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¿«Sócrates Es Viejo» Implica que «Sócrates Es»?

La flor y el fruto del lenguaje es el significado. (Yâska, Nirukta I.19)

La flor y el fruto del lenguaje es la verdad. (Aitareya Âranyaka II.3.6)

Dice el laconio que no existe y nunca existirá un arte de hablar real que no proponga la verdad. (Platón, Fedro 260E)

Bertrand Russell dice que en una sentencia tal como «Sócrates es viejo», «la tendencia del lenguaje es a asumir» que la palabra «es», que relaciona a «Sócrates» con una cualidad atribuida, presupone en él un ser más o menos persistente; y argumenta que lo que nosotros «deberíamos» decir es que la serie de acontecimientos o fenómenos a los que nos referimos con la etiqueta de «Sócrates» viene durando ya muchos años. Estoy de acuerdo en que eso es lo que debemos entender; en otras palabras, eso es lo que yo entiendo por una afirmación tal. Al mismo tiempo, pienso que tenemos derecho utilizar tales expresiones elípticas para propósitos prácticos, sin incurrir en ningún cargo de mala fe, aunque sabemos que nuestro significado pleno o real solo será comprendido por un oyente que no solo es consciente de que un «ser» real de algo que puede ser nombrado o señalado puede cuestionarse muy seriamente, sino que es consciente también de que, de hecho, nosotros no atribuimos un «ser» persistente a algo compuesto o variable, sujeto a cambio y decadencia. Un oyente tal reconocerá que yo no estoy «mintiendo», sino solo hablando un «inglés común y corriente» con el fin de evitar un lenguaje de tal complicación que tendería a paralizar toda comunicación sobre los asuntos de cada día. Es cierto que otro oyente que asume que «Sócrates» debe tener un ser, puede asumir que yo estoy de acuerdo con él; pero es muy probable que no considere en absoluto el último significado. En tales contextos todo lo que se necesita es una comunicación del significado empírico o superficial; puede suponerse que el oyente está en busca de «Sócrates», el hombre, y que solo quiere saber qué tipo de hombre ha de buscarse; solo si suscita la cuestión de las implicaciones de mis palabras será necesario que yo las interprete.

Antes de proseguir, debo preguntar, ¿Qué puede entender Bertrand Russell con su personificación del lenguaje? Ciertamente, solo los seres humanos pueden tener «tendencias a asumir» algo. Si la proposición «Sócrates es viejo» implica que «Sócrates es», debe ser la asunción humana la que ha determinado la forma de la expresión, y no el lenguaje mismo el que nos lleva a suponer que Sócrates es uno. El lenguaje nunca puede ser malinterpretado: son los seres humanos quienes pueden interpretarse mal unos a otros, lo cual acontece cuando lo que se pronuncia es efectivamente un mero ruido, o parece ser un mero ruido debido a que el oyente oye pero no comprende. No cabe duda de que se ha asumido más o menos generalmente que yo y los demás «somos» seres persistentes; y es esta suppositio la única que puede explicar un universo de discurso en el que se significa y se comprende a la vez que Sócrates es. Al mismo tiempo, debemos tener mucho cuidado de no confundir este personalismo con el animismo metafísico que refiere los actos de los presuntos seres a la presencia en ellos de un Poder que los mueve — questi neí cor mortali è permotore — el Poder omnipenetrante de otro que «ellos mismos», y aparte del cual ellos no podrían «funcionar» más que cualquier otro ingenio sin «fuerza». En este universo de discurso, que «Sócrates es viejo» no implicará que Sócrates es, sino más bien que «él» no es.

Así pues, el significado de las palabras «Sócrates es viejo» dependerá en parte del universo de discurso en el que se dicen. Para el filósofo en cualquier sentido tradicional no significarán que Sócrates «es». Pues no es un descubrimiento nuevo del positivismo moderno que yo «es meramente un nombre para una serie de eventos atómicos»; esta es una doctrina tradicional, integral a la Philosofía Perennis, y de antigüedad desconocida. En palabras de Platón: «Aunque un hombre es llamado siempre “él mismo”, sin embargo, él no es nunca tal que retenga las mismas propiedades en “él mismo”; él está deviniendo siempre un hombre nuevo… no solo en su cuerpo sino en su alma, puesto que nada de su disposición moral (ta ethe), opiniones, deseos, placeres, dolores o temores permanece nunca lo mismo en un individuo (ekasto)… ni nosotros somos nunca los mismos respecto del contenido de nuestro conocimiento» (Banquete 207DE, 208A); y así, dice también, «pertenece naturalmente a todo lo que es compuesto (synthetos) sufrir una disolución correspondiente», y solo a un ser real e inmutable pertenece ser y permanecer siempre él mismo; de modo que las cosas que se nombran, tales como los hombres, el caballo o los vestidos, aunque nombrarlas parece implicar que ellas «son», ellas no son realmente esencias y nunca son las mismas; esto se aplica a todo lo que es perceptible por los sentidos, y solo de las substancias simples e invisibles puede decirse propiamente que ellas «son» (Fedón 78C-79A). Similarmente para Plutarco: «Nadie permanece una persona, ni es una persona… y si él no es la misma persona, no tiene ningún ser permanente, sino que su naturaleza misma cambia según una personalidad sucede en él a otra. Nuestros sentidos, por ignorancia de la realidad (to on, lo que “es”), nos dicen falsamente que lo que parece ser, es» (Moralia 392DE, cf. Filón, De cherubim 113 sig.). Y así «el alma presa de divino descontento no puede reposar su comprensión en nada que tenga nombre… Debemos tener símbolos (gelichnüsse)… (pero? nuestra comprensión de ellos es totalmente diferente de la cosa como ella es en sí misma y como ella es en Dios…. Yo siempre tengo ante mi comprensión esta pequeña palabra, quasi, “como”; los niños en la escuela la llaman un “adjetivo” (bîwort) (Maestro Eckhart, ed. Pfeiffer, pp. 552, 331-332, 271). De hecho, el lenguaje (por muy «científico» que sea), está esencialmente condicionado por «la filosofía del “Como si”»; y esto lo pasan por alto los fundamentalistas y una mayoría de científicos para quienes toda comunicación es solo de hechos literales, el «pan solo» de la conversación.

En la India se ha mantenido consistentemente que nuestro verdadero Sí mismo solo puede describirse por una negación de todas las cualidades (relaciones) que pueden predicarse de él. Esta via remotíonís, representada por el netí netí de las Upanishads, y por el axioma de que el nacimiento y la muerte son correlativos inseparables, está fuertemente desarrollada en el budismo, donde nos encontramos con un análisis repetido de la «personalidad» (atta-bhâva) en los términos de sus cinco componentes psicofísicos, a cada uno de los cuales, debido a su impermanencia (anicca), se le aplican las palabras «eso no es mi Sí mismo» (na me so attâ) (Nikâyas, passim), y donde se recalca que «todo lo que ha nacido, ha venido a ser (bhutam), y es compuesto, es una cosa naturalmente corruptible» (palokadhamma, Dîgha Nikâya II.118). Así pues, quienquiera que comprende las cosas «como devinientes» (yathâ-bhutam), es decir, en la secuencia natural de causas y efectos, no preguntará: ¿Qué “era” yo, Qué “soy” yo, o Qué “seré” yo? (Samyutta Nikâya II.26, 27). Esta es la doctrina familiar de anattâ, es decir, que no hay ningún «sí mismo» reconocido en los constituyentes de la personalidad, que no son nada sino una cadena de factores causalmente determinados. Al mismo tiempo, al adepto budista (Arhat), no menos que al Despierto consciente de que «“yo” no soy nada de un alguien en ninguna parte» (Anguttara Nikâya II.177), «ni “brahman”, ni “príncipe”, ni “granjero”, ni nadie en absoluto» (Sutta-Nipâta 455), le está permitido decir «yo» por conveniencia — como un Bertrand Russell podría hacerlo, aunque él sabe que «él» no es nada sino una serie de eventos que ha tenido un punto de comienzo en el tiempo y que llegará a un fin; el maestro budista posiblemente no pueda ser comprendido por un personalista inenseñado, pero hay poco peligro de que no sea comprendido dentro de la comunidad de discurso a la que pertenece, es decir, la de la orden monástica, o aún por los seglares instruidos.

En contextos igualmente indios, islámicos y cristianos nos encontramos con el pensamiento de que solo Dios es y de que solo Él puede decir propiamente «Yo»; como lo señala el Maestro Eckhart, «“Ego”, la palabra “Yo”, no es propia para nadie sino Dios en su mismidad» (Ed. Pfeiffer, p. 261), aunque, ciertamente, «nosotros no tenemos ningún medio de considerar lo que Dios es, sino más bien lo que no es» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica I.3.1). En otras palabras, este es un punto de vista que se ha mantenido casi universalmente; y así puede decirse, quizás, que solo para el «hombre de la calle», moderno e inenseñado, la proposición «Sócrates es viejo», implicará que «Sócrates es». Por el contrario, para alguien que ha sido enseñado, será evidente que la proposición niega un ser a «Sócrates»; pues será consciente de que todo lo que ahora es viejo, debe haber sido joven y será más viejo, y de que en nuestra experiencia, exclusivamente de pasado y de futuro, no hay ningún «ahora» en el que podamos detenerle, para decir que él es esto o eso. Este hombre, Sócrates, no puede ser encontrado en ninguna parte.

Hemos visto que hay una ambigüedad de significado en el predicamento, que puede ser comprendido diferentemente, por una parte, por un personalista y, por otra, por un positivista o un filósofo tradicional. Hasta aquí estoy de acuerdo con el Profesor Urban; pero no puedo estar de acuerdo con su análisis de la naturaleza de la ambigüedad. Él dice que Sócrates no es un ser persistente en el sentido práctico, fisiológico, pero que sí lo es en su aspecto moral y político. Pero, ciertamente, no solo es nuestra naturaleza física, sino también nuestra naturaleza moral y política la que es cambiante; ¿no está el alma sujeta a persuasión? En la filosofía tradicional al menos, el alma, tanto como el cuerpo, es una cosa que deviene, según el alimento que asimila (cf. Fedro 246C); ti etho, como dice Platón, nunca son constantes en un individuo, mientras que el budista sostiene que es aún más peligroso identificar con nuestro Sí mismo el alma que el cuerpo. «Sócrates es viejo» no puede significar, en ningún universo de discurso superior, que Sócrates «es», sino, por el contrario, niega implícitamente que él «es».

Solo si predicamos en «Sócrates» una propiedad auténticamente constante, algo «absoluto», «es» implicará una esencia verdadera. Sin embargo, en este caso tendremos que preguntar, ¿Qué entendemos nosotros ahora por «Sócrates»? nosotros no podemos estar refiriéndonos a este hombre, Fulano, sujeto a la vejez. Si decimos que «Sócrates es infalible», entonces estamos atribuyendo un ser a «Sócrates», debido a que la infalibilidad no es un atributo susceptible de más o de menos sino, como la «perfección», sin grado, y por lo tanto inmutable. Esto será aún más evidente, quizás, si decimos que «Sócrates es inmortal»; pues esto equivale a decir «eterno, inmortal y auto-mismado» (ousautos, Fedón 79D), y significará necesariamente que estamos refiriéndonos a un «Sócrates» que jamás ha nacido. Ambas proposiciones son como el «nous jamás yerra» de Aristóteles (De anima III.10.433a).

La noción de una infalibilidad atribuida a un individuo nos ofende con razón; la noción es irracional. Pues, ciertamente, como dice este hombre mismo, Sócrates: «Es a la Verdad a lo que no puedes contradecir; a Sócrates puedes hacerlo fácilmente» (Banquete 201C, cf. Apología 23A). Así pues, ¿Cuándo, entonces, es «Sócrates» infalible? Cuando no es «él mismo» el que habla, sino la «voz de la Acrópolis» (Timeo 70); es decir, la voz del Daimon inmanente de Sócrates y de cada hombre, «que no vela por nada sino la verdad» y que es «un familiar mío muy próximo, que vive en la misma casa conmigo» (Hippias mayor 288D, 304D); en otras palabras, la parte divina e inmortal de nuestra alma (Timeo 73D, 90A) y nuestro Sí mismo real (Leyes 959AB), el «Alma del alma» de Filón (Heres 55), el pneuma en tanto que distinto de la psyche de San Pablo (Hebreos 4:12), y el «Sí mismo y Conductor inmortal del sí mismo» indio (Maitri Upanishad VI.7). Así pues, cuando decimos que Sócrates es infalible, «Sócrates» no es ya un apelativo para el hombre que fue una vez joven, y que está siempre envejeciendo, sino un símbolo que representa al verdadero Sí mismo de aquel hombre, el Sí mismo de todos los hombres, que «jamás deviene alguien». Es lo mismo cuando hablamos de la infalibilidad del Papa, a saber, cuando habla oracularmente (ex cathedra), y la referencia no es a este o a aquel Papa, a Pío o a Gregorio, sino al Espíritu Santo, cuya cathedra está en el cielo y que enseña desde dentro del corazón (San Agustín, In ep. Joannis ad Parthos). ¿Qué puede «saber» el Papa de la Verdad como un hombre? él sólo puede creer; pues «Omne verum, a quocumque dicatur, est a Spiritu Sancto» (San Ambrosio sobre I Corintios 12:3). «Papa», en tanto que «infalible», es un oficio, no un nombre, y como tal un símbolo que representa a otro que a «este hombre». «No “yo”, el yo que yo soy, conoce estas cosas, sino Dios en mí» (Jacob Boehme).

Ahora, si Bertrand Russell afirma que el Espíritu Santo no existe, y que, por consiguiente, mis sentencias carecen de significado, yo estaré de acuerdo con la primera parte de su proposición, puesto que Dios es propiamente llamado nada, es decir, no una cosa entre otras; en efecto, no debe pasarse por alto que en las proposiciones que atribuyen un ser real a su sujeto, la forma del predicado es típicamente negativa, puesto que la negación implica la ausencia de una o de todas aquellas cualidades de las cuales puede haber más o menos. Pero no estaré de acuerdo con su segunda parte, excepto para decir que si mis sentencias carecen de significado para él, eso se debe a que su universo de discurso no es idéntico al mío; el suyo es un universo de discurso sólo sobre cosas que nunca son las mismas. Puede ser oportuno observar aquí que un hindú, incluso en la lengua vernácula, no dice que «Yo tengo frío», sino que «El frío se adhiere a mí» (ham ko thandâ lagtâ); donde la suppositio es que yo, mi Sí mismo, permanece por descubrir por un proceso de remoción de todos aquellos accidentes por los que mi ser está velado y de los que debo es-capar si quiero ser auténticamente lo que yo soy.

Para resumir, parece que hay una ambigüedad real en el verbo «ser» que, como palabra inglesa, puede significar ya sea «devenir» o ya sea «ser»; y cuál de estos significados ha de comprenderse en una proposición dada depende de la naturaleza de la cualidad o propiedad atribuida al sujeto de la proposición; una cualidad o propiedad variable implica un sujeto variable, e inversamente. En alemán uno podría distinguir mejor entre ist geworden alt y ist unfehlbar, en griego entre presbus egeneto y estin athanatos, o en sánscrito entre jîrno babhuva y amrto'sti; donde los primeros términos implican procesos, y los segundos aspectos simples del ser. Que el inglés moderno no haya preservado (excepto en la rara expresión, «Woe worth») el anglosajón weorthan (alemán werden, latín vertere, sánscrito vrt) representa una pérdida real de poder expresivo. Hay muchos otros casos, en el «inglés común y corriente» de hoy, en los que las palabras o las frases (o de la misma manera, los símbolos visuales o actuados) han perdido sus intenciones primarias y solo retienen sus valores indicativos. En la medida en que nosotros olvidamos que «ilustrar» y «argumentar» implican «arrojar luz sobre» y «aclarar», o que métier es etimológicamente ministerium, o que el significado original de palabras tales como «naturaleza» (originalmente de las cosas, pero que ahora denota un agregado de las cosas mismas), «arte» (que ahora se usa para denotar un agregado de las «obras de arte»), o «inspiración» (que ahora se usa muy comúnmente para significar «estimulante externo») se ha materializado efectivamente, estas expresiones han devenido clichés o supersticiones para nosotros, que las usamos solo para propósitos indicativos. De hecho, como he dicho en otra parte, «si nosotros excluimos de nuestro pensamiento teológico y metafísico todos aquellos símbolos, imágenes y teorías que han llegado hasta nosotros desde la Edad de Piedra, nuestros medios de comunicación estarían limitados casi enteramente al campo de la observación empírica y de las predicciones estadísticas (llamadas leyes de la ciencia) que se basan sobre estas observaciones; el mundo habría perdido su significado». Los símbolos originales, como ha dicho un arqueólogo bien conocido, «estaban anclados en lo más alto, no en lo más bajo»; subsistía en ellos un «equilibrio polar de lo físico y lo metafísico» (denotación e implicación, uso y significado), pero ellos han sido «vaciados cada vez más en su descenso hasta nosotros».

Además, en la medida en que nosotros nos hemos «superespecializado», y no nos comprendemos ya unos a otros, somos «idiotas» — etimológicamente «individuos peculiares», y tan peculiares como para ser excluidos de continentes enteros del universo del discurso normalmente humano. El científico y el teólogo, el hacedor y el consumidor, el filósofo y el pueblo ya no se comprenden entre sí; y nosotros hablamos del «misterioso Oriente» de un modo que habría sido imposible en la Edad Media. A veces parece que cuanto más se mejoran y multiplican nuestros medios de comunicación, tanto menos capaces somos de comprendernos realmente unos a otros, y que cuanto más sabemos de ámbitos cada vez menores, tanto más imposible deviene comprender nuestro propio pasado. Sería difícil imaginar una cultura más provinciana que la del hombre educado promedio de hoy día.

Así pues, nuestra argumentación nos remite al «milagro del lenguaje». El hecho mismo de que podamos comunicarnos unos con otros, de que podamos traducir de otra lengua, incluso antigua, a la nuestra propia, y de que el universo del discurso humano y no-instintivo sea mucho más realmente universal de lo que a menudo se supone, requiere una explicación. La comunicación implica uno que comunica y otro a quien se comunica; si este último comprende al primero, aunque sea a su propia manera, esto implica la existencia de un algo en común, y a priori con respecto a la comunicación particular. «Yo te amo» no tendrá significado si nosotros no tenemos ninguna concepción previa de lo que podría ser «ser amado»; en otras palabras, la experiencia (Erlebnis, sánscrito anubhava) debe haber precedido al reconocimiento. Es cierto que el contenido de «yo te amo» puede variar desde los niveles más bajos del deseo hasta los más altos de la identidad; pero el lenguaje es capaz de transmitir también sombras de significado, y, por ejemplo, cuando Rumî dice: «¿Qué es amor? Tú lo sabrás cuando devengas mí mismo», es evidente que no está hablando del amor como deseo.

Pero la dificultad de comprendernos unos a otros, o de comprender nuestro propio pasado, es mayor ahora de lo que ha sido nunca; nuestra «ciencia» solo conoce el «amor» como una reacción química, y la «gesta de la inmortalidad, el esfuerzo de hombres y mujeres por dominar la materia por medio del espíritu, es la principal preocupación intelectual de los hombres y mujeres fuera de la esfera de la “civilización” de hoy». Nuestro universo de discurso ha estado sufriendo durante mucho tiempo un proceso de contracción, debido principalmente a la eliminación de los valores de los símbolos, que una vez implicaban tanto los hechos como los valores; y es precisamente esta eliminación de los valores de los símbolos de nuestras mentes la que nos impide comprender las culturas normales en las que predomina la noción del valor. Nosotros solo podemos comunicar con lo que queda de las civilizaciones tradicionales en el nivel de un bajísimo denominador común, para lo cual probablemente bastará el vocabulario del inglés «básico». Hay poco o nada en una educación moderna americana que cualifique a un hombre para conversar con un simple paisano tibetano o indio — para no mencionar un estudioso; todo lo que nosotros podemos hacer juntos es «comer, beber y holgar».

Sin embargo, aún queda por explicar el hecho de que es posible una comprensión mutua, el hecho de que incluso las experiencias más desespacializadas y destemporalizadas, en la medida en que ellas pueden aludirse por símbolos adecuados en un lenguaje, también pueden aludirse en otro, y el hecho de que nunca puede hacerse una reclamación válida a una propiedad en las ideas. Los excesos del evolucionismo pertenecen al pasado; el filólogo ya no mantiene que un lenguaje no-instintivo, capaz de expresar ideas, pueda haberse desarrollado a partir de los gritos de los animales; hay un arte de hablar, y el llanto de los niños y el balido de los corderos no es un arte, sino instintivo.

¿Qué es la «mutualidad de las mentes», o el «bien común», que hace posible su «contacto»? Es inevitable algún tipo de explicación transcendental, metaempírica, del «denominador común». Si una experiencia común puede ser compartida por dos mentes «individuales», si ambas pueden «reconocer» el mismo objeto o idea, esto sólo puede significar que las mentes en cuestión, digamos la de un chino y un americano, no son, individual y empíricamente, tan distintas una de otra como podría haberse inferido del hecho de la distinción espacial de los cuerpos chino y americano, «en los cuales» pensamos que esas mentes funcionan. Si la comprensión mutua ha sido solo parcial, podemos hablar de una semejanza de mente; pero en la medida en que subsiste una comprensión completa, se impone a nosotros la noción de un tipo de unanimidad, o de unicidad de mente. En más de un sentido, la mente transciende a la vez el espacio y el tiempo. Otro modo de expresar esto sería decir que la verdad es universal, y que solo las incomprensiones de verdades, o lo que equivale a lo mismo, solo lo que no es verdadero, es peculiar a los individuos.

En conexión con esto, es significativa la palabra «denominador» misma (en la expresión «denominador común»); pues nombrar implica comprender, y el significado primario de la palabra «denominador» es el de un «dador de nombres». Así pues, hablar del «denominador común» es tanto como decir que es «Adán», el Hombre en nosotros, y no este hombre, Fulano, el que reconoce y comprende. En el Antiguo Testamento se nos cuenta la historia de que Adán nombró a los animales; y es evidente que estos no se habían nombrado a sí mismos entonces, y que tampoco lo han hecho después. El dador de nombres confiere una existencia permanente a los factores del espectáculo pasajero en nuestro mundo mental; y, por consiguiente, nuestra experiencia total es una experiencia de «nombre y apariencia» (sánscrito nâma-rûpa), no solo de sensación. El hecho de que los nombres tienen un significado permanente nos permite comprender no solo a nuestros contemporáneos, sino también a aquellos de nuestros antepasados, cuyas palabras han sido transmitidas, ya sea oralmente o ya sea en la escritura. Ello se debe a que nuestro lenguaje, como dice el Rig Veda, retiene las signaturas (lakshmîh) de los primeros «denominadores» contemplativos que casaron el lenguaje con la mente (manasâ vâcam akrata, Rig Veda Samhitâ X.71.2), sin lo cual el lenguaje es un mero balbuceo (Shatapatha Brâhmana III.2.4.11). Así pues, como dice Jacob Boehme, es el Espíritu el que se manifiesta y se revela a sí mismo con la voz en el sonido; escuchar y comprender son dos cosas diferentes; nosotros solo nos comprendemos unos a otros cuando se tienen en común signaturas e imágenes; y «por esto nosotros sabemos que todas las propiedades humanas proceden solo de Uno; que tienen solo una única raíz y madre; de otro modo un hombre no podría comprender a otro en el sonido… el interior se manifiesta a sí mismo en el sonido de la palabra, pues eso es el conocimiento natural de sí misma de la mente» (Jacob Boehme, Signatura rerum I.1-6).

Así pues, al hablar de un denominador común como la base de toda comprensión y posibilidad de argumento o de clarificación mutuos, estamos refiriéndonos no a un denominador común mínimo sino a un denominador común máximo; y, de hecho, no a «nosotros mismos», sino a nuestro Sí mismo común, el Sí mismo de todos los seres, la fuente omnisciente de la memoria (Maitri Upanishad VI.7, Chândogya Upanishad VII.26.1) y el solo veedor, oidor, pensador, hablador y conocedor en nosotros (Brhadâranyaka Upanishad III.7.23 y 8.11). El «denominador común» es ese qui intus corda docet y ex quo omne verum, a quocumque dicatur procede; una semejanza de mentes meramente familiar, mentes que se suponen tan distintas unas de otras como lo son nuestros cuerpos, no basta para la unanimidad. La posibilidad de la comprensión mutua presupone una experiencia común, y más de lo que una sola mente puede haber experimentado nunca en una sola vida. En otras palabras, el hecho de la comunicación lingüística, la posibilidad de lo que nosotros llamamos «aprender», presupone el concepto platónico e indio de la Recordación, es decir, que hay una parte mejor de nosotros que sabe ya todo lo que parecemos aprender, pero de lo cual en realidad solo nos acordamos por medio de la palabra hablada.

Los universos de discurso comunes corresponderán a aquellas áreas de este conocimiento latente cuyas partes implícitas son ya conscientes, y bajo estas circunstancias el discurso puede conducirse fácilmente aunque el lenguaje empleado sea muy técnico o esté reducido a términos casi algebraicos; el teólogo y el teólogo, o el físico y el físico, por ejemplo, pueden comprenderse entre sí, aunque el oyente lego no haya comprendido una palabra de lo que ha sido dicho y llegue tan lejos como para decir que ese lenguaje, «extraño» para él, es un galimatías ininteligible. En otros casos, típicamente el de maestro y estudiante, el propósito es crear un universo de discurso común recordando al pupilo un área de conocimiento que él posee solo potencialmente, y que solo con esfuerzo, y con la ayuda de alguna «partera» externa (como Sócrates solía señalarlo), puede traerlo a la vida. Sería teóricamente posible para todos los hombres comprenderse unos a otros perfectamente, y ser capaces de hacerse comprender por cualquiera; sin embargo, pienso que he aclarado que para mí sólo en el sentido más superficial puede decirse que los individuos se comprenden unos a otros; es una observación casi trivial destacar que cuanto más individuales son los hombres, tanto menos tienen en común. Así pues, cuando nos comprendemos (o amamos) unos a otros, no son estos hombres, vosotros y yo, distinguidos por sus «accidentes», quienes se comprenden (o aman) unos a otros sino el Hombre en nosotros quien se comprende (y ama) a sí mismo.

El Profesor Urban (p. 84) mantiene que «toda la maravilla de la comunicación inteligible solo puede comprenderse sobre la base de las presuposiciones transcendentales». Explícitamente, sin embargo, él no quiere decir con esto que reclame el estatus de una revelación divina para la Philosophia Perennis; a esta filosofía tradicional, y al lenguaje preeminentemente inteligible en el que ella se expresa, a pesar de que «hay en ella eso que es atemporal y, en principio, irrefutable», él la llama un producto del pensamiento humano (p. 728).

Aquí no hay tanta divergencia como podría parecer; la divergencia depende mucho de qué entendamos nosotros por «humano» y de qué entendamos por «pensamiento». Pienso que él estaría de acuerdo en que no es el hombre exterior sensitivo el que oye los sonidos, sino nuestro Hombre Interior intelectual o espiritual el que comprende; y que solo podría no estar de acuerdo en que este Hombre Interior es la Persona de una deidad inmanente cuyo trono está en el cielo. No hay necesidad de polemizar con él si replica que el reino del cielo está dentro de vosotros, aunque yo sólo agregaría, dentro y fuera.

Lo que es importante para el estudioso de la historia del lenguaje y el intérprete de la literatura es su proposición de que las implicaciones del lenguaje son metafísicas; lo cual significará que las formas de las palabras, como la iconografía de las demás artes tradicionales, no han sido determinadas arbitrariamente, sino que han sido «bien-encontradas» antes que «bien-hechas». Si esto es verdadero, debe haber sido verdadero desde el comienzo.

Nosotros podemos preguntar, entonces: ¿Por cuáles hombres, entre los hombres de una comunidad primitiva que aprende a hablar inteligiblemente, fueron «encontrados» los símbolos adecuados? El Rig Veda Samhitâ (X.71.1, cf. Atharva Veda Samhitâ VII.1.1), comparándolos a hombres que aventan grano, los llama «contemplativos» (dhîrâh, traducido a veces, de modo menos preciso, por «sabios»). En otras palabras, los «héroes culturales», u «hombres medicina» mánticos, por quienes las artes en general fueron dadas a los hombres, «vieron» sus invenciones y los significados de estas invenciones, a uno y el mismo tiempo. Uno no puede imaginar que los hombres inventaran las ruedas y que después les atribuyeran significados, y tampoco que inventaran rituales y que después dedujeran de ellos los mitos que esos ritos representan. Esto solo quiere decir que en todo arte creativo, el contenido (idea) y la figura, la intuición y la expresión, la teoría y la práctica son inseparables; y que si es de otro modo en un trabajo cualquiera, tal como el de un esclavo de galeras o como la mano de obra de una factoría, esto solo significa que el trabajador ha olvidado la teoría. Y lo mismo que una industria sin arte, tal como solo la conocen los hombres «civilizados», es brutalidad, así, las materializaciones modernas de los significados de las palabras y la reducción de los símbolos visuales (cuyas referencias originales eran al mismo tiempo físicas y metafísicas) al nivel de formas de arte que han de apreciarse solo como superficies estéticas carentes de significado, son sintomáticas de una desviación de esa naturaleza humana de la que los lenguajes inteligibles son una función natural. Platón y Mencio no estaban faltos de buenas razones cuando afirmaban que el mal uso de las palabras es el signo exterior de una enfermedad del alma.

Ciertamente, si las implicaciones del lenguaje son metafísicas, las huellas de esto deben aparecer en el lenguaje mismo. De hecho, hay muchas lenguas, notablemente las de una cualidad hierática, tales como el griego o el sánscrito, que parecen haber sido hechas expresamente con miras a la expresión clara de ideas metafísicas; y ni siquiera los términos del «inglés común y corriente» pueden comprenderse propiamente aparte de sus presuposiciones metafísicas; en este sentido, por ejemplo, nuestra palabra «naught-y» («nada», «malo»), y el sánscrito asat, implican la asunción ens et bonum covertuntur. No es cierto en absoluto que el hombre primitivo, el creador del lenguaje, viviera por los hechos más que por sus ideas; en cualquier caso, aplicando su mito a los hechos esperaba «controlarlos», y no puede haber ninguna duda de que consideraba los nombres como las evocaciones de las cosas nombradas. Un ejemplo importante de la gravidez metafísica inherente al lenguaje mismo, puede citarse en el hecho de que en muchos de los vocabularios más antiguos (y con supervivencias en las lenguas modernas, donde, sin embargo, la tendencia es a dar un significado exclusivamente bueno o malo a palabras que, tales como «recompensa», son propiamente neutrales) una única raíz incorpora a menudo significados opuestos; por ejemplo, en la lengua egipcia el signo «fuerte-débil» debe estar cualificado por otros determinantes si nosotros hemos de saber cual de ambos significa, mientras que en sánscrito la misma palabra puede significar ya sea «cero» o ya sea «plenum»; uno infiere que el movimiento de la lógica primitiva no es abstracto de una multiplicidad observada sino deductivo de una unidad axiomática.

Además, los dialectos científicos y proletarios modernos tienden a restringir los significados de las palabras a sus poderes meramente denotativos, mientras que las lenguas más expresivas (a las que nosotros llamamos solo más pintorescas) pueden emplear los términos más ordinarios con una significación extraordinaria; por ejemplo, una amplísima parte del lenguaje técnico de la teología se apoya en las artes. De hecho, solo cuando se conserva en un lenguaje el equilibrio polar de lo físico y lo metafísico, la integralidad del hombre, que no vive de «pan sólo», puede comunicar más de una fracción de su experiencia. Nosotros podemos decir todavía que una muchacha «echa el anzuelo» a un hombre y le «pesca», pero esto es para nosotros solo una metáfora más bien cínica. Hemos olvidado que cada técnica tuvo una vez una significación espiritual también; como podemos observarlo si consideramos en este caso las palabras del Maestro Eckhart, «pues el amor es semejante al anzuelo del pescador», y comprendemos que él está usando aquí, no un mero símil, sino el idioma de una tradición que puede reconocerse también en Marsilio Ficino, en los Evangelios («Pescadores de hombres», San Mateo 4:19, San Marcos 1:17, San Lucas 5:10), y en las palabras de Hâfiz: «Semejante al pez en el mar, contémplame nadando, hasta que Él con Su anzuelo haga mi rescate». Esto será mucho más evidente si reflexionamos que «nadar en el mar» tiene también su significación técnica, y que en este lenguaje el «sedal» del pescador representa el «hilo del espíritu» o la cadena en la que todas las cosas están encordadas, y por la que la Deidad solar «tira de» todas las cosas hacia sí mismo, un concepto que puede seguirse en la literatura europea (para no mencionar la babilónica, islámica, india y china) desde Homero hasta Blake. De la misma manera, el cristiano puede hablar del alma como persiguiendo el «rastro» de su presa, Cristo, y al decir esto está empleando el idioma de la caza que Platón usa cuando habla de estar «en las huellas de la verdad» y que subyace en el sánscrito mârga, «Vía» (en el sentido más alto), de la raíz mrg «rastrear». Otra ilustración: nuestras palabras «beam» («viga») (de madera, alemán Baum, «árbol») y «beam» («rayo») (rayo de luz) son etimológicamente idénticas, mientras que en pâli, rukkha, árbol, es un derivado de ruc, brillar, y está relacionado con lux, luz, como lo está lux mismo con lucus, arboleda; y se verá que aquí están las implicaciones que reaparecen en el concepto de un Branstock, Rubus Igneus y Zarza Ardiente. Los estudios lingüísticos se han empleado a menudo para propósitos etnográficos; por ejemplo, de los vocabularios existentes se infiere que, donde crece el abedul, debe haber vivido un pueblo que hablaba un lenguaje proto-indo-ario. Pero a través de una investigación de las iconografías de las palabras nosotros podemos ir mucho más lejos que esto para descubrir su contenido más pleno y, hablando generalmente, su contenido más antiguo; porque estas palabras y frases son una llave no solo para la cultura material sino para la visión o el pensamiento de las gentes que las inventaron. Debemos recordar también que las palabras mismas son solo las imágenes de cosas y de actos, y que son estos últimos los portadores reales de las connotaciones que las palabras comunican; de modo que cuando ya no podemos rastrear, por ejemplo, las palabras «árbol de la vida» en una cultura preliteraria, pero nos encontramos en su arte prehistórico, o en su arte folklórico «superviviente», representaciones visuales, estas son tan enteramente válidas como lo habría sido la palabra escrita, y entonces podemos traducir apropiadamente el símbolo visual a «nuestras propias palabras». Como dice Edmund Pottier, «en el origen toda representación gráfica responde a un pensamiento concreto y preciso: es verdaderamente una escritura», y nosotros no deberíamos olvidar nunca que la historia de la literatura comienza mucho antes que la de las letras.

Así pues, nuestro propósito es señalar que nosotros estamos negando de antemano toda posibilidad real de una comprensión de la «historia de la literatura» si no somos capaces de retroleer en las palabras y frases supervivientes (que estamos tan predispuestos a considerar como fantasías o invenciones de poetas individuales, pero que son realmente mucho más que «un único hombre profundo») sus significados plenos y originales. Como yo lo veo, nuestra enseñanza de la historia literaria es una farsa debido a que nosotros no sabemos que ella es «una totalidad» y tratamos las figuras de pensamiento universal como si fueran solo figuras de lenguaje inventadas; de modo que si el inglés preciso es para la gran mayoría de nuestro proletariado «escolarizado» una lengua muerta, ello puede ser tanto a causa de su «escolarización» como a pesar de ella. En conexión con lo presente, digo que nada sino una familiaridad con el lenguaje supremamente inteligible de la filosofía tradicional, del que las diferentes culturas son los dialectos, aclarará que en sentencias tales como las que se han tratado aquí, el significado del «es» copulativo dependerá enteramente de qué es lo que se predica del sujeto: hay un Sócrates que envejece y otro Sí mismo de Sócrates que es inmortal, uno que deviene y otro que es. Parafraseando a Sófocles (Oedipus Tyrannos 870), «Un Dios en él es grande, él no envejece». «Como es en sí mismo», Sócrates es un fenómeno. «Como es en Dios», es una esencia. Dentro de estas dos sentencias, «es» tiene significados diferentes: en el primer caso el de «devenir», en el segundo el de «ser».

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