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DE LOS PRETENDIDOS «PODERES» PSÍQUICOS

Para acabar con la magia y las demás cosas del mismo orden, debemos tratar todavía otra cuestión, la de los pretendidos «poderes» psíquicos, que, por lo demás, nos lleva de nuevo más directamente a lo que concierne a la iniciación, o más bien a los errores cometidos a su respecto, puesto que hay algunos, como lo hemos dicho al comienzo, que le asignan expresamente como meta «el desarrollo de los poderes psíquicos latentes en el hombre». Lo que llaman así no es otra cosa en el fondo que la facultad de producir «fenómenos» más o menos extraordinarios, y, de hecho, la mayor parte de las escuelas pseudoesotéricas o pseudoiniciáticas del occidente moderno no se proponen nada más; se trata de una verdadera obsesión en la gran mayoría de sus adherentes, que se ilusionan sobre el valor de esos «poderes» hasta el punto de tomarlos como el signo de un desarrollo espiritual, e incluso como su finalidad, mientras que, incluso cuando no son un simple espejismo de la imaginación, dependen únicamente del dominio psíquico, que, en realidad, no tiene nada que ver con lo espiritual, y, lo más frecuentemente, no son más que un obstáculo para la adquisición de toda verdadera espiritualidad.

Esta ilusión sobre la naturaleza y el alcance de los «poderes» en cuestión está asociada lo más frecuentemente a ese interés excesivo por la «magia» que tiene también por causa, así como ya lo hemos hecho observar, la misma pasión por los «fenómenos» que es tan característica de la mentalidad occidental moderna; pero aquí se introduce otra equivocación que es bueno señalar: la verdad es que no hay «poderes mágicos», aunque uno se encuentra a cada instante esta expresión, no solo en aquellos a quienes hacemos alusión, sino también, por un curioso acuerdo en el error, en aquellos que se esfuerzan en combatir sus tendencias, aunque no son menos ignorantes que ellos del fondo de las cosas. La magia debería ser tratada como la ciencia natural y experimental que es en realidad; por raros o excepcionales que puedan ser los fenómenos de los que se ocupa, por eso no son más «transcendentes» que otros, y el mago, cuando provoca tales fenómenos, lo hace simplemente aplicando el conocimiento que tiene de algunas leyes naturales, las del dominio sutil al que pertenecen las fuerzas que pone en juego. Así pues, en eso no hay ningún «poder» extraordinario, como tampoco lo hay en aquel que, habiendo estudiado una ciencia cualquiera, pone en práctica los resultados de ello; ¿se dirá, por ejemplo, que un médico posee «poderes» porque, sabiendo qué remedio conviene a tal o cual enfermedad, cura ésta mediante el remedio en cuestión? Entre el mago y el poseedor de «poderes» psíquicos, hay una diferencia bastante comparable a la que existe, en el orden corporal, entre el que cumple un cierto trabajo con la ayuda de una máquina y el que lo realiza solo con el medio de la fuerza o de la habilidad de su organismo; el uno y el otro operan efectivamente en el mismo dominio, pero no de la misma manera. Por otra parte, ya se trate de magia o de «poderes», en todo caso no se trata, lo repetimos, absolutamente de nada espiritual ni de iniciático; así pues, si marcamos la diferencia entre las dos cosas, no es porque una valga más que la otra bajo nuestro punto de vista; sino porque es siempre necesario saber exactamente de qué se habla y disipar las confusiones que tienen curso sobre este tema.

En algunos individuos, los «poderes» psíquicos son algo completamente espontáneo, el efecto de una simple disposición natural que se desarrolla por sí sola; es muy evidente que, en ese caso, no hay ningún motivo para sacar vanidad de ello, como tampoco lo hay para sacarla de ninguna otra aptitud cualquiera, puesto que no dan testimonio de ninguna «realización» expresa, y puesto que incluso aquel que los posee puede no sospechar la existencia de una tal cosa: si no ha oído hablar nunca de «iniciación», no le vendrá ciertamente la idea de creerse «iniciado», porque ve cosas que todo el mundo no ve, o porque tiene a veces sueños «premonitorios», o porque le ocurre curar a un enfermo por simple contacto, y sin que él mismo sepa cómo acontece eso. Pero hay también el caso donde semejantes «poderes» son adquiridos o desarrollados artificialmente, como el resultado de algunos «entrenamientos» especiales; eso es más peligroso, ya que se produce raramente sin provocar un cierto desequilibrio; y, al mismo tiempo, es en este caso donde la ilusión se produce más fácilmente: hay gentes que están persuadidos de que han obtenido algunos «poderes», perfectamente imaginarios de hecho, ya sea simplemente bajo la influencia de su deseo y de una suerte de «idea fija», ya sea por el efecto de una sugestión que ejerce sobre ellos, alguien de esos medios donde se practican de ordinario los «entrenamientos» de este género. Es ahí sobre todo donde se habla de «iniciación» a tontas y a locas, identificándola más o menos a la adquisición de esos famosísimos «poderes»; así pues, no es de extrañar que algunos espíritus débiles o ignorantes se dejen fascinar en cierto modo por semejantes pretensiones, que, no obstante, basta para reducir a nada la constatación de la existencia del primer caso del que hemos hablado, puesto que, en ese caso, se encuentran «poderes» completamente semejantes, cuando no incluso más desarrollados y más auténticos, sin que haya en eso el menor rastro de «iniciación» real o supuesta. Lo que quizás es más singular y más difícilmente comprehensible, es que a los poseedores de estos «poderes» espontáneos, si les ocurre entrar en contacto con esos mismos medios pseudoiniciáticos, son a veces llevados a creer, ellos también, que son «iniciados»; ciertamente, deberían saber mejor a qué atenerse sobre el carácter real de esas facultades, que, por lo demás, a un grado o a otro, se encuentran en muchos niños muy ordinarios, aunque frecuentemente, desaparecen después más o menos rápidamente. La única excusa para todas esas ilusiones, es que ninguno de aquellos que las provocan y que las mantienen en sí mismos o en los demás tiene la menor noción de lo que es la verdadera iniciación; pero, bien entendido, eso no atenúa en modo alguno su peligro, ya sea en cuanto a las perturbaciones psíquicas e incluso fisiológicas que son el acompañamiento habitual de esta suerte de cosas, o ya sea en cuanto a las consecuencias más remotas, aunque más graves, de un desarrollo desordenado de posibilidades inferiores que, como ya lo hemos dicho en otra parte, va directamente al revés de la espiritualidad (NA: Ver RQST, cap. XXXV.).

Es particularmente importante destacar que los «poderes» de que se trata pueden coexistir muy bien con la ignorancia doctrinal más completa, así como es muy fácil constatarlo, por ejemplo, en la mayor parte de los «clarividentes» y de los «curanderos»; eso sólo probaría suficientemente que no tienen la menor relación con la iniciación, cuya meta no puede ser más que de puro conocimiento. Al mismo tiempo, eso muestra que su obtención está desprovista de todo interés verdadero, puesto que aquel que los posee no está por eso más avanzado en la realización de su ser propio, realización que no constituye más que uno con el conocimiento efectivo mismo; no representan más que algunas adquisiciones completamente contingentes y transitorias, exactamente comparables en eso al desarrollo corporal, que al menos no representa los mismos peligros; e incluso las pocas ventajas no menos contingentes que puede aportar su ejercicio no compensan ciertamente los inconvenientes a los que acabamos de hacer alusión. Por lo demás, esas ventajas no consisten muy frecuentemente más que en encandilar a los ingenuos y en hacerse admirar por ellos, o en otras satisfacciones no menos vanas y pueriles; y hacer exhibición de esos «poderes» es ya hacer prueba de una mentalidad incompatible con toda iniciación, aunque sea del grado más elemental; ¿qué decir entonces de aquellos que se sirven de ellos para hacerse pasar por «grandes iniciados»? No insistiremos más, ya que todo esto no depende más que del charlatanismo, incluso si los «poderes» en cuestión son reales en su orden; en efecto, no es la realidad de los fenómenos como tales lo que importa aquí sobre todo, sino más bien el valor y el alcance que conviene atribuirles.

No es dudoso que, incluso en aquellos cuya buena fe es incontestable, la parte de la sugestión es muy grande en todo eso; para convencerse de ello, no hay más que considerar un caso como el de los «clarividentes», cuyas pretendidas «revelaciones» están tan lejos como es posible de estar de acuerdo entre ellas, pero, por el contrario, están siempre en relación con sus propias ideas o las de su medio o de la escuela a la que pertenecen. No obstante, supongamos que se trate de cosas enteramente reales, lo que, por lo demás, tiene más posibilidades de producirse cuando la «clarividencia» es espontánea que cuando ha sido desarrollada artificialmente; incluso en este caso, no se comprende por qué lo que es visto u oído en el mundo psíquico habría de tener, de una manera general, más interés o importancia de la que tiene, en el mundo corporal, lo que le ocurre a cada uno ver u oír al pasearse por una calle: gentes cuya mayor parte le son desconocidas o indiferentes, incidentes que no le conciernen en nada, fragmentos de conversaciones incoherentes o incluso ininteligibles, y así sucesivamente; esta comparación es ciertamente la que da la idea más justa de lo que se le presenta de hecho al «clarividente» voluntario o involuntario. El primero tiene más excusa de equivocarse al respecto, en el sentido de que debe sentir algún dolor en reconocer que todos sus esfuerzos, proseguidos a veces durante años, no desemboquen finalmente más que en un resultado tan irrisorio; pero, en lo que concierne al «clarividente» espontáneo, la cosa debería parecerle completamente natural, como lo es en efecto, y, si no ocurriera muy frecuentemente que se le persuade de que es extraordinaria, no pensaría nunca sin duda en preocuparse más de lo que encuentra en el dominio psíquico que de lo que encuentra en su análogo del dominio corporal, ni en buscar significaciones maravillosas o complicadas a lo que está desprovisto de ellas en la inmensa mayoría de los casos. A decir verdad, hay efectivamente una razón en todo, incluso para el hecho más ínfimo y más indiferente en apariencia, pero nos importa tan poco que no la tomamos en cuenta y no sentimos ninguna necesidad de buscarla, al menos cuando se trata de lo que se ha convenido llamar «la vida ordinaria», es decir, en suma, de los acontecimientos del mundo corporal; ¡si la misma regla fuera observada al respecto del mundo psíquico (que en el fondo no es menos «ordinario» en sí mismo, si no en cuanto a las percepciones que tenemos de él), ¡cuántas divagaciones nos serían ahorradas! Es cierto que para eso sería menester un grado de equilibrio mental del que, desafortunadamente, los «clarividentes», incluso espontáneos, no están dotados sino muy raramente, y con mayor razón todavía aquellos que han sufrido los «entrenamientos» psíquicos de los que hemos hablado más atrás. Sea como sea, este «desinterés» total al respecto de los fenómenos no es por eso menos estrictamente necesario para quienquiera que, encontrándose provisto de facultades de este género, quiera a pesar de eso emprender una realización de orden espiritual; en cuanto a aquel que no está provisto de ellas naturalmente, muy lejos de esforzarse por obtenerlas, debe estimar al contrario que para él eso es una ventaja muy apreciable en vista de esa misma realización, en el sentido de que tendrá así muchos menos obstáculos que apartar; por lo demás, volveremos enseguida sobre este último punto.

En suma, la palabra misma «poderes», cuando se emplea así, tiene el gran inconveniente de evocar la idea de una superioridad que estas cosas no implican de ninguna manera; si no obstante puede aceptarse, no podría ser más que como un simple sinónimo de «facultades», que, por lo demás, tiene etimológicamente un sentido casi idéntico (NA: Este sentido original de la palabra «facultad» es también el del término sánscrito correspondiente indriya.); en efecto, se trata de posibilidades del ser, pero de posibilidades que no tienen nada de «transcendente», puesto que son enteramente del orden individual, y puesto que, incluso en este orden, están muy lejos de ser las más elevadas y las más dignas de atención. En cuanto a conferirles un valor iniciático cualquiera, aunque sólo fuera a título simplemente auxiliar o preparatorio, sería completamente lo opuesto de la verdad; y, como a nuestros ojos únicamente ésta cuenta, debemos decir las cosas tal como son, sin preocuparnos de lo que puede agradar o desagradar a quienquiera; los poseedores de «poderes» psíquicos cometerían ciertamente un gran error al considerarnos con rencor, ya que con eso no harían sino darnos todavía más enteramente la razón, al manifestar así su incomprehensión y su falta de espiritualidad: ¿cómo, en efecto, se podría calificar de otra manera el hecho de aferrarse a una prerrogativa individual, o más bien, a su apariencia, hasta el punto de preferirla al conocimiento y a la verdad? (NA: Que nadie vaya a oponer, a lo que acaba de ser dicho, que los «poderes» espontáneos podrían ser el resultado de alguna iniciación recibida «en astral», cuando no también en existencias anteriores; debe entenderse bien que, cuando hablamos de la iniciación, entendemos hablar únicamente de cosas serias, y no de fantasmagorías de un gusto dudoso. ).

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