En el Cristianismo, como en otras partes, se encuentran ejemplos característicos de la sobreacentuación del aspecto «servidor», hablando de la naturaleza humana; decimos «sobreacentuación», no para decir que hay límites para la virtud de humildad en cuanto ésta se halla determinada por una situación objetivamente real — sin lo cual hay exceso y no norma —, sino para especificar que un determinado sentimentalismo religioso está siempre dispuesto a exagerar la indignidad del hombre, es decir, a reducir el hombre total y deiforme al hombre parcial y desviado; a reducir eventualmente el «hombre como tal» a «determinado hombre». Esto aparece en cierto modo en el hecho de suplicar a Dios, antes del rito de la Cosagración, «que reciba favorablemente esta ofrenda de vuestros servidores», o «que haga descender el Espíritu Santo» sobre las especies eucarísticas y las cambie «por un favor de tu bondad» en el cuerpo y la sangre de Cristo, y otras fórmulas de este género, según las liturgias; es decir, se da un cariz objetivo y sacramental a una disposición subjetiva y moral.
Santo Tomás, que tiene conciencia del problema, plantea en primer lugar la cuestión de saber si la súplica de que se trata no es «un ruego superfluo, puesto que el poder divino produce infaliblemente el sacramento», y responde a continuación, por una parte que «la eficacia de las palabras sacramentales podría ser contrariada por la intención del celebrante», y, por otra, que «no hay ninguna inconveniencia en pedir a Dios lo que estamos seguros de que realizará»; por último, que el sacerdote ruega, no para que la consagración se cumpla, sino «para que ella nos sea fructífera (NA: En lo cual el Aquinate se basa en un texto de San Agustín, que a su vez comunica una opinión de Pascasio Radberto; Cf Suma Teológica, Tercera Parte, Cuestión 83)». Estas explicaciones son plausibles (NA: Salvo quizá en lo que concierne a la legitimidad de una petición cuya concesión es segura, pues esta legitimidad, si es evidente en ciertos casos, no nos parece serlo en el de un sacramento), pero no dan cuenta del porqué de la formulación misma, mientras que en ello está toda la cuestión desde el punto de vista del lenguaje religioso que aquí nos interesa, e independientemente de las variaciones litúrgicas (NA: En lo referente a la intención subyacente — no a la forma explícita — de las plegarias eucarísticas, se ha esgrimido no sólo que aquéllas se explican por la indignidad del hombre en sí, sino también que la Misa es un «acto comunitario» y que se trata de expresar el sentimiento de la asistencia. Sin querer extendernos en esta cuestión, que está fuera de nuestro tema, observaremos que esa concepción del papel más o menos sacerdotal de la asistencia laica es de los más ambiguos y puede dar lugar a muchos abusos, a pesar de las delimitaciones teológicas que difieren por lo demás de una confesión a otra).
Otro ejemplo de sobreacentuación religiosa es el siguiente: el Decreto de Graciano (NA: siglo XII) estipula que, si quedan después de la Misa hostias consagradas, los sacerdotes «deben ser diligentes en consumirlas con temor y temblor»; es cierto que el sentido de lo sagrado excluye toda desenvoltura, pero esto no es una razón para expresarse de forma que se dé la impresión de poner un moralismo irritado en lugar de la esperanza a la vez vivificadora y apaciguadora que se impone aquí, y de la que el fiel debe ser capaz so pena de estar descalificado para el rito. Pues lo que prevalece en un caso como éste no puede ser una actitud de «temblor» (NA: Actitud que un San Julián Eymard, apóstol de la adoración del Santo Sacramento, no hubiera aprobado. Añadamos, sin embargo, que preferimos, con mucho, el temblor de Graciano a la impertinencia de los modernistas), es, al contrario, un recogimiento contemplativo hecho de serenidad y de santo gozo; recogimiento que por definición se combina con el temor reverencial, sin duda, pero no hasta el punto de reducir todo el enfoque a un reflejo de separación o de alejamiento. La expresión de Graciano hace sentir, en suma, lo que hay de inconscientemente profanador en la vulgarización del sacramento eucarístico, dictada por una piedad más emotiva que realista y que olvida el mandato de no dar «a los perros lo que es sagrado» (NA: Hay, por lo demás, algo singularmente desproporcionado o «malsonante» en el hecho de consumir hostias consagradas por la simple razón de que hay demasiadas y no se quieren conservar; hay en ello una disonancia que indica a su modo la disparidad entre el sacramento y la aplicación que de él se hace; o entre la naturaleza del sacramento y una cierta interpretación falta de realismo y flexibilidad; es subestimar a Dios por exceso de celo); que olvida el principio de que la caridad bien entendida depende de la verdad, luego de la naturaleza de las cosas.
Al pensar en este contexto en el cáliz dorado de la Misa, nos acordamos de una expresión que también da fe del «ostracismo» ocasional del sentimentalismo religioso: más de una vez hemos leído que el oro no es más que un «vil metal» mientras que el alma es bella, y otras expresiones de este género. En realidad, el hecho de que el oro sea materia no lo hace en modo alguno «vil», sin lo cual la hostia consagrada y a fortiori el cuerpo de Cristo y el de la Virgen — elevados al Cielo y no destruidos — serían «viles» igualmente, quod absit; por consiguiente, hay que poseer una mentalidad fundamentalmente moralizante para confundir prácticamente una inferioridad simplemente existencial con una bajeza moral. El hecho mismo de que el cáliz de la Misa deba ser dorado desmiente tal abuso de terminología, con la asociación de ideas desagradable que lleva consigo lógicamente, abuso que no habríamos mencionado si no hubiera muchos otros ejemplos de este género en la literatura piadosa (NA: En este orden de ideas, se ignora fácilmente la dignidad y la inocencia del animal, que debe pagar los gastos terminológicos de la decadencia humana), al menos cuando el tema tratado invita a tales confusiones; el «complejo» fundamental es siempre el desprecio de la «carne» en nombre del «espíritu», o de la naturaleza en nombre de la sobrenaturaleza, con razón o sin ella.
Como en el capítulo precedente nos hemos referido mucho a la teología islámica, sin duda vale la pena señalar ciertos escollos que hacen singularmente penoso el acceso a la literatura piadosa del Islam, y que incluso lo bloquean en muchos casos: se trata especialmente de una acusada tendencia a la expresión elíptica, y también, casi correlativamente, una tendencia no menos desconcertante al hiperbolismo o incluso a la exageración sin más (NA: Hemos tratado sobre esta espinosa cuestión en nuestro libro Forme et Substance dans les Religions, capítulos Quelques difficultés des Textes sacrés y Paradoxes de l'expression spirituelle, y aún más ampliamente en los tres primeros capítulos de nuestro libro Le soufisme, voile et quintessence). No es que el Cristianismo — ya lo hemos visto — esté al abrigo de este género de escollos, pero su lenguaje es por término medio más «ario» que el de la piedad musulmana, luego más directo y más abierto, menos simbolista también y menos florido, de modo que corre menos riesgos en el aspecto de que se trata. Para el occidental, la exageración es algo intelectualmente inadecuado y moralmente poco honrado; para el cercano-oriental, compensa su falsedad con su utilidad: acentúa la verdad estilizándola, es decir, pone de relieve la intención íntima de la imagen que amplifica; casi hace las veces de «esencialización», es decir, aparece a veces como «más verdadera» que su objeto, en el sentido de que manifiesta su cualidad secreta, difuminada por el velo de las contingencias. El carácter cuantitativo — no cualitativo — de la exageración no le quita a ésta nada de su fuerza contundente, a los ojos de quienes la aceptan y la practican; lo cual no deja de estar relacionado, creemos, con el prestigio de la idea de «poder», luego también con el argumento de la Omnipotencia.
El simbolismo es el lenguaje primordial, el de la Sophia perennis; queda por saber cuáles son sus deberes y cuáles son sus derechos; las respuestas serán sin duda diversas según los temperamentos y las épocas.
Muchas de las paradojas de la literatura islámica, empezando por los ahadith mismos, se explican por un elipsismo deseoso de causar un «choque catalítico» al margen de la lógica incluso elemental. El sentido común aparece entonces como algo «exterior» y «superficial», profano si se quiere, luego como una falta de penetración, de intuición, de sutileza; se considera que la paradoja misma de las elipses estimula nuestro instinto de las intenciones subyacentes.
Daremos como ejemplo el hadith siguiente, cuya autenticidad, por lo demás, no podemos garantizar, pero poco importa, puesto que se lo cita sin vacilación: «El alimento más puro es el que ganamos con el trabajo de nuestras manos; el Profeta David trabajaba con sus propias manos para ganar su pan. El comerciante que dirige sus negocios honradamente y sin deseo de engañar a los demás será situado en el otro mundo entre los Profetas, los santos y los mártires». A este discurso, de un absurdo flagrante en cuanto al sentido literal, se podría objetar, en primer lugar, que David era rey y que la cuestión de un trabajo manual no le concernía; pero sin embargo se puede imaginar que él entendía dar buen ejemplo a su pueblo y que no consideraba la realeza como un trabajo que hubiera que remunerar; este punto no tiene gran importancia, pero como la imagen de un rey que se cree obligado a trabajar para pagar su sustento es absurda en sí misma, valía la pena indicar su plausibilidad eventual. Pero pasemos a lo esencial: un comerciante está interesado a priori en ganar tanto como sea posible, y la tentación de los fraudes pequeños o grandes está en su oficio mismo (NA: La avidez es incluso considerada, en el Corán, como el vicio que caracteriza al hombre caído: «La rivalidad (NA: para ganar más) os distrae (NA: de Dios), hasta que visitéis las tumbas…» (NA: Suya La Rivalidad, 1 y 2)); combatir metódicamente esta tentación, renunciar, pues, básicamente al instinto de lucro, y ello sobre la base de la fe en Dios, luego de un ideal espiritual, es morir a un modo de subjetividad; la objetividad, ya sea intelectual o moral, es, en efecto, una especie de muerte (NA: Hemos encontrado muchas veces, en Oriente, el desapego y la serenidad que se desprenden de esta actitud; y ello en comerciantes lo más a menudo pobres, la mayoría miembros de una cofradía). Ahora bien, la objetividad, que en el fondo es la esencia de la vocación humana, es un modo de santidad, y coincide incluso con ésta en la medida en que su contenido es elevado, o en la medida en que es íntegra; el desapego del comerciante, por amor a Dios, es «determinada santidad», y ésta, desde el punto de vista de la substancia, coincide con la «santidad como tal»; de dónde la referencia, en el hadith citado, a los santos e incluso a los Profetas (NA: Las palabras «entre los Profetas» no indican la localización celestial, sino la afinidad en el aspecto considerado, el del desapego «por la Faz de Dios» (NA: liwajhi-Llah)). La sentencia es escandalosa a primera vista, pero invita a la meditación por esta misma razón.
El que el elipsismo dialéctico y simbolista pueda dar lugar a muchos abusos o pueda hacer perder el sentido crítico que, sin embargo, se considera que ha de estimular, es la evidencia misma; y es una cuestión completamente distinta. Sea como fuere: «los dioses gustan del lenguaje oscuro», dice un texto hindú. Gustan de este lenguaje, no porque afecten ininteligibilidad, sino porque odian la profanación; quitad de las almas el vicio de la profanidad, y los dioses quitarán de su lenguaje el velo de oscuridad. Queda por saber en qué medida el hombre tiene derecho a este principio; en qué medida puede hablar en nombre de los dioses, y como los dioses.
Pero no sólo hay la expresión elíptica de apariencia paradójica, también hay la expresión simbolista, analógica y alusiva: citaremos a este respecto las palabras siguientes, atribuidas al califa Ali (NA: Co razón o sin ella, pero no es esta la cuestión, puesto que no se siente ningún escrúpulo en referirlos tal cual. Lo que importa aquí es la multitud y el éxito de los dichos de este género y no su autenticidad): «Si tan sólo una gota de vino cayera en un pozo y luego éste se cegara y se construyera en ese lugar un minarete, yo no subiría a él para hacer la llamada de la oración. Si una gota de vino cayera en un río, y éste se secara y la hierba naciera en su lecho, yo no llevaría a pastar allí a ningún animal». Tomadas en su sentido literal, estas palabras son propiamente absurdas porque son contrarias a la naturaleza de las cosas desde el doble punto de vista del vino y su prohibición: en realidad, el vino es noble en sí — como lo prueban las bodas de Caná y el rito eucarístico —, y el Corán no lo prohibe sino a causa del peligro de embriaguez, luego de irresponsabilidad, de pendencia y de asesinato, y por ninguna otra razón; contrariamente a la naturaleza del vino y a la intención de la Ley, las palabras citadas significan en buena lógica, por una parte que el vino es intrínsecamente malo, y, por otra, que por esto la Ley lo prohibe. Se dice, tradicionalmente, que en el Paraíso el vino estará permitido, y nadie ignora que Cristo, Moisés, Abraham y Noé bebían vino; en fin, que todos los semitas lo hacían, como judíos y cristianos lo hacen todavía, y con honor; es bien conocido, igualmente, el papel positivo que juega en el Sufismo el simbolismo del vino (NA: Testimonio de ello es la Khamriyah, el célebre poema místico de Omar ibn El-Faridh. Omar Khayyam se sorprende, en sus Cuartetas, de que el vino esté prohibido en este bajo mundo, mientras que en el Paraíso estará autorizado; ocurrencia que no tiene sentido más que en el esoterismo). El absurdo de la sentencia citada es tan flagrante que esta misma disonancia permite suponer — u obliga a admitir — que hay ahí una intención alusiva y analógica (NA: Credo quia absurdum est, como decía Tertuliano) que se trata, por consiguiente, no del vino en sí, sino del principio negativo o maléfico de la embriaguez psíquica; embriaguez natural e individual, no sobrenatural y liberadora. Este aspecto de la embriaguez es el que interviene en un grado cualquiera en la música profana, o en la música asimilada de manera profana, la cual amplifica el ego en vez de superarlo (NA: Salvo en los casos en que constituye una «consolación sensible» apaciguante o estimulante, y sin pretensión; pero la perspectiva islámica excluye incluso esta posibilidad, al menos en principio). De ello resulta un narcisismo refractario a la disciplina espiritual, una adoración de sí que está en las antípodas de la extinción beatífica de la que el arte sagrado pretende dar un presentimiento; escuchando una bella música, el culpable se sentirá inocente. Pero el contemplativo, al contrario, escuchando la misma música se olvidará a sí mismo presintiendo las esencias; metafóricamente hablando, encontrará la vida perdiéndola, o la perderá encontrándola. Esto equivale a decir que para el contemplativo la música evoca todo el misterio del retorno de los accidentes a la Substancia (NA: El Cristianismo es una religión musical, si puede decirse así, como lo indica el papel importante de los cantos y los órganos en las iglesias. El Islam entiende representar el punto de vista opuesto, el de la sequedad y la sobriedad con miras a la «única cosa necesaria», pero compensa esta pobreza con la musicalidad de la salmodia del Corán, y también, en su dimensión sufí, con las poesías, los cantos y las danzas, otras tantas manifestaciones esotéricas del «vino» prohibido por el exoterismo; sin hablar del papel preponderante que tiene en el Islam la sexualidad).
Pero volvamos al hadith de Ali: en suma, el ensañamiento del cuarto califa contra el vino se explica cuando se admite que el vino es prácticamente el orgullo. La hinchazón narcisista que la embriaguez produce no es, en efecto, sino el «pecado original» considerado en su aspecto luciferino. Asimismo, se comprende el ensañamiento del hadith sobre los comerciantes — que hemos citado en primer lugar — si se tienen en cuenta las ecuaciones «avidez igual a concupiscencia» y «concupiscencia igual a caída»; lo que se considera es también el pecado original, pero esta vez en su aspecto de egoísmo ávido y avaro. La victoria sobre el «dinero» y el «vino» se convierte en la victoria sobre el «viejo Adán»: la victoria a secas, la que personifican los santos y los Profetas; y la naturaleza de éstos no es otra que la Fitrah, la «Naturaleza primordial»; la de los elegidos en el Paraíso.