TRASCENDENCIA Y UNIVERSALIDAD DEL ESOTERISMO

Antes de entrar en materia, nos parece indispensable hacer algunas aclaraciones sobre las formas más exteriores del esoterismo, aunque voluntariamente hayamos dejado de lado este aspecto contingente de la cuestión para ceñirnos únicamente a lo esencial; pero como ciertas contingencias pueden dar lugar a contestaciones de principios, es forzoso que nos detengamos un poco en ello. Es lo que vamos a hacer, aunque lo más brevemente posible.

Efectivamente, podría surgir una dificultad del hecho de que, cuando se sabe que el esoterismo está reservado, por definición y en razón de su propia naturaleza, a una elite intelectual forzosamente restringida, se pueda constatar, sin embargo, que las organizaciones iniciáticas han contado en todos los tiempos con un número relativamente elevado de afiliados. Así ocurrió por ejemplo con los pitagóricos y así ocurre, a fortiori, con las órdenes iniciáticas que subsisten, pese a su decadencia, aún en nuestros días, como es el caso de las fraternidades musulmanas; ahora bien, cuando se trate de organizaciones iniciáticas muy cerradas, se tratará casi siempre de ramas o de células de una fraternidad más vasta, y no de fraternidades en su totalidad, salvo las excepciones siempre posibles en ciertas condiciones particulares. La explicación de esta participación más o menos popular en lo que la tradición comporta de más interior y, por consiguiente, de más sutil es que el esoterismo debe integrarse, para poder existir en un mundo determinado, en una modalidad de ese mundo, lo que pone inevitablemente en causa elementos relativamente numerosos de la sociedad; de ahí la distinción que se establece, en estas fraternidades, de círculos interiores y de círculos exteriores, no pudiendo los afiliados de estos últimos tener apenas conciencia del verdadero carácter de la organización a la que pertenecen en cierto grado, considerándola simplemente como una forma de la tradición que únicamente les es accesible. Esto es lo que explica, volviendo al ejemplo de las cofradías musulmanas, la distinción existente entre los afiliados que tienen simplemente la cualidad de mutabarik (NA: «bendito» o «iniciado»), que apenas salen de la perspectiva exotérica que ellos quieren vivir con intensidad, y los miembros de la elite, que tienen la cualidad de salik (NA: «que viaja») y que siguen la senda trazada por la tradición iniciática. Es cierto que, en nuestros días, los verdaderos salikun constituyen un número ínfimo, mientras que los mutabarikun son mucho más numerosos desde el punto de vista del equilibrio normal de las fraternidades y, por sus múltiples incomprensiones, contribuyen a sofocar las manifestaciones de verdadera espiritualidad; pero, como quiera que sea, los mutabarikun, a pesar de que no pueden comprender la realidad trascendente de la fraternidad que les ha acogido en su seno, no por ello dejan de sacar, en condiciones normales, un gran beneficio de la barakah (NA: «bendición» o «influencia espiritual») que les rodea y les protege en la medida de su fervor; porque no hay que decir que la irradiación de la gracia se extiende en el seno del esoterismo, en razón de la propia universalidad de éste, a todos los grados de la civilización tradicional y no se detiene en ningún límite de forma, de la misma manera que la luz, incolora en sí misma, no se detiene ante el color de un cuerpo transparente.

Sin embargo, esta participación del pueblo, es decir, de hombres que representan la media de la colectividad, en la espiritualidad de la elite, no se explica únicamente por razones de oportunidad, sino también, y sobre todo, por la ley de la polaridad o de la compensación, según la cual «los extremos se tocan», y es por esto por lo que «la voz del pueblo es la voz de Dios» (NA: Vox populi, Vox Dei). Queremos decir que el pueblo, en tanto que portador pasivo e inconsciente de los símbolos, es como la periferia o el reflejo pasivo o femenino de la elite que, ella sí, posee y transmite los símbolos de modo activo y consciente. Esto es también lo que explica la afinidad curiosa y aparentemente paradójica que existe entre el pueblo y la elite. Por ejemplo, el Taoísmo es esotérico y a la vez popular, mientras que el Cofucianismo es exotérico y más o menos aristocrático y letrado; o bien, para tomar otro ejemplo, las fraternidades sufíes han tenido siempre, junto a su aspecto de elite, un aspecto popular en alguna medida correlativo, y esto porque el pueblo no tiene solamente un aspecto de periferia, sino también un aspecto de totalidad que corresponde analógicamente al centro. Se puede decir que las funciones intelectuales del pueblo son el artesanado y el folklore, representando el primero de ellos el método o la realización y el segundo la doctrina; el pueblo refleja así pasiva y colectivamente la función esencial de la elite, a saber, la transmisión del aspecto propiamente intelectual de la tradición, aspecto cuyo ropaje será el simbolismo bajo todas sus formas.

Otra cuestión que debemos elucidar antes de entrar más directamente en materia es la de la universalidad tradicional, idea que, siendo todavía de un orden bastante exterior, se ve sometida a toda suerte de contingencias históricas y geográficas, si bien algunos dudan abiertamente de su existencia; así, hemos oído negar en alguna parte que el Sufismo admite esta idea. Mohiddin Ibn Arabi la habría negado, puesto que él escribió que el Islam es el soporte de otras religiones. Ahora bien, toda forma tradicional es superior a las otras en algún aspecto, y este aspecto marca inclusive la razón suficiente de esta forma; este aspecto es el que tiene siempre a la vista quien habla en nombre de su religión; lo que cuenta, en el reconocimiento de las otras formas tradicionales, es el hecho — exotéricamente inconcebible — de este reconocimiento, y no el modo o el grado de éste. El Corán ofrece, por otra parte, el prototipo de esta manera de ver: de una parte, dice que todos los Profetas son iguales y, de otra parte, afirma que unos son superiores a los otros, lo que significa, según el comentario de Ibn Arabí, que cada profeta es superior a los otros por una particularidad que le es propia, es decir, en un cierto aspecto. Ibn Arabí pertenecía a la civilización musulmana y debía su realización espiritual a la barakah islámica y a los Maestros del Sufismo; en una palabra, a la forma islámica. El hubo, pues, de situarse en este punto de vista, es decir, en el del aspecto bajo el cual esta forma comporta una superioridad con respecto a las otras formas; si esta superioridad relativa no existiera, los hindúes que se han hecho musulmanes a lo largo de los siglos no habrían tenido ninguna razón positiva para actuar así. El hecho de que el Islam constituya la última forma del Sanatana-Dharma en el maha-yuga, para hablar en términos hindúes, implica que esta forma posee una cierta superioridad contingente sobre las formas precedentes; de la misma manera, el hecho de que el Hinduismo sea la forma tradicional más antigua actualmente en vigor implica que posee una cierta superioridad o «centralidad» con respecto a las formas posteriores; en esto no hay, bien entendido, ninguna contradicción, puesto que los aspectos a considerar en una y otra son diferentes.

De la misma manera, el hecho de que San Bernardo predicara las cruzadas e ignorase la naturaleza real del Islam no contradice en nada su conocimiento esotérico. No ha lugar plantearse si San Bernardo comprendía o no el Islam, sino más bien intentar saber si, en caso de contactos directos y continuos con esta forma de la Revelación, habría comprendido, como efectivamente la comprendió la elite templaria que estaba situada en las condiciones requeridas. La espiritualidad de un hombre no puede depender de conocimientos históricos o geográficos, o de cualquier otro tipo de conocimiento «científico» de idéntico rango. Se puede, pues, decir que el universalismo de los esoteristas es virtual en cuanto a sus posibles aplicaciones y que no deviene efectivo más que cuando las circunstancias permiten o imponen una aplicación determinada. En otros términos, únicamente en contacto con otra civilización puede actualizarse este universalismo; pero, bien entendido, no hay en este punto ninguna ley rigurosa, y los factores que, en el caso de un esoterista, determinarán la aceptación de tal o cual forma extraña pueden ser muy diferentes según los casos; con toda evidencia, no es posible definir exactamente lo que constituye un contacto con una forma extraña, es decir, lo que es suficiente para determinar la comprensión de una tal forma (NA: Una observación análoga se puede hacer en lo concerniente a los espirituales que el sufismo designa con el término de Afrad (NA: «aislados», sing Fard): estos espirituales, por definición muy raros en todo tiempo, se caracterizan por el hecho de que poseen la iniciación efectiva de una manera espontánea y sin que hayan tenido que ser iniciados ritualmente. Ahora bien, estos hombres, por el hecho mismo de que han obtenido el Conocimiento sin estudios ni ejercicios, pueden ignorar las cosas de que personalmente no tienen necesidad; al no haber sido iniciados, no tienen por qué saber qué significa iniciación en el sentido técnico de la palabra; también ellos hablan a la manera de los hombres de la «edad de oro» — época en que la iniciación no era todavía necesaria — más que a la manera de los instructores espirituales de la «edad de hierro»; por lo demás, al no haber seguido una vía de realización, no pueden asumir el papel de Maestros espirituales.

De la misma manera: si Shri Ramakrishna no pudo prever la desviación de su línea espiritual es porque, al ignorar el espíritu occidental moderno, le era imposible interpretar ciertas visiones de otra manera que en un sentido normalmente hindú. Añadamos, sin embargo, que dicha desviación, de orden doctrinal y de inspiración occidental moderna, no abole en absoluto la influencia de la gracia surgida de Shri Ramakrishna, sino que más bien se añade a ella como un «decorado» superfetatorio, o sea, en una nada espiritual; dicho de otra manera: el hecho de que la bhakti del santo haya sido «travestida» en una pseudo-jnana de estilo filosófico-religioso, es decir, europeo, no impide en absoluto la influencia espiritual de ser lo que es. Del mismo modo, si Shri Ramakrishna entendía prodigar con largueza su irradiación de bhakti, conforme a ciertas condiciones particulares de fin de ciclo, esto es independiente de las formas que haya podido adoptar el celo de algunos de sus discípulos. Esta voluntad de entregarse con largueza emparenta, por otra parte, el santo de Dakshineshwar a la «familia espiritual» de Cristo, de suerte que todo cuanto se puede decir de la naturaleza particular de la irradiación crística puede aplicarse también a la irradiación del Paramahamsa: Et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt).

Ahora debemos responder más explícitamente a la cuestión de saber cuáles son las principales verdades que el exoterismo debe ignorar, sin deber, no obstante negarlas expresamente (NA: «El formalismo, la institución del hombre medio, permite al hombre alcanzar la universalidad… Es justamente el hombre medio el que es objeto de la shariah o ley sagrada del Islamismo… Esta ley establece alrededor de cada uno una especie de neutralidad que garantiza todas las individualidades al obligarles a trabajar para todos… El Islam, como religión, es la vía de la unidad y de la totalidad. Su dogma fundamental se llama Et-Tawhid, es decir, la unidad o la acción de unir. En tanto que religión universal comporta grados, pero cada uno de estos grados es verdaderamente el Islam, es decir, que cualquier aspecto del Islam revela los mismos principios. Sus fórmulas son extremadamente simples, pero el número de sus formas es incalculable. Cuanto más numerosas son estas formas, más perfecta es la ley. Se es musulmán cuando se cumple su destino, es decir, su razón de ser… La palabra ex cathedra del mufti debe ser clara, comprensible para todo el mundo, inclusive para un negro iletrado. No hay derecho a pronunciarse sobre otra cosa que sobre un lugar común de la vida práctica. No lo hace jamás, por otra parte, tanto más cuanto que puede eludir las cuestiones que no dependen de su competencia. Es la limitación neta, conocida por todos, entre las cuestiones sufíes y sharitas lo que le permite al Islam ser esotérico y exotérico sin contradecirse jamás. Esto es por lo que no hay nunca conflictos serios entre la ciencia y la fe entre los musulmanes que comprenden su religión. La fórmula de Et-Tawhid o del monoteísmo es el lugar común sharita. El alcance que dais a esta fórmula es asunto vuestro personal, porque depende de vuestro sufismo. Todas las deducciones que podéis hacer de esta fórmula son más o menos buenas, a condición, sin embargo, de que no abolan el sentido literal; porque entonces destruiréis la unidad islámica, es decir, su universalidad, su facultad de adaptarse y de convenir a todas las mentalidades, circunstancias y épocas. El formalismo es de rigor; no es una superstición, sino un lenguaje universal. Como la universalidad es el principio, la razón de ser del Islam, y como por otro lado el lenguaje es el medio de comunicación entre los seres dotados de razón, de ahí se sigue que las fórmulas exotéricas son tan importantes en el organismo religioso como las arterias en el cuerpo animal… La vida no es en absoluto divisible; lo que hace que parezca tal es el hecho de ser susceptible de gradación. Cuanto más se identifica la vida del yo con la vida del no-yo, más intensamente se vive. La transfusión del yo en no-yo se hace mediante el don más o menos ritual, consciente o voluntario. Fácilmente se comprende que el arte de dar es el principal arcano de la Gran Obra» (NA: Abdul-Hadi, L'universalifé en l'Islam, en «Le Voile d'Isis», enero 1934)); ahora bien, entre las concepciones inaccesibles al exoterismo, la más importante es quizá, al menos en ciertos aspectos, la de la gradación de la Realidad universal: la Realidad se afirma por grados, pero sin dejar de ser una, pues los grados inferiores de esta afirmación se encuentran absorbidos, por integración o síntesis metafísica, en los grados superiores; es la doctrina de la ilusión cósmica: el mundo no es solamente más o menos imperfecto y efímero, sino que él no es siquiera de ninguna manera con respecto a la Realidad absoluta, puesto que la realidad del mundo limitaría la de Dios, el solo que «es»; pero el Ser mismo, que no es otro que el Dios personal, se encuentra a su vez sobrepasado por la Divinidad impersonal o suprapersonal, el No-Ser del que el Dios personal o el Ser no es más que la primera determinación a partir de la cual se desarrollan todas las determinaciones secundarias que constituyen la Existencia cósmica. Ahora bien, el exoterismo no puede admitir ni esta irrealidad del mundo ni la realidad exclusiva del Principio divino, ni sobre todo la trascendencia del No-Ser en relación al Ser, que es Dios; en otros términos, el punto de vista exotérico no puede comprender la trascendencia de la suprema Impersonalidad divina de la que Dios es la Afirmación personal; éstas son verdades demasiado elevadas y, por lo mismo, demasiado sutiles y complejas desde el punto de vista del entendimiento simplemente racional, como para ser accesibles a la mayoría y susceptibles de formulación dogmática. Otra idea que el exoterismo no admite es la de la inmanencia del Intelecto en todo ser, ese intelecto que el Maestro Eckhart definió como «increado e increable» (NA: Como es sabido, ciertos textos eckhartianos, que sobrepasan el punto de vista teológico y escapan así a la competencia de la autoridad religiosa como tal, han sido condenados por ésta; si este veredicto podía con todo tener su legitimidad en ciertas razones de oportunidad, no la tenía ciertamente en su forma, y por una curiosa coincidencia Juan XXII, que había emitido esta bula, fue obligado a su vez a retractarse de una opinión que había predicado, viendo con ello quebrantada su autoridad. Eckhart no se había retractado más que de una manera «principial», por simple obediencia, y antes mismo de conocer la decisión papal; y tampoco sus discípulos se turbaron más por la bula en sí misma, y no nos parece ocioso añadir que uno de ellos, el bienaventurado Henri Suso, tuvo una visión, después de la muerte de Eckhart, del «maestro bienaventurado, deificado en Dios, en una superabundante magnificencia»). Esta verdad no puede, evidentemente, integrarse en la perspectiva exotérica, no más que la idea de la realización metafísica, realización mediante la cual el hombre toma conciencia de lo que en realidad jamás ha cesado de ser, a saber, la identidad esencial del hombre con el Principio divino que es lo único real (NA: El sufí Yahya Mu'adh Er-Razi dice que «el paraíso es la prisión del sabio como el mundo es la prisión del creyente»; en otros términos, la manifestación universal (NA: el-khalq, o el samsara hindú), comprendida en su bienaventurado Centro (NA: Es-Samawat, o el Brahma-loka), es metafísicamente una (NA: aparente) limitación (NA: de la realidad no manifestada: Allah, Brahma), como la manifestación formal es una limitación (NA: de la realidad informal, pero todavía manifestada: Es-Samawat, Brahma-loka) desde el punto de vista individual o exoterista. Sin embargo, una tal formulación es excepcional; el esoterismo es normalmente implícito y no explícito, es decir, que su expresión normal toma su punto de partida en los símbolos escriturarios, de suerte que, por tomar el ejemplo del Sufismo, se hablará de «Paraíso», sirviéndose de la terminología coránica, para designar estados que se sitúan — tal en el «Paraíso de la Esencia» (NA: Jannat edh-Dhat) — más allá de toda realidad cósmica, y con mayor razón más allá de toda determinación individual; si pues tal sufí habla del «Paraíso» como de la «prisión del iniciado», lo afronta incidentalmente desde el punto de vista ordinario y cósmico, que es el de la perspectiva religiosa, y está obligado a hacerlo cuando quiere poner a la luz la diferencia esencial entre las vías «individual» y «universal», o «cósmica» y «metacósmica». Por consiguiente, es preciso no perder jamás de vista que el «Reino de los Cielos» del Evangelio, como el «Paraíso» (NA: Jannah) del Corán, no designa solamente estados condicionados, sino simultáneamente aspectos de lo Incondicionado cuyos estados no son, por lo demás, sino los reflejos cósmicos más directos.

Volviendo a las palabras citadas de Yahya Mu'adh Er-Razi, se encuentra, en las sentencias del maestro Eckhart que fueron condenadas, un pensamiento análogo: «Los que no buscan ni la fortuna, ni los honores, ni la utilidad, ni la devoción interior, ni la santidad, ni la recompensa, ni el reino de los cielos, sino que renuncian a todo, inclusive a lo que les es propio, es en ellos donde Dios es glorificado.» (NA: Esta sentencia, como la de Er-Razi, no expresa más que la negación metafísica de la individualidad en la realización de la unión)). Por su parte, el exoterismo está obligado a mantener la distinción entre el Señor y el servidor, abstracción hecha de que los profanos afectan no ver, en la idea metafísica de la identidad esencial, más que panteísmo, lo que les dispensa por otra parte de todo esfuerzo de comprensión.

La idea de panteísmo merece que nos detengamos un poco en ella: en realidad, el panteísmo consiste en admitir una continuidad entre lo Infinito y lo finito, continuidad que no puede ser concebida más que si se admite previamente una identidad sustancial entre el Principio ontológico — de que se trata en todo teísmo — y el orden manifestado, concepción que presupone una idea substancial o, lo que es lo mismo, falsa del Ser; o que se confunde la identidad esencial de la manifestación y del Ser con una identidad substancial. En esto, y no en otra cosa, es en lo que consiste el panteísmo; pero parece como si ciertas inteligencias fuesen irremediablemente refractarias a una verdad tan simple, a menos que alguna pasión o algún interés las impulse a no desprenderse de un instrumento de polémica tan cómodo como el término panteísmo, el cual permite arrojar una sospecha general sobre ciertas doctrinas consideradas molestas sin que haya que tomarse el trabajo de examinarlas en sí mismas (NA: El «panteísmo» es el gran recurso de todos los que quieren eludir el esoterismo con pocos gastos y se imaginan, por ejemplo, comprender tal o cual texto metafísico o iniciático porque conocen gramaticalmente la lengua en la cual está escrito; en general, ¿qué decir de la inanidad de las disertaciones que pretenden hacer de las doctrinas sagradas tema de estudios profanos, como si no existieran conocimientos que no son accesibles a cualquiera, y como si bastase haber ido a la escuela para comprender la más venerable sabiduría mejor que la han comprendido los sabios mismos? Porque, para los «especialistas» y los «críticos» es como si no hubiese nada que no estuviese a su alcance; una tal actitud se asemeja bastante a la de los niños que, encontrándose ante libros para adultos, los juzgasen según su ignorancia, su capricho o su pereza). Incluso cuando la idea de Dios no fuese ya más que una concepción de la Substancia universal (NA: materia prima) y el Principio ontológico estuviese por lo mismo fuera de causa, el reproche de panteísmo estaría todavía injustificado, permaneciendo la materia prima siempre trascendente y virgen en relación con sus producciones. Si Dios es concebido como la Unidad primordial, es decir, como la Esencia pura, nada podría serle substancialmente idéntico; pero calificando de panteísta la concepción de la identidad esencial se niega a la vez la relatividad de las cosas y se les atribuye una realidad autónoma por relación al Ser o a la Existencia, como si pudiera haber en ella dos realidades esencialmente distintas, o dos Unidades o Unicidades. La consecuencia fatal de un razonamiento tal es el materialismo puro y simple, porque desde que la manifestación no es ya concebida como esencialmente idéntica al Principio, la admisión lógica de este principio no es más que una cuestión de credulidad, y si esta razón de sentimentalidad llega a caer, ya no hay ninguna otra razón para admitir otra cosa que la manifestación, y más particularmente la manifestación sensible.

Pero volvamos sobre la Impersonalidad divina mencionada más arriba: hablando con rigor, esta Impersonalidad es más bien una No-Personalidad, es decir, que ella no es ni personal ni impersonal, sino suprapersonal; en todo caso, no hace falta comprender el término «Impersonalidad» en el sentido de una privación, porque de lo que se trata aquí es, por el contrario, de la absoluta Plenitud e Ilimitación que no está determinada por nada, ni siquiera por Sí misma. Es la Personalidad la que, con respecto a la Impersonalidad, significa una suerte de privación o, diríamos, de «determinación privativa», y no a la inversa; no hace falta decir, sin embargo, que entendemos aquí por «Personalidad» no otra cosa que el «Dios personal» o «Ego divino», si se nos permite la expresión, y no el Sí, que es el Principio trascendente del yo y al que se le puede llamar, en un sentido que no tiene nada de restrictivo, la Personalidad por referencia a la individualidad. Lo que distinguimos es, pues, como se habrá comprendido, de una parte la «Persona divina», prototipo principal de la individualidad, y, de otra parte, la Impersonalidad, que es, por así decir, la Esencia infinita de esta Persona; esta distinción de la Persona divina, que manifiesta una Voluntad particular en tal mundo simbólicamente único, con respecto a la Realidad divina impersonal, que manifiesta por el contrario la Voluntad divina esencial y universal a través de las formas del Querer divino particular o personal — y a veces en aparente contradicción con él —, esta distinción, decimos, es completamente fundamental en el esoterismo, no solamente porque ella lo es ante todo en doctrina metafísica, sino también, secundariamente, porque explica la antinomia que puede aparecer entre los dos dominios, exotérico y esotérico. Por ejemplo, es preciso distinguir, en Salomón, su conocimiento esotérico, que se refiere a lo que hemos llamado, a falta de un término mejor, la «Impersonalidad divina», de su ortodoxia exotérica, es decir, de su conformidad con el Querer de la «Persona divina»; no es contra este Querer, sino en virtud del dicho conocimiento, como el gran constructor del Templo de Yahvé reconoció a la divinidad en otras formas reveladas, aunque fuesen ya decaídas; por consiguiente, no es su decadencia o su «paganismo» el que acepta, sino su pureza primitiva siempre recognoscible en su simbolismo, de suerte que se puede decir que las acepta a través del velo de su decadencia; por otra parte, la insistencia que pone el Libro de la Sabiduría sobre la vanidad de la idolatría, ¿no es como un desmentido a la interpretación exotérica que formula el Libro de los Reyes? Como quiera que sea, el Rey Profeta, pese a estar él mismo más allá de las formas, no debió de sufrir menos las consecuencias de lo que su universalismo tenía de contradictorio en el plano formal; y como la Biblia afirma esencialmente una forma, el monoteísmo judaico, y lo hace inclusive según el modo eminentemente formal que es el simbolismo histórico que por definición se liga a los acontecimientos, debió censurar la actitud de Salomón en tanto estaba en contradicción con la manifestación personal de la Divinidad; pero, al mismo tiempo, la Biblia deja entender que la infracción no compromete a la persona misma del sabio (NA: Así, el Corán afirma que «Salomón no era un impío» (NA: o «herético»: ma kafara Sulayman) (NA: azora el-baqarah, 102) y le exalta en estos términos: «¡Qué excelente servidor fue Salomón! En verdad, él estaba (NA: en su espíritu) constantemente vuelto hacia Allah» (NA: los comentaristas añaden: «Glorificándole y alabándole sin descanso») (NA: azora cad, 30). Sin embargo, el Corán hace alusión a una prueba enviada a Salomón por Dios, luego a una plegaria de arrepentimiento del Rey-Profeta y finalmente a la favorable acogida divina (NA: ibíd., 34-36); ahora bien, el comentario de este pasaje enigmático concuerda simbólicamente con el relato del Libro de los Reyes, porque cuenta que una de las esposas de Salomón adoró, en su propio palacio y sin que él lo supiera, a un ídolo; Salomón perdió su anillo, y con él su reino, durante unos días; en seguida encontró su anillo, y con él, recuperó su reino; luego rogó a Dios que le perdonara y obtuvo de El un poder más amplio y más maravilloso que el que tenía antes). La actitud «irregular» de Salomón atrajo sobre su reino el cisma político; es la única sanción a que se refiere la Escritura, y constituiría verdaderamente un castigo completamente desproporcionado si el Rey-Profeta hubiese practicado un politeísmo real, lo que, de hecho, no fue en ningún momento el caso. La sanción mencionada alcanza exactamente el terreno en que se había producido la «irregularidad», no más allá; y así la memoria de Salomón ha seguido siendo venerada no solamente en el seno del Judaísmo y especialmente de la Qabbalah, sino igualmente en el Islam tanto sharita como sufí; en cuanto al Cristianismo, ya se sabe los comentarios que ha inspirado a un San Gregorio, un Teodoreto, un San Bernardo y a tantos otros el Cantar de los Cantares. Tenemos todavía que precisar que si la antinomia entre las dos grandes «dimensiones» de la tradición surge en la propia Biblia, que es, no obstante, un libro sagrado, es porque el modo de expresión de este libro, como la forma misma del Judaísmo, otorga la preponderancia al punto de vista exotérico, casi se podría decir «social» e inclusive «político» — no en un sentido profano, bien entendido —, mientras que en el Cristianismo la relación es inversa, y que en el Islam, síntesis de los genios judaico y cristiano, las dos «dimensiones» tradicionales se muestran en equilibrio; es por esto por lo que el Corán no considera a Salomón (NA: Seyidna Sulayman) más que bajo su aspecto esotérico y en su calidad de Profeta (NA: El libro sagrado del Islam enuncia la impecancia de los Profetas en estos términos: «Ellos no preceden (NA: a Allah) por la palabra (NA: no hablando los primeros) y actúan según su mandamiento» (NA: azora el-anbiyah, 27); lo que viene a decir que los Profetas no hablan sin inspiración ni actúan sin una orden divina; ahora bien, esta impecancia no es compatible con las «acciones imperfectas» (NA: dhunub) de los Profetas más que en virtud de la verdad metafísica de las dos Realidades divinas, una personal y otra impersonal, cuyas manifestaciones respectivas pueden contradecirse en el terreno de los hechos, al menos en los grandes espirituales, nunca en el común de los mortales. La palabra dhanb, si tiene igualmente el sentido de «pecado», sobre todo de «pecado por inadvertencia», tiene ante todo y originariamente el sentido de «imperfección en la acción», o de «imperfección resultante de una acción»; es por esto por lo que esta palabra dhanb se emplea sólo cuando se trata de Profetas, y no se usa la palabra ithm, que significa exclusivamente «pecado», insistiendo sobre el carácter intencional de éste; si se quisiera ver una contradicción entre la impecabilidad de los Profetas y la imperfección extrínseca de ciertas de sus acciones, se debería igualmente estimar incompatibles la perfección de Cristo y sus palabras sobre la naturaleza humana: «¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno.» Estas palabras responden por otra parte también a la cuestión de saber por qué David y Salomón no previeron un cierto conflicto con tal grado de Ley universal; y es que la naturaleza individual guarda siempre ciertos «puntos ciegos» cuya presencia entra en la definición misma de esta naturaleza; no hay que decir que esta limitación necesaria de toda substancia individual no alcanza a la realidad espiritual a la que esta substancia se encuentra unida de una manera, por así decir, «accidental», porque no hay ninguna medida común entre lo individual y lo espiritual que, sí, no es otra cosa que lo divino.

Para terminar, citemos estas palabras del califa Alí, representante por excelencia, dentro del Islam, del esoterismo: «A quien quiera que cuente la historia de David como la cuentan los contadores de historias (NA: es decir, según una interpretación exotérica o profana) le daré sesenta latigazos; éste será el castigo de quienes levanten falso testimonio contra los Profetas»). Mencionaremos finalmente un pasaje de la Biblia, en el que Yahvé ordena al profeta Natán: «Cuando se cumplieren tus días y te duermas con tus padres, suscitaré a tu linaje, después de ti, el que saldrá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre, y yo estableceré su trono por siempre. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo. Si obrare él mal, yo le castigaré con varas de hombres y con azotes de hijos de hombres; pero no apartaré de él mi misericordia, como la aparté de Saúl, arrojándole de delante de ti» (NA: 2 Sam, 7,12-15).

Un ejemplo análogo es el de David, a quien el Corán reconoce, asimismo, la cualidad de Profeta, y a quien los Cristianos reconocen como uno de los más grandes santos de la Antigua Alianza; nos parece evidente que un santo no pueda cometer pecados — no decimos llevar a cabo las acciones — que se le reprochan a David Lo que hay que comprender es que la transgresión que la Biblia, conforme a su punto de vista legal, atribuye al santo rey, no aparece como tal más que en razón de la perspectiva esencialmente moral, luego exotérica, que predomina en este Libro sagrado — lo que explica, por otra parte, la actitud paulina, o más bien la del Cristianismo en general, hacia el Judaísmo, siendo como es el punto de vista del Cristianismo eminentemente «interior» — , mientras que la impecancia de los Profetas, afirmada, entre otros lugares, en el Corán, es, por el contrario, una realidad más profunda que la que el punto de vista moral permite alcanzar. Esotéricamente, la voluntad de David de desposar a Betsabé no podía constituir una transgresión, porque la calidad de Profeta no se manifiesta más que en hombres libres de pasiones, cualesquiera que puedan ser las apariencias en ciertos casos; lo que es preciso discernir ante todo en la relación entre David y Betsabé es una afinidad o un complementarismo cósmico y providencial, cuyo fruto y justificación fue Salomón, el que «Yahvé amó» (NA: 2 Sam, 12,24). El advenimiento de este segundo Rey-Profeta fue como una confirmación divina y una bendición de la unión de David con Betsabé; y es evidente que Dios no puede sancionar ni recompensar un pecado. Según Mohidin Ibn Arabi, Salomón significó para David algo más que una recompensa: «Salomón fue el don de Allah a David, conforme a las palabras divinas: E hicimos a David el don de Salomón (NA: Corán, azora cad, 30). Ahora bien, se recibe un don como regalo, no como recompensa de un mérito; por esto Salomón es la gracia superabundante, y la prueba patente, y el golpe que abate» (NA: Fusus el-hikam, Kalimah sulaymaniyah). Pero consideremos ahora el relato en lo concerniente a Urías el jeteo: tampoco aquí debe ser juzgada la forma de actuar de David desde el punto de vista moral, porque, sin hablar siquiera de que la muerte heroica frente al enemigo no es precisamente perjudicial para los fines últimos de un guerrero ni de que, cuando se trata de una guerra santa como la de los israelitas, semejante muerte tiene inclusive un carácter sacrificial inmediato, el móvil de esta manera de actuar no podía ser más que una intuición profética; sin embargo, la elección de Betsabé y el envío de Urías a la muerte, aunque cosmológica y providencialmente justificadas, no chocan menos con la ley exotérica, y David, aún beneficiándose, por el nacimiento de Salomón, de lo que su actuación tenía de intrínsecamente legítimo, hubo de soportar las consecuencias de ese choque; pero precisamente este choque encuentra su eco en los Salmos, Libro sagrado como palabra divina que es — y la existencia de este libro prueba por lo demás que David era profeta —, y que aún muestra que las acciones de David, si bien comportan un aspecto negativo en una dimensión exterior, no constituyen, sin embargo, pecados en sí mismas; se podría inclusive decir que Dios las inspiró en vista de la Revelación de los Salmos que habían de cantar, con un canto divino e inmortal, no sólo los sufrimientos y la alegría en busca de Dios, sino también los sufrimientos y la gloria del Mesías. La forma de actuar de David, con toda evidencia, no ha sido en todos los aspectos contraria al Querer divino, porque Dios no «perdonó» solamente a David — por emplear el término un tanto antropomórfico de la Biblia — sino que ni siquiera le quitó previamente a Betsabé, que fue, sin embargo, la causa y el objeto del pecado; y más aún: Dios no sólo no despojó a David de esta mujer, sino que inclusive confirmó su unión haciéndole el don de Salomón; y si es verdad que, en David tanto como en Salomón, la irregularidad exterior, es decir, simplemente extrínseca, de ciertas acciones provoca un retroceso, hay que reconocer que éste se limita estrictamente al ámbito de los hechos terrestres. Estos dos aspectos, exterior o negativo el uno e interior o positivo el otro, de la historia de la mujer de Urías se manifiestan todavía respectivamente por dos hechos, a saber, en primer lugar, la muerte del primogénito de esta mujer y después la vida, grandeza y gloria de su segundo hijo, al que «Yahvé amó».

Esta disgresión nos ha parecido necesaria para ayudar a hacer comprender que los dos dominios, exotérico y esotérico, son de naturaleza profundamente distinta y que, cuando hay incompatibilidad entre ellos, únicamente puede surgir del primero, y jamás del segundo, que está más allá de las oposiciones, por lo mismo que está más allá de las formas. Hay una fórmula sufí que pone a la luz, con tanta nitidez como concisión, las diferencias de punto de vista entre las dos grandes vías: «La vía exotérica es: yo y Tú. La vía esotérica es: yo soy Tú y Tú eres yo. El Conocimiento esotérico es: ni yo ni Tú, sino El.» El exoterismo está fundado, por así decir, sobre el dualismo «criatura-Creador», al cual atribuye una realidad absoluta, como si la Realidad divina, que es metafísicamente única, no absorbiera o no anulara la realidad relativa de la criatura, por consiguiente toda realidad relativa y aparentemente extra-divina. Si es verdad que el esoterismo admite igualmente la distinción entre el yo individual y el Sí universal o divino, no es, sin embargo, más que de una manera provisional y metódica, y no en un sentido absoluto; tomando ante todo su punto de partida al nivel de esta dualidad, que corresponde evidentemente a una realidad relativa, llega a sobrepasarla metafísicamente, lo que sería imposible desde el punto de vista exotérico, cuya limitación consiste precisamente en atribuir una realidad absoluta a lo que es contingente. Así llegamos a la definición misma de la perspectiva exotérica: dualismo irreductible y búsqueda exclusiva de la salvación individual; dualismo que implica que no se considera a Dios más que bajo el ángulo de sus conexiones con lo creado, y no en Su Realidad total e infinita, Su Impersonalidad que aniquila toda realidad aparentemente otra que El.

No es el hecho mismo de este dualismo dogmático lo que es censurable, puesto que corresponde exactamente al punto de vista individual en el que se sitúa la religión, sino únicamente las inducciones que implican la atribución de una realidad absoluta a lo relativo. Metafísicamente, la realidad humana se reduce a la Realidad divina y en sí misma no es sino ilusoria; teológicamente, la Realidad divina se reduce aparentemente a la realidad humana, en el sentido de que ella no la sobrepasa en calidad existencial, sino solamente en calidad causal.

La perspectiva de las doctrinas esotéricas aparece de una manera particularmente neta en su forma de afrontar lo que se llama ordinariamente el mal; a menudo se les ha atribuido la negación pura y simple del mal, pero esta interpretación es muy rudimentaria y no ofrece, sino muy imperfectamente, la perspectiva de las doctrinas de que se trata. La diferencia entre las concepciones religiosa y metafísica del mal no significa, por otra parte, que la una sea falsa y la otra verdadera, sino simplemente que la primera es parcial al mismo tiempo que individual, mientras que la segunda es integral al mismo tiempo que universal. Lo que, según la perspectiva religiosa, es el mal o el diablo no corresponde por consiguiente más que a una visión parcial y no es el equivalente de la tendencia cósmica negativa que encaran las doctrinas metafísicas y que la doctrina hindú designa con el término de tamas: si tamas no es el diablo, sino que corresponde más bien al demiurgo en tanto que tendencia cósmica que solidifica la manifestación y tira de ella hacia abajo, alejándola del Principio-Origen, no es menos cierto que el diablo es una forma de tamas, que en este caso es considerado únicamente en sus relaciones con el alma humana. Siendo el hombre un ser individual consciente, la tendencia cósmica en cuestión toma necesariamente, en contacto suyo, un aspecto individual y consciente, personal según la expresión corriente; fuera del mundo humano, esta misma tendencia podrá tomar aspectos perfectamente impersonales y neutros, por ejemplo, cuando se manifiesta como pesantez física o como densidad material o bajo la apariencia de un animal horrendo o inclusive bajo la de un metal vulgar y pesado como el plomo; pero la perspectiva religiosa no se ocupa por definición más que del hombre y no encara la cosmología más que en relación con él, de manera que no ha lugar a reprochar a esta perspectiva que considere tamas bajo un aspecto que toca precisamente el mundo del hombre. Si pues el esoterismo parece negar el mal, no es que lo ignore o que rehuse reconocer la naturaleza de las cosas tal como es en realidad; por el contrario, la penetra enteramente y es por esto por lo que es imposible aislar de la realidad cósmica uno u otro de los aspectos de éste, y encarar uno de ellos únicamente desde el punto de vista del interés individual humano. Es demasiado evidente que la tendencia cósmica de la que el diablo es la personificación casi humana no es un «mal», puesto que es esta tendencia que, por ejemplo, condensa los cuerpos materiales y que, si llegara a desaparecer — suposición que es absurda en sí misma —, todos los cuerpos o compuestos físico y psíquicos se volatilizarían instantáneamente. El objeto más sagrado tiene, pues, necesidad de dicha tendencia para poder existir materialmente, y nadie osaría pretender que la ley física que condensa la masa material de una hostia, por ejemplo, es una fuerza diabólica o un mal desde un punto de vista cualquiera; ahora bien, es en razón de este carácter «neutro» (NA: es decir, independiente de la distinción de un «bien» y de un «mal») de la tendencia demiúrgica como las doctrinas esotéricas, que reducen toda cosa a su realidad esencial, parecen negar lo que se llama humanamente el mal.

Podría, sin embargo, preguntarse qué consecuencias entraña para el iniciado una tal concepción «no moral» — no decimos «inmoral» — del «mal»; a esto responderemos que el pecado se encuentra reemplazado, en la conciencia del iniciado y, por consiguiente, en su vida, por la disipación, es decir, por todo lo que es contrario a la concentración espiritual o, digamos, a la unidad. Huelga decir que aquí se trata ante todo de una diferencia de principio y también de método, y que esta diferencia no interviene de la misma manera en todos los individuos; por otra parte, lo que moralmente es pecado es casi siempre disipación desde el punto de vista iniciático. Esta concentración — o tendencia a la unidad (NA: tawhid) — se convierte en el Islam exotérico en la fe en la Unidad de Dios; la más grande transgresión consiste en asociar otras divinidades a Allah, lo que, en el iniciado (NA: el faqir), tendrá un alcance universal en el sentido de que toda afirmación puramente individual será tachada de este aspecto de falsa divinidad; y si el más grande mérito, desde el punto de vista religioso, es la profesión sincera de la Unidad divina, el faqir la realizará según un modo espiritual, es decir, conforme a un sentido que abarca todos los órdenes del universo, y esto será precisamente por la concentración de todo su ser sobre la sola Realidad divina. A fin de hacer más clara esta analogía entre el pecado y la disipación, diremos que, por ejemplo, la lectura de un buen libro no será jamás considerada por el exoterismo como un acto reprensible, pero podrá serlo incidentalmente por el esoterismo, y esto en el caso de que constituya una distracción o en la medida en que este aspecto de distracción prevalecerá sobre el aspecto de utilidad; inversamente, una cosa que será casi siempre considerada como una tentación por la moral religiosa, o sea, como una vía hacia el pecado y, por consiguiente, como el punto de partida de éste, podrá algunas veces representar en el esoterismo un papel completamente opuesto, en la medida en que esta cosa sea, no una disipación, «pecadora» o no, sino por el contrario un factor de concentración en virtud de la inteligibilidad inmediata de su simbolismo. Hay inclusive casos, por ejemplo, en el tantrismo o en ciertos cultos de la antigüedad, en que hechos que en sí mismos serían pecado, no solamente según una determinada moral religiosa, sino también según la legislación de la civilización en el seno de la cual ellos se producen, sirven de soporte de intelección, lo que presupone un fuerte predominio del elemento contemplativo sobre el elemento pasional; ahora bien, una moral religiosa no está hecha a la atención solamente de los contemplativos, sino a la de todos los hombres.

Se habrá comprendido que no se trata de ninguna manera de despreciar la moral, que es una institución divina; pero el hecho de que lo sea no impide que también sea limitada. Es preciso no perder de vista jamás que, en la mayoría de los casos, las leyes morales se convierten, fuera de su dominio ordinario, en símbolos y, por consiguiente, en vehículos de conocimiento. Toda virtud marca en efecto una conformidad con una «actitud divina», o sea, un modo indirecto y cuasi existencial del conocimiento de Dios, lo que viene a decir que, si se puede conocer un objeto sensible por el ojo, no se puede conocer a Dios más que por el «ser»; para conocer a Dios es preciso parecérsele, es decir, conformar el microcosmos al Metacosmos divino — y, por consiguiente, también al macrocosmos — como expresamente lo enseña la doctrina hesiquiasta. Dicho esto, tenemos que subrayar con fuerza que la amoralidad de la posición espiritual es una supermoralidad más bien que una no-moralidad. La moralidad, en el más amplio sentido de la palabra, es en su orden el reflejo de la verdadera espiritualidad y debe ser integrada, al mismo tiempo que las verdades parciales — o los errores parciales — en el ser total; en otros términos, lo mismo que el hombre más santo no está jamás completamente liberado de la acción sobre esta tierra, puesto que tiene un cuerpo, tampoco está jamás completamente liberado de la distinción de un «bien» y de un «mal», puesto que ella se insinúa forzosamente en toda acción.

Antes de enfrentarnos a la cuestión de la existencia misma del «mal», añadiremos esto: se podría, si no definir, al menos describir de una cierta manera las dos grandes dimensiones tradicionales — el exoterismo y el esoterismo — caracterizando el primero con la ayuda de los términos «moral, acción, mérito, gracia», y el segundo con la ayuda de los términos «simbolismo, concentración, conocimiento, identidad»; lo que comentaremos así: el hombre pasional se acercará a Dios mediante la acción cuyo soporte será una moral; el hombre contemplativo, por el contrario, se unirá a su Esencia divina mediante la concentración, cuyo soporte será un simbolismo, lo que no excluye, por supuesto, la actitud precedente en los límites que le son propios. La moral es un principio de acción, por consiguiente, de mérito, mientras que el simbolismo es un soporte de contemplación y un medio de intelección; el mérito, que se gana por un modo de acción, tiene por fin la gracia de Dios, mientras que el fin de la intelección, en la medida en que se puede todavía separarla de éste, será la unión o la identidad con lo que no hemos cesado jamás de estar en nuestra Esencia existencial o intelectual; en otros términos, este fin supremo es la reintegración del hombre a la Divinidad, de lo contingente a lo Absoluto, de lo finito a lo Infinito. La moral, en tanto tal, no tiene evidentemente ningún sentido fuera del dominio relativamente muy restringido de la acción y del mérito, y no alcanza, por consiguiente, de ninguna manera realidades tales como el simbolismo, la contemplación, la intelección, la identidad por el Conocimiento; por lo que tiene de «moralismo», que es preciso no confundir con la moral, no es más que la tendencia a sustituir el punto de vista moral por cualquier otro punto de vista; de ello resulta, al menos dentro del Cristianismo, una especie de prejuicio o de suspicacia respecto a todo lo que tiene un carácter agradable, y el error de creer que todas las cosas agradables son solamente agradables y nada más; se olvida entonces que la cualidad positiva y, por consiguiente, el valor simbólico y espiritual de una tal cosa puede compensar con largueza, en los verdaderos contemplativos, el inconveniente de halagar transitoriamente la naturaleza humana, porque toda cualidad positiva se identifica esencialmente — pero no existencialmente — con una cualidad o perfección divina que es su prototipo eternal e infinito. Si en todas las precedentes consideraciones puede existir alguna apariencia de contradicción, se debe al hecho de que hemos considerado la moral, de una parte, en tanto tal, es decir, en tanto que oportunidad social o psicológica, y de otra parte, en tanto elemento simbólico, o sea, en su calidad de soporte de la intelección; bajo este último aspecto, la oposición de la moral y del simbolismo o de la intelectualidad no tiene evidentemente ya sentido.

Ahora, por lo que respecta al problema de la propia existencia del mal, el punto de vista religioso no responde a él más que de una manera indirecta y en alguna medida evasiva, afirmando que la Voluntad divina es insondable, y que de todo mal debe salir finalmente un bien; ahora bien, esta segunda proposición no explica el mal. En cuanto a la primera, decir que Dios es insondable significa que no podemos resolver cualquier apariencia de contradicción en Sus «maneras de actuar». Esotéricamente, el problema del mal se reduce a dos cuestiones: primeramente, ¿por qué lo creado implica necesariamente la imperfección?, y, en segundo lugar, ¿por qué lo creado existe? A la primera de estas cuestiones hay que responder que si no hubiese imperfección en la creación, nada distinguiría a esta última del Creador o, en otras palabras, ella no sería el efecto o la manifestación, sino la Causa o el Principio; y a la segunda cuestión responderemos que la creación o manifestación está rigurosamente implicada en la infinitud del Principio, en el sentido de que ella es como un aspecto de él o una consecuencia, lo que equivale a decir que si el mundo no existiera, lo Infinito no sería lo Infinito; porque, para ser lo que es, lo Infinito debe negarse El mismo aparente y simbólicamente, y esto es precisamente lo que tiene lugar mediante la manifestación universal. El mundo no puede no existir, puesto que es un aspecto posible, luego necesario, de la absoluta necesidad del Ser; la imperfección, tampoco ella, no puede no existir, puesto que es un aspecto de la existencia misma del mundo; la existencia del mundo se encuentra rigurosamente implicada en la infinitud del Principio divino y, por lo mismo, la existencia del mal está implicada en la existencia del mundo. Dios es Todo-Bondad y el mundo es su imagen; pero como la imagen no podría, por definición, ser lo que ella misma representa, el mundo debe ser limitado con respecto a la Bondad divina, de ahí la imperfección en la existencia; las imperfecciones no son otra cosa, por consiguiente, que especies de fisuras en la imagen de la Toda-Perfección divina, y con toda evidencia ellas no provienen de esta Perfección, sino del carácter necesariamente relativo o secundario de la imagen. La manifestación implica por definición la imperfección, como lo Infinito implica por definición la manifestación; este ternario «Infinito, manifestación, imperfección» constituye la fórmula explicativa de todo lo que el espíritu humano puede encontrar de problemático en las vicisitudes de la existencia; cuando se es capaz de ver, con el ojo del Intelecto, las causas metafísicas de toda apariencia, uno no se fija jamás en contradicciones insolubles, como forzosamente ocurre en la perspectiva exotérica, de la que el antropomorfismo no podría abarcar todos los aspectos de la Realidad universal.

Otro ejemplo de la impotencia del espíritu humano entregado a sus solos recursos es el problema de la predestinación; ahora bien, esta idea de predestinación no traduce otra cosa, en el lenguaje de la ignorancia humana, que el Conocimiento divino que engloba, en su perfecta simultaneidad, todas las posibilidades sin restricción alguna. En otros términos, si Dios es omnisciente, El conoce las cosas futuras, o más bien que parecen tales a los seres limitados por el tiempo; si Dios no conociera estas cosas, no sería omnisciente; desde el momento en que las conoce, aparecen como predestinadas en relación al individuo. La voluntad individual es libre en la medida en que es real; si no fuera en ningún grado y de ninguna manera libre, sería irrealidad pura y simple, o sea, nada; y, en efecto, en comparación con la Libertad absoluta, ella no es más que esto, o, más bien, no es de ninguna manera. Sin embargo, desde el punto de vista individual, que es el de los seres humanos, la voluntad es real, y esto en la medida en que ellos participan de la Libertad divina, de la que la libertad individual extrae toda su realidad en virtud de la relación causal; de esto resulta que la libertad, como toda cualidad positiva, es divina en tanto tal, y humana en tanto que no es perfectamente tal, de la misma manera que un reflejo de sol es idéntico a éste no en tanto que es reflejo, sino en tanto que es luz, dado que la luz es, una e indivisible en su esencia.

Se podría expresar el lazo metafísico entre la predestinación y la libertad comparando esta última a un líquido que se ajusta a todas las sinuosidades de un molde, representando este molde, en el ejemplo, la predestinación; el movimiento del líquido equivaldría entonces al ejercicio libre de nuestra voluntad. Si no podemos querer otra cosa que lo que nos está predestinado, esto no impide a nuestra voluntad ser lo que es, es decir, una participación relativamente real en su prototipo universal; y es precisamente esta participación la que hace que experimentemos y vivamos nuestra voluntad como libre.

La vida. de un hombre y, por extensión, todo su ciclo individual del que esta vida y la condición de hombre misma no son más que modalidades, está efectivamente contenida en el Intelecto divino como un todo finito, es decir, como una posibilidad determinada que, siendo lo que es, no es en ninguno de sus aspectos otra cosa que ella misma, porque una posibilidad no es otra cosa que una expresión de la absoluta necesidad del Ser; y es de aquí de donde vienen la unidad y la homogeneidad de toda posibilidad, que es por consiguiente lo que no puede no ser. Decir que un ciclo individual está incluido bajo una fórmula definitiva en el Intelecto divino equivale a decir que una posibilidad está incluida en la Toda-Posibilidad, y es esta verdad la que brinda la respuesta más decisiva a la cuestión de la predestinación. La voluntad individual se presenta entonces como un proceso que realiza de modo sucesivo el encadenamiento necesario de las modalidades de su posibilidad inicial que es así descrita o recapitulada simbólicamente. Se puede decir también que al ser forzosamente la posibilidad de un ser una posibilidad de manifestación, el proceso cíclico de este ser es el conjunto de los aspectos de su manifestación y, por lo mismo, de su posibilidad, y que el ser no hace otra cosa, en medio de su voluntad, que manifestar, de modo diferido, su manifestación cósmica y simultánea; en otros términos, el individuo traza de nuevo, de una manera analítica, su posibilidad sintética y primordial que tiene su lugar ineluctable, puesto que es necesaria, en la jerarquía de las posibilidades; y la necesidad de cada posibilidad está fundada metafísicamente, como hemos visto, sobre la absoluta necesidad de la Toda-Posibilidad divina.

Para concebir la universalidad del esoterismo, que no es otra que la de la metafísica, importa ante todo comprender que el medio o el órgano del Conocimiento metafísico es él mismo de orden universal, y no de orden individual como la razón; por consiguiente, este medio o este órgano, que es el Intelecto, debe reencontrarse en todos los órdenes de la naturaleza, y no únicamente en el hombre, como es el caso del pensamiento discursivo. Si ahora debemos responder a la pregunta de saber cómo el Intelecto se manifiesta en los reinos periféricos de la naturaleza, hemos de recurrir a consideraciones un poco arduas para quienes no están habituados a las especulaciones metafísicas y cosmológicas; lo que vamos a explicar es, en sí mismo, una verdad fundamental y evidente. Diremos, pues, que un estado de existencia periférica, en la medida en que se encuentra alejado del estado central del mundo al que estos dos estados pertenecen — y el estado humano, como cualquier otro estado análogo, es central con respecto a los estados de la periferia, terrestres o no, o sea, no solamente con respecto a los estados animales, vegetales y minerales, sino también con respecto a los estados angélicos, de donde la adoración de Adán por los ángeles en el Corán —, en la medida, decimos, en que un estado es periférico, el Intelecto se confunde con su contenido, y es en este sentido en el que una planta, todavía menos que un animal, no puede conocer lo que quiere, ni progresar en conocimiento, sino que se encuentra pasivamente ligada e incluso identificada a un determinado conocimiento que le es impuesto por su naturaleza y que determina esencialmente su forma. En otros términos, la forma de un ser periférico, ya sea animal, vegetal o mineral, revela todo lo que este ser conoce y se identifica en alguna medida con este conocimiento; se puede, pues, decir que la forma de un tal ser marca realmente su estado o sueño contemplativo. Lo que diferencia los seres, a medida que se sitúan en estados cada vez más pasivos o inconscientes es su modo de conocimiento o su inteligencia; humanamente hablando, sería absurdo afirmar que el oro es más inteligente que el cobre y que el plomo es poco inteligente, pero metafísicamente no tendría nada de insensato: el oro representa un estado de conocimiento solar y esto es, por otra parte, lo que permite asociarlo a las influencias espirituales y conferirle así un carácter eminentemente sagrado. No hay que decir que el objeto del conocimiento o de la inteligencia es siempre y por definición el Principio divino y no puede ser más que El, puesto que El constituye metafísicamente la única Realidad; pero este objeto o este contenido puede variar de forma conforme a los modos y grados indefinidamente diversos de la inteligencia reflejada en las criaturas. Aún es preciso añadir que el mundo manifestado o creado tiene una doble raíz: la Existencia y la Inteligencia, a la que analógicamente corresponden en los cuerpos ígneos el calor y la luz; ahora bien, todo ser o toda cosa revela estos dos aspectos de la realidad relativa. Lo que diferencia los seres o las cosas, hemos dicho, son sus modos y grados de inteligencia; lo que, por contra, une a los seres entre sí es su existencia, que es la misma para todos; pero la relación es inversa cuando se encara no ya la continuidad cósmica y «horizontal» de los elementos del mundo manifestado, sino por el contrario su ligazón «vertical» con su Principio trascendente: lo que une al ser y, más particularmente, al ser espiritual «realizado» al Principio divino, es el Intelecto; lo que separa el mundo — o tal microcosmos — del Principio, es la Existencia. En el hombre, la inteligencia es interior y la existencia exterior; como esta última no comporta por sí misma diferenciación, los hombres no forman más que una sola especie, pero las diferencias de tipos y de espiritualidad son extremas; en el ser de un reino periférico, por el contrario, es la existencia la que es cuasi interior, puesto que su indiferenciación no aparece en primer plano, y la inteligencia o el modo de intelección es exterior, ya que su diferenciación aparece en las formas mismas, de donde la diversidad indefinida de las especies en todos estos reinos. Se podría decir también que el hombre es normalmente, por definición primordial, puro conocimiento, y el mineral pura existencia; el diamante, que está en la cima del reino mineral, integra en su existencia o en su manifestación, luego de modo pasivo e inconsciente, la inteligencia como tal, de donde su dureza, transparencia y luminosidad; el gran espiritual, que está en la cima de la especie humana, integra en su conocimiento, luego de modo activo y consciente, la existencia total, de ahí su universalidad.

La negación exotérica de la presencia, virtual o actualizada, del Intelecto increado en el ser creado, se afirma comúnmente mediante el error de admitir que no es posible, fuera de la Revelación, ningún conocimiento sobrenatural; ahora bien, es arbitrario pretender que aquí abajo no tenemos ningún conocimiento inmediato de Dios, es decir, que es imposible que lo tengamos; es siempre el mismo oportunismo que, de una parte, niega la realidad del Intelecto y, de otra, niega a los que gozan de él el derecho a conocer lo que les hace conocer, y esto porque, primeramente, la participación directa en lo que podríamos llamar la «facultad paraclética» no es accesible a todo el mundo, al menos de hecho, y porque, en segundo lugar, la doctrina del Intelecto increado en la criatura sería perjudicial a la fe del simple, puesto que ella parece ir el encuentro de la perspectiva del mérito. Lo que el punto de vista exotérico no puede admitir, en el Islam tanto como en el Cristianismo y el Judaísmo, es la existencia cuasi «natural» de una facultad «sobrenatural» que el dogma cristiano admite sin embargo en Cristo; parece que se olvida que la distinción entre lo sobrenatural y lo natural no es absoluta — si no es en el sentido de lo «relativamente absoluto» — y que lo sobrenatural puede igualmente ser considerado natural en tanto actúa según ciertas leyes; inversamente, lo natural no está desprovisto de carácter sobrenatural en tanto manifiesta la Realidad divina, sin que la naturaleza no fuera más que una pura nada. Decir que el conocimiento sobrenatural de Dios, es decir, la visión beatífica en el más allá, es un conocimiento sin sombras de la Esencia divina del que goza el alma individual, equivale a decir que el conocimiento absoluto puede ser cosa de un ser relativo tomado como tal, cuando en realidad este Conocimiento, puesto que es absoluto, no es otra cosa que el Absoluto en tanto El Se conoce; y si el Intelecto, sobrenaturalmente presente en el hombre, puede hacer participar a éste en el Conocimiento que la Divinidad tiene de Sí misma, es gracias a leyes a las cuales lo sobrenatural obedece por así decir libremente, en virtud de sus mismas posibilidades; o todavía, si lo sobrenatural difiere de lo natural en un grado eminente, no es menos cierto que no difiere ya bajo otro aspecto más universal, es decir, en tanto que él obedece también, o, mejor dicho, él en primer lugar, a Leyes inmutables.

El Conocimiento es esencialmente santo — y, si no fuese así, ¿cómo podría haber hablado Dante de la «venerable autoridad» del Filósofo? — , de una santidad que es propiamente «paraclética»: «Conocerte es la justicia perfecta — dice el Libro de la Sabiduría (NA: 15,3) — y conocer Tu Poder es raíz de inmortalidad.» Esta sentencia es de una extremada riqueza doctrinal, porque representa una de las formulaciones más netas y más explícitas de la realización por el Conocimiento, es decir, precisamente de la vía intelectual que lleva a esta santidad «paraclética». En otras sentencias no menos excelentes, el mismo libro de Salomón enuncia las cualidades de la intelectualidad pura, esencia de toda espiritualidad; este texto hace aparecer, por otra parte, de una manera notable, además de la maravillosa precisión metafísica e iniciática de sus formas, la unidad universal de la Verdad, y esto por la forma misma del lenguaje que recuerda en parte las Escrituras de la India y en parte las del Taoísmo: «Pues en ella (NA: en la Sabiduría) hay un espíritu inteligente, santo, único y múltiple, sutil, ágil, penetrante, inmaculado, cierto, impasible, benévolo, agudo, libre, bienhechor, amante de los hombres, estable, seguro, tranquilo, todopoderoso, omnisciente, que penetra en todos los espíritus inteligentes, puros, sutiles. Porque la sabiduría es más ágil que todo cuanto se mueve; se difunde su pureza y lo penetra todo, porque es un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad. Y siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva, y a través de las edades se derrama en las almas santas, haciendo amigos de Dios y profetas; que Dios a nadie ama sino al que mora con la sabiduría. Es más hermosa que el sol, supera a todo el conjunto de las estrellas, y comparada con la luz, queda vencedora. Porque a la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la sabiduría. Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad» (NA: Libro de la Sabiduría, 7, 22-30 y 8, 1).

Nos resta prevenimos contra una objeción formulada con frecuencia: algunos acusan de orgullo a la inteligencia trascendente consciente de sí misma, como si el hecho de que haya tontos que se creen inteligentes debiera impedir a los sabios saber que saben; el orgullo, «intelectual» o de otra índole, no es posible más que en el ignorante que no sabe que no es nada, de la misma manera que la humildad, al menos en la acepción puramente psicológica del término, no tiene sentido más que para quien cree ser lo que no es. Quienes quieren explicar lo que les sobrepasa por el orgullo, que en su espíritu se empareja con el panteísmo, ignoran manifiestamente que si Dios ha creado tales almas para ser conocido y realizado por ellas y en ellas, los hombres son responsables de ello y nada de ellos pueden cambiar; la sabiduría existe porque corresponde a una posibilidad, la de la manifestación humana de la Ciencia divina.

«Es un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella… A la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la sabiduría.»