Como la mayoría de las polémicas entre tradiciones, la que enfrentó al Helenismo con el Cristianismo fue en una amplia medida un falso dialogo. Por el hecho de que cada uno tenía razón en cierto plano — o en una «dimensión espiritual» particular —, resultó que cada uno salió vencedor a su manera: el Cristianismo imponiéndose a todo el Occidente y el Helenismo sobreviviendo en el mismo seno del Cristianismo y dando un sello imborrable a la intelectualidad de este último.
Sin embargo, los malentendidos fueron profundos y es fácil de comprender si se tienen en cuenta las divergencias de perspectivas. Para los helenistas el Principio divino es uno y múltiple a la vez; los dioses personifican las cualidades y funciones divinas al mismo tiempo que las prolongaciones angélicas de estas cualidades o funciones; la idea de inmanencia predomina sobre la de trascendencia, por lo menos en el exoterismo. El universo es un orden arquitectónico, como si dijéramos, que se despliega a partir del Principio supremo a través de intermediarios — o jerarquías de intermediarios — y llega hasta las criaturas terrestres; todos los principios cósmicos y sus rayos son divinos, o semidivinos, lo que equivale a decir que son contemplados desde el aspecto de su divinidad esencial y funcional. Si Dios nos da vida, calor y luz, lo hace a través de Helios o en calidad de éste; el sol es como la mano de Dios, es pues divino; y como lo es en principio, ¿por qué no lo sería en su manifestación sensible? Esta manera de ver se funda en la continuidad esencial entre la Causa y el efecto y no sobre la discontinuidad o accidentalidad existencial; al ser el mundo la manifestación necesaria — y estrictamente ordenada — de la Divinidad, es eterna como ésta; para Dios, es una manera de desplegarse «fuera de Sí mismo»; esta eternidad no significa que el mundo no pueda sufrir eclipses, pero si los padece inevitablemente — como todas las mitologías lo enseñan —, es para resurgir según un ritmo eterno; por lo tanto, no puede dejar de ser. La propia absolutidad del Absoluto exige la relatividad; Maya es «sin origen», dicen los védicos. No hay «creación gratuita» y ex nihilo; hay manifestación necesaria ex divino y esta manifestación es libre en el marco de su necesidad y necesaria en el marco de su libertad. El mundo es divino por su carácter de manifestación divina o por el prodigio metafísico de su existencia.
No hay lugar para describir aquí, por deseo de simetría, la perspectiva cristiana, que es la del monoteísmo semítico y que por este hecho es conocida por todos; en cambio, nos parece indispensable precisar, antes de ir más lejos, que el concepto helenista de la «divinidad del mundo» no tiene nada que ver con el error panteísta, pues la manifestación cósmica de Dios no quita nada a la trascendencia absoluta que tiene el Principio en sí mismo y no se opone de ningún modo a lo que el concepto semita y cristiano de una creatio ex nihilo tiene de metafísicamente plausible. Creer que el mundo es una «parte de Dios» y que éste se expande, por su aseidad o por su misma esencia, en las formas del mundo, sería una concepción propiamente «pagana» — que por lo demás no dudamos que haya existido por doquier incluso entre los antiguos —, y para evitarla hay que tener un conocimiento que es intrínsecamente lo que sería, en el plano de las ideas, una combinación entre la cosmosofía helenista y la teología judeo-cristiana, al hacer función estas dos perspectivas recíprocamente de piedra de toque frente a la verdad total. Metafísicamente hablando, el «creacionismo» semítico y monoteísta, desde que se coloca como verdad exclusiva y absoluta, es casi tan falso como el panteísmo; decimos «metafísicamente» porque se trata del conocimiento total y no de la única oportunidad de salvación, y decimos «casi» porque una semiverdad que tiende a salvaguardar la trascendencia de Dios en detrimento de la inteligibilidad metafísica del mundo es menos errónea que una semiverdad que tiende a salvaguardar la naturaleza divina del mundo en detrimento de la inteligibilidad de Dios.
Si los polemistas cristianos no han comprendido que la posición de los sabios griegos no hacía sino completar esotéricamente la noción bíblica de la creación, los polemistas griegos tampoco han comprendido la compatibilidad entre los dos modos de ver; es verdad que una incomprensión llama en ocasiones a otra, pues es difícil penetrar la intención profunda de un concepto extraño cuando aquélla queda implícita y cuando, por añadidura, este concepto se presenta como el que debe reemplazar verdades, quizás parciales, pero en todo caso evidentes para los que las aceptan tradicionalmente. Una verdad parcial puede ser insuficiente desde uno u otro punto de vista, pero es una verdad.
Para comprender bien el sentido de este diálogo que por varios motivos no fue más que la confrontación de dos monólogos, hay que tener en cuenta lo siguiente: para los cristianos no había conocimiento posible sin amor, es decir, que para ellos la gnosis no era válida sino a condición de insertarse en una experiencia unitiva; al margen de la realidad espiritual vivida, el conocimiento intelectual del Universo no tenía para ellos ningún sentido; pero, en definitiva, los cristianos debieron reconocer los derechos del conocimiento teórico, por tanto conceptual y anticipado, lo que hicieron al tomar de los griegos elementos de esta ciencia, no sin maldecir a veces al helenismo como tal, con tanta ingratitud como inconsecuencia. Si podemos permitirnos una formulación simple y algo sumaria, diremos que para los griegos la verdad es lo que es conforme a la naturaleza de las cosas; para los cristianos la verdad es lo que lleva a Dios. Esta actitud cristiana, en lo que tenía de exclusivo, debía aparecer a los griegos como una «locura»; a los ojos de los cristianos la actitud de los griegos consistía en ver en el pensamiento un fin en sí mismo, al margen de cualquier relación personal con Dios; en consecuencia, era una «sabiduría según la carne», puesto que no regeneraba por sí sola la voluntad caída e impotente y, por el contrario, alejaba por su suficiencia de la sed de Dios y la salvación. Para los griegos las cosas son lo que son, sea cual sea el partido que saquemos de ellas; para los cristianos — esquemáticamente hablando y a priori —, sólo nuestra relación con Dios tiene sentido. Se podría reprochar a los cristianos un modo de ver demasiado voluntarista e interesado y a los griegos, por una parte, un pensamiento demasiado «juguetón», y por otra, un perfeccionismo demasiado racional y humano; en ciertos aspectos fue la disputa entre un canto de amor y un teorema de matemáticas. Podríamos quizás decir también que los helenistas tenían razón más bien en principio y los cristianos más bien de hecho, al menos en cierto aspecto que se adivinará sin trabajo.
Los gnósticos cristianos admitían forzosamente las anticipaciones doctrinales de los misterios divinos, pero con la condición — no se podría dejar de insistir demasiado en ello — de que se encuentren en conexión casi orgánica con la experiencia espiritual de la gnosis-amor; conocer a Dios es amarle o más bien, puesto que el punto de partida escritural es el amor, amar a Dios perfectamente es conocerlo. Conocer era a priori concebir verdades sobrenaturales, pero haciendo participar todo nuestro ser en esta comprensión; era, pues, amar la divina quintaesencia de toda gnosis, esta quintaesencia que es «amor» porque es a la vez unión y beatitud. La escuela de Alejandría era tan cristiana como la de Antioquía, en el sentido de que veía en la aceptación de Cristo la condición sine qua non de la salvación; sus bases eran perfectamente paulinas. Para San Pablo la gnosis conceptual y expresable es «algo parcial» (ex parte) y «toma fin» cuando «llegará lo que es perfecto» (1 Co 13,8), es decir, la totalidad de la gnosis que por el mismo hecho de su totalidad es el «amor» (caritas), el prototipo divino de la gnosis humana; para el hombre hay una distinción — o un complementarismo — entre el amor y el conocimiento, mientras que en Dios esta polaridad está superada y unificada. En la perspectiva cristiana se llamará «amor» a este grado supremo, pero en otra perspectiva — particularmente la védica — también se podría llamar «conocimiento» y afirmar no que el conocimiento encuentra su totalización o su exaltación en el amor, sino, por el contrario, que el amor (bhakti), cosa individual, encuentra su sublimación en el conocimiento puro (jnana), cosa universal; esta segunda manera de expresarse está en conformidad directamente con la perspectiva sapiencial.
La protesta cristiana se justifica sin discusión posible en cuanto tiene como perspectiva el lado «humanista» del helenismo «clásico» y la ineficacia mística de la filosofía como tal; en cambio, no es lógico reprochar a los griegos una divinización del cosmos — con el pretexto de que no puede haber «entrada» de Dios en el mundo —, mientras se admite que Cristo, y sólo él, opera tal entrada; en efecto, si Cristo puede producirla es precisamente porque es posible y porque se realiza a priori por el mismo cosmos; el prodigio «avatárico» de Cristo describe, o humaniza, el prodigio cósmico de la creación o la «emanación».
Para los platónicos — en el sentido más amplio — el regreso a Dios está dado por el hecho de la existencia: nuestro propio ser ofrece la vía de regreso, pues este ser es de naturaleza divina y si no, no sería nada; hay que retornar, a través de las capas de nuestra realidad ontológica, hasta la Substancia pura, que es una; de este modo es como llegamos a ser perfectamente «nosotros mismos». El hombre realiza lo que conoce: la comprensión plena — en función del Absoluto — de la relatividad disuelve ésta y conduce al Absoluto. Aquí también no hay ningún antagonismo irreductible entre griegos y cristianos: si la intervención de Cristo puede imponerse, no es porque la liberación no consistiera en regresar, a través de las capas de nuestro propio ser, a nuestro verdadero Sí mismo, sino porque la función de Cristo es hacer posible semejante regreso. Lo hace posible sobre dos planos, existencial y esotérico el uno e intelectual y exotérico el otro; al estar oculto el segundo plano dentro del primero, sólo éste aparece a la luz del día, y es por ello que para el común de los mortales la perspectiva cristiana no es más que existencial y separativa, no intelectual y unitiva. De ello surge otro malentendido entre cristianos y platónicos: mientras que éstos proponen la liberación por el Conocimiento porque el hombre es una inteligencia (El Islam, conforme a su carácter «paraclético», refleja esta perspectiva que por otra parte es la del Vedanta y cualquier otra forma de gnosis — de modo semítico y religioso y la realiza con más facilidad dentro de su esoterismo; el musulmán, como el helenista, ante todo pregunta: ¿Qué debo conocer y admitir, teniendo en cuenta que tengo una inteligencia capaz de objetividad y totalidad? y no a priori. ¿Qué debo querer, puesto que tengo una voluntad libre pero caída?), aquéllos consideran, dentro de su doctrina general, una salvación por la Gracia porque el hombre es una existencia — y como tal separada de Dios — y una voluntad caída e impotente. Una vez más se puede reprochar a los griegos el no disponer más que de una vía de hecho inaccesible a la mayoría y dar la impresión de que es la filosofía la que salva, al igual que se puede reprochar a los cristianos ignorar la liberación por el Conocimiento y prestar un carácter absoluto a nuestra mera realidad existencial y volitiva y también a los medios que conciernen a este aspecto, o no tomar en consideración más que nuestra relatividad existencial y no nuestra «absolutidad intelectual»; el reproche hecho a los griegos no podría sin embargo afectar a los sabios, como tampoco el reproche hecho a los cristianos puede alcanzar a su gnosis ni a su santidad de una manera general.
La posibilidad de nuestro retorno a Dios — y en ello hay diversos grados — es universal e intemporal, está inscrita en la propia naturaleza de nuestra existencia e inteligencia; nuestra impotencia no puede ser más que accidental, no esencial. Lo que es principialmente indispensable, es una intervención del Logos, pero no en todos los casos la intervención de una particular manifestación del Logos, a menos que le pertenezcamos en razón de nuestra situación y que por este hecho nos escoja; desde que nos elige cumple para nosotros la función de Absoluto y «es» entonces el Absoluto. Podríamos decir incluso que el carácter imperativo que Cristo reviste para los cristianos — o para los hombres providencialmente destinados al cristianismo — describe el carácter imperativo que posee el Logos en cada vía espiritual, de Occidente o de Oriente.
Es preciso reaccionar contra el prejuicio evolucionista que quiere que el pensamiento de los griegos haya «llegado» a un determinado nivel o resultado, es decir, que el ternario Sócrates-Platón-Aristóteles sería la cumbre de un pensamiento completamente «natural», cumbre alcanzada después de largos períodos de esfuerzos y titubeos; la verdad es lo contrario, en el sentido de que el ternario aludido no hace más que cristalizar bastante imperfectamente una sabiduría primordial e intemporal en sí misma, de origen ario por lo demás y vecina tipológicamente de los esoterismos celta, germánico, mazdeo y brahmánico. Hay en el racionalismo aristotélico e incluso en la dialéctica socrática una especie de «humanismo» más o menos entroncado con el naturalismo artístico y con la curiosidad científica y, por tanto, con el empirismo; pero esta dialéctica ya demasiado contingente — no olvidemos, sin embargo, que los diálogos socráticos pertenecen a la «pedagogía» espiritual y tienen algo de provisional — esta dialéctica, decimos, no debe llevarnos a conferir un carácter «natural» a intelecciones que son «sobrenaturales» por definición, o «naturalmente sobrenaturales». En resumen, Platón ha expresado verdades sagradas en un lenguaje ya profano — lenguaje profano porque es más racional y discursivo que intuitivo y simbolista, o porque sigue demasiado fielmente las contingencias y humores del espejo mental —, mientras que Aristóteles ha colocado la verdad misma, y no sólo la expresión, en un plano profundo y «humanista»; la originalidad del aristotelismo es sin duda el dar a la verdad un máximo de bases racionales, lo que trae consigo la disminución de aquélla y no tiene sentido más que en presencia de una regresión de la intuición intelectual; es «una espada de doble filo» precisamente porque la verdad parece estar de ahora en adelante a merced de los silogismos. La pregunta de si esto es una traición o una readaptación providencial poco nos importa, y sin duda se podría responder tanto en un sentido como en otro (Pitágoras es todavía el Oriente ario; Sócrates-Platón no son ya completamente este Oriente — en realidad ni «oriental» ni «occidental» al no tener sentido esta diferenciación para la Europa arcaica —, pero tampoco son aún el Occidente, mientras que con Aristóteles Europa comienza a hacerse específicamente «occidental» en el sentido corriente y cultural del término. El Oriente — o un cierto Oriente — irrumpe con el Cristianismo, pero el Occidente aristotélico y cesáreo acabó por prevalecer, para escapar a fin de cuentas tanto a Aristóteles como a César, pero por lo bajo. Subrayemos en este momento que todas las modernas tentativas teológicas de «superar» el aristotelismo no pueden tender más que hacia lo bajo, habida cuenta de la falsedad de sus motivos implícitos o explícitos; lo que en el fondo se persigue es una capitulación elegante ante el cientificismo evolucionista, la máquina, el socialismo activista y demagógico, el psicologismo destructor, el arte abstracto y el surrealismo, en suma el modernismo en todas sus formas — este modernismo que es cada vez menos un «humanismo», puesto que se deshumaniza, o este individualismo que es cada vez más infra-individual. Los modernos, que no son pitagóricos ni védicos, son seguramente los últimos en poder quejarse de Aristóteles); lo que es cierto es que el aristotelismo, por sus contenidos esenciales, es todavía demasiado verdad para ser comprendido y apreciado por los protagonistas del pensamiento «dinámico» y relativista, o «existencialista», de nuestra época. Este pensamiento mitad plebeyo, mitad demoníaco, se encuentra en contradicción desde sus premisas consigo mismo, puesto que decir que todo es relativo o «dinámico», «en movimiento» pues, es decir que no existe ningún criterio que permita comprobarlo; por otra parte, Aristóteles había previsto perfectamente este contrasentido.
Los modernos han reprochado a los filósofos presocráticos — como también a todos los sabios de Oriente — el buscar hacerse una imagen del universo sin preguntarse si nuestras facultades de conocimiento están a la altura de semejante empresa; reproche perfectamente vano, pues el mismo hecho de que podamos plantearnos esta pregunta prueba que nuestra inteligencia es en principio capaz de la adecuación de la que se trata; no son los «dogmáticos» quienes son ingenuos, sino los escépticos, que ni por asomo dudan de lo que implica en realidad el «dogmatismo» que combaten. En nuestros días algunos llegan hasta pretender que el fin de la filosofía no puede ser más que la búsqueda de un «tipo de racionalidad» que sea conveniente para la comprensión de la «realidad humana»; es el mismo error, pero además grosero y bajo y más insolente también; ¿cómo no se ve que la misma idea de inventar una inteligencia capaz de resolver semejantes problemas prueba en primer lugar que esta inteligencia ya existe — pues sólo ella puede concebir semejante idea —, y en segundo lugar muestra que el fin que se propone es un profundo absurdo? Pero nuestra intención no es extendernos sobre este tema; simplemente nos limitamos a llamar la atención sobre el paralelismo existente entre la sabiduría presocrárica — o más precisamente jónica — y las doctrinas orientales tales como el Vaishêshika y el Sankhya (Vaishêshika y Sankhya: dos de los criterios doctrinales (darshanas) del conocimiento tradicional hindú. El Vaishêshika está constituido por el conocimiento de las cosas individuales como tales, contempladas de modo distintivo, dentro de su existencia contingente. El Sankhya se relaciona con la manifestación universal considerada sintéticamente a partir de los principios que determinan su producción y de los que extrae toda su realidad (VId René GUENON, Introduction générale à l'étude des doctrines hindoues, Editions Véga, París, 1976) (N del T)), y a subrayar, por un lado, que en todas estas visiones antiguas del Universo el postulado implícito es lo innato de la naturaleza de las cosas en el intelecto (En la terminología de los cosmólogos antiguos hay que tener en cuenta el simbolismo: cuando Tales ve en el «agua» el origen de todas las cosas se trata con verosimilitud de la Substancia Universal — la Prakriti de los hindúes — y no el elemento sensible; igualmente, con el «aire» de Anaxímenes de Mileto o de Diógenes de Apolonio o el «fuego» de Heráclito) y no una suposición u otra operación lógica, y por otro, que esta noción de lo innato suministra la propia definición de lo que los escépticos y empiristas se creen en la obligación de calificar desdeñosamente de «dogmatismo»; con ello muestran que no sólo ignoran la naturaleza de la intelección, sino la de los dogmas en el sentido propio de la palabra. Lo que nos gusta en los platónicos no es, por supuesto, el «pensamiento», sino su contenido, se le llame «dogmático» o de otro modo.
Los sofistas inauguran la era del racionalismo individualista y de ilimitadas pretensiones; de esta forma abren la puerta a todos los totalitarismos arbitrarios. Es verdad que la filosofía profana comienza también con Aristóteles, pero en un sentido bastante diferente, puesto que la racionalidad del Estagirita tiende hacia lo alto y no hacia lo bajo como la de Protágoras y sus iguales; dicho de manera diferente, si el individualismo disolvente proviene de los sofistas — sin olvidar espíritus emparentados como Demócrito y Epicuro —, Aristóteles abre, por el contrario, la era del racionalismo anclado aún en la certidumbre metafísica, pero, sin embargo, frágil y ambiguo por su mismo principio, tal y como lo hemos hecho observar más de una vez.
En todo caso, si se quiere comprender la reacción cristiana, hay que tener en cuenta todos estos aspectos del espíritu griego, al mismo tiempo que el carácter bíblico, místico y «realizador» del cristianismo. El pensamiento griego aparecía en general como una tentativa prometeica de apropiarse la luz del Cielo, de quemar temerariamente las etapas en el camino hacia la Verdad, pero al mismo tiempo era ampliamente irresistible a causa de las evidencias que transmitía; al ser esto, no hay que perder de vista que en Oriente las doctrinas sapienciales nunca se presentaban como una «literatura» abierta a todos, que su asimilación exigía por el contrario un método espiritual correspondiente, lo que no era ya precisamente el caso ni podía serlo en los griegos de la época clásica.
Se ha dicho y repetido que los helenistas y los orientales — los espíritus «platónicos» en el sentido más amplio — se hacen culpables de rechazar «orgullosamente» a Cristo, o que intentan escapar a sus «responsabilidades» —¡una vez más y como siempre! — de criatura hacia el Creador encerrándose en su propio centro, donde pretenden encontrar, en su puro ser, la esencia de las cosas y la Realidad divina; de este modo diluyen, según parece, la cualidad de criatura y al mismo tiempo la del Creador en una especie de impersonalismo panteísta, lo que equivale a decir que arruinan la relación «que compromete» entre el Creador y la criatura. En realidad, las «responsabilidades» son relativas al igual que nosotros mismos somos relativos dentro de nuestra particularidad existencial; pero no podrían ser menos relativas — o «más absolutas» — que el sujeto con el que se relacionan. Aquel que, por la gracia del Cielo, llega a escapar de la tiranía del ego está desligado por ese mismo motivo de las responsabilidades que el ego implica; Dios se muestra como Personalidad creadora en la medida — o desde el punto de vista — en que somos «criatura» e individuo, pero esto es precisamente una reciprocidad que está lejos de agotar toda nuestra naturaleza ontológica e intelectual, es decir, que esta naturaleza no se deja definir exhaustivamente por las nociones del «deber», del «derecho», o por otros encadenamientos de este género. Se ha dicho que el «rechazo» por parte de los espíritus «platónicos» del don crístico constituye la perversidad más sutil y luciferina de la inteligencia; este argumento, nacido de un instinto de conservación mal inspirado, pero comprensible a su nivel, se vuelve fácilmente contra los que lo utilizan y con mucha más pertinencia: en efecto, si a cualquier precio se quiere obligarnos a comprobar algo de la perversión mental, lo veremos en los que entienden sustituir el Absoluto por un Dios personal y por tanto relativo, y los principios metafísicos por fenómenos temporales, y ello no en función de una fe ingenua que no pide nada a nadie, sino en el marco de la erudición más exigente y de la pretensión intelectual más totalitaria. Si hay un abuso de la inteligencia es en el hecho de sustituir lo Absoluto por lo relativo, o la Substancia por el accidente, con el pretexto de poner lo «concreto» por encima de lo «abstracto» (En realidad es un abuso de lenguaje calificar de «abstracto» todo lo que está por encima del orden fenoménico); no es en el rechazo — en nombre de los principios trascendentes e inmutables — de una relatividad presentada como «absolutidad».
El malentendido entre cristianos y helenistas se reduce en amplia medida a una falsa alternativa: en efecto, el hecho de que Dios resida en nuestro «ser» más profundo — o en el fondo transpersonal de nuestra conciencia —, y que en principio podamos realizarlo con ayuda del intelecto puro y teomorfo no excluye en absoluto que esta Divinidad inmanente e impersonal se afirme igual y simultáneamente como objetiva y personal, y que nada podamos sin su gracia, a pesar del carácter esencialmente «divino» del Intelecto en el que participamos natural y sobrenaturalmente.
Es perfectamente verdadero que el individuo humano es una persona concreta y determinada y responsable ante un Creador, un Legislador personal y omnisciente; pero también es completamente verdad — por decir lo menos — que el hombre es sólo una modalidad, como si dijéramos, exterior y coagulada de la Divinidad impersonal y personal a la vez, y que la inteligencia humana permite en principio tomar conciencia de ello y realizar así su verdadera identidad. En un sentido es evidentemente la individualidad caída y pecadora quien es «nosotros mismos»; en otro sentido, es el Sí mismo trascendente e inalterable; los planos son diferentes, no hay entre ellos ninguna medida común.
Cuando el dogmatismo religioso reivindica un alcance absoluto para un hecho terrestre — y no discutimos el carácter «relativamente absoluto» de semejante hecho —, el platónico o el oriental recurren a las certidumbres principiales e intemporales; en otras palabras, cuando el dogmático afirma que «esto es», el gnóstico pregunta inmediatamente: «¿En virtud de qué posibilidad?» Para él «todo ha sido ya»; no admite lo «nuevo», sino en tanto que describa o manifieste «lo antiguo» o más bien lo intemporal, la «idea» increada; los mensajes celestiales sin duda tienen, práctica y humanamente, una función de absoluto, pero no son por ello el Absoluto y no salen, en su forma, de la relatividad. Lo mismo sucede con el intelecto «creado» e «increado» a la vez: el elemento «increado» lo penetra como la luz penetra el aire o el éter; este elemento no es la luz, pero la transmite y prácticamente no se pueden disociar.
Hay dos fuentes de certidumbre, a saber, por una parte, la cualidad innata del Absoluto en la inteligencia pura y, por otra, el fenómeno sobrenatural y la gracia; es demasiado evidente — no se podría repetir lo bastante — que estas dos fuentes pueden, y en consecuencia deben, combinarse en cierta medida, pero de hecho los exoteristas tienen interés en oponerlas, lo que hacen al negar a la inteligencia su esencia sobrenatural y al negar lo innato del Absoluto, y también al denegar la gracia a los que piensan de una manera diferente de ellos. La oposición irreductible entre la intelección y la gracia es de las más artificiales, pues la intelección es también una gracia, pero una gracia estática e innata; no vemos de ninguna manera por qué este género de gracia no sería una posibilidad y nunca se manifestaría desde el momento en que por su misma naturaleza no puede dejar de ser. Si se objeta que no se trata en ese caso de la «gracia», sino de otra cosa, responderemos que entonces la gracia no es necesaria, pues una de dos: o la gracia es indispensable y entonces la intelección es una gracia, o la intelección no es una gracia y entonces la gracia no es indispensable.
Si los teólogos admiten, de acuerdo con las Escrituras, que no se puede enunciar una verdad esencial sobre Cristo «si no es por el Espíritu Santo», deben igualmente admitir que no se pueda enunciar una verdad esencial sobre Dios sin la intervención del Espíritu Santo; las verdades de la sabiduría griega, como las verdades metafísicas de todos los pueblos, no podrían por lo tanto estar privadas de carácter «sobrenatural» y en principio salvífico.
Desde cierto punto de vista, el argumento cristiano es la historicidad de Cristo-Salvador, mientras que el argumento platónico o «ario» es la naturaleza de las cosas o lo Inmutable. Si, hablando simbólicamente, todos los hombres corren el riesgo de ahogarse como consecuencia de la caída de Adán, el cristiano se salvará cogiendo la vara que le tiende Cristo y que ningún otro puede tenderle, mientras que el platónico se salva nadando, sin que ninguno de los dos procedimientos pueda invalidar o anular la eficacia del otro. Por una parte, con certeza hay hombres que no saben nadar o están impedidos para hacerlo, y por otra, 'la natación está sin duda entre las posibilidades del hombre; todo consiste en saber lo que cuenta de hecho, según las situaciones individuales o colectivas (En otras palabras: si los unos no pueden negar lógicamente que hay hombres que se salvan nadando, los otros no pueden negar que hay hombres que no se salvan si no se les tiende una vara). Hemos visto que el helenismo, como todas las doctrinas directa o indirectamente sapienciales, se funda en el axioma del hombre-inteligencia más que en el del hombre-voluntad, y ésta es una de las razones por las que debía aparecer como algo inoperante a los ojos de la mayoría de los cristianos; decimos de la «mayoría» porque los gnósticos cristianos no podían hacer este reproche a los pitagóricos platónicos; los gnósticos no podían dejar de admitir la primacía del intelecto, y por este hecho la idea del rescate divino implicaba para ellos algo completamente diferente, y mucho más, que una mística de la historia y un dogmatismo sacramental. Hay que repetir una vez más — y otros lo han dicho antes que nosotros y mejor — que los hechos sagrados son verdaderos porque describen en su plano la naturaleza de las cosas y no a la inversa; la naturaleza de las cosas no es real o normativa sino porque evoca unos hechos sagrados. Los principios, esencialmente accesibles a la inteligencia pura — pues si no el hombre no sería hombre, y es casi una blasfemia negar que la inteligencia humana posee en relación con la inteligencia animal un lado sobrenatural —, los principios universales confirman los hechos sagrados que los reflejan y sacan de aquéllos su eficacia; no es la historia, cualesquiera que sean sus contenidos, quien confirma los principios. Los budistas expresan este aspecto diciendo que la verdad espiritual se sitúa más allá de la distinción entre la objetividad y la subjetividad, que saca toda su evidencia de las profundidades del mismo Ser, o de la presencia innata de la Verdad en todo lo que es.
Para las perspectivas sapienciales, el rescate divino está siempre presente; preexiste y es el modelo celestial de cualquier alquimia terrestre, de modo que es gracias a este rescate eterno — cualquiera que sea su vehículo en la tierra — como el hombre es liberado del peso de sus extravíos e incluso Deo volente de su existencia separativa; si «Mis Palabras no pasarán», es que siempre han sido. El Cristo de los gnósticos es el que es «antes de que Abraham fuese» y del que derivan todas las sabidurías antiguas; esta conciencia, lejos de disminuir la participación en los tesoros de la Redención histórica, les confiere un alcance que afecta incluso a las raíces de la Existencia.