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LOS LÍMITES DE LA MENTE

Hablábamos hace un momento de la mentalidad necesaria para la adquisición del conocimiento iniciático, mentalidad completamente diferente de la mentalidad profana, y a cuya formación contribuye enormemente la observación de los ritos y de las formas exteriores en uso en las organizaciones tradicionales, sin perjuicio de sus demás efectos de un orden más profundo; pero es menester comprender bien que en eso no se trata más que de una etapa preliminar, que no corresponde más que a una preparación todavía completamente teórica, y no de la iniciación efectiva. En efecto, hay lugar a insistir sobre la insuficiencia de la mente al respecto de todo conocimiento de orden propiamente metafísico e iniciático; estamos obligados a emplear este término de «mente», preferentemente a cualquier otro, como equivalente del término sánscrito manas, porque se vincula a él por su raíz; por «mente» entendemos, por consiguiente, el conjunto de las facultades de conocimiento que son específicamente características del individuo humano (designado también él mismo, en diversas lenguas, por palabras que tienen la misma raíz), y de las que la principal es la razón.

Hemos precisado bastante frecuentemente la distinción entre la razón, facultad de orden puramente individual, y el intelecto puro, que es al contrario supraindividual, como para que sea inútil volver de nuevo sobre ello aquí; recordaremos sólo que, puesto que el conocimiento metafísico, en el verdadero sentido de esta palabra, es de orden universal, sería imposible si no hubiera en el ser una facultad del mismo orden, y por consiguiente transcendente en relación al individuo: esta facultad es propiamente la intuición intelectual. En efecto, puesto que todo conocimiento es esencialmente una identificación, es evidente que el individuo, como tal, no puede alcanzar el conocimiento de lo que está más allá del dominio individual, lo que sería contradictorio; este conocimiento sólo es posible porque el ser que es un individuo humano en cierto estado contingente de manifestación es también otra cosa al mismo tiempo; sería absurdo decir que el hombre, en tanto que hombre y por sus medios humanos, puede rebasarse a sí mismo; pero el ser que aparece en este mundo como un hombre es, en realidad, algo muy diferente por el principio permanente e inmudable que le constituye en su esencia profunda (NA: Aquí se trata de la distinción fundamental del «Sí mismo» y del «yo», o de la personalidad y de la individualidad, que está en el principio mismo de la teoría metafísica de los estados múltiples del ser.). Todo conocimiento que se puede llamar verdaderamente iniciático resulta de una comunicación establecida conscientemente con los estados superiores; y es a una tal comunicación a la que se refieren claramente, si se entienden en su sentido verdadero y sin tener en cuenta el abuso que se hace de ellos muy frecuentemente en el lenguaje ordinario de nuestra época, términos tales como los de «inspiración» y de «revelación» (NA: Estas dos palabras designan en el fondo la misma cosa, considerada bajo dos puntos de vista algo diferentes: lo que es «inspiración» para el ser mismo que la recibe, deviene «revelación» para los demás seres a quienes la transmite, en la medida en que eso es posible, al manifestarla exteriormente por un modo de expresión cualquiera.). El conocimiento directo del orden transcendente, con la certeza absoluta que implica, es evidentemente, en sí mismo, incomunicable e inexpresable; puesto que toda expresión es necesariamente formal por definición misma, y por consiguiente individual (NA: Recordaremos que la forma es, entre las condiciones de la existencia manifestada, la que caracteriza propiamente a todo estado individual como tal.), le es por eso mismo inadecuada y no puede dar de él, en cierto modo, más que un reflejo en el orden humano. Este reflejo puede ayudar a algunos seres a alcanzar realmente este mismo conocimiento, al despertar en ellos las facultades superiores, pero, como ya lo hemos dicho, no podría dispensarles de ninguna manera de hacer personalmente lo que nadie puede hacer por ellos; es sólo un «soporte» para su trabajo interior. Por lo demás, a este respecto, hay que hacer una gran diferencia, como medios de expresión, entre los símbolos y el lenguaje ordinario; hemos explicado precedentemente que los símbolos, por su carácter esencialmente sintético, son particularmente aptos para servir de punto de apoyo a la intuición intelectual, mientras que el lenguaje, que es esencialmente analítico, no es propiamente más que el instrumento del pensamiento discursivo y racional. Es menester agregar también que los símbolos, por su lado «no humano», llevan en sí mismos una influencia cuya acción es susceptible de despertar directamente la facultad intuitiva en aquellos que los meditan de la manera requerida; pero esto se refiere únicamente a su uso en cierto modo ritual como soporte de meditación, y no a los comentarios verbales que es posible hacer sobre su significación, y que, en todo caso, no representan de ellos más que un estudio todavía exterior (NA: Esto no quiere decir, bien entendido, que aquel que explica los símbolos sirviéndose del lenguaje ordinario no tenga por eso él mismo forzosamente más que un conocimiento exterior de ellos, sino sólo que este conocimiento es todo lo que puede comunicar a los demás con tales explicaciones.). Puesto que el lenguaje humano, por su constitución misma, está estrechamente ligado al ejercicio de la facultad racional, de ello se sigue que todo lo que se expresa o traduce por medio de este lenguaje toma forzosamente, de una manera más o menos explícita, una forma de «razonamiento»; pero se debe comprender que, no obstante, no puede haber más que una similitud completamente aparente y exterior, similitud de forma y no de fondo, entre el razonamiento ordinario, concerniente a las cosas del dominio individual que son aquellas a las cuales es propia y directamente aplicable, y el que está destinado a reflejar, tanto como sea posible, algo de las verdades de orden supraindividual. Por eso hemos dicho que la enseñanza iniciática no debía tomar nunca una forma «sistemática», sino que, al contrario, debía abrirse siempre sobre posibilidades ilimitadas para reservar la parte de lo inexpresable, que es en realidad todo lo esencial; y, por eso, el lenguaje mismo, cuando se aplica a las verdades de este orden, participa de alguna manera en el carácter de los símbolos propiamente dichos (NA: Este uso superior del lenguaje es posible sobre todo cuando se trata de lenguas sagradas, que precisamente son tales porque están constituidas de tal suerte que llevan en sí mismas este carácter propiamente simbólico; este uso es naturalmente mucho más difícil con las lenguas ordinarias, sobre todo cuando éstas no se emplean habitualmente más que para expresar puntos de vista profanos como es el caso de las lenguas modernas.). Sea como sea, aquel que, por el estudio de una exposición dialéctica cualquiera, ha llegado a un conocimiento teórico de algunas de estas verdades, no obstante, por eso no tiene todavía de ninguna manera un conocimiento directo y real de ellas (o más exactamente «realizado»), en vista del cual este conocimiento discursivo y teórico no podría constituir nada más que una simple preparación.

Esta preparación teórica, por indispensable que sea de hecho, no tiene en sí misma, sin embargo, más que un valor de un medio contingente y accidental; en tanto que uno se quede ahí, no se podrá hablar de iniciación efectiva, ni siquiera al grado más elemental. Si no hubiera nada más, no habría en eso, en suma, más que el análogo, en un orden más elevado, de lo que es una «especulación» cualquiera que se refiera a cualquier otro dominio (NA: Se podría comparar una tal «especulación», en el orden esotérico, no a la filosofía que no se refiere más que a un punto de vista completamente profano, sino más bien a lo que es la teología en el orden tradicional exotérico y religioso.), ya que un tal conocimiento, simplemente teórico, sólo es por la «mente», mientras que el conocimiento efectivo es «por el espíritu y el alma», es decir, en suma, por el ser todo entero. Por lo demás, por eso es por lo que, incluso fuera del punto de vista iniciático, los simples místicos, sin rebasar los límites del dominio individual, son, no obstante, en su orden, que es el de la tradición exotérica, incontestablemente superiores no sólo a los filósofos, sino incluso a los teólogos, ya que la menor parcela de conocimiento efectivo vale incomparablemente más que todos los razonamientos que no proceden más que de la mente (NA: Debemos precisar que esta superioridad de los místicos debe entenderse exclusivamente en cuanto a su estado interior, ya que, por otro lado, puede ocurrir, como ya lo hemos indicado más atrás, que, a falta de preparación teórica, sean incapaces de expresar nada de él de una manera inteligible; y, además, es menester tener en cuenta el hecho de que, a pesar de lo que han «realizado» verdaderamente, siempre corren el riesgo de extraviarse, por eso mismo de que no pueden rebasar las posibilidades del orden individual.).

Mientras el conocimiento sólo es por la mente, no es más que un simple conocimiento «por reflejo», como el de las sombras que ven los prisioneros de la caverna simbólica de Platón, y por consiguiente un conocimiento indirecto y completamente exterior; pasar de la sombra a la realidad, aprehendida directamente en sí misma, es pasar propiamente del «exterior» al «interior», y también, desde el punto de vista donde nos colocamos más particularmente aquí, de la iniciación virtual a la iniciación efectiva. Este paso implica la renuncia a la mente, es decir, a toda facultad discursiva que en adelante ha devenido impotente, puesto que no podría rebasar los límites que le impone su naturaleza misma (NA: Esta renuncia no quiere decir de ninguna manera que el conocimiento de que se trata entonces sea en cierto modo contrario u opuesto al conocimiento mental, en tanto que éste es válido y legítimo en su orden relativo, es decir, en el dominio individual; no se podría repetir demasiado, para evitar todo equívoco a este respecto, que lo «supraracional» no tiene nada en común con lo «irracional».); únicamente la intuición intelectual está más allá de esos límites, porque no pertenece al orden de las facultades individuales. Empleando aquí el simbolismo tradicional fundado sobre las correspondencias orgánicas, se puede decir que el centro de la consciencia debe ser transferido entonces del «cerebro» al «corazón» (NA: Apenas hay necesidad de recordar que el «corazón», tomado simbólicamente para representar el centro de la individualidad humana considerada en su integridad, es puesto siempre en correspondencia, por todas las tradiciones, con el intelecto puro, lo que no tiene absolutamente ninguna relación con la «sentimentalidad» que le atribuyen las concepciones profanas de los modernos.); para esta transferencia, toda «especulación» y toda dialéctica, evidentemente, ya no podrían ser de ninguna utilidad; y es a partir de ahí únicamente cuando es posible hablar verdaderamente de iniciación efectiva. Así pues, el punto donde comienza ésta está mucho más allá del punto donde acaba todo lo que puede haber de relativamente válido en una «especulación», cualquiera que sea; entre el uno y el otro, hay un verdadero abismo, que, como acabamos de decirlo, únicamente permite pasar la renuncia a la mente. Aquel que se aferra al razonamiento y no se libra de él en el momento requerido, permanece prisionero de la forma, que es la limitación por la que se define el estado individual; así pues, no rebasará nunca ésta, y no irá nunca más allá del «exterior», es decir, que permanecerá ligado al ciclo indefinido de la manifestación. El paso del «exterior» al «interior», es también el paso de la multiplicidad a la unidad, de la circunferencia al centro, al punto único desde donde le es posible al ser humano, restaurado en las prerrogativas del «estado primordial», elevarse a los estados superiores (NA: Ver El Esoterismo de Dante, pp. 58-61, ed. francesa.) y, por la realización total de su verdadera esencia, ser al fin efectiva y actualmente lo que es potencialmente por toda eternidad. Aquel que se conoce a sí mismo en la «verdad» de la «Esencia» eterna e infinita (NA: Tomamos aquí la palabra «verdad» en el sentido del término árabe haqîqah, y la palabra «Esencia» en el sentido de Edh-Dhât. - A esto se refiere en la tradición islámica este hadîth: «El que se conoce a sí mismo, conoce a Su Señor» (NA: Man arafa nafsahu faqad arafa Rabbahu); y este conocimiento es obtenido por lo que se llama el «ojo del corazón» (aynul-qalb), que no es otra cosa que la intuición intelectual misma, así como lo expresan estas palabras de El-Hallaj: «Yo vi a mi Señor por el ojo de mi corazón, y dije: ¿quién eres tú? Él dijo: Tú» (NA: Raaytu Rabbî bi-ayni qalbî, faqultu man anta, qâla anta).), ese conoce y posee todas las cosas en sí mismo y por sí mismo, ya que ha llegado al estado incondicionado que no deja fuera de sí ninguna posibilidad, y este estado, en relación al cual todos los demás, por elevados que sean, no son realmente todavía más que etapas preliminares sin ninguna medida común con él (NA: Esto no debe entenderse únicamente de los estados que no corresponden más que a extensiones de la individualidad, sino también de los estados supraindividuales todavía condicionados.), este estado que es la meta última de toda iniciación, es propiamente lo que se debe entender por la «Identidad Suprema».

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