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Sobre la Pertinencia de la Filosofía

«La Sabiduría increada, la misma ahora que siempre fue, y la misma que será siempre». San Agustín, Confesiones IX.10.

«El Testigo primordial y presente». Prakasânanda, Siddhântamuktâvali, 44.

I. DEFINICIÓN Y POSICIÓN DE LA FILOSOFÍA, O LA SABIDURÍA

Examinar los «problemas de la filosofía» presupone una definición de la «filosofía». No se negará que la «filosofía» implica el amor de la sabiduría más bien que el amor del conocimiento, ni secundariamente, que a partir del «amor de la sabiduría», la filosofía ha llegado a significar, por una transición natural, la doctrina de aquellos que aman la sabiduría y que se llaman filósofos.

Por otra parte, el conocimiento como tal no es el mero informe de los sentidos (pues el reflejo de algo en el espejo de la retina puede ser perfecto, ya sea en un animal o ya sea en un idiota, y sin embargo no es conocimiento), ni el mero acto del reconocimiento (pues los nombres son meramente un medio de aludir a los antedichos informes), sino una abstracción de estos informes, abstracción en la que los nombres de las cosas se usan como sustitutos convenientes de las cosas mismas. Así pues, el conocimiento no es de presentaciones individuales, sino de tipos de presentación; en otras palabras, el conocimento es de las cosas en su aspecto inteligible, es decir, del ser que las cosas tienen en la mente del conocedor, como los principios, el género y la especie. En la medida en que el conocimiento se dirige al logro de unos fines, se le llama práctico; y en la medida en que permanece en el conocedor, se la llama teórico o especulativo. Finalmente, nosotros no podemos decir que un hombre conoce sabiamente, sino que conoce bien; la sabiduría da por hecho el conocimiento y gobierna el movimiento de la voluntad con respecto a las cosas conocidas; o podemos decir que la sabiduría es el criterio del valor, acordemente al cual se hace la decisión de actuar o de no actuar, ya sea en un caso dado o ya sea universalmente. Lo cual no se aplicará meramente a los actos externos, sino también a los actos contemplativos o teóricos.

Por consiguiente, la filosofía es una sabiduría sobre el conocimiento, es decir, una corrección del saber pensar. En general, se ha sostenido que la filosofía segunda abarca lo que hemos llamado arriba el conocimiento teórico o especulativo, por ejemplo, la lógica, la ética, la psicología, la estética, la teología y la ontología; y en este sentido los problemas de la filosofía son evidentemente los de la racionalización, puesto que el propósito de la filosofía es entonces correlacionar los datos de la experiencia empírica de manera que «tengan sentido», lo cual se lleva a cabo, en su mayor parte, por una reducción de los particulares a los universales (es decir, por deducción). Definida así, la función de la filosofía contrasta con la de la ciencia práctica, cuya función propia es predecir lo particular a partir de lo universal (es decir, por inducción). Sin embargo, más allá de esto, se ha sostenido que la filosofía primera no significa una sabiduría que trata sólo sobre los tipos de pensamiento particulares, sino una sabiduría que trata del pensamiento, y un análisis de lo que significa pensar, y una indagación en cuanto a lo que puede ser la naturaleza de la referencia última del pensamiento. En este sentido, los problemas de la filosofía se refieren a la naturaleza última de la realidad, de la actualidad o de la experiencia; entendiendo por realidad todo lo que está en acto y que no es meramente potencial. Por ejemplo, nosotros podemos preguntar qué son la verdad, la bondad y la belleza (considerados como conceptos abstraídos de la experiencia), o podemos preguntar si estos conceptos, o cualesquiera otros, abstraídos de la experiencia, tienen en realidad algún ser suyo propio; lo cual constituye el tema de debate entre los nominalistas, por una parte, y los realistas o idealistas, por otra. Puede observarse que, puesto que en todas estas aplicaciones la filosofía significa «sabiduría», cuando hablamos de filosofías en plural, nosotros no entendemos diferentes tipos de sabiduría, sino la sabiduría con respecto a diferentes tipos de cosas. La sabiduría puede ser mayor o menor, pero es siempre uno y el mismo orden de sabiduría.

En cuanto a este orden, si el conocimiento es por abstracción, y la sabiduría es sobre el conocimiento, se sigue que esta sabiduría, pertinente a las cosas conocidas o cognoscibles, y obtenida por un proceso de razonamiento o de dialéctica a partir de datos experimentales, y que no es ni pretende ser una doctrina gnóstica o revelada, no trasciende en modo alguno el pensamiento, sino que es el mejor tipo de pensamiento, o, digamos, la más verdadera de las ciencias. Ciertamente, es una excelente sabiduría, y si se asume una buena voluntad, una sabiduría de gran valor para el hombre. Pero no olvidemos que debido a su base experimental, es decir, estadística, y aún suponiendo una operación infalible de la razón, tal como puede asumirse en las matemáticas, esta sabiduría no puede establecer nunca certezas absolutas, y sólo puede predecir con gran probabilidad de éxito; es decir, las «leyes» de la ciencia, por útiles que sean, no pueden hacer más que resumir la experiencia pasada. Además, la filosofía, en el segundo de los sentidos enumerados arriba, a saber, en tanto que sabiduría humana sobre las cosas conocidas o cognoscibles, debe ser sistemática, puesto que, por hipótesis, se requiere que su perfección consista en una contabilidad de todo, en un acoplamiento perfecto de todas las partes del rompecabezas para hacer un conjunto lógico; y el sistema debe ser un sistema cerrado, a saber, un sistema limitado al campo del tiempo y el espacio, de la causa y el efecto, pues las causas se buscan por hipótesis sobre las cosas cognoscibles y determinadas, todas las cuales se presentan a la facultad cognitiva bajo el disfraz de los efectos. Por ejemplo, puesto que el espacio es de extensión indefinida y no infinita, la sabiduría sobre las cosas determinadas no puede tener ninguna aplicación a una «realidad» que no pertenece a los modos no espaciales, o inmateriales, ni, similarmente, a un modo no temporal; pues si hay un «ahora», nosotros no tenemos ninguna experiencia sensible de una tal cosa, ni podemos concebirla en los términos de la lógica. Si por medio de la sabiduría humana se intentaran rebasar los límites naturales de su operación, lo más que podría decirse sería que la referencia «magnitud indefinida» (es decir, la infinitud matemática) presenta una cierta analogía con la referencia «infinitud esencial» como se postula en la religión y en la metafísica, pero no podría afirmarse ni negarse nada con respecto a la «eseidad» (esse) de esta infinitud en su esencia.

Así pues, si la sabiduría humana, dependiendo de sí misma sólo (es decir, el «racionalismo») propone una religión, ésta será lo que se llama un «religión natural», es decir, una religión que tiene como deidad ese referente cuya operación se ve por todas partes, y que, sin embargo, es muy refractario al análisis, a saber, la «vida» o la «energía». Y esta religión será un panteísmo o un monismo, que postulará un alma (anima, «animación») del universo, conocida por todas partes por sus efectos perceptibles en los movimientos de las cosas; cosas entre las cuales estará fuera de lugar cualquier distinción entre lo animado y lo inanimado, puesto que sólo puede definirse racionalmente como animación «eso que se expresa en la moción, o que es la causa de la moción». O si no es un panteísmo, entonces será un politeísmo o un pluralismo, en el que se postulará una variedad de animaciones («fuerzas») como la base y la «explicación» de la correspondiente variedad de mociones. Pero no puede afirmarse ni negarse nada en lo que concierne a la proposición de que una tal animación o animaciones pueden ser meramente aspectos determinados y contingentes de una «realidad» indeterminada en sí misma. Expresado más técnicamente, el panteísmo y el politeísmo son concepciones esencialmente profanas, y si a veces son reconocibles en una doctrina religiosa o metafísica dada, en realidad son interpolaciones de la razón, no esenciales a la doctrina religiosa o metafísica en sí misma.

Por otra parte, la sabiduría humana, cuando no se apoya en sí misma solo, puede aplicarse a una exposición parcial, es decir, analógica de las sabidurías religiosas o metafísicas, donde éstas se toman como anteriores a ella misma. Pues aunque las dos sabidurías (a saber, la filosofía segunda y la filosofía primera) son diferentes en tipo, puede haber una coincidencia formal, y en este sentido lo que se llama una «reconciliación de la ciencia y de la religión». Cada una es entonces dependiente de la otra, aunque de maneras diferentes, a saber, las ciencias dependen de la verdad revelada para su corrección formal, y la verdad revelada se apoya en las ciencias para su demostración por analogía, «no como si tuviera necesidad de ellas, sino sólo para hacer más clara su enseñanza».

En uno y otro caso, el fin último de la sabiduría humana es que se acreciente un bien o la felicidad, ya sea para el filósofo mismo, o para sus prójimos, o para la humanidad en general, pero siempre necesariamente en los términos del bienestar material. El tipo de bien considerado puede ser o no un bien moral. Por ejemplo, si asumimos una buena voluntad, es decir, un sentido de la justicia natural, la religión natural se expresará en la ética, a saber, en una sanción de tales leyes de la conducta que sean las más conductivas al bien común, y se admirará al que llegue incluso a sacrificar su vida por amor de esto. En la estética (puesto que el arte es circa factibilia), la religión natural, dada una buena voluntad, justificará la manufactura de tales bienes que sean aptos para el bienestar humano, ya sean como necesidades físicas o como fuentes de placer sensible. Todo esto pertenece al «humanismo» y está muy lejos de ser despreciable. Pues en el caso de que no haya una buena voluntad, la religión natural puede emplearse igualmente para justificar la proposición de «la ley del embudo» o de «el diablo se lleve al último», y, en la manufactura, para justificar la producción de bienes ya sea por métodos que son dañinos para el bien común, o que en sí mismos se adaptan inmediatamente a fines dañinos para el bien común; como en el caso del trabajo infantil en la manufactura de gas venenoso. Por el contrario, la verdad revelada requiere una buena voluntad a priori, a la cual hay que agregar que se requiere la ayuda de la filosofía racional, ya sea como ciencia o como arte, para que esta buena voluntad pueda hacerse efectiva.

Hay otro tipo de filosofía, la primera, a saber, la filosofía que hemos llamado «verdad revelada», que, aunque cubre todo el terreno de la filosofía segunda, lo hace de otra manera, mientras, más allá de ésta, trata con confianza de «realidades» que, ciertamente, pueden ser inmanentes al tejido del tiempo y el espacio, y no ser enteramente incapaces de demostración racional, pero a las que se llama trascendentes con respecto a este tejido, es decir, que no están en modo alguno contenidas enteramente dentro de este tejido, y que no son enteramente susceptibles de demostración. Por ejemplo, la Filosofía Primera afirma la actualidad de un «ahora» independiente del flujo del tiempo; mientras que la experiencia es sólo de un pasado y de un futuro. Así mismo, el procedimiento de la Filosofía Primera ya no es en primer lugar deductivo y secundariamente inductivo, sino inductivo de principio a fin, puesto que su lógica procede invariablemente desde lo trascendental a lo universal, y desde allí a lo particular. Ciertamente, puesto que esta Filosofía Primera da por hecho el principio «como es arriba, así es abajo» y viceversa, es capaz de descubrir en cada hecho microcósmico la huella o el símbolo de una actualidad macrocósmica, y por consiguiente recurre a la «prueba» por analogía; pero este procedimiento aparentemente deductivo se emplea aquí a modo de demostración, y no a modo de prueba, puesto que aquí la prueba lógica está fuera de cuestión, y su lugar lo ocupa la fe (el credo ut intelligam de San Agustín) o la evidencia de la experiencia inmediata (alaukikapratyaksa).

Nuestro primer problema en relación con la sabiduría más alta, considerada como una doctrina conocida por revelación (ya sea por medio de la escucha o de la transmisión simbólica), congruente pero no sistemática, e inteligible en sí misma aunque trata en parte de cosas ininteligibles, es distinguir sin dividir entre la religión y la metafísica, entre la filosofía segunda y la filosofía primera. Esta es una distinción sin diferencia, como la que hay entre el atributo y la esencia, y sin embargo es una distinción de importancia fundamental si queremos entender el significado verdadero de cualquier hecho espiritual dado.

Por consiguiente, procederemos primero a subrayar las distinciones que pueden trazarse entre la religión y la metafísica con respecto a una sabiduría que es una en sí misma y que, en cualquier caso, se dirige en primer lugar a las cosas inmateriales, o hablando racionalmente, a las cosas «irreales». Hablando ampliamente, la distinción es la que hay entre el cristianismo y el gnosticismo, entre la doctrina sunni y la shi’a entre Ramânuja y Sankaracarya, entre la voluntad y el intelecto, entre la participación (bhakti) y la gnosis (jñana), o entre el conocimiento-de (avidya) y el conocimiento-como (vidya). En lo que concierne a la Vía, la distinción es la que hay entre la consagración y la iniciación, y entre la integración pasiva y la integración activa; y en lo que concierne al Fin, la distinción es la que hay entre la asimilación (tadakarata) y la identificación (tadbhava). La religión requiere a sus adherentes que se perfeccionen: la metafísica que realicen su propia perfección que jamás ha sido vulnerada (incluso Satán es siempre virtualmente Lucifer, puesto que está caído sólo en gracia pero no en naturaleza). Desde el punto de vista de la religión, el pecado es moral; desde el punto de vista de la metafísica, el pecado es intelectual (en la metafísica, el pecado mortal es una convicción o afirmación de la ego-subsistencia independiente, como en el caso de Satán, o la envidia de los logros espirituales de otros, como en el caso de Indra).

En general, la religión procede desde el ser en acto (karyâvastha) del Principio Primero, sin considerar su ser en potencialidad (karanâvastha); mientras que la metafísica trata de la Identidad Suprema como una unidad indivisible de potencialidad y acto, de obscuridad y luz, sosteniendo que éstos también pueden y deben considerarse aparte cuando queremos comprender su operación como identidad en Ello o en Él. Y así, la religión asume un aspecto de dualidad, a saber, cuando postula una «materia prima», una «potencialidad» o un «no ser» muy alejado de la actualidad de Dios, y no tiene en cuenta la presencia principial de esta «materia prima» en el Principio Primero, o más bien «del» Principio Primero, en tanto que su «naturaleza».

Las religiones pueden y deben ser muchas, puesto que cada una es una «adaptación de Dios», y deben diferenciarse estilísticamente, puesto que la cosa que se conoce, sólo puede estar en el conocedor según el modo del conocedor; y de aquí que, como decimos en la India, «Dios toma las formas que son imaginadas por Sus adoradores», o como lo expresa el Maestro Eckhart, «yo soy la causa de que Dios sea Dios». Y a esto se debe que las creencias religiosas hayan unido a los hombres, tanto como los han enfrentado, como es el caso de cristianos y paganos, o de ortodoxos y heréticos. De manera que, si tenemos que considerar cual puede ser el problema práctico más urgente que tiene que resolver el filósofo, sólo podemos responder que éste ha de reconocerse en un control y una revisión de los principios de la religión comparada, cuyo verdadero fin, juzgado por la mejor de las sabidurías (y el juicio es la función propia de la sabiduría aplicada), debe ser demostrar la base metafísica común de todas las religiones, y que las diversas culturas se relacionan entre sí fundamentalmente como los dialectos de un lenguaje espiritual e intelectual común; quienquiera que reconoce esto, ya no deseará afirmar que «mi religión es mejor», sino sólo que es la «mejor para mí». En otras palabras, el propósito de la controversia religiosa no debe ser «convertir» al oponente, sino persuadirle de que su religión es esencialmente la misma que la nuestra. Para citar un caso a punto, no hace mucho que hemos recibido una comunicación de un amigo católico en la que decía que «durante años me he sentido avergonzado por la superficialidad y estrechura de cualquier tentativa de afirmar una diferencia entre cristianos e hindúes». Hay que destacar que un pronunciamiento tal como este sorprenderá con un sentimiento de horror a una mayoría de los lectores europeos. De hecho, reconocemos que lo que la controversia religiosa tiene generalmente en vista, es convencer al oponente de su error más que de lo que es correcto a nuestros ojos; e incluso, en la moderna escritura propagandista, se detecta un trasfondo de temor, como si el hecho de descubrir la verdad esencial en el oponente fuera un desastre que pudiera trastocar nuestra propia fe; un temor que viene ocasionado por el hecho mismo de que con el crecimiento del conocimiento y de la comprensión, cada vez se hace más difícil establecer diferencias fundamentales entre una religión y otra. Una de las funciones de la Filosofía Primera es disipar tales temores. Por otra parte, no hay ningún otro terreno en el que todos los hombres puedan estar absolutamente de acuerdo, exceptuando el de la metafísica, terreno que aseguramos que es la base y la norma de todas las formulaciones religiosas. Una vez que se reconoce un tal terreno común, deviene una cuestión simple estar de acuerdo o no estar de acuerdo en los temas de detalle, pues se verá que las distintas formulaciones dogmáticas no son más que paráfrasis de uno y el mismo principio.

Pocos negarán que en el día presente la civilización occidental afronta la posibilidad inminente del fallo funcional total, y que, al mismo tiempo, esta civilización viene actuando desde hace mucho tiempo, y todavía continúa actuando, como un poderoso agente de desorden y de opresión para todo el resto del mundo. Nos atrevemos a decir que estas dos condiciones son atribuibles, en último análisis, a esa impotencia y arrogancia que ha encontrado una expresión perfecta en el dicho «oriente es oriente y occidente es occidente, y éstos no se encontrarán nunca», una proposición que sólo podría haber hecho surgir la ignorancia más abismal y el desaliento más profundo. Por otra parte, reconocemos que el único terreno posible sobre el que puede llevarse a cabo una entente efectiva de oriente y occidente es el de la sabiduría puramente intelectual, sabiduría que es una y la misma en todos los tiempos y para todos los hombres, y que es independiente de toda idiosincrasia ambiental.

Teníamos la intención de examinar con mayor amplitud las diferencias entre la religión y la metafísica, pero más bien concluiremos la presente sección con una afirmación de su identidad última. Consideradas como Vías, o como praxis, las dos son medios de llevar a cabo la rectificación, regeneración y reintegración de la aberrante y fragmentada consciencia individual, las dos conciben el fin último del hombre (purusartha) como consistiendo en una realización, por parte del individuo, de todas las posibilidades inherentes a su propio ser; o pueden proseguir más allá, y ver una meta final en una realización de todas las posibilidades del ser en un modo y también de todas las posibilidades del no ser. Para los neoplatónicos y San Agustín, y también para Erigena, el Maestro Eckhart y Dante, y también para tales como Rumi, Ibn ‘Arabi, Sankaracarya, y muchos otros en Asia, la experiencia religiosa e intelectual están tan estrechamente entretejidas que no pueden separarse; por ejemplo, ¿quién habría sospechado que las palabras «Como puede Eso, que el Comprehensor llama el Ojo de todas las cosas, el Intelecto de los intelectos, la Luz de las luces, y la Presencia numinosa, ser otro que el fin último del hombre», y «Tú has sido tocado y tomado, mucho antes de que moraras aparte de mí, pero ahora que Te he encontrado, ya nunca dejaré que Te vayas», no están tomadas de una fuente «teísta», sino de himnos puramente vedánticos dirigidos a la Esencia (atman) y al «Brahman impersonal»?

II. COMO HAN CONSIDERADO LA INMORTALIDAD DIFERENTES SABIDURÍAS

Vamos a considerar la aplicación de diferentes tipos de sabiduría a un problema particular de significación general. La pertinencia de la filosofía al problema de la inmortalidad es evidente, en la medida en que la sabiduría se interesa en primer lugar en las cosas inmateriales, y es evidente que las cosas materiales no son inmortales como tales (en esse per se) y ni siquiera de un momento a otro, sino que están continuamente en flujo, y esto es innegable, independientemente de que pueda haber o no, en tales cosas que devienen perpetuamente, algún principio inmortal. O si consideramos el problema desde otro ángulo, podemos decir que lo que quiera que sea inmortal en las cosas fenoménicas, si es que hay algo, debe haber sido así desde que comenzaron, pues hablar de un principio inmortal que ha devenido mortal, equivale a decir que ha sido mortal siempre.

No necesita ningún argumento demostrar que la sabiduría humana, a saber, el racionalismo, nuestra segunda filosofía, comprenderá por «inmortalidad», no una vida que dura siempre sobre la tierra, sino una persistencia postmortem de la consciencia, de la memoria y del carácter individual, tales como, en nuestra experiencia, sobreviven de un día a otro a través de los intervalos nocturnos de sueño profundo. Así pues, la sabiduría racional tomará una u otra de estas dos posiciones. En primer lugar, puede argumentar que si la consciencia fuera en sí misma algo más que una función de la materia en moción, es decir, algo más que una función de la existencia física, nosotros no tenemos ninguna experiencia ni podemos concebir el funcionamiento de la consciencia aparte de las bases físicas efectivas sobre las que parece apoyarse su funcionamiento; y que, por consiguiente, nosotros no podemos concebir la posibilidad de ninguna otra inmortalidad que no sea en la historia, es decir, en las memorias de otros seres mortales. En este sentido, también puede postularse la posibilidad de un tipo de resurrección, como cuando se refresca la memoria por el descubrimiento de pruebas documentales de la existencia de algún individuo o de algún pueblo cuyos nombres mismos se habían olvidado quizás durante milenios. En segundo lugar, nuestra sabiduría humana puede mantener, acertada o erróneamente, que se han encontrado evidencias de la «supervivencia de la personalidad», a saber, en comunicaciones desde el «otro mundo», de tal suerte que prueban, ya sea por referencia a hechos desconocidos para el observador, pero que se verifican después, o ya sea por «manifestaciones» de un tipo u otro, una continuidad de la memoria y una persistencia del carácter individual en el difunto que se asume que está en comunicación con el observador. Si se intenta racionalizar entonces la evidencia aceptada así, se argumenta que puede haber tipos de materia diferentes y más sutiles que los que son perceptibles para nuestros sentidos físicos presentes, y que estas otras modalidades de materia pueden servir muy bien como el supuesto del funcionamiento de la consciencia en otros planos del ser.

Se verá sin dificultad que no puede trazarse ninguna distinción espiritual ni intelectual entre estas dos interpretaciones racionalistas, puesto que la única diferencia entre ellas atañe a la cantidad o al tipo de tiempo en el que puede mantenerse la continuidad del carácter y de la consciencia individual en un espacio dimensionado y sobre una base material, y puesto que las teorías de las «cuatro dimensiones» o de la «materia sutil» no cambian nada en principio. Las dos interpretaciones racionalistas son rechazadas in toto, igualmente por la religión y por la metafísica.

Esto no quiere decir que la religión o la metafísica niegan la posibilidad de una perduración indefinida de la consciencia individual sobre planos del ser indefinidamente numerosos o indefinidamente diferentes (puesto que, en realidad, se asume más bien que, aún ahora, la consciencia individual funciona sobre otros niveles que los de nuestra experiencia terrestre presente), pero esa persistencia en tales modos del ser, hablando estrictamente, no es una inmortalidad, puesto que por inmortalidad se entiende una inmutabilidad del ser, sin desarrollo ni cambio, y enteramente no aconteciente; mientras que eso que se presume que subsiste así aparte de la contingencia, a saber, el alma, la forma o el principio nouménico (nama) del individuo, principio por el cual él es lo que es, debe distinguirse, en tanto que enteramente intelectual e inmaterial, igualmente del cuerpo sutil y del cuerpo grosero (suksma y sthula sarira), que son igualmente fenoménicos (rupa).

Por ejemplo, «las cosas que pertenecen al estado de gloria no están bajo el sol» (Santo Tomás, Summa Theologica III, Supp. q.I.a.1), es decir, no están en ningún modo del tiempo ni del espacio; sino más bien, «es a través del medio del sol como uno escapa enteramente» (atimucyate, Jaiminiya Upanisad Brahmana, I.3), donde el sol es la «puerta de los mundos» (loka-dvara), (Chandogya Upanisad VIII.66), «la puerta a cuyo través todas las cosas vuelven perfectamente libres a su felicidad suprema (purnânanda)… libres como la Divinidad en su no-existencia» (asat) del Maestro Eckhart, la «Puerta» de San Juan 10, «la puerta del Cielo que Agni abre» (svargasya lokasya dvaram avrnot), (Aitareya Brahmana III.42). Es cierto que aquí nos encontraremos de nuevo, inevitablemente, con una distinción, que en modo alguno podemos pasar por alto, entre la formulación religiosa y la formulación metafísica. Como ya hemos visto, el concepto religioso de la felicidad suprema culmina en la asimilación del alma a la Deidad en acto, puesto que el acto propio del alma es un acto de adoración más que un acto de unión. Asímismo, y sin incongruencia, puesto que se asume que el alma individual permanece numéricamente distinta igualmente de Dios y de otras sustancias, la religión ofrece a la consciencia mortal la promesa consolatoria de encontrar en el Cielo, no sólo a Dios, sino a aquellos a quienes amaba en la tierra, y de poder recordar y reconocer.

Por su parte, la metafísica no negará que incluso en un «Cielo», más allá del tiempo, puede haber, al menos hasta el «Juicio final», un conocimiento-de (avidya) más bien que un conocimiento-como (vidya), aunque no considerará a aquel cuya modalidad está todavía en un conocimiento-de como enteramente Comprehensor (vidvan) ni como absolutamente Expandido (atimukta). La metafísica concederá, y en esto está formalmente de acuerdo con la religión, que puede haber o que incluso debe haber estados del ser que no están enteramente en el tiempo, ni tampoco en la eternidad (a saber, en el ahora atemporal), sino que son aeviternales, entendiendo por «aeviternidad» (el védico amrtatva) un término medio entre la eternidad y el tiempo; los Ángeles, por ejemplo, como substancias intelectuales conscientes, participan de la eternidad en cuanto a su naturaleza y comprensión inmutables, pero del tiempo en cuanto a su consciencia accidental del antes y el después, y a la cambiabilidad de sus afecciones (es decir, la propensión a caer de la gracia, etc.); y en cuanto a la independencia angélica de la moción local (debido a la cual a los Ángeles se les representa como alados, y se habla de ellos como «pájaros»), por la que los Ángeles pueden estar en cualquier parte, es diferente de la inmanencia del Principio Primero, que implica una presencia igual por todas partes. Y la religión tampoco niega que «Algunos hombres, incluso en este estado de vida son más grandes que algunos ángeles, no actualmente, sino virtualmente» (Santo Tomás, Summa Theologica I.q.117.a.2, ad 3), de donde se sigue naturalmente que «Algunos hombres son elevados a los órdenes angélicos más altos» (San Gregorio, Hom. in Ev. XXXIV), participando así de un ser aeviternal; todo lo cual corresponde a lo que implica la familiar expresión hindú devo bhutva, equivalente a «muerto y partido al cielo». Precisamente, este punto de vista se expresa más técnicamente en el texto crítico, Brhadaranyaka Upanisad III.2.12, «Cuando un hombre muere, lo que no le abandona (na jahati) es su “alma” (nama); el alma es sin fin (ananta, «aeviternal»), y sin fin es lo que son los Distintos Ángeles, de manera que entonces gana el mundo sempiterno (anantam lokam)». Cf. Rumi (XII en el Shams-i-Tabriz de Nicholson), «Cada figura que ves tiene su arquetipo en el mundo sin lugar, y si la figura perece, no importa, puesto que su original es sempiterno (lamkan-ast)»; y Santo Tomás, Summa Theologica II-I.q.67.a.2c, «en cuanto a las especies inteligibles, que están en el intelecto posible, a saber, las virtudes intelectuales, permanecen», es decir, cuando el cuerpo se corrompe. Esto también lo expuso Filón, para quien «El lugar de esa vida inmortal es el mundo inteligible», es decir, el mismo que el «Reino Intelectual» de Plotino, passim. Si consideramos ahora las implicaciones de estos dichos en conexión con la respuesta de Boehme al erudito que pregunta, «¿A dónde va el alma cuando muere el cuerpo?», a saber, que «No hay para ella ninguna necesidad de ir a ninguna parte… Pues… cualquiera de los dos (es decir, el cielo o el infierno) se manifiestan en ella (ahora), a saber, ahora en el que el alma está… ciertamente, el juicio tiene lugar inmediatamente a la partida del cuerpo», y a la luz de la Brhadaranyaka Upanisad IV.4.5-6, «Como es su voluntad… así es su destino» (yat kamam… tat sampadyate) y «Aquel cuya mente está apegada (a las cosas mundanas)… vuelve de nuevo a este mundo… pero a aquel cuyo deseo es la Esencia (atman), su vida (prânah) no le deja, sino que va como el Brahman al Brahman», será evidente que aunque el alma o el intelecto (el védico manas) es inmortal por naturaleza (es decir, una potencialidad individual que no puede ser aniquilada, cualquiera que sea su «destino»), sin embargo el «destino» efectivo de una consciencia individual, ya sea ese «destino» «salvarse» o «liberarse» (devayana), o entrar de nuevo en el tiempo (pitryana), o «condenarse» (nirrtha), depende de sí misma. Y por consiguiente, se nos dice que «pongamos nuestro tesoro en el Cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre lo corrompen»; pues, evidentemente, si la vida consciente del individuo está establecida ya ahora intelectualmente (o en la fraseología religiosa, «espiritualmente») y si el mundo intelectual o espiritual es aeviternal (como se sigue de la consideración de que las ideas no tienen lugar ni fecha), entonces esta vida consciente no puede ser infringida por la muerte del cuerpo, la cual no cambia nada en este aspecto. O si la consciencia está atada todavía a los fines (ya sean buenos o malos) que sólo pueden llevarse a cabo en el tiempo y el espacio, pero que todavía no se han realizado cuando muere el cuerpo, entonces, evidentemente, una tal consciencia encontrará su vía de retorno a estas mismas condiciones, a saber, el espacio y el tiempo, en las que puedan realizarse los fines deseados. O, finalmente, si la vida consciente se ha llevado enteramente en la carne, entonces debe considerarse como enteramente cortada cuando se destruye su único soporte; es decir, debe considerarse como «precipitándose» adentro de la mera potencialidad o infierno.

El espacio de que disponemos no nos permitirá examinar extensamente la teoría de la «reencarnación». Sus fundamentos se dan en Rig Veda, donde el tema es principalmente una cuestión de manifestación recurrente; por ejemplo, en este sentido, Mitra jayate punah (X.85.19) y Usas es punahpunar jayamana (I.19.10). Una aplicación individual en el espíritu de «Hágase tu voluntad» se encuentra en V.46.1, «Como un caballo que comprehende, me unzo a mí mismo al palo (del carro del año)… sin buscar ni una liberación ni una vuelta atrás de nuevo (na asyah vimucam na avrttam punah); que Él (Agni), como Comprehensor (vidvan) y nuestro Guía, nos conduzca rectamente». Ciertamente, el individuo «nace acordemente a la media de su comprensión» (Aitareya Aranyaka II.3.2), y de la misma manera que el mundo está preñado de las causas de las cosas que no han nacido» (San Agustín, De Trin. III.9), así también el individuo está preñado de los accidentes que deben acontecerle; como lo expresa Santo Tomás, «el destino está en las causas creadas mismas» (Summa Theologica I.q.116.2), o Plotino, «La ley viene dada en las entidades sobre quienes se ejerce…, prevalece porque está dentro de ellas… y levanta en ellas un doloroso anhelo de entrar en el reino al cual se les invita desde dentro» (Enéadas IV.3.15); y similarmente Ibn ‘Arabi, que dice que mientras el ser es de Dios, la modalidad no es directamente de Él, «pues Él sólo quiere lo que está en ellas mismas que ellas devengan» (Nicholson, Studies in Islamic Mysticism, 1921, p. 151). Por otra parte, puede tenerse por cierto que las interpretaciones budistas de la causalidad (karma) o del destino (adrsta), y todavía más las interpretaciones teosóficas modernas, interpretaciones que afirman la necesidad de un retorno (excepto para el que es un mukta o que ha «alcanzado el nirvana) a las mismas condiciones que se habían dejado atrás al morir, implican una antinomia metafísica; «Tú no puedes entrar dos veces en las mismas aguas, pues otras aguas están corriendo siempre en ti» (Heráclito). Lo que se contempla realmente en las doctrinas védicas y en otras doctrinas tradicionales es la necesidad de una manifestación recurrente, eón tras eón, aunque no nuevamente dentro de uno y el mismo ciclo temporal, de todas aquellas potencialidades o fuerzas individuales en las que el deseo de «prolongar su linaje» es todavía efectivo; pues a cada Patriarca (pitr), como a Prajapati mismo, (praja-kamya), y, por consiguiente, voluntariamente, se la encomienda a la «Vía Patriarcal (pitryana).

Desde el punto de vista de la metafísica, ¿qué es entonces todo el curso de una potencialidad individual, desde el «tiempo» en que se despierta en el océano primordial de la posibilidad universal hasta el «tiempo» en que alcanza su último puerto? Es un retorno adentro de la fuente y manantial de la vida, desde donde se origina la vida, y es así un paso desde una «anegación» a otra; pero con una distinción, válida desde el punto de vista del individuo en sí mismo mientras es un Viajero y no un Comprehensor, pues, visto como un proceso, es un paso desde una perfección meramente posible a través de la imperfección actual a una perfección actual, un paso desde la potencialidad al acto, desde el sueño (abodhya) a un despertar pleno (sambodhi). Ignorando ahora la Vía Patriarcal como una senda «de va y viene», y considerando sólo la Vía Angélica directa (devayana), vía en la que el Rig Veda está principalmente interesado y que interesa específicamente al individuo (mumuksu), podemos decir que esta Vía es primero de una realización disminutiva y después de una realización aumentativa de todas las posibilidades intrínsecas al hecho de ser en un modo dado (por ejemplo, el humano), y que finalmente conduce a la realización de todas las posibilidades del ser en uno o en todos los modos, y más allá de esto a las posibilidades del ser no en ningún modo cualquiera que sea. En conexión con esto, aquí sólo podemos aludir al papel que tiene lo que se llama la «iniciación»; así pues, sólo diremos que la intención de la iniciación es comunicar de uno a otro un impulso espiritual o más bien intelectual, impulso que se ha transmitido continuamente en guru-parampara-krama desde el comienzo y que finalmente es de origen no humano, y con el cual el individuo contraído y desintegrado es despertado a la posibilidad de una reintegración (samskarana); y que los ritos metafísicos, o «misterios» (que son en imitación de los medios empleados por el Padre para llevar a cabo Su propia reintegración, cuya necesidad viene ocasionada por la incontinencia del acto creativo), lo mismo que las escrituras tradicionales análogas, tienen la intención de proporcionar al individuo la educación preparatoria necesaria y los medios de la operación intelectual; pero la «Obra Magna», a saber, la de llevar a cabo la reunión de la esencia con la Esencia, debe hacerse por sí mismo dentro de sí mismo.

Hasta aquí hemos seguido la senda del Viajero por la Vía Angélica hasta el reino espiritual o intelectual; y desde el punto de vista religioso es aquí donde se encuentra su inmortalidad, pues, ciertamente, «la duración de la aeviternidad es infinita» (Santo Tomás, Summa Theologica I.q.10.a.5 ad 4). Pero desde el punto de vista metafísico, o incluso desde el punto de vista religioso, o aun por un místico tal como Eckhart (en la medida en que la experiencia religiosa es a la vez devocional e intelectual en el sentido más profundo de ambas palabras) se mantendrá que una estación (pada) aeviternal, tal como la que se implica en el concepto de estar en un cielo, no es el fin, ni en modo alguno un retorno completo (nivrtti), sino sólo un lugar de reposo (visrama). E igualmente, se mantendrá que considerar el reino intelectual mismo como un lugar de memorias sería una derogación, pues como dice Plotino de sus nativos, «si no buscan ni dudan, y nunca aprenden, puesto que nada está nunca ausente de su conocimiento… ¿qué razonamientos, qué procesos de investigación racional, pueden tener lugar en ellos? En otras palabras, ¿han visto a Dios y recuerdan? Ah, no… tal reminiscencia es sólo para las almas que han olvidado» (Enéadas IV.4.6); y debemos decir más aún respecto a las memorias mundanas (vasana), a saber, que «cuando el acto del alma se dirige hacia otro orden, debe rechazar enérgicamente la memoria de tales cosas, debe acabar con esa memoria ahora» (ídem, IV.4.4.8).

Ciertamente, el concepto metafísico de la Perfección considera un estado del ser que no es inhumano, puesto que se mantiene que tal estado es accesible siempre y por todas partes para quienquiera que se apresure interiormente hacia el punto central de la consciencia y que esté en cualquier terreno o plano del ser, ni tampoco «sin corazón» a menos que por «corazón» entendamos la sede de la emotividad y de la sentimentalidad; pero sí, ciertamente, no humano. Por ejemplo, en Chandogya Upanisad IV.10.2 es precisamente en tanto que amanava purusa, a saber, en tanto que «persona no humana», como el Sol y avatara aeviternal, Agni, se dice que conduce adelante al Comprehensor que ha encontrado su vía a través del Sol Supernal a la otra orilla de los mundos, y ésta es la «vía de los Ángeles» (devayana) en contraste con la de los Patriarcas (pitryana), que no conduce más allá del Sol, sino a la reincorporación en un modo de ser humano. Y aquí se prevé, que más pronto o más tarde, este devayana debe conducir a lo que en la vía del misticismo se expresa como una «muerte final del alma», o la «anegación», el sufi al-fana ‘an al-fana, por lo cual se implica un paso aún más allá de la consciencia en la deidad como acto, a un Supremo (sánscrito para, paratpara) más allá de todo rastro de una multiplicidad ejemplaria, o incluso «inteligible». Y allí, alejado de toda «reminiscencia» posible de lo que se ha conocido o amado en la otreidad, en las palabras del Maestro Eckhart, «Nadie me preguntará de dónde vine ni a dónde fui», o en las palabras de Rumi, «Allí, de cada uno que entra, nadie tiene conocimiento de que es fulano o mengano».

Si esto parece una negación de la significación última del amor humano, la proposición no se ha comprendido en absoluto. Pues todas las formulaciones metafísicas, al asumir que una analogía infalible relaciona cada plano del ser con todos los demás, han encontrado, en el amor humano, una imagen de la felicidad divina (purnânanda), imaginada no como una contradicción, sino como una transformación (paravrtti) de la experiencia sensual. Esta es la teoría del «amor platónico», según la cual, como lo expresa Ibn Farid, «el encanto de cada bello joven, o de cada hermosa muchacha viene a ellos de Su belleza»; un punto de vista implícito también en la concepción del mundo de Erigena como una teofanía, y en la doctrina escolástica de los vestigium pedis, a saber, el rastro o la huella de la divinidad en el tiempo, la cual tiene sus equivalentes en los simbolismos védico y zen. Lo que significa esto en la tradición de hecho es que la amada en la tierra no ha de ser realizada allí como ella es en sí misma, sino como ella es en Dios, y así es en el caso de Dante y Beatriz, Ibn ‘Arabi y an-Nizam, y en el de Chandidas y Rami. La belleza de la amada allí ya no es como aquí, a saber, contingente y meramente una participación o un reflejo, sino la de la Sabiduría Supernal, la de la Única Madonna, la del ser intrínseco de la Esposa, que «llueve llamas de fuego» (Convivio) y que como claritas ilumina y guía al intelecto puro. En esa estación oculta y última (guhyam padam), la naturaleza y la esencia, la Apsaras y el Gandharva, son uno e indivisibles, sin conocer nada de un adentro ni de un afuera (na bahyam kimcana veda nântaram, Brhadaranyaka Upanisad IV.321), y eso es su felicidad suprema, y la de toda consciencia liberada.

Todo eso sólo puede describirse en los términos de la negación, en los términos de lo que no es, y por consiguiente decimos nuevamente que la metafísica no puede considerarse en absoluto como una doctrina que ofrece consolaciones a una humanidad que sufre. Lo que la metafísica comprende por inmortalidad y por eternidad implica y requiere de cada hombre una negación de sí mismo total e inquebrantable y una mortificación final, a fin de estar muerto y enterrado en la Divinidad. «Quienquiera que realiza esto, evita la muerte contingente (punar mrtyu), la muerte no le tiene, pues la Muerte deviene su esencia, y de todos estos Ángeles él deviene el Uno» (Brhadaranyaka Upanisad I.2.7). Pues la Identidad Suprema no es menos una Muerte y una Obscuridad que una Vida y una Luz, no es menos Asura que Deva: «Su cubrimiento es a la vez de la Aeviternidad y de la Muerte» (yasya chaya amrta, yasya mrtyuh, Rig Veda Samhita X.121.2). Y esto es lo que comprendemos como el propósito final de la Filosofía Primera.

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