Puede causar asombro que tratemos un tema que no solamente parece no tener la menor relación, o casi, con los temas de los capítulos precedentes, sino que también, en sí mismo, aparenta no tener sino una importancia secundaria. De hecho, si nos proponemos examinar aquí esta cuestión de las formas de arte es precisamente porque ella dista mucho de ser despreciable y, por el contrario, presenta relaciones muy estrechas con las realidades con que nos enfrentamos en este libro de una manera general. Primero que nada, hemos de dilucidar una cuestión terminológica: al hablar de «formas de arte» y no simplemente de «formas», queremos especificar que no se trata de formas «abstractas», sino, por el contrario, de cosas sensibles por definición; si, por contra, evitamos hablar de «formas artísticas», es porque, en el lenguaje corriente, se suele unir a este epíteto una idea de lujo, de cosa superflua, que corresponde exactamente a lo contrario de lo que nosotros tenemos a la vista. En nuestro sentido, la expresión «formas de arte» es un pleonasmo, puesto que no es posible disociar, hablando tradicionalmente, la forma y el arte, siendo este último simplemente el principio de manifestación de aquélla; nos hemos visto obligados sin embargo a recurrir al pleonasmo por las razones que acabamos de indicar.
Lo que hace falta saber para comprender la importancia de las formas es que la forma sensible es lo que corresponde simbólicamente de la manera más directa al Intelecto, y esto en razón de la analogía inversa que juega entre los órdenes principial y manifestado (NA: «El arte — dice Santo Tomás de Aquino — está asociado al conocimiento»); por consiguiente, las realidades más elevadas se manifiestan de la manera más patente en su reflejo más alejado, a saber, en el orden sensible o material, y es en este punto donde encuentra su más profundo sentido el adagio: «Los extremos se tocan»; y aún añadiríamos: es por la misma razón por lo que la Revelación desciende al cuerpo y no solamente al alma de los Profetas, lo que presupone por otra parte la perfección física de estos cuerpos (NA: René Guénon (NA: Les Deux Nuits, en «Etudes Traditionnelles», abril y mayo de 1939) hace notar, al hablar de la laylat el-qadr, noche del «descendimiento» (NA: tanzil) del Corán, que «esta noche, según el comentario de Mohidin Ibn Arabi, se identifica con el cuerpo mismo del Profeta. Lo que es particularmente digno de nota es que la 'revelación' es recibida no en lo mental, sino en el cuerpo del ser, que es 'misionado' para expresar el principio: Et Verbum caro factum est, dice también el Evangelio (NA: caro y no mens), lo que viene a ser muy exactamente otra expresión, bajo la forma propia de la tradición cristiana, de lo que representa laylat el-qadr en la tradición islámica». Esta verdad está en estrecha conexión con la relación que nosotros recalcamos entre las formas y las intelecciones). Las formas sensibles corresponden, pues, de la manera más exacta, a intelecciones, y es por esta razón por lo que el arte tradicional posee reglas que aplican al dominio de las formas las leyes cósmicas y los principios universales, y que, bajo su aspecto exterior más general, revelan el estilo de la civilización correspondiente, estilo que a su vez explicita el modo de intelectualidad de aquélla; cuando este arte deja de ser tradicional y se hace humano, individual, o sea, arbitrario, ello significa infaliblemente la señal — y secundariamente la causa — de una decadencia intelectual, decadencia que, a los ojos de quienes saben «discernir los espíritus» y mirar sin prejuicios, se expresa por el carácter más o menos incoherente y espiritualmente insignificante, diríamos inclusive ininteligible, de las formas (NA: Hacemos alusión aquí a la decadencia de ciertas ramas del arte religioso desde la época gótica, sobre todo tardía, y de todo el arte occidental a partir del Renacimiento; el arte cristiano (NA: arquitectura, escultura, pintura, orfebrería litúrgica, etc), que era un arte sagrado, simbólico, espiritual, debía entonces ceder ante la invasión del arte neoantiguo y naturalista, individualista y sentimental; este arte, que no tiene absolutamente nada de «milagroso», como piensan los que creen en el «milagro griego», es completamente inapto para la transmisión de las intuiciones intelectuales y no responde más que a las aspiraciones psíquicas colectivas; asimismo significa todo cuanto hay de más contrario a la contemplación intelectual y no tiene en cuenta más que la sentimentalidad; por otra parte, ésta se degrada a medida que responde a las necesidades de las masas, para terminar en la vulgaridad dulzona y patética. Es curioso constatar que no parece que jamás se haya caído en la cuenta de hasta qué punto esta barbarie de las formas, que alcanzó una cierta cumbre de fanfarronada vacía y miserable con el estilo Luis XV, contribuyó — y contribuye todavía — a alejar de la Iglesia a muchas almas, y no de las menos importantes. Se encontraban verdaderamente sofocadas por un entorno que no permitía ya respirar a su inteligencia.
Hagamos notar de paso que las conexiones históricas entre la culminación de la basílica de San Pedro en Roma — en estilo Renacimiento, es decir, antiespiritual y ostentoso, «humano», si se quiere — y el origen de la Reforma están desgraciadamente muy lejos de ser fortuitas). A fin de prevenir toda objeción, importa hacer notar que en las civilizaciones intelectualmente sanas, la civilización cristiana del medievo por ejemplo, la espiritualidad se afirma a menudo a través de una indiferencia por las formas y a veces por una tendencia a apartarse de ellas, como lo demuestra el ejemplo de San Bernardo prohibiendo las imágenes en los monasterios, cosa que, subrayémoslo, no significa la aceptación de la fealdad y la barbarie, por lo mismo que la pobreza no es la posesión de muchas cosas innobles; pero en un mundo en que el arte tradicional está muerto, en el que, por consiguiente, la forma misma se encuentra invadida por todo lo que es contrario a la espiritualidad, y en el que casi toda expresión formal está corrompida en su raíz, la regularidad tradicional de las formas reviste una importancia espiritual muy particular que no podía tener en su origen, porque la ausencia de espíritu en las formas era entonces algo inexistente e inconcebible.
Lo que hemos dicho de la cualidad intelectual de las formas sensibles no debe, sin embargo, hacer perder de vista que, cuanto más nos remontamos hacia los principios de una determinada tradición, menos se presentan estas formas en estado de desenvolvimiento; la pseudoforma, es decir, la forma arbitraria, está siempre excluida, como hemos dicho, pero como tal puede también estar casi ausente, al menos en ciertos dominios más o menos periféricos; por contra, cuanto más nos aproximemos al fin del ciclo tradicional de que se trate, más importancia tiene el formalismo (NA: Esto es lo que ignoran algunos movimientos pseudohindúes, de origen indio o no, que van más allá de las formas sagradas del Hinduismo creyendo representar la esencia más pura de éste; en realidad, es inútil conferir a un hombre un medio espiritual sin haberle forjado previamente una mentalidad que se armonice con este medio, y esto independientemente de la sujeción obligada a una línea iniciática; una realización espiritual es inconcebible fuera del clima psíquico apropiado, es decir, conforme al ambiente tradicional del medio espiritual de que se trate), inclusive desde el punto de vista considerado artístico, porque las formas se han convertido entonces en canales casi indispensables para la actualización del depósito espiritual de la tradición. Lo que no hay que olvidar jamás es que la ausencia de lo formal no equivale en absoluto a la presencia de lo informe, y viceversa; lo informe y lo bárbaro no alcanzarán jamás la majestuosa belleza del vacío, aunque otra cosa puedan pensar quienes tienen interés en hacer pasar una deficiencia por una superioridad (NA: Algunos creen poder afirmar que el Cristianismo, al mantenerse por encima de las formas, no podría identificarse con ninguna tradición determinada; comprendemos bien que se pueda querer consolarse por la pérdida de la civilización cristiana, incluido su arte, pero la opinión que acabamos de citar no deja de ser por eso una mala broma). Esta ley de compensación en virtud de la cual ciertas relaciones sufren, de principios a fin de un ciclo tradicional, una intervención más o menos acusada, actúa por lo demás en todos los dominios; aquí vienen a colación las palabras del Profeta Mahoma: «En el principio del Islam quien omite un décimo de la Ley está condenado; pero, en los últimos tiempos, quien cumpla un décimo de ella será salvo.»
La relación de analogía entre las intelecciones y las formas materiales explica cómo el esoterismo ha podido injertarse en el ejercicio de algunos oficios, y especialmente en el arte arquitectónico; las catedrales que los iniciados cristianos han dejado tras de sí aportan el testimonio más explícito y también más esplendoroso de la elevación espiritual de la Edad Media (NA: Ante una catedral, se siente uno realmente situado en el centro del mundo; ante una iglesia de estilo renacentista, barroco o rococó, uno no se siente más que en Europa). Y aquí tocamos un aspecto muy importante de la cuestión que nos preocupa: la acción del esoterismo sobre el exoterismo mediante las formas sensibles cuya producción es precisamente el patrimonio de la iniciación artesanal; mediante estas formas, auténticos vehículos de la doctrina tradicional integral, y que gracias a su simbolismo transmiten esta doctrina en un lenguaje inmediato y universal, el esoterismo infunde en la porción propiamente exotérica de la tradición una cualidad intelectual y por ella un equilibrio cuya ausencia entrañaría finalmente la disolución de toda la civilización, como se ha producido en el mundo cristiano. El abandono del arte sagrado desprovee al esoterismo de su medio de acción más directo; la tradición exterior insiste cada vez más sobre lo que tiene de particular o, lo que es lo mismo, de limitativo; en fin, la ausencia de la corriente de universalidad que había vivificado y estabilizado la civilización religiosa a través del lenguaje de las formas, ocasionó reacciones en sentido inverso; es decir, que las limitaciones formales, en lugar de estar compensadas, y por lo mismo estabilizadas, por las interferencias supraformales del esoterismo, suscitaron, por su misma opacidad, negaciones, por así decir, infra-formales, puesto que provenían del arbitrio individual, y éste, lejos de ser una forma de la verdad, no es más que un caos informe de opiniones y de fantasías.
Para volver a nuestra idea inicial, añadiremos que la Belleza de Dios corresponde a una realidad más profunda que Su Bondad; quizá esta afirmación asombre a primera vista, pero recuérdese la ley metafísica en virtud de la cual la analogía entre los órdenes principial y manifestado es inversa, y en este sentido lo que es grande principialmente será pequeño en lo manifestado, o lo que es interior en el Principio aparecerá como exterior en la manifestación, y viceversa; ahora bien, es en razón de esta analogía inversa como la belleza, en el hombre, es exterior y la bondad interior — al menos, según el uso ordinario de las palabras —, contrariamente a lo que acontece en el orden principial, en el cual la Bondad es como una expresión de la Belleza.
A menudo causa asombro el hecho de que los pueblos orientales, incluidos aquellos que tienen reputación de artistas, carecen totalmente, en la mayor parte de los casos, de discernimiento estético con respecto a lo que llega de Occidente; todas las fealdades engendradas por un mundo cada vez más desprovisto de espiritualidad se difunden con una increíble facilidad en Oriente, no sólo bajo la presión de los factores político-económicos, lo que no tendría nada de sorprendente, sino sobre todo por el libre consentimiento de los que, según toda apariencia, habían creado un mundo de belleza, es decir, una civilización cuyas expresiones todas, incluidas las más modestas, llevaban la impronta del mismo genio. Desde el principio de la infiltración occidental, se ha podido ver con sorpresa los más perfectos objetos de arte flanquear las peores trivialidades de fabricación industrial, y estas contradicciones desconcertantes no se producen solamente en el orden de los objetos de arte, sino en casi todos los dominios, abstracción hecha de que, en una civilización normal, todas las cosas cumplidas por los hombres dependen del dominio del arte, al menos bajo algún aspecto. La explicación de esta paradoja es, sin embargo, muy sencilla y ya la hemos esbozado más arriba: es que precisamente las formas, hasta las más ínfimas, no son obra humana más que de una manera secundaria; ellas derivan ante todo del mismo manantial suprahumano del que deriva toda tradición, lo que equivale a decir que el artista que vive en un mundo tradicional sin fisuras trabaja bajo la disciplina o la inspiración de un genio que le sobrepasa; en el fondo, él no es más que el instrumento, y lo sería por el simple hecho de su cualificación artesanal (NA: «Una cosa no es solamente lo que ella es para los sentidos, sino también lo que representa. Los objetos, naturales o artificiales, no son… 'símbolos' arbitrarios de tal o cual realidad diferente y superior, sino que son… la manifestación efectiva de esta realidad: el águila o el león, por ejemplo, no son tanto símbolos o imágenes del sol como no lo es el sol bajo una de sus apariencias (NA: siendo como es la forma esencial más importante que la naturaleza en la que se manifiesta); de la misma manera, toda casa es el mundo en efigie y todo altar está situado en el centro de la tierra…» (NA: Ananda K Comaraswamy, De la mentalité primitive, en «Etudes Traditionnelles», agosto-septiembre-octubre 1939). Es exclusivamente el arte tradicional — en el más amplio sentido, implicando todo lo que es de orden formal exterior, luego, a fortiori, todo lo que pertenece de alguna manera al dominio ritual — ;sólo este arte, transmitido con la tradición y por ella, es el que puede garantizar la correspondencia analógica adecuada entre los órdenes divino y cósmico de una parte y el orden humano o artístico de otra. Resulta de esto que el artista tradicional no se aferra a imitar pura y simplemente a la naturaleza, sino que «imita a la naturaleza en su forma de operar» (NA: Santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I, qu. 117, a. 1); y no hace falta decir que el artista no puede improvisar, con sus medios individuales, una tal operación propiamente cosmológica. Es la conformidad perfectamente adecuada del artista a esta «forma de operar», conformidad subordinada a las reglas de la tradición, la que hace la obra maestra; en otros términos, esta conformidad presupone esencialmente un conocimiento, sea personal, directo y activo, sea heredado, indirecto y pasivo, siendo este último el caso de los artesanos que, inconscientes en tanto que individuos del contenido metafísico de las formas que han aprendido a elaborar, no saben resistir a la influencia corrosiva del Occidente moderno). De esto se deduce que el gusto individual no juega, en la producción de las formas de un determinado arte, más que un papel oscuro, y que este gusto se reducirá incluso a la nada desde el momento en que el individuo se vea frente a una forma extraña al espíritu de su propia tradición; es lo que se produce, en los pueblos situados fuera de la civilización europea, respecto a las formas de importación occidental. Sin embargo, para que esto se produzca, es preciso que el pueblo que acepte tales confusiones no tenga ya consciencia plena de su propio genio espiritual, o, en otros términos, que no esté ya él mismo a la altura de las formas de que está rodeado todavía y en medio de las que vive; esto prueba que este pueblo ha sufrido ya una cierta decadencia y, por esto, acepta las fealdades modernas tanto más fácilmente cuanto ellas pueden responder a posibilidades inferiores que él intenta realizar ya por sí mismo espontáneamente, de cualquier manera, lo que por otra parte puede ser inconsciente; igualmente el apresuramiento irrazonado con el que un gran número de orientales, y, sin duda, la inmensa mayoría, aceptan las cosas más incompatibles con el espíritu de su tradición, se explica sobre todo por la fascinación que ejerce sobre el hombre ordinario una cosa que responde a una posibilidad todavía no agotada, y esta posibilidad es, en este caso, simplemente la de lo arbitrario o la de la ausencia de principios. Pero inclusive sin querer generalizar demasiado esta explicación de lo que, entre los orientales, parece constituir una completa falta de gusto, hay un hecho que es absolutamente cierto y es que, como hemos dicho anteriormente, demasiados orientales no comprenden ellos mismos ya el sentido de las formas que han heredado, con toda la tradición, de sus antepasados. Todo cuanto acabamos de decir vale, bien entendido, en primer lugar y a fortiori, para los propios occidentales, quienes, después de haber creado — no decimos «inventado» — un arte tradicional perfecto, han renegado de él ante los vestigios del arte individualista y vacío de los grecorromanos, para desembocar finalmente en el caos artístico del mundo moderno. Sabemos bien que aquellos que no quieren a ningún precio reconocer la ininteligibilidad o la fealdad de este mundo emplean de buen grado la palabra «estética» — con un matiz peyorativo muy parecido al que se adjudica a las palabras «pintoresco» y «romántico» — para desacreditar la preocupación por las formas y para encontrarse más cómodamente en el sistema cerrado de su barbarie; una tal actitud no tiene nada de sorprendente para los modernistas probados, pero resulta más bien ilógica, por no decir miserable, en quienes reivindican la civilización cristiana; porque reducir el lenguaje espontáneo y normal del arte cristiano, lenguaje al que uno no se atrevería a reprochar su belleza, a una cuestión mundana de «gusto» — como si el arte medieval pudiese ser el producto de un capricho — equivale a admitir que la impronta dada por el genio del Cristianismo a todas sus expresiones directas e indirectas no fuese más que una contingencia sin la menor relación con este genio y sin ningún alcance serio, o inclusive debido a una inferioridad mental; porque «sólo importa el espíritu», según la idea de ciertos ignorantes imbuidos de un puritanismo hipócrita, iconoclasta, blasfematorio e impotente, que pronuncian la palabra «espíritu» con tantas más ganas cuanto más lejos están de comprenderla.
Para captar mejor las causas de la decadencia del arte en Occidente, hay que tener en cuenta que la mentalidad europea contiene un cierto idealismo peligroso que no es ajeno a esta decadencia, ni sobre todo a la de la civilización occidental en su conjunto; este idealismo ha encontrado su expresión más llamativa, podríamos decir más inteligente, en ciertas formas del arte gótico, aquéllas en que predomina un dinamismo que parece librar a la piedra de su pesantez; en cuanto al arte bizantino y romano, y también a un cierto arte gótico que conserva su potencia estática, es todavía un arte intelectual, es decir, realista. El arte gótico flamígero, por apasionado que fuese, es, sin embargo, todavía arte tradicional — excepción hecha de la escultura y la pintura, ya muy decadentes — o, más exactamente, es el canto de cisne de este arte; a partir del Renacimiento, verdadera venganza póstuma de la antigüedad clásica, el idealismo europeo se ha derrumbado sobre los sarcófagos desenterrados de la civilización grecorromana; es decir, que se ha puesto, mediante este suicidio, al servicio de un individualismo en el que ha creído descubrir su propio genio, y esto para desembocar, a través de una serie de etapas, en las afirmaciones más groseras y más quiméricas de este individualismo. Hubo aquí, por otra parte, un doble suicidio: en primer lugar el abandono del arte medieval, o del arte cristiano estrictamente, y en segundo lugar la adopción de las formas grecorromanas: al adoptarlas, se intoxica al mundo cristiano con el veneno de su decadencia. Y aquí hay que contestar a una posible objeción: el arte de los primeros cristianos, ¿no era precisamente el arte romano? A esto hay que responder que los verdaderos principios del arte cristiano son los símbolos inscritos en las catacumbas, y no las formas que los cristianos, que formaban parte, ellos mismos, de la civilización romana, pidieron prestadas provisionalmente y de una manera más bien exterior a la decadencia clásica; ahora bien, el Cristianismo estaba llamado a reemplazar esta decadencia mediante un arte salido espontáneamente de un genio espiritual original y, de hecho, si persistieron ciertas influencias romanas en el arte cristiano, no fue más que en detalles más o menos superficiales.
Más arriba hemos dicho que el idealismo europeo se ha enfeudado en el individualismo para rebajarse finalmente a las formas más groseras de este último; en cuanto a lo que el Occidente encuentra de grosero en las otras civilizaciones, no se trata casi siempre en estos casos más que de los aspectos más o menos periféricos de un realismo desprovisto de velos ilusorios e hipócritas; importa, sin embargo, no perder de vista que el idealismo no es malo en sí mismo, puesto que encuentra su lugar en la mentalidad del héroe, siempre inclinado a la sublimación; lo que es malo, al mismo tiempo que específicamente occidental, es la introducción de esta mentalidad en todos los dominios, incluidos aquellos a los que debía permanecer extraña. Es este idealismo descarriado, y tanto más frágil y peligroso, el que el Islam, con su preocupación por el equilibrio y la estabilidad — o por el realismo — ha querido evitar a toda costa, teniendo en cuenta las posibilidades restringidas de la época cíclica, muy alejada ya de los orígenes; y es de aquí de donde viene ese aspecto «prosaico» que los cristianos creen deber reprochar a la civilización musulmana.
A fin de dar una idea de los principios del arte tradicional, señalaremos algunos de los más generales y rudimentarios. Ante todo es preciso que la obra sea conforme al uso para la cual está destinada y que traduzca esta conformidad; si hay un simbolismo sobreañadido, hace falta que sea conforme al simbolismo inherente al objeto; no debe haber en ella conflicto entre lo esencial y lo accesorio, sino armonía jerárquica, lo que resulta, por otra parte, de la pureza del simbolismo; es preciso que el tratamiento de la materia sea conforme a esta materia, como por su parte esta materia debe ser conforme al empleo del objeto; es preciso, en fin, que no dé la ilusión de ser otra cosa que lo que es, ilusión que da siempre la impresión desagradable de la inutilidad, y que, cuando se constituye en el fin de la obra — como ocurre en todo el arte clasicista — es en efecto la marca de una inutilidad en demasía real. Las grandes innovaciones del arte naturalista se reducen en suma a otras tantas violaciones de los principios del arte normal: primeramente, por lo que respecta a la escultura, violación de la materia inerte, sea la piedra, el metal o la madera, y, en segundo lugar, por lo que respecta a la pintura, violación de la superficie plana. En el primer caso, se trata la materia inerte como si estuviese dotada de vida, cuando es esencialmente estática y, por ello, no permite más que la representación de cuerpos inmóviles o de fases esenciales o esquemáticas del movimiento, y no la de movimientos arbitrarios, accidentales o cuasi instantáneos; en el segundo caso, el de la pintura, se trata la superficie plana como si fuese un espacio de tres dimensiones, mediante la perspectiva o los juegos de las sombras.
Se comprenderá que tales reglas no se dictan por simples razones de estética, sino que, por el contrario, se trata en este caso de aplicaciones de leyes cósmicas; la belleza será el resultado necesario. En cuanto a la belleza en el arte naturalista, ella no reside en la obra como tal, sino únicamente en el objeto que esta obra calca, mientras que, en el arte simbólico y tradicional, es la obra en sí misma la que es bella, ya sea abstracta, ya tome la belleza, en mayor o menor medida, de un modelo de la naturaleza; nada aclararía mejor lo que queremos decir que la comparación del arte griego llamado clásico con el arte egipcio: la belleza de este último no está en efecto solamente en el del objeto representado, sino simultáneamente y a fortiori en la obra como tal, es decir, en la realidad interna que la obra hace manifestarse. Que el arte naturalista ha podido expresar a veces una nobleza de sentimiento o una inteligencia vigorosa es demasiado evidente y se explica sobre todo por razones cosmológicas cuya ausencia sería inconcebible, pero esto es totalmente independiente del arte como tal; de hecho, ningún valor individual podría compensar la falsificación de este último.
La mayor parte de los modernos que creen comprender al arte están convencidos de que el arte bizantino o románico no tiene ninguna superioridad sobre el arte moderno, y de que una Virgen bizantina o románica no se parece más a María que las imágenes naturalistas, sino al contrario; la respuesta es, sin embargo, fácil: la Virgen bizantina — que tradicionalmente se remonta a San Lucas o a los Angeles — está infinitamente más cerca de la realidad de María que la imagen naturalista, que es siempre forzosamente la de otra mujer, porque, una de dos: o bien se presenta una imagen de la Virgen absolutamente parecida desde el punto de vista físico, en cuyo caso sería necesario que el pintor hubiese visto a la Virgen, condición que, con toda evidencia, no podría ser cumplida — abstracción hecha de que la pintura naturalista es ilegítima —, o bien se presenta un símbolo perfectamente adecuado de la Virgen, en cuyo caso la cuestión del parecido físico, sin quedar absolutamente excluido, no se plantea ya de ningún modo. Ahora bien, es esta segunda solución — la única, por otra parte, que tiene un sentido — la que realizan los iconos: lo que ellos no expresan por la semejanza física, lo expresan mediante el lenguaje abstracto, pero inmediato, del simbolismo, lenguaje hecho de precisión y de imponderables a la vez; el icono transmite así, al mismo tiempo que una fuerza beatífica y que le es inherente en razón de su carácter sacramental, la santidad de la Virgen, es decir, su realidad interior y, a su través, la realidad universal de la que la propia Virgen es la expresión; el icono, al hacer asentir un estado contemplativo y una realidad metafísica, se convierte en un soporte de intelección, mientras que la imagen naturalista no transmite, aparte su mensaje evidente e inevitable, más que el hecho de que María era una mujer. Cierto que puede ocurrir que, sobre determinado icono, las proporciones y las formas del rostro sean verdaderamente las mismas que en la Virgen cuando vivía, pero tal parecido, si llegase a producirse realmente, sería independiente del simbolismo de la imagen y no podría ser más que consecuencia de una inspiración particular, sin duda ignorada por el propio artista; el arte naturalista podría por lo demás tener una cierta legitimidad si sirviese exclusivamente para retener los rasgos de los santos, porque la contemplación de los santos (NA: el darshan de los hindúes) puede significar una ayuda preciosa en la vía espiritual, por el hecho de que la apariencia exterior de los santos es como el perfume de su espiritualidad; sin embargo, semejante papel, tan limitado, de un naturalismo por otra parte siempre parcial al tiempo que disciplinado, no corresponde más que a una posibilidad muy precaria.
Pero volvamos sobre la cualidad simbólica y espiritual del icono: que se sea capaz de ver esta cualidad es una cuestión de inteligencia contemplativa, y también de «ciencia sagrada»; como quiera que sea, es ciertamente falso pretender, para legitimar el naturalismo, que el pueblo tiene necesidad de un arte accesible, es decir, chato, porque no es el «pueblo» el que ha hecho el Renacimiento y su arte, como tampoco todo el «gran arte» que de él se ha derivado, sino que, por el contrario, constituye un desafío a la piedad de la gente sencilla; el ideal artístico del Renacimiento y de todo el arte moderno está, pues, muy lejos de aquello de lo que el pueblo tiene necesidad; por lo demás, el hecho cierto es que casi todas las Vírgenes milagrosas a las que el pueblo acude son bizantinas o románicas; ¿y quién se atrevería a sostener que el color negro de algunas de ellas responde o que sea particularmente accesible a éste? Por otra parte, las Vírgenes hechas por la gente del pueblo, cuando esta gente no está maleada por la influencia del arte académico, son mucho más verdaderas que las de éste; y admitiendo inclusive que las multitudes tengan necesidad de imágenes vacías y bobaliconas, ¿habría que afirmar que las necesidades de la elite no tienen derecho a la existencia?
Co lo que precede, hemos respondido ya implícitamente a la cuestión de saber si el arte sagrado está destinado exclusivamente a la elite intelectual, o si tiene algo que transmitir al hombre de inteligencia media; esta cuestión se resuelve por sí misma cuando se tiene en cuenta la universalidad de todo simbolismo, que hace que el arte sagrado no transmita solamente — aparte de las verdades metafísicas y de los hechos relevantes de la historia sagrada — estados espirituales, sino también las actitudes psíquicas accesibles a todos los hombres; en lenguaje moderno, se diría que este arte es profundo y naif a la vez; ahora bien, esta simultaneidad de la profundidad y de la ingenuidad es precisamente una de las señales más sobresalientes del arte sagrado. Esta ingenuidad o candor, lejos de significar una inferioridad espontánea o afectada, revela por el contrario lo que constituye el estado normal del alma humana, sea la del hombre medio o la del hombre superior; la aparente inteligencia del naturalismo, por el contrario, es decir, su habilidad casi satánica para calcar la naturaleza y no transmitir de este modo más que las apariencias y las emociones, no podría corresponder más que a una mentalidad deformada, queremos decir, desviada de la sencillez o la inocencia primordial; no hay que decir que una tal deformación, hecha de superficialidad intelectual y de virtuosismo mental es incompatible con el espíritu tradicional y no encuentra, por consiguiente, ningún sitio en una civilización fiel a este espíritu. Si, pues, el arte sagrado se dirige a la inteligencia contemplativa, se dirige igualmente a la sensibilidad humana normal; es decir, que este arte sólo posee un lenguaje universal y ninguno, mejor que él, podría dirigirse, no solamente a la elite, sino también al pueblo. Recordemos por otra parte, en lo que respecta al aspecto aparentemente infantil de la mentalidad tradicional, las prescripciones de Cristo sobre que hay que ser «semejantes a niños» y «sencillos como las palomas», palabras que, cualquiera que sea, por otra parte, su sentido espiritual, se refieren con toda evidencia a realidades psicológicas.
Los Padres del siglo VIII, muy diferentes en esto a las autoridades religiosas del XV, y el XVI que traicionaron el arte cristiano abandonándolo a la impura pasión de los mundanos y a la imaginación ignorante de los profanos, tenían conciencia plena de la santidad de todos los medios de expresión de la tradición; en el segundo concilio de Nicea, estipularon también que «el arte (NA: la perfección integral del trabajo) pertenece sólo al pintor, mientras que la ordenación (NA: es decir, la elección del tema) y la disposición (NA: a saber, el tratamiento del tema desde el punto de vista simbólico tanto como técnico o material) pertenece a los Padres» (NA: Non est pictoris — ejus enim sola ars est — verum ordinatio et dispositio Patrum nostrorum), lo que equivale a situar toda iniciativa artística bajo la autoridad directa y activa de los jefes espirituales de la Cristiandad. Siendo así, ¿cómo se debe explicar que la mayor parte de los medios religiosos testimonien, desde hace algunos siglos, una lamentable incomprensión por todo lo que, siendo de orden artístico, no es en su opinión más que una cosa «exterior»? Hay en primer lugar, admitiendo a priori la eliminación de la influencia esotérica, el hecho de que la perspectiva religiosa como tal muestra una tendencia a identificarse con el punto de vista moral que no aprecia más que el mérito y cree deber ignorar la cualidad santificante del conocimiento intelectual y, por tanto, el valor de los soportes de este conocimiento; ahora bien, la perfección de la forma sensible no es, como no lo es la intelección que esta forma refleja y transmite, en absoluto «meritoria» en el sentido moral, y es lógico que la forma simbólica, puesto que no es ya comprendida, sea relegada al segundo plano e inclusive abandonada para ser reemplazada por una forma que no hablará ya a la inteligencia, sino únicamente a la imaginación sentimental, propia para inspirar el acto meritorio — al menos así se cree — del hombre limitado. Sólo que esta manera de especular sobre reacciones con la ayuda de medios superficiales y groseros se revelará en último análisis como ilusoria, porque, en realidad, nada podría influenciar mejor las disposiciones profundas del alma que un arte sagrado; el arte profano, por el contrario, inclusive si tiene alguna eficacia psicológica en las almas poco inteligentes, agota sus medios en razón misma de su superficialidad y su grosería, y acaba por provocar las consabidas reacciones de menosprecio, que son como la reacción provocada por el desprecio que ha manifestado el arte profano, sobre todo en sus comienzos, por el arte sagrado (NA: De la misma manera, la hostilidad de los exoteristas por todo cuanto sobrepasa su manera de ver entraña un exoterismo cada vez más masivo que no puede dejar de sufrir fisuras; pero la «porosidad espiritual» de la tradición — es decir, la inmanencia en la substancia del exoterismo de una dimensión trascendente que compensa su masividad —, al haber sido perdida, dichas fisuras no podían producirse más que por abajo: este es el reemplazamiento de los maestros del esoterismo medieval por los protagonistas de la increencia moderna). Es bien sabido que nada podría suministrar un alimento más inmediatamente tangible a la irreligión que la insípida hipocresía de la imaginería religiosa; algo que estaba destinado a estimular la piedad en los creyentes no hace sino confirmar a los incrédulos en su impiedad; ahora bien, es preciso reconocer que el arte sagrado no tiene en absoluto este carácter de espada de doble filo, porque, siendo más abstracto, da menos pábulo a las reacciones psíquicas hostiles. Ahora, cualesquiera que sean las especulaciones que atribuyen a las masas la necesidad de una imaginería ininteligible y radicalmente falseada, el caso es que las elites existen y tienen ciertamente necesidad de otra cosa; el lenguaje que les conviene es no el que evoca las sandeces humanas, sino las profundidades divinas, y un lenguaje tal no podría emanar del simple gusto profano, ni siquiera del genio, sino que debe proceder esencialmente de la tradición, lo que implica que la obra de arte sea ejecutada por un artista santificado o «en estado de gracia» (NA: Los pintores de iconos eran monjes que, antes de ponerse a trabajar, se preparaban mediante el ayuno, la oración, la confesión y la comunión; ocurría incluso que se mezclaban los colores con agua bendita y con polvo de reliquias, lo que no hubiese sido posible si el icono no hubiese tenido un carácter realmente sacramental). Lejos de no servir más que a la instrucción y a la edificación más o menos superficiales de las masas, el icono, como el yantra hindú y cualquier otro símbolo visible, establece un puente entre lo sensible y lo espiritual: «Por el aspecto visible — dice San Juan Damasceno — nuestro pensamiento debe estar entrañado en un movimiento espiritual y remontarse hasta la invisible majestad de Dios.»
Pero volvamos a los errores del naturalismo: el arte, desde el momento en que no está ya determinado, iluminado, guiado por la espiritualidad, queda a merced de los recursos individuales y puramente psíquicos de los artistas, y estos recursos deben agotarse en razón misma de la sandez del principio naturalista que no pretende más que un calco de la naturaleza visible; llegado al punto muerto de su vulgaridad, el naturalismo engendrará inevitablemente las monstruosidades del «surrealismo»; éste no es otra cosa que el cadáver en descomposición del arte y, en todo caso, es más bien «infrarrealismo» que otra cosa; es propiamente el resultado satánico del luciferismo naturalista. El naturalismo, en efecto, es verdaderamente luciferino por su intención de imitar las creaciones de Dios, por no hablar de su afirmación de lo psíquico en detrimento de lo espiritual, o de lo individual en detrimento de lo universal; sería preciso sobre todo decir también del hecho bruto en detrimento del símbolo. Normalmente, el hombre debe imitar el acto creador, no la cosa creada; es lo que hace el arte simbolista, del que resultan «creaciones» que, lejos de hacer doble empleo de las de Dios, las reflejan conforme a una analogía real y revelan los aspectos trascendentes de las cosas; es en esto en lo que consiste la razón suficiente del arte, abstracción hecha de la utilidad práctica de sus objetos. Hay aquí una inversión metafísica de relación que ya hemos señalado: para Dios, la criatura refleja un aspecto exteriorizado de Sí mismo; para el artista, la obra refleja por el contrario una realidad «interior» de la que él mismo no es más que un aspecto exterior; Dios crea su propia imagen, mientras que el hombre da forma en cierto modo a su propia esencia, al menos simbólicamente; sobre el plano principial, el interior se manifiesta por lo exterior, pero sobre el plano manifestado, lo exterior da forma a lo interior, y la razón suficiente de todo arte tradicional, cualquiera que sea, es que la obra sea en un cierto sentido más que el artista (NA: Es lo que hace comprensible el peligro que existía en los pueblos semíticos de pintar y sobre todo de esculpir seres vivos; allí donde el hindú y el extremoriental adoran una Realidad divina a través de un símbolo — y sabido es que un símbolo es realmente, desde el punto de vista de la realidad esencial, lo que simboliza —, el semita será llevado a divinizar el símbolo mismo. El motivo de la prohibición de las artes plásticas y visuales entre los pueblos semíticos es precisamente impedir la desviación naturalista, peligro muy real para los hombres cuya mentalidad es más bien individualista y sentimental. Es lo que hace comprensible el peligro que existía en los pueblos semíticos de pintar y sobre todo de esculpir seres vivos; allí donde el hindú y el extremoriental adoran una Realidad divina a través de un símbolo — y sabido es que un símbolo es realmente, desde el punto de vista de la realidad esencial, lo que simboliza —, el semita será llevado a divinizar el símbolo mismo. El motivo de la prohibición de las artes plásticas y visuales entre los pueblos semíticos es precisamente impedir la desviación naturalista, peligro muy real para los hombres cuya mentalidad es más bien individualista y sentimental), y conduzca a éste, por el misterio de la creación artística, hacia las orillas de su propia esencia divina.