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W B Seabrook. Aventuras en Arabia (Gallimard, París)

Este libro, como los del mismo autor que han sido ya traducidos precedentemente (La Isla mágica y Los secretos de la jungla), se distingue ventajosamente de los habituales «relatos de viajeros»; sin duda que es porque tenemos presente aquí a alguien que no lleva por todas partes con él ciertas ideas preconcebidas, y que, sobre todo, no está persuadido de ningún modo de que los occidentales sean superiores a todos los demás pueblos. Hay, en efecto, a veces algunas notas de candidez, singulares extrañamientos ante cosas muy simples y muy elementales; pero eso mismo nos parece ser, en suma, una garantía de sinceridad. A la verdad, el título es un poco equívoco ya que el autor no ha estado en Arabia propiamente dicha, sino solo en las regiones situadas inmediatamente al norte de ésta. Digamos también, para acabar pronto con las críticas, que los términos árabes están a veces bizarramente deformados, como por alguien que intentara transcribir aproximadamente los sonidos que oye sin preocuparse de una ortografía cualquiera, y que algunas frases citadas están traducidas de una manera más bien fantástica. En fin, hemos podido hacer una vez más una precisión curiosa: es la de que, en los libros occidentales destinados al «gran público», la shahâdah jamás es por así decir reproducida exactamente; ¿es puramente accidental, o no se estaría antes tentado a pensar que algo se opone a que la misma pueda ser pronunciada por la masa de los lectores hostiles o simplemente indiferentes? — La primera parte, que es la más larga, concierne a la vida entre los beduinos y casi únicamente descriptiva, lo que no quiere decir ciertamente que carezca de interés; pero, en las siguientes, hay algo más. una de ellas, donde es cuestión de los derviches, contiene concretamente declaraciones de un Sheikh Mawlawi cuyo sentido está, sin ninguna duda, fielmente reproducido: así, para disipar la incomprensión que el autor manifiesta al respecto de algunos turuq, este Sheikh le explica que «no hay para ir a Dios una vía única estrecha y directa, sino un número infinito de senderos»; es lastimoso que no haya tenido la ocasión de hacerle comprender también que el sufismo nada tiene en común con el panteísmo ni con la heterodoxia… Por el contrario, hay muchas sectas heterodoxas, y más pasablemente enigmáticas, de las que son cuestión en las otras dos partes: los drusos y los Yézidis; y, sobre unos y otros, hay informaciones interesantes, sin pretensión ninguna de hacer conocerlo todo y de explicarlo todo. En lo que concierne a los drusos, un punto que queda particularmente obscuro, es el culto que pasan por rendir a un «becerro de oro» o a una «cabeza de becerro»; hay ahí algo que podría quizás dar lugar a muchas aproximaciones, de las cuales el autor solo parece haber entrevisto algunas; al menos ha comprendido que simbolismo no es idolatría… En cuanto a los Yézidis, se encontrará una idea de los mismos medianamente diferente de la que daba la conferencia de que hemos hablado últimamente en nuestras reseñas de las revistas (número de noviembre): aquí, ya no es cuestión de «mazdeísmo» a su propósito, y, desde esta relación al menos es seguramente más exacto; pero la «adoración del diablo» podría suscitar discusiones más difíciles de cortar, y la verdadera naturaleza del Malak Tâwûs permanece todavía un misterio. Lo que es quizás más digno de interés, sin conocerlo el autor que, a despecho de lo que ha visto, se rehusa a creerlo, es lo que concierne a las «siete torres del diablo», centros de proyección de las influencias satánicas a través del mundo; que una de estas torres esté situada entre los Yézidis, eso no prueba un ápice que estos sean ellos mismos «satanistas», sino solo que, como muchas sectas heterodoxas, pueden ser utilizados para facilitar la acción de fuerzas que ignoran. Es significativo a este respecto, que los prestres regulares yézidis se abstienen de ir a cumplir ritos cualesquiera a esa torre, mientras que especies de magos errantes vienen frecuentemente a pasar en la misma varios días; ¿qué representan con justeza estos últimos personajes? En todo caso, en punto ninguno es necesario que la torre esté habitada de una manera permanente, si la misma no es otra cosa que el soporte tangible y «localizado» de uno de los centros de la «contra-iniciación», en los cuales presiden los awliya es-Shaytân; y estos, por la constitución de esos siete centro pretenden oponerse a la influencia de los siete Aqtâb o «Polos» terrestres subordinados al «Polo» supremo, si bien que esta oposición no pueda por lo demás ser más que ilusoria, estando el dominio espiritual como está necesariamente cerrado a la «contra-iniciación».

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