DIMENSIONES, MODOS Y GRADOS DEL ORDEN DIVINO

La idea de que el Principio Supremo es a la vez la Realidad absoluta y, por ello mismo, la Posibilidad infinita, puede ser suficiente por sí misma, pues lo contiene todo, particularmente la necesidad de una Manifestación universal. Desde un punto de vista menos sintético, no obstante, y más próximo a Maya, podremos considerar un tercer elemento hipostático, a saber, la Cualidad perfecta; el Principio, al ser lo Absoluto, es por ello mismo lo Infinito y lo Perfecto. Absolutidad de lo Real, infinitud de lo Posible, perfección del Bien; éstas son las «dimensiones iniciales» del Orden Divino.

Este Orden tiene igualmente «modos»: la Sabiduría, el Poder, la Bondad. Es decir, el contenido o la substancia del Principio Supremo consiste en estos tres modos y cada uno de ellos es a la vez absoluto, infinito y perfecto; pues cada modo divino participa por definición de la naturaleza de la divina Substancia e implica así la absoluta Realidad, la infinita Posibilidad y la perfecta Cualidad. En la Sabiduría, como en el Poder y en la Bondad, no hay, en efecto, ni contingencia ni limitación, ni ninguna imperfección; estos modos, siendo absolutos, no pueden no ser, y, siendo infinitos, son inagotables; siendo perfectos, no carecen de nada.

El Principio no posee solamente «dimensiones» y «modos», tiene además «grados», y esto en virtud de su Infinitud misma, la cual lo proyecta en la Relatividad y produce así, si se puede decir, este «espacio» metacósmico que llamamos el Orden divino. Estos grados son la divina Esencia, la divina Potencialidad y la divina Manifestación; o el Sobre-Ser, el Ser creador y el Espíritu, el Logos existenciante, el cual constituye el Centro divino del cosmos total.

Necesidad y Libertad; Unicidad y Totalidad (NA: Incluso en el orden natural, lo positiva o cualitativamente único es siempre total; la belleza perfecta no podría ser pobre, ella es, por definición, una síntesis, de dónde su aspecto de ilimitación y de apaciguamiento). Por una parte, el Absoluto es el ser «necesario», el que debe ser, el que no puede no ser, y el que por eso mismo es único; por otra parte, el Infinito es el Ser «libre», que es ilimitado y contiene todo lo que puede ser; y que por eso mismo es total.

Esta Realidad absoluta e infinita, necesaria y libre, única y total, es ipso facto perfecta: pues nada le falta y posee por consiguiente todo lo que es positivo; ella se basta a sí misma. Es decir que el Absoluto, al igual que el Infinito, que es como su complemento intrínseco, su shakti, coinciden con la Perfección; el Soberano Bien es la substancia del Absoluto.

Del Absoluto deriva, en el mundo, la existencia de las cosas, luego su relativa realidad; del Infinito, sus contenidos, su diversidad y su multitud, y, así, el espacio, el tiempo, la forma, el número; de la Perfección, por último, derivan sus cualidades, ya substanciales, ya accidentales. Pues la Perfección, el Soberano Bien, contiene los tres Modos o Funciones hipostáticos que hemos mencionado, a saber, la Inteligencia, o la Cosciencia, o la Sabiduría, o la Ipseidad; el Poder o la Fuerza; la Bondad, que coincide con la Belleza y la Beatitud. Es la Infinitud la que, por así decirlo, proyecta el Soberano Bien en la relatividad, o, dicho de otro modo, la que crea la relatividad, Maya; es en la relatividad donde las Cualidades supremas se diferencian y dan lugar a las Cualidades de la Divinidad creadora, inspiradora y activa, luego del Dios personal; de Él derivan todas las cualidades cósmicas con sus gradaciones y diferenciaciones indefinidas.

Quien dice Absoluto dice Realidad y Soberano Bien; quien dice Infinito dice además comunicación, irradiación, y por consiguiente relatividad; luego también diferenciación, contraste, privación; el Infinito es la Omniposibilidad. Atma quiere revestir incluso la nada, y lo hace por y en Maya (NA: Principial y analógicamente hablando, Maya no es solamente «espacial» es también «temporal»: no sólo hay extensión y jerarquía, hay también cambio y ritmo; hay mundos y ciclos).

Hay que distinguir entre el Bien en sí y las manifestaciones del Bien; el Bien en sí no tiene opuesto, pero tan pronto como se refleja en el orden manifestado, que es el orden cósmico, aparece bajo la forma de un bien determinado, y este particularismo implica forzosamente la posibilidad de un determinado mal; el bien relativo no puede producirse más que en un mundo de contrastes.

Decir, por un afán de trascendencia, que el Absoluto está «más allá del bien y el mal, de lo bello y lo feo», sólo puede significar una cosa, a saber, que Él es el Bien en sí, la Belleza en sí; no puede significar que está privado de bien o de belleza. Por lo demás, si por una parte la posibilidad de manifestación de un bien hace necesariamente posible la de un mal, por otra, todo bien manifestado, siendo por definición limitado, implica la posibilidad de otro bien manifestado; sólo Dios es único, porque sólo Él queda fuera de la manifestación.

La cuasi fragmentaridad de los bienes manifestados aparece de una manera elocuente en el amor sexual o, más precisamente, en la selección natural que éste implica: cierto bien limitado — un determinado individuo considerado desde el punto de vista de sus cualidades — desea completarse con otro determinado bien limitado pero complementario, y crear así un ser nuevo en el que los fragmentos se unan. Este ser nuevo es limitado a su vez, por supuesto, ya que sigue estando comprendido en la manifestación; pero es menos limitado según una determinada intención de la selección natural, y según el amor que tiende a superar a los individuos, intrínsecamente por su magia espiritual y extrínsecamente por la creación unitiva de un ser nuevo. Así es como el hombre va a la búsqueda de sí mismo, de su totalidad y de su deiformidad; y buscándose a sí mismo, busca a Dios, inconsciente o conscientemente: encadenándose o liberándose.

En el Absoluto no hay diferenciación, pues ésta pertenece por definición a la relatividad, a Maya; si se nos objeta que el Infinito y el Bien — o la Infinitud y la Perfección — dependen del Absoluto, responderemos que la separación de estos aspectos o dimensiones es subjetiva, que está en nuestro espíritu, mientras que en el Absoluto estos mismos aspectos están indiferenciados a la vez que siguen siendo reales desde el punto de vista de su naturaleza intrínseca.

En la Esencia — en el «puro Absoluto» — la Inteligencia, el Poder y la Bondad se sitúan también (NA: Si uno se refiere al ternario vedántico Sat (NA: «puro Ser»), Chit (NA: «Cosciencia»), Ananda (NA: «Beatitud»), hay que tener en cuenta el hecho de que el aspecto «Poder» deriva del aspecto «puro Ser». En física se dirá que la «energía» es solidaria de la «masa»; la prueba de ello la constituye el magnetismo de los cuerpos celestes en la medida de su tamaño o de su densidad), no una junto a otra, sino una en la otra; de modo que podemos decir, bien que el Absoluto — o el Absoluto-Infinito-Bien — es la Inteligencia, bien que es el Poder, o bien que es la Bondad, siempre en su realidad intrínseca y puramente principial. Coforme al primer aspecto, se dirá que el Absoluto es el Sí, lo que expresa, por lo demás, el término Atma; el Absoluto así considerado es el Sujeto a secas, el Sujeto real y único; extrínsecamente y combinándose con Maya, este Sujeto será la raíz de todas las subjetividades posibles, será el «Yo divino» inmanente. Coforme al segundo aspecto, el del Poder, se dirá que el Absoluto es el «absolutamente Otro», el Trascendente al mismo tiempo que el Omnipotente principal; extrínsecamente y combinándose con Maya, será el Agente subyacente de todos los actos en cuanto tales, no en cuanto intenciones y formas (NA: Aquí es donde se sitúa la teoría asharí de la «adquisición» (NA: kasb) humana de los Actos divinos: es únicamente Dios el que actúa, puesto que sólo Él es capaz de ello; es Él quien «crea» nuestros actos, pero somos nosotros quienes los «adquirimos» (NA: naksibun)). Coforme al tercer aspecto, por último, el de la Bondad o la Belleza, se dirá que el Absoluto coincide con la suprema Beatitud y que, extrínsecamente y combinándose con Maya, será el «Padre» generoso, pero también la «Madre» misericordiosa: infinitamente bienaventurado en sí mismo, da la existencia y los bienes de la existencia; ofrece todo lo que Él es en su Esencia.

El Infinito, por su irradiación operada, por así decirlo, por la presión — o el desbordamiento — de las innumerables posibilidades, traspone la substancia del Absoluto, a saber, el Soberano Bien, en la relatividad; esta transposición da lugar a priori a la imagen reflejada del Bien, a saber, el Ser creador. El Bien, que coincide con el Absoluto, se prolonga así en dirección de la relatividad y da lugar primero al Ser, que contiene los arquetipos, y después a la Existencia, que los manifiesta en modos indefinidamente variados y según los ritmos de los diversos ciclos cósmicos.

El Absoluto es lo que «no puede no ser»; y la necesidad del Ser excluye todo «lo que no es Él». De modo análogo, pero en cierta forma inverso, el Infinito es lo que «puede ser todo»; y la libertad del Ser incluye todo «lo que es Él»; luego todo lo que es posible, y este «todo» es ilimitado, precisamente. En otros términos: sólo Dios es el Ser necesario: no hay en Él nada de contingente ni, con mayor razón, de arbitrario, y, por el contrario, fuera de Él no hay más que las existencias contingentes; y sólo Dios es el Ser libre; no hay en Él ninguna determinación ab extra ni ningún constreñimiento; y, por el contrario, fuera de Él no hay más que las existencias que Él determina. Por una parte, una existencia puede ser o no ser, y esto es su contingencia; por otra parte, la existencia de una cosa sólo contiene una posibilidad, la de esta cosa y ninguna otra — y esto es su limitación —, mientras que el ser de Dios contiene todo lo que es posible.

O también: Dios «debe» crear por su naturaleza, luego por necesidad, pero Él «es libre» de crear lo que quiere en virtud de su libertad; es necesario en el en-sí, pero libre en las modalidades. Dicho de otro modo: Dios «es libre» de crear lo que Él quiere — y no puede querer sino en conformidad con su naturaleza —, pero «debe» seguir la lógica de las cosas; su «actividad» es necesaria en las leyes, las estructuras, a la vez que es libre en los contenidos de éstas.

La Existencia está sometida al Ser, pero , a su vez, el Ser está sometido o subordinado al Sobre-Ser; dicho de otro modo, el mundo está sometido a Dios, pero, a su vez, Dios está sometido a su propia Esencia: al «puro Absoluto», a Atma sin rastro de Maya. Dios lo puede todo en el mundo; pero no puede nada fuera de lo que le «dicta» su Esencia o su Naturaleza, y no puede querer otra cosa. Dios no puede ser lo que Él «quiere», salvo en el sentido de que no quiere sino lo que Él es; ahora bien, Él es el Soberano Bien.

Sin duda, Dios Creador es el Dueño absoluto del mundo creado; pero Atma es el Dueño absoluto de Maya, y el Creador pertenece a Maya puesto que Él es, en ella, el reflejo directo y central de Atma.

El que el Sobre-Ser pueda tener «en su plano» — si cabe expresarse así a título provisional — una voluntad distinta de la que tiene el Ser puro en su plano, no es más contradictorio que el hecho de que tal aspecto del Ser o tal «Nombre divino» pueda tener una voluntad diferente de tal otro aspecto del Ser. El «Generoso», por ejemplo, puede o debe querer otra cosa que el «Vengador»; ahora bien, la diversidad «vertical» en el Orden divino no es más contraria a la Unidad que la diversidad «horizontal». El que Dios en cuanto Legislador no quiera el pecado mientras que Dios en cuanto Omniposibilidad lo quiera — pero desde un punto de vista completamente distinto, por supuesto —, esto es tan plausible como ei hecho de que la Justicia divina tenga otros objetivos que la Misericordia (NA: Es lo que comprenden muy bien los «politeístas»).

«Dios hace lo que quiere»: harto paradójicamente, es justamente esta expresión coránica, y otras expresiones análogas (NA: Particularmente las alusiones a lo «escondido» (NA: ghayb) y frases como ésta: «Dios sabe y vosotros no sabéis»), las que indican la absoluta trascendencia y se refieren — en el lenguaje mismo del Ser creador y revelador — al insondable Sobre-Ser, o sea a la Esencia transpersonal de la Divinidad. La paradoja misma de la expresión, que se sustrae a toda explicación, a toda satisfacción lógica y moral, insinúa una realidad que está más allá del plano del Sujeto divino personal; lo aparentemente arbitrario abre aquí la vía a la clarificación metafísica. Las oscuridades del sentido literal son en realidad claves hacia la profundidad; la función de las palabras va aquí en sentido contrario a las interpretaciones — que cargan las tintas en el sentido de la tosquedad — de los teólogos hanbalíes, asharíes y otros. «Dios hace lo que quiere» significa, en último término, «Dios no es lo que vosotros creéis», o mejor: «lo que vosotros podéis comprender»; a saber, un ser antropomorfo con una subjetividad única y por lo tanto con una voluntad única.

Dios puede querer lo que Él es, no puede ser lo que quiere, suponiendo — en lo que concierne a la segunda proposición — que pueda querer cualquier cosa, lo cual precisamente su ser excluye. Una observación que se impone aquí es la siguiente: desde cierto punto de vista, Dios es el absoluto Bien; pero desde otro punto de vista, está «más allá del bien y el mal», según la interpretación de las palabras; hemos aludido a ello más arriba. Por una parte, Él es el Bien en el sentido de que todo bien deriva de su naturaleza, mientras que no puede causar el mal como tal; por otra parte, Él está «más allá del bien y del mal» en el sentido de que Él es forzosamente la causa de todo lo que existe, puesto que no hay otra causa en el universo; ahora bien, la existencia en sí no es ni buena ni mala, aunque pueda considerársela en los dos aspectos. Coparado con el «Soberano Bien», el mundo total puede aparecer como una especie de «mal», puesto que no es Dios — «¿por qué me llamas bueno?» — , mientras que, desde otro punto de vista, «Dios vio que todo era bueno», es decir, que el mundo es bueno en cuanto Manifestación divina; lo que muestra bien que, si por una parte Dios es «el Bien», por otra está «más allá del bien y del mal» (NA: Obsérvese que si el Corán no especificara que es Dios quien «crea el mal» (NA: min sharri ma khalaq), quedaría abierta la puerta hacia un dualismo mazdeísta o maniqueo: se correría el peligro de admitir dos divinidades, una buena y otra mala. La solución coránica se sitúa, por así decirlo, entre dos escollos, la idea de dos Dioses antagonistas y la negación pura y simple del mal; la mentalidad colectiva árabe, o cercano-oriental, no parece haber dejado otra elección); desde este último punto de vista — y desde éste solamente — se puede decir que la distinción de que se trata no significa nada para Dios, que, por consiguiente, la moral humana no le concierne.

El Orden divino — si cabe expresarse así — está hecho de Sabiduría, de Poder y de Bondad, siendo cada una de estas hipóstasis absoluta, infinita y perfecta. Además, este Orden implica tres grados de Realidad, a saber, el Sobre-Ser, el Ser y la Existencia: ésta es aquí, no la Existencia cósmica en su integridad, sino la Manifestación divina, es decir, el reflejo directo y central del Ser en el orden cósmico (NA: Esta «Manifestación divina» no es otra que la Buddhi de los vedantistas, o la esfera arcangélica de los monoteístas); así es como el Orden divino entra en el cosmos sin dejar de ser lo que es y sin que el cosmos deje de ser lo que es. Y éste es al mismo tiempo el misterio del Logos, del Avatara: de la teofanía humana que es «verdadero hombre y verdadero Dios».

La polarización en Cualidades distintas se produce a partir del grado «Ser» y se acentúa a partir del grado «Existencia». Entre las Cualidades divinas, las que manifiestan el Rigor, la Justicia, la Cólera, corresponden en último término y de una forma particular al polo «Absoluto», que en sí no puede ser un polo, pero aparece así cuando se considera separativamente su shakti de Infinitud; correlativa y complementariamente, las Cualidades que manifiestan la Dulzura, la Copasión, el Amor, corresponden de modo análogo al polo «Infinito»: ésta es la distinción islámica entre la «Majestad» (NA: Jalal) y la «Belleza» (NA: Jamal). Pero el «Justo» es el «Santo» como el «Misericordioso» es el «Santo»; pues Dios es Uno, y es santo en virtud de su Esencia, no en virtud de una determinada Cualidad.

La Justicia, o el Rigor, que deriva en cierta forma del polo «Absoluto», no puede no ser; deben haber, pues, en el cosmos soportes que permitan su manifestación. Lo mismo para la Clemencia o la Dulzura, que deriva del polo «Infinito»: sólo puede manifestarse mediante elementos creados que sirvan de receptáculos a su acción. Lo que evoca la doctrina paulina de los vasos de Cólera y los vasos de Misericordia, luego la idea de la predestinación; y ésta no es otra que la substancia de una determinada posibilidad existencial.

La Omniposibilidad, sea cual sea su nivel hipostático (NA: Sobre-Ser, Ser o Existencia; ya sea el Infinito puro (NA: Ananda), o bien su prolongación en el Ser (NA: = Prakriti), o, también, la ilimitación de la Substancia cósmica existenciante (NA: = Saraswati — Lakshmi — Parvati). Según Paracelso, Dios «Hijo» presupone no sólo el «Padre», sino también la «Madre»; ésta se halla más o menos escondida en el «Padre», y María es quien la personifica en el plano humano. Esta opinión es plausible en el sentido de que el Infinito puede ser considerado metafóricamente — si aceptamos este género de simbolismo, y presuponiendo un marco que lo haga posible — como la «Esposa» (NA: Shakti) del Absoluto y la «Madre» de la divina Perfección o del supremo Bien; el Infinito se refleja entonces necesariamente, en un modo «de fuerza mayor», en la Mujer-Avatara), prefigura con su ilimitación a la vez estática y dinámica la complementareidad «espacio-tiempo», o más concretamente la del éter y de su potencia vibratoria; el éter es, en nuestro mundo material, la substancia de base que prefigura a su vez la complementareidad «masa-energía». Y recordemos en esta ocasión que el vacío espacial es en realidad el éter, que es por consiguiente un vacío relativo y simbólico; asimismo, el vacío temporal, si así se puede decir — la ausencia de cambio o de movimiento — es en realidad la energía latente del elemento etéreo, pues no hay inercia absoluta. El espacio concreto es una substancia, o la substancia, la primera de todas; el vacío concreto es una vibración, o la vibración, la que comunica todas las demás. Si el vacío empírico fuera absoluto como sólo un principio puede serlo, sería una pura nada, y no habría extensión posible — ni espacial ni temporal — pues no se puede añadir una nada a otra nada; el punto no podría entonces engendrar concretamente la línea, ni el instante la duración. Sólo una substancia — por definición energética o vibratoria — puede transmitir contenidos, ya sean estáticos, ya dinámicos.

Sin duda, el espacio en cuanto continente puro y simple es vacío y sin vida — no realiza, sin embargo, este aspecto más que de un modo relativo y fragmentario —, pero, en cuanto campo de manifestación de las posibilidades formales, luego en su naturaleza íntegra, es plenitud y movimiento; por eso de hecho, y con razón, no hay espacio total sin cuerpos celestes, y no hay cuerpos celestes sin cambio ni desplazamiento. Si el espacio no fuera más que un vacío desprovisto de substancialidad y energía, y que contuviera por milagro formas, no sería más que un museo de cristales; decimos «por milagro», pues, al no ser nada, un vacío absoluto no puede contener nada.

Es necesariamente así porque la divina Posibilidad, a la vez que es un vacío con respecto a la Manifestación, es en sí misma Plenitud y Vida (NA: Desde un punto de vista racionalista, se dirá que la Omniposibilidad es una abstracción, mientras que en realidad es una potencialidad, o la Potencialidad a secas. Añadiremos que la Omniposibilidad no es tan sólo una «dimensión» divina, sino que es también la Maya total, desde el Ser hasta nuestro mundo).