(Este capítulo ha sido escrito a petición de un religioso — esto es lo que explica su carácter un poco particular —, pero no ha aparecido en ninguna revista)
Encontrar un denominador común para fenómenos tan variados como los diferentes monaquismos de Occidente y Oriente no parece tarea fácil a primera vista, pues para poder definir es preciso haber encontrado un criterio que nos lo permita; ahora bien, nos parece que este criterio resulta sin dificultad de la naturaleza de las cosas, teniendo en cuenta que es imposible hablar de la naturaleza humana sin vincularla con su condicionamiento divino, o de un fenómeno humano sin ligarlo positiva o negativamente con Dios; pues sin Dios no hay hombre. Podríamos, pues, decir que el esfuerzo por reducir la complejidad de la vida a una fórmula sencilla, pero esencial y liberadora, se deriva de la condición humana en lo que tiene de más completa y profunda y este esfuerzo ha dado lugar en los climas espirituales más diversos a esa especie de santidad institucional que es el monaquismo.
El hombre ha sido creado solo y muere solo; el monaquismo quiere salvar esta soledad en lo que tiene de metafísicamente insustituible; entiende restituir al hombre su soledad primordial frente a Dios; es más, quiere conducir al hombre a su integridad espiritual y a su totalidad. Una sociedad perfecta sería una sociedad de ermitaños, si se permite esta paradoja; esto es lo que tiende a realizar la comunidad monástica, que en un cierto sentido es el eremitismo organizado.
Algunas reflexiones que van a seguir parecerán quizá perogrulladas para algunos, pero se refieren a costumbres mentales de tal modo indesarraigables que es difícil subestimar su importancia cuando se va al fondo de las cosas. Lo que queremos decir es que según la opinión corriente el monaquismo es un asunto de «vocación», pero no en el sentido propio de este término; cuando un hombre es lo bastante simple como para tomar la religión al pie de la letra y comete la imprudencia de dejar traslucir opiniones o actitudes demasiado espirituales no se pierde la ocasión de hacerle notar que su sitio está en el «convento», como si fuese un cuerpo extraño que no tuviera ningún derecho a la existencia fuera de los muros de un instituto apropiado. La noción de «vocación» en sí misma positiva se convierte entonces en negativa: es «llamado», no el que está en la verdad y a causa de estar en ella, sino el que molesta a la sociedad haciéndola sentir involuntariamente lo que es. Según este modo de ver más o menos convencional la ausencia de vocación — o la mundanidad — existe de jure y no de facto solamente, lo que significa que la perfección aparece como una especialidad facultativa y por tanto como un lujo; se la reserva a los religiosos, pero se olvida plantearse la pregunta de saber por qué no lo es para todo el mundo.
En verdad el religioso no censurará a ningún hombre por el único hecho de vivir en el siglo; es la evidencia misma, en atención al clero secular y a los santos laicos; lo que es censurable no es vivir «en el mundo», sino vivir mal en él y de este modo crearlo en cierta manera. Cuando se reprocha al ermitaño o al monje «huir» del mundo se comete un error doble: en primer lugar, se pierde de vista que el aislamiento contemplativo tiene un valor intrínseco, que es independiente de la existencia de un «mundo» ambiente; en segundo lugar, se finge olvidar que hay huidas que son perfectamente honorables y que si no es absurdo ni vergonzoso huir ante una avalancha si uno puede, tampoco lo es el huir de las tentaciones o siquiera sencillamente de las distracciones del mundo, o de nuestro propio ego en cuanto se encuentra arraigado en este círculo vicioso: no olvidemos que al deshacernos del mundo le liberamos de nuestra propia miseria. En nuestros días se declara con gusto que huir del mundo es desertar de las «responsabilidades», eufemismo perfectamente hipócrita que disimula detrás de una noción «altruista» o «social» la pereza espiritual y el odio del absoluto; se quiere ignorar que el don de uno mismo a Dios es siempre un don de uno mismo para todos. Metafísicamente es imposible darse a Dios sin que de ello resulte un bien para el ambiente; darse a Dios aunque fuera a espaldas de todos, es darse a los hombres, pues hay en este don de sí mismo un valor sacrificial cuya irradiación es incalculable.
Por otro lado hacer uno su salvación es como respirar, comer, dormir; no se puede hacer por otros ni ayudarles absteniéndose. El egoísmo es quitar a los otros aquello de lo que tienen necesidad; no es tomar para uno lo que ignoran o no quieren.
El monaquismo no es quien se sitúa al margen del mundo, es el mundo quien se coloca fuera del monaquismo: si cada hombre viviese en el amor de Dios, el monasterio estaría por todas partes y en este sentido se puede decir que cada santo es implícitamente monje o ermitaño. Del mismo modo que es posible introducir al «mundo» en el marco monástico, pues cada monje no es un santo, al igual es posible transferir el monaquismo, o la actitud que representa, al mundo, pues puede haber contemplativos en cualquier lugar.
Si definimos al monaquismo como un «reducto para Dios» a la vez que le reconocemos un carácter universal e interreligioso — pues la sed de lo sobrenatural está en la naturaleza del hombre normal —, ¿cómo podemos aplicar esta definición a los hombres espirituales musulmanes, que nunca se parapetan de la sociedad, o a los budistas que sí lo hacen pero que no parecen tener la noción de Dios? Dicho de otra forma — en lo que concierne al Islam —, ¿cómo puede haber una espiritualidad en una religión que rechaza el monaquismo o por qué el monaquismo se encuentra excluido de una religión que sin embargo posee una mística, unas disciplinas ascéticas y un culto de los santos? A esto debemos responder que una de las razones de ser del Islam es precisamente la posibilidad de una «sociedad-convento», si uno puede expresarse de este modo; es decir, que el Islam entiende transferir la vida contemplativa al mismo marco de la sociedad total; en este marco llega a realizar unas condiciones de estructura y comportamiento que permiten el aislamiento contemplativo en medio mismo de las actividades del mundo. Hay que añadir que el convento para el musulmán es ante todo la vinculación iniciática con una cofradía y la sumisión — perinde ac cadaver — al maestro espiritual y después la práctica de oraciones superrogatorias con vigilias y ayunos; el elemento aislador respecto a los mundanos es el rigor en la observación de la sunna, este rigor — al que la sociedad ambiente no podría oponerse en país musulmán — es el que equivale prácticamente a los muros del monasterio. Es verdad que los derviches se reúnen en las zawiyas para sus prácticas comunes y en ellas hacen retiros que a veces duran varios meses; algunos habitan en ellas consagrando toda su vida a la oración y al servicio del sayj; pero de ello no se deriva un monaquismo propiamente dicho comparable con el de los cristianos y los budistas. En cualquier caso, el famoso «no hay monaquismo en el Islam» (niyya ji-l-islam) en el fondo significa, no que los contemplativos no deban retraerse del mundo, sino, por el contrario, que el mundo no debe resguardarse de los contemplativos; el ideal intrínseco del monaquismo o de lo eremítico, la ascesis y la vida mística, no se pone en tela de juicio. Y no olvidemos que la «guerra santa» da lugar en el Islam a la misma valoración mística que en la caballería cristiana, particularmente la de los templarios; hay ahí una vía del sacrificio y del martirio que ha unido — en el tiempo de las cruzadas — a cristianos y musulmanes en un mismo amor sacrificial a Dios.
En el caso del Budismo, la dificultad consiste en que esta religión, al mismo tiempo que es esencialmente monástica — pues lo es en un grado insuperable —, parece ignorar la noción de Dios; pero es obvio que una «espiritualidad atea» es una contradicción en los términos y de hecho el Budismo posee perfectamente la noción de un Absoluto trascendente, lo mismo que posee la noción de un contacto entre este Absoluto y el hombre. Si el Budismo no tiene la idea de un «Dios» en el sentido semítico o ario del término, tiene sin embargo conciencia a su manera de la Realidad divina, pues está lejos de ignorar las nociones cruciales de la «absolutidad» de la trascendencia y de la perfección y del lado humano, del sacrificio y de la santidad; sin duda es «no-teísta», pero ciertamente no es «ateo». El aspecto «Dios personal» aparece particularmente en el culto mahayánico del Buda Amitahba — el amidismo japonés — donde se combina con una perspectiva de Misericordia redentora; se ha hablado de influencias cristianas, lo cual no sólo es falso, sino incluso inverosímil en más de un aspecto; es olvidar que la naturaleza profunda de las cosas puede suscitar en todas partes, dentro de los marcos apropiados, fenómenos que son al menos formalmente análogos.
Este prejuicio de las «influencias» o de las «imitaciones» nos hace pensar en aquel etnógrafo que al encontrar en los pieles-rojas el mito del diluvio sacaba ingenuamente la conclusión de que los misioneros habían pasado por allí, cuando este mito — o más bien este recuerdo — se encuentra en casi todos los pueblos de la tierra.
Estas últimas precisiones nos suministran la ocasión de decir algunas palabras sobre la confusión corriente entre sincretismo y eclecticismo, aunque se corra el riesgo de alejarnos un poco de nuestro tema. El sincretismo nunca es algo serio: es la reunión de elementos heteróclitos en una unidad falsa, es decir, sin una verdadera síntesis; el eclecticismo en cambio es algo natural donde quiera que doctrinas diferentes sean colindantes, como lo prueban el platonismo o el aristotelismo integrados dentro de la perspectiva cristiana. Lo que importa en un caso semejante es que la perspectiva original permanezca fiel a sí misma y que no acepte los conceptos extraños más que en la medida en que éstos corroboren aquella fidelidad ayudando a ilustrar las intenciones fundamentales de la perspectiva-madre; los cristianos no tenían ninguna razón para dejar de inspirarse en la sabiduría helénica puesto que ésta existía, del mismo modo que los musulmanes no podían abstenerse en la doctrina mística de utilizar en cierta medida los conceptos neoplatónicos desde que llegaron a su conocimiento; pero sería un grave error hablar de sincretismo en estos casos, evocando abusivamente el ejemplo de doctrinas artificiales como la teosofía moderna; nunca hubo entre dos religiones vivas imitaciones de elementos esenciales que afectaran a las estructuras fundamentales, como se supone al atribuir el amidismo a los nestorianos.
Es preciso que mencionemos aquí como ejemplos del monaquismo asiático, el de los hindúes y los taoístas, pero estos casos no presentan casi dificultades comparables a las que hemos hecho notar en relación con el Islam y el Budismo; sin duda existe siempre la dificultad completamente general de las diferencias religiosas, pero esto es un problema complejo sobre el que nuestras apreciaciones más bien sintéticas acerca del monaquismo como fenómeno de la humanidad no tienen que resaltarlo.
Un mundo es absurdo en la medida en que el contemplativo, el ermitaño, el monje aparecen como una paradoja o un «anacronismo». Pero el monje está en la actualidad precisamente porque es intemporal: vivimos en la época de la idolatría del «tiempo», y el monje encarna todo lo que es inmutable, no por esclerosis o inercia, sino por trascendencia.
Y esto nos lleva a consideraciones que ponen negativamente de relieve la actualidad candente del ideal monástico, o simplemente religioso, lo que en el fondo equivale a lo mismo. En este mundo de absurdo relativismo en que vivimos, quien dice «nuestro tiempo» cree haberlo dicho todo; identificar cualquier fenómeno con «otro tiempo» o con un «tiempo revuelto» es liquidarlo; y señalemos el sadismo hipócrita que recubren palabras como «revuelto», «caduco», o «irreversible», que reemplazan el pensamiento por una especie de sugestión imaginativa, una «música del prejuicio» como si dijéramos. Se comprueba por ejemplo que tal práctica litúrgica o ceremonial ofende los gustos cientificistas o demagógicos de nuestra época y se está muy feliz recordando que el uso en cuestión data de la Edad Media, incluso de «Bizancio», lo que permite concluir sin otra forma de proceso que no tiene derecho a la existencia; se olvida totalmente la única pregunta que se debería plantear, el por qué los bizantinos lo practicaron; ocurre que este por qué se sitúa con bastante frecuencia fuera del tiempo, que tiene una razón de ser que revela factores intemporales. Identificarse a sí mismo con un «tiempo» y quitar por ello a las cosas cualquier valor intrínseco o casi, es una actitud muy nueva, que se proyecta arbitrariamente en lo que llamamos retrospectivamente el «pasado»; en realidad, nuestros antepasados no vivían en un tiempo, subjetiva e intelectualmente hablando, sino en un «espacio», es decir, en un mundo de valores estables donde el flujo de la duración no era por decirlo así más que accidental; tenían un maravilloso sentido de lo absoluto en las cosas y del arraigo de las cosas en lo absoluto.
Nuestra época tiende cada vez más a cortar al hombre de sus raíces; pero al querer «volver a partir de cero» y reducir al hombre a lo puramente humano, no se llega más que a deshumanizarlo, lo que prueba que lo «puramente humano» no es más que una ficción; el hombre no es plenamente hombre más que manteniéndose por encima de sí mismo y no puede hacerlo sino por la religión. El monaquismo está ahí para recordar que el hombre no es más que por su conciencia permanente del Absoluto y de los valores absolutos y que las obras humanas nada son en sí mismas; los Padres del desierto, los Casio, los San Benito han mostrado que antes de actuar es preciso ser y que las acciones son preciosas en la medida en que el amor de Dios las anima o se refleja en ellas y que son tolerables en la medida en que no se oponen a este amor. La plenitud del ser, que depende del espíritu, puede en principio prescindir de la acción; ésta no tiene su fin en sí misma; Marta no es ciertamente superior a María. El hombre se distingue del animal en dos aspectos esenciales, primero por su inteligencia capaz de lo absoluto, y en consecuencia de objetividad y del sentido de lo relativo, y en segundo lugar, por su voluntad libre, capaz de escoger a Dios y vincularse a Él: el resto no es más que contingencia, particularmente esta «cultura» profana y cuantitativa de la que la Iglesia primitiva no tenía ninguna idea y a la que ahora se hace un fundamento del valor humano en contra de la experiencia corriente y de la evidencia.
En nuestra época, el hombre se define en función no de su naturaleza específica — la cual no es definible sino en un contexto divino —, sino de las consecuencias inextricables de un prometeísmo ya secular: son las obras humanas, o incluso las consecuencias lejanas de estas obras, lo que en el espíritu de nuestros contemporáneos determina y define al hombre. Vivimos en un mundo de bastidores donde se ha hecho casi imposible tocar las realidades primordiales de las cosas; a cada paso se interponen los prejuicios y los reflejos que trae consigo un deslizamiento irreversible; es como si antes del Renacimiento o antes de los Enciclopedistas el hombre no hubiese sido enteramente hombre o como si para ser hombre hubiese sido necesario haber pasado por Descartes, Voltaire, Rousseau, Kant, Marx, Darwin y Freud, sin olvidar — a última hora — al fatal Teilhard de Chardin. Es triste ver cómo las convicciones religiosas se arropan con demasiada frecuencia con una sensibilidad irreligiosa, o cómo estas convicciones se acompañan de reflejos que le son completamente opuestos; la apologética tiende cada vez más a colocarse en un falso terreno, en el que su victoria por lo demás es imposible y a adoptar un lenguaje que suena a falso y no puede convencer a nadie, haciendo abstracción de cierto éxito de propaganda que de ningún modo sirve a la religión como tal; cuando la apologética roza con la demagogia se compromete en la vía del suicidio. En lugar de mantenerse en la verdad pura y simple — una verdad que evidentemente no puede gustar a todo el mundo —, se deja fascinar por los postulados del adversario y después por su seguridad, su dinamismo, su éxito fácil y su eficaz vulgaridad; con el pretexto de no querer «confiscar» el mensaje religioso, se le «falsifica» extrínseca e imperceptiblemente, pero se guarda bien de creer en este peligro y pronunciar esta palabra; todo lo más se habla de un peligro de «atenuación del mensaje», eufemismo cuya parcialidad es evidente.
«Someted la tierra», dice la Biblia, y los progresistas no han dejado de explotar esta frase para justificar el industrialismo cada vez más totalitario de nuestra época y preconizar una «espiritualidad» correspondiente; en realidad, hace mucho tiempo que el hombre ha obedecido esta exhortación del Creador; para captar su intención verdadera y sus límites hay que acordarse de la orden divina de «no preocuparse del día siguiente» y conminaciones análogas («¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mt 16, 26)). Es pura hipocresía valerse de la sentencia bíblica citada sin situarla en su contexto total, pues con esta lógica se debería igualmente dar un alcance absoluto al «sed fecundos y multiplicaos» («Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla y dominad sobre los peces del mar, los pájaros del cielo, los animales que se mueven sobre la tierra» (Gen 1, 28)) y abolir toda castidad en el cristianismo e incluso volver a la poligamia de los hebreos. Este curioso apresuramiento en seguir las «órdenes de Dios» nos parece que podría desembocar en muchos otros descubrimientos escriturarios además del pasaje que se refiere a la agricultura, la pesca, la caza y la ganadería y en muchas otras preocupaciones espirituales que la industrialización de la religión (A los partidarios de esta «marcha acelerada» hay que responder con la Escritura: «Quien quiera ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4). «Y no os conformeis al presente siglo, sino que transformaos por la renovación de vuestro espíritu, a fin de que experimenteis cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto» (Rom 12, 2). En nuestros días es al revés: es el cientificismo ateo, la demagogia, la máquina quienes deciden lo que es bueno, lo que debe gustar a Dios, lo que es perfecto. «¡Desgraciados cuando todos los hombres hablen bien de vosotros, pues así es como sus padres trataban a los falsos profetas!» (Lc 6, 26)).
Los complejos de inferioridad y los reflejos de mimetismo son malos consejeros; cuántas veces debemos comprobar que se hacen reproches absurdos no sólo a la religión de la Edad Media, sino a la del siglo XIX, que tampoco era «atómico», como si todos los hombres que han vivido antes de nosotros hubiesen estado afectados por una inexplicable ceguera y como si hubiese sido necesario esperar a la llegada de tal filósofo ateo para descubrir una luz decisiva y misteriosamente ignorada por todos los santos. Co demasiada facilidad se olvida que si la naturaleza humana tiene hoy derecho a sus debilidades, lo que nadie discute, igualmente tenía derecho en otros tiempos; el «progreso», la mayoría de las veces no es más que una transferencia, el intercambio de un mal por otro, pues si no nuestra época sería perfecta y santa. En el mundo humano como tal casi no se puede escoger un bien; siempre se está reducido a escoger un mal menor, y para determinar qué mal es menor es forzoso referirnos a una jerarquía de valores que sean signo de las realidades eternas, lo que precisamente «nuestro tiempo» nunca hace. La Edad Media partía de la idea de que el hombre es malo puesto que es pecador, mientras que para nuestro siglo el hombre es bueno, ya que el pecado no existe, de suerte que el mal es ante todo lo que nos hace creer en el pecado; el humanitarismo moderno, persuadido de que el hombre es bueno, entiende proteger al hombre, pero ¿contra quién? Evidentemente contra el hombre, pero ¿contra qué hombre? Y si el mal no viene del hombre, ¿de quién viene, teniendo en cuenta la convicción de que nada inteligente existe fuera del ser humano ni sobre todo por encima de él?
Existe el prejuicio de la ciencia y el social; el monaquismo, con su insistencia en la «única cosa necesaria» y con su pauperismo colectivo libre de todo deseo — y perfectamente concreto respecto a los individuos, aunque el monasterio fuese rico —, el monaquismo ofrece a su manera respuesta a los dos obstáculos. ¿Qué es una ciencia que no da cuenta ni del Infinito trascendente y consciente, ni del más allá, ni de fenómenos fundamentales tales como la Revelación, el milagro, la intelección pura, la contemplación, la santidad? ¿Y qué es un equilibrio social que abole toda superioridad real y no tiene ninguna cuenta de la naturaleza intrínseca del hombre y sus fines últimos? Se sonríen del relato bíblico de la creación, pero se ignora el simbolismo semítico, que suministra la clave para cosas aparentemente ingenuas; se pretende que la Iglesia ha estado siempre «con los ricos» y se olvida que desde el punto de Vista de la religión sólo está el hombre, sea rico o pobre — el hombre hecho de carne y espíritu, expuesto siempre a las miserias y condenado a la muerte— ;y si la Iglesia como institución terrestre se ha apoyado forzosamente en los poderosos que la protegían o estaban obligados a protegerla, nunca se ha negado a los pobres y compensa ampliamente sus imperfecciones accidentales y humanas con sus dones espirituales y sus innumerables santos, sin olvidar esta presencia espiritual permanente que precisamente realiza el monaquismo. Se ha reprochado a la Iglesia católica su «suficiencia»: pero la Iglesia tiene mil razones para ser «suficiente», puesto que ella es lo que es y ofrece lo que ofrece; no tiene que agitarse, ni hacer su «autocrítica», ni «dar un viraje» como lo exigen aquellos que ya no tienen ningún sentido de su dignidad. La Iglesia tiene el derecho a reposarse en sí misma; su línea de combate son los santos; no tiene necesidad de demagogos muy atareados que juegan al «drama» y a la «agonía». Los santos le bastan y siempre ha tenido (A este respecto añadamos que una Iglesia que no es «triunfalista» no es una Iglesia, como tampoco un dogma que no «retumba» no es un dogma).
El éxito del materialismo ateo se explica en parte por el hecho de que es una posición extrema y de un extremismo fácil visto el mundo resbaladizo que es su marco y vistos los elementos psicológicos a los que recurre; el cristianismo es también una posición extrema, pero en lugar de enfatizarla se disimula — al menos es la tendencia que parece prevalecer — y se adapta al adversario, cuando es precisamente el extremismo del mensaje cristiano que, si se afirma sin disfraz — pero también sin fingido «dinamismo» —, tiene el don de fascinar y convencer. Al capitular consciente o inconscientemente ante los argumentos del adversario evidentemente se busca darle la impresión de que el absoluto cristiano realiza el mismo género de perfección que el absoluto progresista y socialista y se reniega de aquellos aspectos — sin embargo esenciales — del absoluto cristiano que se enfrenta con las tendencias adversas, de modo que no se tiene otra cosa para oponer que un semiabsoluto sin originalidad; pues las dos actitudes son falsas: decir que no se ha tenido siempre como meta más que el progreso social, lo que es una mentira ridícula y sin relación con la perspectiva cristiana, y acusarse — mientras se promete hacerlo mejor en el futuro — de haber descuidado este progreso, lo que es una traición pura y simple; lo que habría que hacer es poner cada cosa en su sitio y recordar a cada paso lo que es, desde el punto de vista religioso, el hombre, la vida, el mundo, la sociedad. El Cristianismo es una perspectiva escatológica, contempla las cosas en función del más allá o no las considera de ninguna forma; fingir que se adopta otro modo de ver — o adoptarlo realmente — mientras se permanece en la religión, es un sin sentido ininteligible y ruinoso. La actualidad del monaquismo es que — se quiera o no — encarna precisamente ese algo que, dentro de la religión, es extremo y absoluto y de esencia espiritual y contemplativa; la caridad terrestre no tiene sentido sino en función de la caridad celestial. «Buscad primero el reino de Dios y su justicia…»
Que la religión pueda y deba en ocasiones adaptarse a circunstancias nuevas es evidente e inevitable; pero hay que tener cuidado en no dar razón a priori a las circunstancias y ver en ellas normas nada más que porque existen y complacen a la mayoría. Al proceder a una adaptación es importante sujetarse estrictamente a la perspectiva religiosa y a la jerarquía de valores que implica; es necesario inspirarse en una criterología metafísica y espiritual y no ceder a presiones, o incluso dejarse contaminar, por una falsa evaluación de las cosas. ¿No se habla de una «religión orientada hacia lo social», lo cual es o un pleonasmo o un absurdo, e incluso de una «espiritualidad del desarrollo económico», lo cual, aparte de una monstruosidad, es una contradicción en los términos? De acuerdo con estas tendencias, el error o el pecado ya no deben someterse a los imperativos de la verdad y de la espiritualidad, sino que, por el contrario, es la verdad, la espiritualidad, la que debe adaptarse al error y al pecado; y el sentimiento del adversario es el criterio de lo verdadero y lo falso, del bien y del mal.
Pero volvamos por un instante al cientificismo, puesto que juega un papel tan decisivo en la mentalidad contemporánea; no vemos por qué es necesario extasiarse ante los vuelos espaciales; los santos en sus éxtasis subían infinitamente más alto, y esto lo decimos no de modo alegórico, sino en un sentido completamente concreto que podríamos calificar de «científico» o «exacto». La ciencia moderna por más que explore lo infinitamente lejano como lo infinitamente pequeño, podrá alcanzar a su manera el mundo de las galaxias y el de las moléculas, pero ignora — ya que no cree ni en la Revelación ni en la intelección pura — todos los mundos inmateriales y suprasensoriales que, por decirlo así, envuelven nuestra dimensión sensible y en relación con los que ésta no es más que un modo de frágil coagulación, llamada a desaparecer a su hora bajo el efecto fulgurante de la Realidad divina. Así pues, postular una ciencia sin metafísica es una flagrante contradicción, pues sin metafísica no hay medidas ni criterios, no hay inteligencia que penetre, contemple y coordine. El psicologismo relativista e ignorante de lo absoluto, al igual que el evolucionismo — absurdo por contradictorio, pues lo más no puede venir de lo menos —, no se explican sino por esta exclusión de la inteligencia en lo que tiene de esencial y total.
En otro tiempo se dudaba a veces del objeto, comprendido el que puede encontrarse en nosotros mismos — es «objeto» todo aquello de lo que el sujeto puede tener conciencia distintiva y separadamente, aunque fuese un defecto moral del mismo —, pero en nuestros días no se teme la contradicción de dudar del sujeto que conoce en lo que tiene de intrínseco e irreemplazable: se pone en tela de juicio la inteligencia como tal, incluso se la «critica», sin preguntarse «quién» la critica —¿no se habla de fabricar un hombre más perfecto? — y sin darse cuenta de que la duda filosófica está comprendida en esta desvalorización, que cae con la inteligencia y que al mismo tiempo toda ciencia y toda filosofía se derrumban. Pues si nuestra inteligencia es por definición ineficaz, si somos irresponsables o montículos de tierra, inútil filosofar.
Lo que se quiere hacernos admitir es que nuestro espíritu es relativo en su propia esencia, que ésta no implica ninguna medida estable — ¡como si la razón suficiente del intelecto humano no fuese precisamente el implicar semejantes medidas! — y que, en consecuencia, las nociones de lo verdadero y lo falso son intrínsecamente relativas y, por tanto, siempre flotantes; y como algunas consecuencias de errores acumulados se enfrentan con nuestras medidas innatas y son desenmascaradas y condenadas por éstas, se nos dice que esto es cuestión de costumbre y que es necesario cambiar nuestra naturaleza, es decir, que es preciso crear una inteligencia nueva que encuentre hermoso lo que es feo y acepte como verdadero lo que es falso. El diablo es esencialmente incapaz de reconocer que se ha equivocado, a menos que semejante confesión sea por interés suyo; es pues el error hecho habitual el que debe tener razón a cualquier precio, incluso al precio de nuestra inteligencia y, en el fondo, de nuestra existencia; la naturaleza de las cosas y nuestra facultad de adecuación es el «prejuicio».
Se ha dicho y repetido que el monaquismo en todas sus formas, sea cristiano o budista, es una manifestación de «pesimismo»: se elude así por comodidad o aturdimiento el aspecto intelectual y realista del problema y se reducen las comprobaciones objetivas, las ideas metafísicas y las conclusiones lógicas a disposiciones puramente sentimentales. Se acusa de «pesimismo» al que sabe que una avalancha es una avalancha y es «optimista» el que la toma por una niebla; pensar serenamente en la muerte despreciando las distracciones es ver el mundo con colores sombríos, pero pensar en la muerte con repugnancia o evitar pensar en ella, mientras se encuentra toda la felicidad de la que se es capaz en las cosas pasajeras, es, según parece, el «valor» y el «sentido de las responsabilidades». Nunca hemos comprendido por qué los que ponen su esperanza en Dios, teniendo discernimiento suficiente para poder leer los «signos de los tiempos», son acusados de amargura, mientras otros pasan por naturalezas fuertes y felices porque toman los espejismos por realidades; es apenas creíble que este falso optimismo, que se encuentra en perfecta oposición con las Escrituras, por una parte, y con los criterios más tangibles, por otra, pueda cuajar en hombres que hacen profesión de creer en Dios y en la vida futura.
Ahora querríamos intentar describir de una manera determinada — pero habría mil modos diferentes de hacerlo — cómo el hombre que se ha vinculado con Dios se sitúa espiritualmente en la existencia o cómo toma posición frente a ese abismo vertiginoso que es el mundo. La condición de monje — pues es el que aquí nos interesa más particularmente, aunque hubiésemos podido hablar del contemplativo en general —, la condición de monje constituye una victoria sobre el espacio y el tiempo, o sobre el mundo y la vida, en el sentido de que el monje se sitúa por su actitud en el centro y en el presente: en el centro en relación con el mundo lleno de fenómenos, y en el presente en relación con la vida llena de acontecimientos. Cocentración de la oración y ritmo de la oración: en cierto sentido éstas son las dos dimensiones de la existencia espiritual en general y monástica en particular. El religioso se abstrae del mundo, se fija en un lugar definido — y el lugar es centro porque está consagrado a Dios —, cierra moralmente los ojos y se queda en el mismo sitio esperando la muerte, como una estatua colocada en un nicho, para hablar como San Francisco de Sales; mediante esta «concentración» el monje se sitúa en el «eje divino», participa ya en el Cielo vinculándose concretamente con Dios. Al hacer esto el contemplativo se abstrae igualmente de la duración, pues por la oración — esa actualización permanente de la conciencia del Absoluto — se coloca en un instante intemporal: la oración — o el recuerdo de Dios — es ahora y siempre, es «siempre ahora» y pertenece ya a la Eternidad. La vida del monje, por la eliminación de los movimientos desordenados, es un ritmo; ahora bien, el ritmo es la fijación de un instante — o del presente — en la duración, como la inmovilidad es la fijación de un punto — o del centro — en la extensión; este simbolismo, fundado en la ley de la analogía, se hace concreto en virtud de la consagración a Dios. Es de este modo como el monje tiene al mundo en la mano y domina también la vida: pues no hay nada precioso en la vida que no poseamos aquí mismo, si este punto en el que estamos pertenece a Dios y si, estando aquí para Dios, le pertenecemos; y del mismo modo toda nuestra vida está en ese instante en que escogemos a Dios y no las vanidades.
En la dimensión temporal que se extiende ante nosotros no hay más que tres certidumbres: la de la muerte, la del Juicio y la de Vida eterna. No tenemos ningún poder sobre el pasado e ignoramos el porvenir; para el porvenir no tenemos más que estas tres certidumbres, pero poseemos una cuarta en este mismo momento y es la que es todo: la de nuestra actualidad, nuestra libertad actual de escoger a Dios, y así todo nuestro destino. En este instante, en este presente, tenemos toda nuestra vida, toda nuestra existencia: todo es bueno si este instante es bueno y si sabemos fijar nuestra vida en este instante bendito; todo el secreto de la fidelidad espiritual es permanecer en este instante, renovarlo y perpetuarlo por la oración, retenerlo por el ritmo espiritual, colocar en él todo el tiempo que se vierte sobre nosotros y que corre el riesgo de arrastrarnos lejos de este «momento divino». La vocación del religioso es la oración perpetua, no porque la vida sea larga, sino porque no es más que un momento; la perpetuidad — o el ritmo — de la oración demuestra que la vida no es más que un instante siempre presente, al igual que la fijación espacial en un lugar consagrado demuestra que el mundo no es más que un punto, pero un punto que al pertenecer a Dios está por todas partes y no excluye felicidad alguna.
Esta reducción de las dimensiones existenciales — en lo que tienen de indefinido y arbitrario — en una unidad bendita es al mismo tiempo lo que forma la esencia del hombre; el resto es contingencia o accidente. Esta es una verdad que se dirige a cualquier ser humano; por ello el monje no es un ser aparte, sino simplemente un prototipo o un modelo, o un esquema espiritual, un punto de referencia: cada hombre — porque es hombre — debe realizar en cierta manera esta victoria sobre el mundo que dispersa y la vida que esclaviza. Demasiadas gentes creen no tener tiempo para rezar, pero ésta es una ilusión debida a esa indiferencia que, según Fenelón, es la mayor enfermedad del alma; pues los numerosos momentos que llenamos con nuestros sueños habituales, comprendidas nuestras reflexiones con demasiada frecuencia inútiles, se los quitamos a Dios y a nosotros mismos.
La gran misión del monaquismo es mostrar al mundo que la felicidad no está en alguna parte en la lejanía, o en algo que se sitúa fuera de nosotros, en un tesoro que buscar o en un mundo que construir, sino aquí mismo donde estamos en Dios. El monje representa frente a un mundo deshumanizado lo que son nuestras medidas verdaderas; su misión es recordar a los hombres lo que es el hombre.