SER HOMBRE ES CONOCER

La evidencia de la unidad trascendente de las religiones surge, no solamente de la unidad de la Verdad, sino también de la unidad del género humano. La razón suficiente de la criatura humana es saber pensar; no cualquier cosa, sino lo que importa, que a fin de cuentas es lo único importante. El hombre es el único ser sobre la tierra que es capaz de prever la muerte y que puede desear sobrevivir, el único que desea — y puede — saber el porqué del mundo, del alma, de la existencia. Nadie puede negar que, en la naturaleza ingénita del hombre está el plantearse estas cuestiones y el tener, por consiguiente, derecho a unas respuestas, así como a tener acceso a ellas, en virtud de este derecho, ya sea mediante la Revelación, ya sea mediante la Intelección, fuentes ambas que actúan según sus propias leyes y dentro del cuadro de las correspondientes condiciones.

A veces quisiera uno excusarse de parecer estar queriendo demostrar lo evidente, «abrir puertas abiertas», como se dice en francés, si no fuera porque vivimos en un mundo en que las puertas habitualmente abiertas están sabiamente cerradas, y esto cada vez más, gracias a los cuidados de un relativismo psicologista y subjetivista, hasta biologista, que todavía se atreve a llamarse «filosofía». Vivimos, en efecto, en una época en que la inteligencia es metódicamente arruinada en sus mismos fundamentos, en la que, por tanto, se hace cada vez más oportuno hablar de la naturaleza del espíritu, aunque no fuese más que a título de «consolación» o para suministrar algunos argumentos, «útiles para todos los fines».

Al decir esto, nos acordamos de un pasaje del Corán: Abraham pide a Dios que le muestre cómo El resucita a los muertos; Dios responde con una pregunta: «¿No crees tú todavía?» Abraham responde: «Sí, pero lo pregunto a fin de que mí corazón se apacigüe.» En este sentido es en el que nos parece que siempre está permitido recordar verdades que en sí son evidentes, eventualmente inclusive conocidas por todo el mundo, tanto más cuanto que las verdades más conocidas son a menudo también las más desconocidas.

El signo distintivo del hombre es la inteligencia total, o sea, objetiva y capaz de concebir lo absoluto; decir que ella posee esta capacidad equivale precisamente a decir que es objetiva o que es total. La objetividad por la que la inteligencia humana se distingue de la inteligencia animal estaría desprovista de razón suficiente sin la capacidad de concebir lo absoluto o lo infinito, o sin el sentido de la perfección.

Se ha dicho que el hombre es un animal racional, lo que es justo en el sentido precisamente de que la razón es el signo distintivo del hombre; pero ella no podría existir sin esta inteligencia suprarracional que es el Intelecto, que ella prolonga hacia el mundo de los fenómenos sensoriales. De la misma manera, el lenguaje es el signo distintivo del hombre en el sentido de que prueba la presencia de la razón y, a fortiori, la del Intelecto; el lenguaje, como la razón, es la prueba del Intelecto, teniendo, tanto uno como la otra su motivación profunda en el conocimiento de las realidades trascendentes y de nuestros fines últimos.

La inteligencia como tal se prolonga en la voluntad y en el sentimiento: si la inteligencia es objetiva, la voluntad y el sentimiento lo serán igualmente. El hombre se distingue del animal por una voluntad libre y un sentimiento generoso, porque él se distingue por una inteligencia total: la totalidad de la inteligencia da lugar, por prolongación, a la libertad de la voluntad y a la generosidad del sentimiento o del carácter. Porque sólo el hombre puede querer lo que es contrario a sus instintos o a sus intereses inmediatos; él únicamente puede ponerse en el lugar de los otros y sentir con ellos y en ellos, y él sólo es capaz de sacrificio y de piedad.

La voluntad está para realizar, pero su realización está determinada por la inteligencia; el sentimiento está para amar — en cuanto a su naturaleza intrínseca y positiva —, pero su amor está también determinado por la inteligencia, sea racional, sea intelectual, sin la que sería ciego. El hombre es la inteligencia, luego la objetividad, y esta inteligencia objetiva determina todo lo que él es y todo lo que hace.

Es lógico que quienes reivindican exclusivamente la Revelación y no la Intelección tengan tendencia a desacreditar la inteligencia, de ahí la noción de «orgullo intelectual». Llevan razón si se trata de «nuestra» inteligencia «por sí sola», pero no si se trata de la inteligencia en sí e inspirada por el Intelecto, a fin de cuentas divino. Porque el pecado de los filósofos consiste, no en fiarse de la inteligencia como tal, sino en fiarse de la inteligencia de ellos, y en no fiarse, por consiguiente, más que de la inteligencia desgajada de sus raíces sobrenaturales.

Es preciso comprender dos cosas: en primer lugar, que la inteligencia no nos pertenece y que lo que nos pertenece no es toda la inteligencia; en segundo lugar, que la inteligencia, en tanto nos pertenece, no se basta a sí misma, sino que tiene necesidad de la nobleza del alma, de la piedad y de la virtud para poder sobrepasar su particularidad humana y para incorporar la inteligencia en sí. La inteligencia no acompañada de la virtud carece, en efecto, de sinceridad, y la falta de sinceridad limita forzosamente su horizonte; es preciso ser lo que se quiere llegar a ser o, dicho de otra manera, es preciso anticipar moralmente — diríamos inclusive «estéticamente» — el orden trascendente que se quiere conocer, porque Dios es perfecto bajo todos los aspectos. La integridad moral — y aquí se trata de moral intrínseca — no es ciertamente una garantía de conocimiento metafísico, sino que es una condición del funcionamiento integral de la inteligencia sobre la base de los datos doctrinales suficientes.

Es decir, que el orgullo intelectual — o, más propiamente, intelectualista — está excluido en principio de la inteligencia en sí y luego de la inteligencia acompañada de la virtud; ésta implica el sentido de nuestra pequeñez tanto como el sentido de lo sagrado. Sería preciso decir también que, si hay una inteligencia que es conceptual o doctrinal, hay otra que es existencial o moral; hay que ser inteligente no sólo por el pensamiento, sino también por nuestro ser, que él también es fundamentalmente una adecuación a lo Real divino.

La inteligencia es, ya individual, ya universal; es razón o Intelecto; en tanto individual, debe inspirarse en su raíz universal en la medida en que entiende sobrepasar el orden de las evidencias materiales. De otro lado, lo hemos dicho, es, bien conceptual, bien existencial, y, en este sentido también, debe prolongarse: debe combinarse con su complemento moral a fin de estar plenamente conforme con lo que entiende percibir. La voluntad, el Bien y el amor de lo Bello son las concomitancias necesarias, de repercusiones incalculables, del conocimiento de lo Verdadero.

En principio, la inteligencia es infalible; pero lo es por Dios, no por nosotros. Por Dios: por su raíz trascendente, sin la cual es fragmentaria; y por sus modalidades volitivas y afectivas, sin las que se condena a fin de cuentas a no ser más que un juego del espíritu. Inversamente y a fortiori, no se puede jamás disociar la voluntad ni el sentimiento de la inteligencia, que las ilumina y que determina sus aplicaciones y sus operaciones.

Se ha dicho que la razón es una enfermedad, lo que es justo si se la compara con esa visión directa que es la Intelección. La razón es una enfermedad si la contingencia lo es, pero no lo es bajo su aspecto positivo de adecuación; esta adecuación discursiva es necesaria al hombre desde el momento en que se encuentra situado entre el exterior y el interior, lo contingente y lo absoluto. Toda la discusión sobre la capacidad o la incapacidad del espíritu humano de conocer a Dios se resuelve en esto: nuestra inteligencia no puede conocer a Dios más que «por Dios»; es, pues, Dios quien se conoce en nosotros. La razón puede participar, instrumental y provisionalmente, en este conocimiento en la medida en que permanece unida a Dios: puede participar en la Revelación, por una parte, y en la Intelección, por otra, procediendo la primera de Dios «por encima de nosotros» y la segunda de Dios «en nosotros». Si se entiende por «espíritu humano» la razón desgajada de la Intelección o de la Revelación — siendo ésta necesaria en principio para actualizar aquélla —, no hay que decir que este espíritu es incapaz de iluminarnos y, a fortiori, de salvarnos.

Para el fidelista, sólo la Revelación es «sobrenatural»; la Intelección, cuya naturaleza ignora y la cual reduce a la lógica, es para él «natural». Para el gnóstico, por el contrario, tanto la Revelación como la Intelección son sobrenaturales, dado que Dios — o el Espíritu Santo — opera tanto en la una como en la otra. El fidelista tiene todo el interés en creer que las convicciones del gnóstico son resultantes de silogismos, y lo cree tanto más fácilmente cuanto, de hecho, una operación lógica, como un simbolismo cualquiera, puede provocar la chispa de la Intelección y apartar del espíritu tal velo. Por lo demás, el fidelista no puede negar totalmente el fenómeno de la intuición intelectual, sino que se guardará muy bien de relacionarlo con esta Revelación «naturalmente sobrenatural» e inmanente que es el Intelecto; él la atribuirá a la «inspiración» y al Espíritu Santo, lo que viene a ser lo mismo en el fondo, pero salvaguarda el axioma de la incapacidad del «espíritu humano».

El tomismo distingue el conocimiento «obtenido por la razón natural» del «obtenido por la gracia», lo que sugiere que las certidumbres metafísicas serían dones concedidos incidentalmente (NA: Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, Santo Tomás es sensualista, luego cuasi racionalista y empirista; esto no impide que, según él, los principios de la lógica se sitúan en Dios, si bien una contradicción entre nuestros conocimientos y la Verdad divina es imposible, y éste es uno de los axiomas de toda metafísica y de toda epistemología), siendo así que hay también en el hombre lo que paradójicamente llamaríamos una «gracia naturalmente sobrenatural», a saber, el Intelecto. Porque una cosa es una luz que nos viene por inspiración súbita, y otra cosa es una luz a la cual hemos accedido por nuestra «naturaleza sobrenatural»; sin embargo, podríamos llamar a esta naturaleza una «inmanencia divina» y disociarla así de la humana, como lo hacemos, en efecto, cuando afirmamos que sólo Dios puede conocer a Dios, sea en nosotros o fuera de nosotros. Como quiera que sea, el receptáculo «natural» proporcionado a lo «sobrenatural» tiene ya algo de sobrenatural o de divino (NA: Por analogía, podríamos decir que María es «divina» no solamente por Jesús, sino también, y a priori, por su receptividad proporcionada a la Encarnación, de ahí la «Inmaculada Cocepción», que es una cualidad intrínseca de la Virgen. Siendo así, el Logos «se encarnó» en ella desde antes del nacimiento de Cristo, que es lo que indican las palabras gratia plena y Dominus tecum, y lo que explica que haya podido ser presentada — por los Musulmanes tanto como por los Cristianos — como la «Madre de todos los Profetas». El Loto (NA: Padma) no podría portar la Joya (NA: Mani), si él mismo no fuera una teofanía).

La esencia de la epistemología es lo que constituye la razón de ser y la posibilidad misma de la inteligencia, a saber, la adecuación, el «conocimiento» precisamente, piensen lo que piensen los agnósticos; y quien dice adecuación dice prefiguración e inclusive inmanencia de lo cognoscible en el sujeto cognoscente o llamado a conocer.

La raíz de la polarización de lo real en sujeto y objeto se encuentra en el Ser; no en el Absoluto puro, el Super-Ser, sino en la primera autodeterminación. La Maya divina es la «confrontación», si se puede decir, de Dios en tanto que Sujeto o Cosciencia y de Dios en tanto que Objeto o Ser; es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo, de su perfección y de sus posibilidades.

Esta polarización principial se refracta innumerablemente en el universo, pero lo hace de una manera desigual — según lo que exige la Posibilidad manifestante — y, por este hecho, las subjetividades no son epistemológicamente equivalentes. Pero decir que el hombre está hecho «a imagen y semejanza de Dios» significa precisamente que representa una subjetividad central, no periférica, y por consiguiente un sujeto que, emanando directamente del Intelecto divino, participa en principio de la potencia de éste; el hombre puede conocer todo lo que es real, luego cognoscible, sin necesidad de convertirse en esa divinidad terrestre en que se ha convertido.

El conocimiento relativo está limitado subjetivamente por un punto de vista y objetivamente por un aspecto; siendo el hombre relativo, su conocimiento es relativo en la medida en que es humano, y lo es en la razón, pero no por el Intelecto intrínseco; lo es por el «cerebro», no por el «corazón» unido al Absoluto. Y es en este sentido en el que, según un hadith, «el cielo y la tierra no pueden contener Me» (NA: a Dios), pero el corazón del creyente Me contiene; este corazón que desemboca, gracias al prodigio de la Inmanencia, en el divino «Sí» y en la infinitud a la vez extintiva y unitiva de lo cognoscible, luego de lo Real.

¿Por qué — se podría preguntar — esta vuelta por la inteligencia humana? ¿Por qué Dios, que se conoce en Sí mismo, quiere también conocerse en el hombre? Porque, nos enseña un hadith, «Yo era un tesoro oculto y he querido ser conocido; por eso he creado el mundo». Lo que significa que el Absoluto quiere ser conocido a partir de lo relativo. ¿Por qué? Porque esto es una posibilidad que procede, como tal, de la ilimitación de lo Posible divino; una posibilidad, es decir, algo que no puede en absoluto no ser y cuyo porqué reside en el Infinito.