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DE LA INFALIBILIDAD TRADICIONAL

Puesto que hemos sido conducidos a decir algunas palabras de la jerarquía de las funciones iniciáticas, debemos considerar todavía otra cuestión que se vincula a ella más particularmente, y que es la de la infalibilidad doctrinal; por lo demás, podemos hacerlo colocándonos no sólo desde el punto de vista propiamente iniciático, sino desde el punto de vista tradicional en general, que comprende tanto el orden exotérico como el orden esotérico. Ante todo, lo que es menester establecer en principio, para comprender bien de qué se trata, es que lo que es propiamente infalible, es la doctrina misma y únicamente ella, y no los individuos humanos como tales, cualesquiera que puedan ser por lo demás; y, si la doctrina es infalible, es porque es una expresión de la verdad, que, en sí misma, es absolutamente independiente de los individuos que la reciben y que la comprenden. La garantía de la doctrina reside, en definitiva, en su carácter «no humano»; y, por lo demás, se puede decir que toda verdad, de cualquier orden que sea, si se considera desde el punto de vista tradicional, participa de este carácter, ya que no es verdad sino porque se vincula a los principios superiores y deriva de ellos a título de consecuencia más o menos inmediata, o de aplicación a un dominio determinado. La verdad no está hecha por el hombre, como lo querrían los «relativistas» y los «subjetivistas» modernos, sino que se impone al contrario a él; no «desde el exterior» a la manera de una obligación «física», sino, en realidad, «desde el interior», porque el hombre no está obligado evidentemente a «reconocerla» como verdad más que si primeramente la «conoce», es decir, si ella ha penetrado en él y si él se la ha asimilado realmente (NA: Decimos que el hombre se asimila una verdad, porque es la manera de hablar más habitual, pero se podría decir también, inversamente, que se asimila él mismo a esta verdad; seguidamente se comprenderá la importancia de esta precisión.). En efecto, es menester no olvidar que todo conocimiento verdadero es esencialmente, y en toda la medida en que existe realmente, una identificación del conocedor y de lo conocido: identificación todavía imperfecta y como «por reflejo» en el caso de un conocimiento simplemente teórico, e identificación perfecta en el caso de un conocimiento efectivo.

De esto resulta que todo hombre será infalible cuando expresa una verdad que conoce realmente, es decir, a la cual se ha identificado (NA: Aquí habría que hacer una reserva, puesto que la expresión o la formulación de la verdad puede ser inadecuada, y puesto que incluso lo es forzosamente siempre en una cierta medida; pero esto no toca en nada al principio mismo.); pero no es en tanto que individuo humano como será infalible entonces, sino en tanto que, en razón de esta identificación, representa, por así decir, esta verdad misma; en todo rigor, en parecido caso, no se debería decir que él expresa la verdad, sino más bien que la verdad se expresa por él. Desde este punto de vista, la infalibilidad no aparece de ninguna manera como algo extraordinario o excepcional, ni como constituyendo un «privilegio» cualquiera; de hecho, no importa quién la posee en la medida en la que es «competente», es decir, para todo aquello que conoce en el verdadero sentido de esta palabra (NA: Así, para tomar el ejemplo más simple, un niño mismo, si ha comprendido y asimilado una verdad matemática elemental, será infalible cada vez que enuncie esta verdad; pero, por el contrario, no lo será de ninguna manera cuando no haga más que repetir cosas que simplemente haya «aprendido de memoria», sin haberlas asimilado de ninguna manera.); naturalmente, toda la dificultad estará en determinar los límites reales de esta competencia en cada caso particular. No hay que decir que estos límites dependerán del grado de conocimiento que el ser haya alcanzado, y que serán tanto más extensos cuanto más elevado sea ese grado; y, por consiguiente, es evidente también que la infalibilidad en un cierto orden de conocimiento no entrañará de ninguna manera la infalibilidad en otro orden superior o más profundo, y que, por ejemplo, para aplicar esto a la división más general que se pueda establecer en las doctrinas tradicionales, la infalibilidad en el dominio exotérico no entrañará de ninguna manera la infalibilidad en el dominio esotérico e iniciático.

En lo que acabamos de decir, hemos considerado la infalibilidad como propiamente vinculada al conocimiento, es decir, como inherente en suma al ser que posee este conocimiento, o más exactamente al estado que ha alcanzado por él, y eso no en tanto que es tal o cual ser, sino en tanto que, en ese estado, se ha identificado realmente con la parte de verdad correspondiente. Por lo demás, se puede decir que en eso se trata de una infalibilidad que no concierne en cierto modo más que al ser mismo al que pertenece, como formando parte integrante de su estado interior, y que no tiene porque ser reconocida por otros, si el ser de que se trata no está revestido expresamente de una cierta función particular, y más precisamente de una función de enseñanza de la doctrina; en la práctica, esto evitará los errores de aplicación que son siempre posibles debido al hecho de la dificultad, que indicábamos hace un momento, de determinar «desde el exterior» los límites de esta infalibilidad. Pero, por otra parte, en toda organización tradicional, hay otro tipo de infalibilidad, que, ella sí, está vinculada exclusivamente a la función de enseñanza, en cualquier orden que se ejerza, ya que esto se aplica también a la vez a los dos dominios exotérico y esotérico, considerando a cada uno de ellos, naturalmente, en sus límites propios; y es sobre todo bajo esta relación como se puede ver, de una manera particularmente clara, que la infalibilidad no pertenece de ninguna manera a los individuos como tales, puesto que, en este caso, es enteramente independiente de lo que puede ser en sí mismo el individuo que ejerce la función de que se trata.

Es menester remitirse aquí a lo que hemos dicho precedentemente sobre el tema de la eficacia de los ritos: esta eficacia es esencialmente inherente a los ritos mismos, en tanto que son los medios de acción de una influencia espiritual; así pues, el rito actúa independientemente de lo que vale, bajo cualquier relación que sea, el individuo que lo cumple, e incluso sin que sea en modo alguno necesario que éste tenga una consciencia efectiva de esta eficacia (NA: Recordamos que esto es verdad para los ritos exotéricos, como la doctrina católica lo reconoce expresamente, tanto como para los ritos iniciáticos.). Es menester solamente, si el rito es de aquellos que están reservados a una función especializada, que el individuo haya recibido, de la organización tradicional de la que depende, el poder de cumplirlo válidamente; no se requiere ninguna otra condición, y si esto puede exigir, como lo hemos visto, algunas cualificaciones particulares, éstas, en todo caso, no se refieren a la posesión de un cierto grado de conocimiento, sino que son únicamente aquellas que hacen posible que la influencia espiritual actúe en cierto modo a través del individuo, sin que la constitución particular de éste le ponga ningún obstáculo. El hombre deviene entonces propiamente un «portador» o un «transmisor» de una influencia espiritual; eso es lo único que importa, ya que, ante esta influencia de orden esencialmente supraindividual, y, por consiguiente, en tanto que cumple la función para la que está investido, su individualidad ya no cuenta y desaparece incluso enteramente. Ya hemos insistido sobre la importancia de este papel de «transmisor», particularmente en lo que concierne a los ritos iniciáticos; es también este mismo papel el que se ejerce al respecto de la doctrina cuando se trata de una función de enseñanza; y por lo demás, entre estos dos aspectos, y por consiguiente entre la naturaleza de las funciones correspondientes, hay una relación muy estrecha en realidad, que resulta directamente del carácter de las doctrinas tradicionales mismas.

En efecto, así como lo hemos explicado ya a propósito del simbolismo, no es posible establecer una distinción absolutamente clara, y todavía menos una separación, entre lo que depende de los ritos y lo que depende de la doctrina, y, por consiguiente, entre el cumplimiento de aquellos y la enseñanza de ésta, que, incluso si constituyen exteriormente dos funciones diferentes, no obstante son de la misma naturaleza en el fondo. El rito conlleva siempre una enseñanza en sí mismo, y la doctrina, en razón de su carácter «no humano» (que, lo recordamos, se traduce muy particularmente por la forma propiamente simbólica de su expresión), lleva también en sí misma la influencia espiritual, de suerte que no son verdaderamente más que dos aspectos complementarios de una única y misma realidad; y eso, aunque lo hemos dicho primero más especialmente en lo que concierne al dominio iniciático, puede extenderse también, de una manera completamente general, a todo lo que es de orden tradicional. En principio, no hay ninguna distinción que hacer a este respecto; de hecho, sólo puede haber una, en el sentido de que, puesto que en el dominio iniciático la meta esencial es de puro conocimiento, una función de enseñanza, a un cualquier grado que sea, normalmente no debería ser confiada más que a aquel que posee un conocimiento efectivo de lo que debe enseñar (tanto más cuanto que lo que importa aquí es menos la exterioridad de la enseñanza que el resultado de orden interior que debe contribuir a producir en los que la reciben), mientras que, en el orden exotérico cuya meta inmediata es otra, aquel que ejerce una tal función puede tener muy bien simplemente un conocimiento teórico suficiente para expresar la doctrina de una manera inteligible; pero, en todo caso, eso no es lo esencial, al menos en lo que se refiere a la infalibilidad vinculada a la función misma.

Desde este punto de vista, se puede decir esto: el hecho de estar investido regularmente de algunas funciones permite, a él sólo y sin otra condición (NA: Desde que decimos regularmente, eso implica en efecto necesariamente la posesión de las cualificaciones requeridas.), cumplir tales o cuales ritos; de la misma manera, el hecho de estar investido regularmente de una función de enseñanza entraña por sí mismo la posibilidad de cumplir válidamente esta función, y, para eso, debe conferir necesariamente la infalibilidad en los límites en los que se ejerza esta función; y, en el fondo, la razón de ello es la misma en uno y otro caso. Esta razón, es, por una parte, que la influencia espiritual es inherente a los ritos mismos que son su vehículo, y es también, por otra, que esta misma influencia espiritual es igualmente inherente a la doctrina por eso mismo de que ésta es esencialmente «no humana»; por consiguiente, es siempre ella, en definitiva, la que actúa a través de los individuos, ya sea en el cumplimiento de los ritos, ya sea en la enseñanza de la doctrina, y es ella la que hace que estos individuos, cualesquiera que puedan ser en sí mismos, puedan ejercer efectivamente la función de la que están encargados (NA: Es esta acción de la influencia espiritual, en lo que concierne a la enseñanza doctrinal, lo que el lenguaje de la teología católica designa como la «asistencia del Espíritu Santo».). En estas condiciones, bien entendido, el intérprete autorizado de la doctrina, en tanto que ejerce su función como tal, no puede hablar nunca en su propio nombre, sino únicamente en el nombre de la tradición que representa entonces y que «encarna» de alguna manera, y que es la única realmente infalible; mientras ello es así, el individuo ya no existe, sino en calidad de simple «soporte» de la formulación doctrinal, que no desempeña en eso un papel más activo que el papel que desempeñan las hojas sobre las que se imprime un libro en relación a las ideas a las que sirve de vehículo. Por lo demás, si le ocurre hablar en su propio nombre, por eso mismo ya no está en el ejercicio de su función, y entonces no hace más que expresar simples opiniones individuales, en lo cual ya no es en modo alguno infalible, como tampoco lo sería otro individuo cualquiera; así pues, por sí mismo no goza de ningún «privilegio», ya que, desde que reaparece y se afirma su individualidad, deja de ser inmediatamente el representante de la tradición para no ser más que un hombre ordinario, que, como cualquier otro, bajo el aspecto doctrinal, vale solamente en la medida del conocimiento que posee realmente en propiedad, y que, en todo caso, no puede pretender imponer su autoridad a nadie (NA: Todo esto es estrictamente conforme a la noción católica de la «infalibilidad pontificial»; lo que puede parecer extraño en ésta, y lo que en todo caso le es particular, es solo que la infalibilidad doctrinal se considere en ella como concentrada toda entera en una función ejercida exclusivamente por un solo individuo, mientras que, en las demás formas tradicionales, se reconoce generalmente que todos aquellos que ejercen una función regular de enseñanza participan de esta infalibilidad en una medida determinada por la extensión de su función misma.). Por consiguiente, la infalibilidad de que se trata está vinculada únicamente a la función y no al individuo, puesto que, fuera del ejercicio de esta función, o si el individuo deja de desempeñarla por una razón cualquiera, ya no subsiste nada de esta infalibilidad en él; y nos encontramos aquí un ejemplo de lo que decíamos más atrás, a saber, que la función, contrariamente al grado de conocimiento, no agrega verdaderamente nada a lo que un ser es en sí mismo y no modifica realmente su estado interior.

Debemos precisar todavía que la infalibilidad doctrinal, tal como acabamos de definirla, está necesariamente limitada como la función misma a la que está vinculada, y eso de varias maneras: primeramente, no puede aplicarse más que en el interior de la forma tradicional de la que depende esta función, y es inexistente al respecto de todo lo que pertenece a cualquier otra forma tradicional; en otros términos, nadie puede pretender juzgar una tradición en el nombre de otra tradición, y una tal pretensión seria falsa e ilegítima, porque no se puede hablar en el nombre de una tradición más que de lo que concierne a esa tradición misma; eso es en suma evidente para quienquiera que no aporte al caso ninguna idea preconcebida. Después, si la función pertenece a un cierto orden determinado, no puede entrañar la infalibilidad más que para lo que se refiere a ese orden únicamente, que puede, según los casos, estar encerrado en límites más o menos estrechos: así, por ejemplo, sin salir del dominio exotérico, se puede concebir una infalibilidad que, en razón del carácter particular de la función a la que está vinculada, concierna únicamente a tal o cual rama de la doctrina, y no a la doctrina en su conjunto; y con mayor razón, una función de orden exotérico, cualquiera que sea, no podría conferir ninguna infalibilidad, ni por consecuencia ninguna autoridad, respecto del orden esotérico; y, aquí todavía, toda pretensión contraria, que implicaría, por lo demás, una inversión de las relaciones jerárquicas normales, no podría tener más que un valor rigurosamente nulo. Es indispensable observar siempre estas dos distinciones, por una parte entre las diferentes formas tradicionales, y por otra entre los diferentes dominios exotérico y esotérico (NA: Sirviéndose del simbolismo geométrico, se podría decir que, por la primera de estas dos distinciones, la infalibilidad doctrinal está delimitada en un sentido horizontal, puesto que las formas tradicionales como tales se sitúan a un mismo nivel, y que, por la segunda, está delimitada en el sentido vertical, puesto que se trata entonces de dominios jerárquicamente superpuestos.), para prevenir todo abuso y todo error de aplicación en lo que concierne a la infalibilidad tradicional: más allá de los límites legítimos que convienen a cada caso, ya no hay infalibilidad, porque ya no se encuentra nada a lo que ella pueda aplicarse válidamente. Si hemos creído deber insistir en ello un poco más, es porque sabemos que muchas gentes tienen tendencia a desconocer estas verdades esenciales, ya sea porque su horizonte intelectual está limitado de hecho a una sola forma tradicional, ya sea porque, en esta forma misma, no conocen más que el punto de vista exotérico; todo lo que se les puede pedir, para que sea posible entenderse con ellos, es que sepan y quieran reconocer hasta dónde llega realmente su competencia, a fin de no correr nunca el riesgo de meterse en el terreno del prójimo, lo que, por lo demás, sería sobre todo lamentable para ellos mismos, ya que con eso no harían en suma más que dar la prueba de una incomprehensión probablemente irremediable.

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