A PROPÓSITO DE «MAGIA CEREMONIAL»
Para completar lo que acaba de decirse sobre las ceremonias y sobre sus diferencias esenciales con los ritos, consideramos todavía un caso especial que hemos dejado de lado intencionalmente: este caso es aquel donde se trata de «ceremonias mágicas», y, aunque esté ciertamente fuera del tema principal de nuestro estudio, no creemos inútil tratarle con algún detalle, puesto que la magia es, como ya lo hemos dicho, lo que da lugar a una buena parte de los equívocos creados y mantenidos, sobre el tema de la iniciación, por una muchedumbre de pseudoiniciados de todo género; por lo demás, el término de «magia» se aplica sin cesar hoy día a diestro y siniestro a las cosas más diversas, y a veces sin la menor relación con lo que designa realmente. Todo lo que parece más o menos raro, todo lo que se sale de lo ordinario (o de lo que se ha convenido considerar como tal), es «mágico» para algunos; ya hemos señalado la aplicación que algunos hacen de este epíteto a la eficacia propia de los ritos, lo más frecuentemente, por lo demás, con la intención manifiesta de negar su realidad; y a decir verdad, en el lenguaje vulgar, la palabra misma ha llegado a no tener apenas otro sentido que ese. Para otros, la «magia» toma el aspecto de una cosa más bien «literaria», un poco a la manera en que se habla corrientemente también de la «magia del estilo»; y es sobre todo a la poesía (o al menos a una cierta poesía, si no a toda indistintamente) a la que quieren atribuir ese carácter «mágico». En este último caso, hay una confusión quizás menos grosera, pero que importa tanto más disipar: es exacto que la poesía, en sus orígenes y antes de que hubiera degenerado en simple «literatura» y en expresión de una pura fantasía individual, era algo completamente diferente, cuya noción puede vincularse en suma directamente a la de los «mantras» (NA: Los libros sagrados, o al menos algunos de ellos, pueden ser «poemas» en este sentido, pero no lo son ciertamente en el sentido «literario» que pretenden los «críticos» modernos, que con eso quieren reducirlos también a un nivel puramente humano.); así pues, allí podía haber entonces realmente una poesía mágica, así como también una poesía destinada a producir efectos de un orden mucho más elevado (NA: Los únicos vestigios de poesía mágica que se puedan encontrar todavía actualmente en occidente forman parte de lo que nuestros contemporáneos han convenido llamar las «supersticiones populares», en efecto, es en la brujería de los campos donde se encuentran sobre todo.); pero, desde que se habla al contrario de poesía profana (y, en efecto, es ésta la que los modernos tienen en vista inevitablemente, puesto que inclusive cuando les ocurre encontrarse en presencia de la otra, no saben distinguirla de ella y creen que no se trata todavía más que de «literatura»), ya no puede tratarse de nada de tal, como tampoco, se diga lo que se diga (y esto es todavía otro abuso de lenguaje), de «inspiración» en el único sentido verdadero de esta palabra, es decir, en el sentido propiamente «suprahumano». No contestamos, entiéndase bien, que la poesía profana, como cualquier expresión de ideas o de sentimientos, pueda producir efectos psicológicos; pero eso otra cuestión y, precisamente, no tiene absolutamente nada que ver con la magia; no obstante, hay que retener este punto, ya que en eso puede estar la fuente de una confusión que, en ese caso, sería simplemente correlativa de otro error que los modernos cometen frecuentemente también en cuanto a la naturaleza de la magia misma, y sobre el que vamos a tener que volver de nuevo a continuación.
Dicho eso, recordaremos que la magia es propiamente una ciencia, se puede decir incluso que es una ciencia «física» en el sentido etimológico de esta palabra, puesto que trata de las leyes y de la producción de algunos fenómenos (y por lo demás, como ya lo hemos indicado, es el carácter «fenoménico» de la magia el que interesa a algunos occidentales modernos, porque satisface sus tendencias «experimentalistas»); solamente, importa precisar que las fuerzas que intervienen aquí pertenecen al orden sutil, y no al orden corporal, y es por eso por lo que sería completamente falso querer asimilar esta ciencia a la «física» tomada en el sentido restringido en el que la entienden los modernos; este error se encuentra por lo demás también de hecho, puesto que algunos han creído poder referir los fenómenos mágicos a la electricidad o a «radiaciones» cualesquiera del mismo orden. Ahora bien, si la magia tiene este carácter de ciencia, alguien se preguntará quizás cómo es posible que haya ritos mágicos, y es menester reconocer que eso debe ser en efecto bastante embarazoso para los modernos, dada la idea que se hacen de las ciencias; allí donde ven ritos, piensan que se trata necesariamente de algo muy diferente, que casi siempre buscan identificar más o menos completamente con la religión; pero, digámoslo ya claramente, los ritos mágicos no tienen en realidad, en cuanto a su meta propia, ningún punto en común con los ritos religiosos, ni tampoco (y estaríamos incluso tentados de decir que con mayor razón todavía) con los ritos iniciáticos, como querrían, por otro lado, los partidarios de algunas de las concepciones pseudoiniciáticas que tienen curso en nuestra época; y, sin embargo, aunque estén enteramente fuera de estas categorías, hay verdaderamente ritos mágicos.
La explicación es muy simple en el fondo: la magia es una ciencia, como acabamos de decirlo, pero una ciencia tradicional; ahora bien, en todo lo que presenta este carácter, ya se trate de ciencias, de arte o de oficios, hay siempre, o al menos desde que uno no se limita a estudios simplemente teóricos, algo que, si se comprende bien, debe ser considerado como constituyendo verdaderos ritos; y no hay lugar a sorprenderse de ello, ya que toda acción cumplida según reglas tradicionales, de cualquier dominio que dependa, es realmente una acción ritual, así como ya lo hemos indicado precedentemente. Naturalmente, en cada caso, estos ritos deberán ser de un género especial, puesto que su técnica será forzosamente la apropiada a la meta particular a la que están destinados; por eso es menester evitar cuidadosamente toda confusión y toda falsa asimilación tal como las que hemos mencionado hace un momento, y eso tanto en lo que respecta a los ritos mismos como en lo que respecta a los diferentes dominios a los que se refieren respectivamente, puesto que estas dos cosas son estrechamente solidarias; y los ritos mágicos no son así nada más que una especie entre muchas otras, al mismo título que lo son, por ejemplo, los ritos médicos que deben parecer también, a los ojos de los modernos, una cosa muy extraordinaria e incluso completamente incomprehensible, pero cuya existencia en las civilizaciones tradicionales no es por eso un hecho menos incontestable.
Conviene recordar también que la magia es, entre las ciencias tradicionales, una de aquellas que pertenecen al orden más inferior, ya que, bien entendido, aquí todo debe ser considerado como estrictamente jerarquizado según su naturaleza y su dominio propio; sin duda es por eso por lo que, quizás más que toda otra ciencia, la magia está sujeta a muchas desviaciones y degeneraciones (NA: Cf. RQST, cap. XXVI y XXVII. ). Ocurre a veces que toma un desarrollo fuera de toda proporción con su importancia real, desarrollo que llega hasta asfixiar en cierto modo los conocimientos más altos y más dignos de interés; y algunas civilizaciones antiguas han muerto por esta invasión de la magia, como la civilización moderna corre el riesgo de morir por la invasión de la ciencia profana, que, por lo demás, representa una desviación más grave todavía, puesto que la magia, a pesar de todo, es todavía un conocimiento tradicional. A veces también, se sobrevive por así decir a sí misma, bajo el aspecto de vestigios más o menos informes e incomprendidos, pero todavía capaces de dar algunos resultados efectivos, y puede caer entonces hasta el nivel de la baja brujería, lo que es el caso más común y el más difundido, o degenerar aún de alguna otra manera. Hasta aquí, no hemos hablado de ceremonias, pero es justamente de eso de lo que vamos a hablar ahora, ya que constituyen el carácter propio de una de esas degeneraciones de la magia, hasta el punto de que ésta ha recibido de ellas su denominación misma de «magia ceremonial».
Los ocultistas estarían ciertamente poco dispuestos a admitir que esta «magia ceremonial», la única que conocen y que intentan practicar, no es más que una magia degenerada, y sin embargo es así; e incluso, sin querer asimilarla en modo alguno a la brujería, podríamos decir que está aún más degenerada que ésta bajo algunos aspectos, aunque de otra manera. Nos explicaremos más claramente sobre esto: el brujo cumple algunos ritos y pronuncia algunas fórmulas, generalmente sin comprender su sentido, sino contentándose con repetir tan exactamente como es posible lo que le ha sido enseñado por aquellos que se los han transmitido (esto es un punto particularmente importante desde que se trata de algo que presenta un carácter tradicional, como puede comprenderse fácilmente por lo que hemos explicado precedentemente); y estos ritos y estas fórmulas, que, lo más frecuentemente, no son sino restos más o menos desfigurados de cosas muy antiguas, y que no se acompañan ciertamente de ninguna ceremonia, por eso no tienen menos, en muchos casos, una eficacia cierta (no vamos a hacer aquí ninguna distinción entre las intenciones benéficas o maléficas que puedan presidir su uso, puesto que se trata únicamente de la realidad de los efectos obtenidos). Por el contrario, el ocultista que hace «magia ceremonial», no obtiene generalmente ningún resultado serio de ella, por mucho cuidado que ponga en conformarse a una multitud de prescripciones minuciosas y complicadas, que, por lo demás, no ha aprendido más que por el estudio de libros, y no por el hecho de una transmisión cualquiera; puede que llegue a veces a ilusionarse, pero ese en un asunto muy diferente; y se podría decir que hay, entre las prácticas del brujo y las suyas, la misma diferencia que entre una cosa viva, aunque esté en un estado de decrepitud, y una cosa muerta.
Esta falta de éxito del «magista» (puesto que ésta es la palabra de la que los ocultistas se sirven preferentemente, estimándola sin duda más honorable y menos vulgar que la de «mago») tiene una doble razón: por una parte, en la medida en que todavía puede tratarse de ritos en parecido caso, los simula más bien que cumplirlos verdaderamente, puesto que le falta la transmisión que sería necesaria para «vivificarlos», y a la que la simple intención no podría suplir de ninguna manera; por otra parte, esos ritos están literalmente asfixiados bajo el «formalismo» vacío de las ceremonias ya que, incapaz de discernir lo esencial de lo accidental (y, por lo demás, los libros a los que se remita estarán muy lejos de poder ayudarle en eso, ya que, ordinariamente, todo en ellos está mezclado inextricablemente, quizás voluntariamente en algunos casos e involuntariamente en otros), el «magista» se dedicará naturalmente sobre todo al lado exterior que más le toque y que es el más «impresionante»; y es eso, en suma, lo que justifica el nombre mismo de la «magia ceremonial». De hecho, la mayor parte de aquellos que creen así «hacer magia» no hacen en realidad más que autosugestionarse pura y simplemente; y lo más curioso que hay aquí es que las ceremonias llegan a imponerse, no solo a los espectadores, si los hay, sino a aquellos mismos que las cumplen, y, cuando son sinceros (no vamos a ocuparnos más que de este caso, y no de aquel donde interviene el charlatanismo), son verdaderamente, a la manera de los niños, engañados por su propio juego. Esos no obtienen pues y no pueden obtener más que efectos de orden exclusivamente psicológico, es decir, de la misma naturaleza que los que producen las ceremonias en general, y que, por lo demás, en el fondo, son toda la razón de ser de éstas; pero, incluso si han permanecido suficientemente conscientes de lo que pasa en ellos y alrededor de ellos como para darse cuenta de que todo se reduce a eso, están muy lejos de sospechar que, si ello es así, eso no se debe más que a su incapacidad y a su ignorancia. Entonces, se ingenian en edificar teorías, de acuerdo con las concepciones más modernas, y con ello incorporan directamente de grado o por la fuerza, las de la «ciencia oficial» misma, para explicar que la magia y sus efectos dependen enteramente del dominio psicológico, como otros lo hacen también para los ritos en general; lo desafortunado es que aquello de lo que hablan no es magia, desde el punto de vista de la cual semejantes efectos son perfectamente nulos e inexistentes, y que, al confundir los ritos con las ceremonias, confunden también la realidad con lo que no es más que una caricatura o una parodia suya; si los «magistas» mismos están en eso, ¿cómo sorprenderse de que semejantes confusiones tengan curso entre el «gran público»?
Estas precisiones bastarán, por una parte, para vincular el caso de las ceremonias mágicas a lo que hemos dicho primeramente de las ceremonias en general, y, por otra, para mostrar de dónde provienen algunos de los principales errores modernos concernientes a la magia. Ciertamente, «hacer magia», aunque sea de la manera más auténtica posible, no es una ocupación que nos parezca muy digna de interés en sí misma; pero debemos reconocer todavía que es una ciencia cuyos resultados, se piense lo que se piense de su valor, son tan reales en su orden como los de cualquier otra ciencia, y no tienen nada en común con ilusiones y delirios «psicológicos». Es menester al menos saber determinar la verdadera naturaleza de cada cosa y situarla en el lugar que le conviene, pero justamente es eso aquello para lo que la mayor parte de nuestros contemporáneos se muestran completamente incapaces, y lo que hemos llamado ya el «psicologismo», es decir, esa tendencia a reducirlo todo a interpretaciones psicológicas, de lo que tenemos aquí un ejemplo muy explícito, no es, entre las manifestaciones características de su mentalidad, una de las menos singulares ni de las menos significativas; por lo demás, en el fondo, no es más que una de las formas más recientes que haya tomado el «humanismo», es decir, la tendencia más general del espíritu moderno a pretender reducirlo todo a elementos puramente humanos.
