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DE LOS CENTROS INICIÁTICOS

Pensamos haber dicho bastante al respecto para mostrar, tan claramente como es posible hacerlo, la necesidad de la transmisión iniciática, y para hacer comprender bien que en eso no se trata de cosas más o menos nebulosas, sino al contrario de cosas extremadamente precisas y bien definidas, donde el delirio y la imaginación no podrían tener la menor parte, como tampoco todo lo que se califica hoy día de «subjetivo» y de «ideal». Nos queda todavía, para completar lo que se refiere a esta cuestión, hablar un poco de los centros espirituales de los que procede, directa o indirectamente, toda transmisión regular, centros secundarios vinculados ellos mismos al centro supremo que conserva el depósito inmudable de la tradición primordial, de la que todas las formas tradicionales particulares se derivan por adaptación a tales o a cuales circunstancias definidas de tiempo y de lugar. Hemos indicado, en otro estudio (NA: El Rey del Mundo.), cómo estos centros espirituales están constituidos a la imagen del centro supremo mismo, del que son en cierto modo como otros tantos reflejos; así pues, no vamos a volver sobre ello aquí, y nos limitaremos a considerar algunos puntos que están en relación más inmediata con las consideraciones que acabamos de exponer.

Primeramente, es fácil comprender que el vinculamiento al centro supremo sea indispensable para asegurar la continuidad de la transmisión de las influencias espirituales desde los orígenes mismos de la presente humanidad (deberíamos decir incluso desde más allá de esos orígenes, puesto que aquello de lo que se trata es «no humano») y a través de toda la duración de su ciclo de existencia; ello es así para todo lo que tiene un carácter verdaderamente tradicional, incluso para las organizaciones exotéricas, religiosas u otras, al menos en su punto de partida; con mayor razón es lo mismo en el orden iniciático. Al mismo tiempo, es este vinculamiento el que mantiene la unidad interior y esencial que existe bajo la diversidad de las apariencias formales, y el que, por consecuencia, es la garantía fundamental de la «ortodoxia», en el verdadero sentido de esta palabra. Únicamente, debe entenderse bien que este vinculamiento puede no permanecer siempre consciente, y eso es muy evidente en el orden exotérico; por el contrario, parece que debería serlo siempre en el caso de las organizaciones iniciáticas, una de cuyas razones de ser es precisamente, al tomar como punto de apoyo una cierta forma tradicional, permitir pasar más allá de esa forma y elevarse así de la diversidad a la unidad. Esto, naturalmente, no quiere decir que una tal consciencia deba existir en todos los miembros de una organización iniciática, lo que es manifiestamente imposible y lo que, por lo demás, haría inútil la existencia de una jerarquía de grados; pero debería existir normalmente en la cima de esa jerarquía, si todos aquellos que han llegado a ella fueran verdaderamente «adeptos», es decir, seres que han realizado efectivamente la plenitud de la iniciación (Éste es el único sentido verdadero y legítimo de esta palabra, que, en el origen pertenecía exclusivamente a la terminología iniciática y más especialmente rosacruciana; pero es menester señalar también, a este propósito, uno de esos extraños abusos de lenguaje tan numerosos en nuestra época: ¡se ha llegado, en el uso vulgar, a tomar «adeptos» por un sinónimo de «adherentes», de suerte que esta palabra se aplica corrientemente para designar al conjunto de los miembros de no importa cuál organización, aunque se trate de la asociación más puramente profana que sea posible de concebir!); y tales «adeptos» constituirían un centro iniciático que estaría constantemente en comunicación consciente con el centro supremo. Sin embargo, de hecho, puede ocurrir que la cosa no sea siempre así, aunque no fuera más que a consecuencia de una cierta degeneración que haga posible el alejamiento de los orígenes, y que puede llegar hasta el punto de que, como lo decíamos precedentemente, una organización llegue a no comprender más que lo que hemos llamado iniciados «virtuales», iniciados que, no obstante, continúan transmitiendo, incluso si no se dan cuenta de ello, la influencia espiritual de lo que esa organización es depositaria. El vinculamiento subsiste entonces, a pesar de todo, por eso mismo de que la transmisión no ha sido interrumpida, y eso basta para que alguno de aquellos que hayan recibido la influencia espiritual en tales condiciones pueda volver a tomar siempre consciencia de ella si tiene en él las posibilidades requeridas; así, incluso en ese caso, el hecho de pertenecer a una organización iniciática está lejos de no representar más que una simple formalidad sin alcance real, del mismo género que la adhesión a cualquier asociación profana, como lo creen de muy buena gana aquellos que no van al fondo de las cosas y que se dejan engañar por algunas similitudes puramente exteriores, las cuales, por lo demás, no se deben, de hecho, más que al estado de degeneración en el que se encuentran actualmente las únicas organizaciones iniciáticas de las que pueden tener algún conocimiento más o menos superficial.

Por otra parte, importa destacar que una organización iniciática puede proceder del centro supremo, no directamente, sino por la intermediación de centros secundarios y subordinados, lo que es incluso el caso más habitual; como hay en cada organización una jerarquía de grados, así hay también, entre las organizaciones mismas, lo que se podría llamar grados de «interioridad» y de «exterioridad» relativa; y es evidente que aquellas que son las más exteriores, es decir, las más alejadas del centro supremo, son también aquellas donde la conciencia del vinculamiento a éste puede perderse más fácilmente. Aunque la meta de todas las organizaciones iniciáticas sea esencialmente la misma, las hay que se sitúan en cierto modo a niveles diferentes en cuanto a su participación en la tradición primordial (lo que, por lo demás, no quiere decir que, entre sus miembros, no pueda haber algunos que hayan alcanzado personalmente un mismo grado de conocimiento efectivo); y no hay lugar a sorprenderse de ello, si se observa que las diferentes formas tradicionales mismas no derivan todas inmediatamente de la misma fuente original; la «cadena» puede contar un número más o menos grande de eslabones intermediarios, sin que por eso haya ahí ninguna solución de continuidad. La existencia de esta superposición no es una de las menores razones entre todas aquellas que constituyen la complejidad y la dificultad de un estudio algo profundo de la constitución de las organizaciones iniciáticas; es menester agregar aún que una tal superposición puede reencontrarse también en el interior de una misma forma tradicional, así como se puede encontrar un ejemplo de ello particularmente claro en el caso de las organizaciones que pertenecen a la tradición extremo oriental. Este ejemplo, al que no podemos hacer aquí más que una simple alusión, es quizás incluso uno de los que permitirán comprender mejor cómo la continuidad está asegurada a través de los múltiples escalones constituidos por otras tantas organizaciones superpuestas, desde aquellas que, comprometidas en el dominio de la acción, no son más que formaciones pasajeras destinadas a jugar un papel relativamente exterior, hasta aquellas del orden más profundo, que, aunque permaneciendo en el «no actuar» principial, o más bien por eso mismo, dan a todas las demás su dirección real. A este propósito debemos llamar la atención especialmente sobre el hecho de que, incluso si algunas de estas organizaciones, entre las más exteriores, se encuentra que a veces están en oposición entre ellas, eso no podría impedir en nada que la unidad de dirección exista efectivamente, porque la dirección en cuestión está más allá de esta oposición, y no en el dominio donde ésta se afirma. En suma, en eso hay algo comparable a los papeles jugados por diferentes actores en una misma obra de teatro, y que, aunque se opongan, por eso no concurren menos a la marcha del conjunto; cada organización juega del mismo modo el papel al que está destinada en un plan que la rebasa; y esto puede extenderse incluso al dominio exotérico, donde, en tales condiciones, los elementos que luchan unos contra otros, no por eso obedecen menos todos, aunque inconsciente e involuntariamente, a una dirección única cuya existencia no sospechan siquiera (NA: Según la tradición islámica, todo ser es natural y necesariamente muslim, es decir, sometido a la Voluntad divina, a la que, en efecto, nada puede sustraerse; la diferencia entre los seres consiste en que, mientras que unos se conforman consciente y voluntariamente al orden universal, otros le ignoran o incluso pretenden oponerse a él (ver El Simbolismo de la Cruz, p. 187, ed. francesa). Para comprender enteramente la relación de esto con lo que acabamos de decir, es menester destacar que los verdaderos centros espirituales deben ser considerados como representado la Voluntad divina en este mundo; así, aquellos que están vinculados a ellos de manera efectiva pueden ser considerados como colaborando conscientemente a la realización de lo que la iniciación masónica designa como el «plan del Gran Arquitecto del Universo»; en cuanto a las otras dos categorías a las que acabamos de hacer alusión, los ignorantes puros y simples son los profanos, entre los que es menester, bien entendido, comprender a los «pseudoiniciados» de todo tipo, y aquellos que tienen la pretensión ilusoria de ir contra el orden preestablecido dependen, a uno u otro título, de lo que hemos llamado la «contrainiciación».).

Estas consideraciones hacen comprender también como, en el seno de una misma organización, puede existir en cierto modo una doble jerarquía, y esto más especialmente en el caso donde los jefes aparentes no son conscientes, ellos mismos, del vinculamiento a un centro espiritual; podrá haber en ella entonces, fuera de la jerarquía visible que éstos constituyen, otra jerarquía invisible, cuyos miembros, sin desempeñar ninguna función «oficial», serán no obstante aquellos que asegurarán realmente, por su sola presencia, la conexión efectiva con ese centro. Estos representantes de los centros espirituales, en las organizaciones relativamente exteriores, no tienen evidentemente por qué hacerse conocer como tales, y pueden tomar la apariencia que convenga mejor a la acción de «presencia» que han de ejercer, ya sea la de simples miembros de la organización, si deben jugar en ella un papel fijo y permanente, o bien, si se trata de una influencia momentánea o que debe transportarse a puntos diferentes, la de aquellos misteriosos «viajeros» de quienes la historia ha guardado más de un ejemplo, y cuya actitud exterior es escogida frecuentemente de la manera más propia para desorientar a los investigadores, ya sea que se trate por lo demás de llamar la atención por razones especiales, o por el contrario de pasar completamente desapercibidos (NA: Para este último caso, que escapa forzosamente a los historiadores, pero que es sin duda el más frecuente, citaremos solo dos ejemplos típicos, muy conocidos en la tradición taoísta, y de los cuales se podría encontrar el equivalente inclusive en occidente: el de los juglares y el de los tratantes de caballos.). Con esto se puede comprender igualmente lo que fueron verdaderamente aquellos que, sin pertenecer ellos mismos a ninguna organización conocida (y entendemos por eso una organización revestida de formas exteriormente aprehensibles), presidieron en algunos casos la formación de tales organizaciones, o, después, las inspiraron y las dirigieron invisiblemente; tal fue concretamente, durante un cierto período (NA: Aunque sea difícil aportar aquí grandes precisiones, se puede considerar este período como extendiéndose desde el siglo XIV al XVII; así pues, se puede decir que corresponde a la primera parte de los tiempos modernos, y es fácil comprender desde entonces que se trataba ante todo de asegurar la conservación de lo que, en los conocimientos tradicionales de la edad media, podía ser salvado a pesar de las nuevas condiciones del mundo occidental.), el papel de los Rosa-Cruz en el mundo occidental, y ese es también el verdadero sentido de lo que la Masonería del siglo XVIII designa bajo el nombre de «Superiores Desconocidos».

Todo esto permite entrever algunas posibilidades de acción de los centros espirituales, fuera incluso de los medios que pueden considerarse como normales, y eso sobre todo cuando las circunstancias son, ellas también, anormales, queremos decir, en condiciones tales que no permiten ya el empleo de vías más directas y de una regularidad más visible. Es así como, sin hablar siquiera de una intervención inmediata del centro supremo, que es posible siempre y por todas partes, un centro espiritual, cualquiera que sea, puede actuar fuera de su zona de influencia normal, ya sea en favor de individuos particularmente «cualificados», pero que se encuentran aislados en un medio donde el oscurecimiento ha llegado a tal punto que ya no subsiste casi nada tradicional en él y donde la iniciación ya no puede ser obtenida, o ya sea en vista de una meta más general, y también más excepcional, como la que consistiría en renovar una «cadena» iniciática rota accidentalmente. Al producirse una tal acción más particularmente en un período o en una civilización donde la espiritualidad está casi completamente perdida, y donde, por consiguiente, las cosas de orden iniciático están más ocultas que en ningún otro caso, nadie debería sorprenderse de que sus modalidades sean extremadamente difíciles de definir, tanto más cuanto que las condiciones ordinarias de lugar e incluso a veces de tiempo devienen en eso por así decir inexistentes. Así pues, no insistiremos más en ello; pero lo que es esencial retener, es que, incluso si ocurre que un individuo aparentemente aislado llega a una iniciación real, esa iniciación jamás podrá ser espontánea más que en apariencia, y que, de hecho, implicará siempre el vinculamiento, por un medio cualquiera, a un centro que existe efectivamente (NA: Algunos incidentes misteriosos en la vida de Jacob Boehme, por ejemplo, no pueden explicarse realmente más que de esta manera.); fuera de un tal vinculamiento, en ningún caso podría tratarse de iniciación.

Si volvemos de nuevo a la consideración de los casos normales, debemos decir todavía esto para evitar todo equívoco sobre lo que precede: al hacer alusión a algunas oposiciones, no tenemos en vista en modo alguno las vías múltiples que pueden estar representadas por otras tantas organizaciones iniciáticas especiales, ya sea en correspondencia con formas tradicionales diferentes, o ya sea en una misma forma tradicional. Esta multiplicidad se hace necesaria por el hecho mismo de las diferencias de naturaleza que existen entre los individuos, a fin de que cada uno pueda encontrar aquello que, siéndole conforme, le permitirá desarrollar sus propias posibilidades; si la meta es la misma para todos, los puntos de partida están indefinidamente diversificados, y son comparables a la multitud de los puntos de una circunferencia, desde donde parten otros tantos radios que desembocan todos en el centro único, y que son así la imagen de las vías mismas de las que se trata. En todo eso no hay ninguna oposición, sino al contrario una perfecta armonía; y, a decir verdad, no puede haber oposición más que cuando algunas organizaciones, por el hecho de circunstancias contingentes, están llamadas a jugar un papel en cierto modo accidental, exterior a la meta esencial de la iniciación y que no afecta a ésta de ninguna manera.

No obstante, según algunas apariencias, se podría creer y de hecho se cree frecuentemente que hay iniciaciones que son, en sí mismas, opuestas las unas a las otras; pero eso es un error, y es muy fácil comprender por qué no podría ser realmente así. En efecto, como no hay en principio más que una tradición única, de la que se deriva toda forma tradicional ortodoxa, no puede haber más que una iniciación igualmente única en su esencia, aunque bajo formas diversas y con modalidades múltiples; allí donde falta la «regularidad», es decir, allí donde no hay vinculamiento a un centro tradicional ortodoxo, ya no se trata de la verdadera iniciación, y, en parecido caso, esta palabra solo podrá emplearse abusivamente. En eso, no entendemos hablar solo de las organizaciones pseudoiniciáticas que ya hemos tratado precedentemente, y que, ciertamente, no son más que una pura nada; pero hay otra cosa que presenta un carácter más serio, y que es precisamente lo que puede dar una apariencia de razón a la ilusión que acabamos de señalar: si parece que haya iniciaciones opuestas, es porque, fuera de la iniciación verdadera, hay lo que se puede llamar la «contra-iniciación», a condición de precisar bien en qué sentido exacto debe entenderse una tal expresión, y dentro de qué límites algo puede oponerse verdaderamente a la iniciación; por lo demás, ya nos hemos explicado suficientemente sobre esta cuestión como para no tener necesidad de volver de nuevo sobre ella de una manera especial (NA: Ver RQST, cap. XXXVIII.).

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