit, Ananda, y los términos árabes Wujud, Shujud y Hayat, o Qudrah, Hikmah y Rahmah. Este es el grado supremo, el de la Esencia, Dhat, o el de la Unidad, Ahadiyah; siendo el grado no-supremo el de las cualidades, Sifat, o el de la Unicidad, Wahidiyah.
Cuando decimos que Dios es puro Ser, puro Espíritu y pura Posibilidad, ¿qué significa la palabra «puro»? Significa «absoluto», o «infinito», o «perfecto»; Dios, es absolutamente, infinitamente, perfectamente Poder, Cosciencia y Felicidad. La absolutidad significa que nada puede igualar a Dios; la infinitud significa que nada puede limitarlo; la perfección significa que nada le falta y que toda perfección creada proviene de la Naturaleza divina, porque Dios es no solamente el Absoluto o el Infinito, sino también el Bien. Absoluto, Dios excluye todo lo que no es Él; infinito, incluye todo lo que es posible; perfecto, proyecta su Bondad en la existencia. Y Él es, en cada una de estas funciones o aspectos, Poder, Cosciencia y Felicidad, o Ser, Espíritu y Posibilidad, siendo esta última, que coincide con la Irradiación, a la vez Bondad y Belleza, expansión de Amor y de Paz.
La fe es un «sí» profundo y total al Uno, que es a la vez absoluto e infinito, trascendente e inmanente. La fe como tal no resulta de nuestro pensamiento, es anterior a éste; es incluso anterior a nosotros. En la fe, transmitida por el acto espiritual, estamos fuera del tiempo; estamos fuera del ego sometido a la duración. El arquetipo divino de la fe es el «sí» que Dios se dice a sí mismo; es el Logos que por una parte mira la Infinitud divina y por otra la refracta; porque este «sí» es a la vez síntesis y refracción, concentración receptiva y dispersión creadora. Así es cómo la fe, en el hombre, es bienaventurada unicidad y bienaventurada ilimitación; o interioridad e irradiación.
En el sentido elemental de la palabra, la fe es nuestro asentimiento a una verdad que nos supera; pero, hablando espiritualmente, es nuestro asentimiento, no a conceptos trascendentes, sino a realidades inmanentes, o a la Realidad en sentido estricto; ahora bien, esta Realidad es nuestra substancia misma.
La fe puede ser un asentimiento a verdades subjetivamente incontrolables pero objetivamente irrefutables, como puede ser por el contrario la certidumbre intelectual de estas mismas verdades; puede añadirse a esta certidumbre profundizándola, como puede ser independiente de todos los esquemas intelectuales y brotar del corazón sobre la base de un soporte simbólico y sacramental. Se podría decir también que la fe es, no la certidumbre intelectual bajo su forma doctrinal, sino ese algo que hace que la certidumbre intelectual se convierta en santidad; o que es el Poder realizador de la certidumbre, la shakti si se quiere, o aún que es la energía que valoriza la certidumbre y se convierte en la santidad liberadora,
Cuando se considera la fe en su sentido elemental se dirá que los elegidos, en el Paraíso, no tienen necesidad de ella puesto que ven a Dios; pero cuando se entiende este término de «fe» en su sentido superior, los elegidos la tienen necesariamente, puesto que toda cualidad humana procede de un prototipo celestial; desde este punto de vista, la fe será el «sí» del alma a la Presencia divina, ese «sí» que el alma ya ha podido realizar en la tierra en la medida en que tenía consciencia de la divina Presencia. Es por esto por lo que, según el Corán, los bienaventurados, cada vez que saborean un fruto del Paraíso, se acuerdan de haberlo saboreado ya antes. Esta consciencia de la Presencia de Dios se encuentra esencialmente en conexión con el sentido de lo sagrado, que es una cualificación contemplativa y moral sine qua non.
En otros términos: cuando se habla del «mérito oscuro de la fe» se entiende un esfuerzo que suple la ausencia de una certidumbre objetiva: la fe es un mérito porque no vemos a Dios y porque es difícil para el hombre exteriorizado y pasional, y por consiguiente mundano por naturaleza, creer en lo que no ve. Pero cuando el Corán habla de los que, en el Paraíso, están cerca de Dios y «creen en Él», se refiere al elemento de aprobación, de fervor o de adoración, que es la substancia misma de la actitud de fe, y que es independiente del accidente terrenal que una relativa ignorancia supone.
Lo que intrínsecamente es Ser, extrínsecamente será Omnipotencia; lo que intrínsecamente es Espíritu, extrínsecamente será Omnisciencia; y lo que intrínsecamente es Felicidad — la Totalidad de todas las posibilidades, luego la Irradiación —, extrínsecamente será Misericordia. Porque la Misericordia o la Generosidad, o la Bondad y aún la Belleza, proceden del desbordamiento interno de la Divinidad; «Dios es Amor». Amar a Dios, o ser sensible al perfume de la Santidad o tener el sentido de lo Sagrado, es ser amado por Dios; ama quien percibe la Belleza, y la Belleza se revela en aquel a quien Ella ama. La Belleza, Jamal, es apaciguadora; es, pues, vecina de la Paz, Salam.
La fe perfecta depende de la evidencia metafísica del Uno y del amor innato a lo Sagrado o a la Santidad. El sentido de lo Sagrado, que no es otra cosa que la predisposición casi natural al amor a Dios y la sensibilidad para las manifestaciones teofánicas o para los perfumes celestiales, este sentido de lo Sagrado implica esencialmente el sentido de la belleza y la tendencia a la virtud; siendo la belleza, por decirlo así, la virtud exterior, y la virtud, la belleza interior. El sentido de lo Sagrado implica igualmente el sentido de la transparencia metafísica de las cosas, la capacidad de captar lo increado en lo creado; o de percibir el rayo vertical — mensajero del Arquetipo — independientemente del plano de refracción horizontal, que determina el grado existencial pero no el contenido divino.
El amor a Dios es el complemento necesario de la certidumbre, como el Infinito es el complemento del Absoluto; éste es el significado profundo de la fe, que combina un núcleo de absolutidad con un aura de infinitud.
El acto mismo de la fe es el recuerdo de Dios; ahora bien, «acordarse» en latín, es recordare, es decir, re-cordare, lo que indica un retorno al corazón, cor. El acto de oración, como acto de fe, actualiza en efecto la certidumbre inmanente y casi paraclética; el corazón es la fe inmanente e «increada», coincide con esta gracia «naturalmente sobrenatural» que es la Intelección. El misterio de la certidumbre es nuestra consustancialidad con todo lo cognoscible, luego con todo lo que es.