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CAPÍTULO III

Capítulo III — Conocimiento y acción

Consideremos ahora, de una manera más particular, uno de los principales aspectos de la oposición que existe actualmente entre el espíritu oriental y el espíritu occidental, y que, más generalmente, es la del espíritu tradicional y del espíritu antitradicional, así como lo hemos explicado. Desde un cierto punto de vista, que, por lo demás, es uno de los más fundamentales, esta oposición aparece como la de la contemplación y de la acción, o, para hablar más exactamente, como la que recae sobre los lugares respectivos que conviene atribuir a uno y al otro de estos dos términos. En su relación, éstos pueden considerarse de varias maneras diferentes: ¿son verdaderamente dos contrarios como parece pensarse lo más frecuentemente, o no serían más bien dos complementarios, o no habría todavía entre ellos, en realidad, no una relación de coordinación, sino de subordinación? Tales son los diferentes aspectos de la cuestión, y estos aspectos se refieren a otros tantos puntos de vista, por lo demás de importancia muy desigual, pero de los que cada uno puede justificarse bajo algunos aspectos y corresponde a un cierto orden de realidad. Primero, el punto de vista más superficial, el más exterior de todos, es el que consiste en oponer pura y simplemente la una a la otra, la contemplación y la acción, como dos contrarios en el sentido propio de esta palabra. La oposición, en efecto, existe en las apariencias, eso es incontestable; y, no obstante, si fuera absolutamente irreductible, habría una incompatibilidad completa entre contemplación y acción, que así jamás podrían encontrarse reunidas. Ahora bien, de hecho, ello no es así; no hay, al menos en los casos normales, pueblo, y ni siquiera quizás individuo, que pueda ser exclusivamente contemplativo o exclusivamente activo. Lo que es verdad, es que hay ahí dos tendencias de las cuales una o la otra domina casi necesariamente, de tal suerte que el desarrollo de una parece efectuarse en detrimento de la otra, por la simple razón de que la actividad humana, entendida en su sentido más general, no puede ejercerse igualmente y a la vez en todos los dominios y en todas las direcciones. Eso es lo que da la apariencia de una oposición: pero debe haber una conciliación posible entre estos contrarios o supuestos tales; y, por lo demás, se podría decir otro tanto para todos los contrarios, que dejan de ser tales desde que, para considerarlos, uno se eleva por encima de un cierto nivel, aquel donde su oposición tiene toda su realidad. Quien dice oposición o contraste dice, por eso mismo, desarmonía o desequilibrio, es decir, algo que, ya lo hemos indicado suficientemente, no puede existir más que desde un punto de vista relativo, particular y limitado. Por consiguiente, al considerar la contemplación y la acción como complementarios, uno se coloca en un punto de vista ya más profundo y más verdadero que el precedente, dado que la oposición se encuentra ahí conciliada y resuelta, puesto que estos dos términos se equilibran en cierto modo el uno por el otro. Se trataría entonces, parece, de dos elementos igualmente necesarios, que se completan y se apoyan mutuamente, y que constituyen la doble actividad, interior y exterior, de un solo y mismo ser, ya sea que cada hombre se tome en particular o ya sea que la humanidad se considere colectivamente. Esta concepción es ciertamente más armoniosa y más satisfactoria que la primera; no obstante, si uno se atuviera exclusivamente a ella, se estaría tentado, en virtud de la correlación así establecida, a colocar sobre el mismo plano la contemplación y la acción, de suerte que no habría más que esforzarse en mantener tanto como fuera posible el equilibrio igual entre ellas, sin plantearse jamás la cuestión de una superioridad cualquiera de una en relación a la otra; y lo que muestra bien que un tal punto de vista es todavía insuficiente, es que esta cuestión de la superioridad se plantea por el contrario efectivamente y se ha planteado siempre, cualquiera que sea el sentido en el que se haya querido resolverla. Por lo demás, la cuestión que importa a este respecto, no es la de una predominancia de hecho, que es, sobre todo, asunto de temperamento o de raza, sino la de lo que se podría llamar una predominancia de derecho; y las dos cosas no están ligadas más que hasta un cierto punto. Sin duda, el reconocimiento de la superioridad de una de las dos tendencias incitará a desarrollarla lo más posible, con preferencia a la otra; pero, en la aplicación, por eso no es menos verdad que el lugar que tendrán la contemplación y la acción en el conjunto de la vida de un hombre o de un pueblo resultará siempre en gran parte de la naturaleza propia de éste, ya que en eso es menester tener en cuenta las posibilidades particulares de cada uno. Es manifiesto que la aptitud para la contemplación esta más extendida y más generalmente desarrollada entre los orientales; probablemente no hay ningún país donde lo esté tanto como en la India, y es por eso por lo que ésta puede ser considerada como representando por excelencia lo que hemos llamado el espíritu oriental. Por el contrario, es incontestable que, de una manera general, la aptitud para la acción, o la tendencia que resulta de esta aptitud, es la que predomina en los pueblos occidentales, en lo que concierne a la gran mayoría de los individuos, y que, incluso si esta tendencia no estuviera exagerada y desviada como lo está al presente, subsistiría no obstante, de suerte que la contemplación jamás podría ser ahí más que la ocupación de una élite mucho más restringida; por eso es por lo que se dice de buena gana en la India que, si Occidente volviera de nuevo a un estado normal y poseyera una organización social regular, se encontrarían en él sin duda muchos kshatriyas, pero pocos brâhmanes (En efecto, la contemplación y la acción son respectivamente las funciones propias de las dos primeras castas, la de los brâhmanes y la de los kshatriyas; sus relaciones son también al mismo tiempo las de la autoridad espiritual y del poder temporal; pero no nos proponemos considerar especialmente aquí este lado de la cuestión, que merecería ser tratado aparte). No obstante, si la élite estuviera constituida efectivamente y si su supremacía fuera reconocida, eso bastaría para que todo entre en el orden, ya que el poder espiritual no se basa de ninguna manera sobre el número, cuya ley es la de la materia; y por lo demás, obsérvese bien que, en la antigüedad y sobre todo en la edad media, la disposición natural a la acción, existente en los occidentales, no les impedía sin embargo reconocer la superioridad de la contemplación, es decir, de la inteligencia pura; ¿por qué es de otro modo en la época moderna? ¿Es por qué los occidentales, al desarrollar en exceso sus facultades de acción, han llegado a perder su intelectualidad, y, para consolarse de ello, han inventado teorías que ponen a la acción por encima de todo y llegan incluso, como el «pragmatismo», hasta negar que exista nada válido fuera de ella, o bien es al contrario esta manera de ver la que, habiendo prevalecido primero, ha conducido a la atrofia intelectual que constatamos hoy día? En las dos hipótesis, y también en el caso bastante probable donde la verdad se encontraría en una combinación de la una y de la otra, los resultados son exactamente los mismos; al punto donde han llegado las cosas, es tiempo de reaccionar, y es aquí, lo repetimos una vez más, donde Oriente puede venir en ayuda de Occidente, si éste así lo quiere, no para imponerle concepciones que le son extranjeras, como algunos parecen temerlo, sino más bien para ayudarle a reencontrar su propia tradición cuyo sentido ha perdido. Se podría decir que la antítesis de Oriente y de Occidente, en el estado de cosas presente, consiste en que Oriente mantiene la superioridad de la contemplación sobre la acción, mientras que el Occidente moderno afirma al contrario la superioridad de la acción sobre la contemplación. Aquí, ya no se trata ya, como cuando se hablaba simplemente de oposición o de complementarismo, y por tanto de una relación de coordinación entre los dos términos presentes, ya no se trata, decimos, de puntos de vista de los que cada uno puede tener su razón de ser y ser aceptado al menos como la expresión de una cierta verdad relativa; pero, puesto que una relación de subordinación es irreversible por su naturaleza misma, las dos concepciones son realmente contradictorias, y por tanto exclusivas una de la otra, de suerte que, forzosamente, desde que se admite que hay efectivamente subordinación, una es verdadera y la otra falsa. Antes de ir al fondo mismo de la cuestión, destacamos todavía esto: mientras que el espíritu que se ha mantenido en Oriente es verdaderamente el de todos los tiempos, así como lo decíamos más atrás, el otro espíritu no ha aparecido más que en una época muy reciente, lo que, al margen de toda otra consideración, ya puede hacer pensar que es algo anormal. Esta impresión es confirmada por la exageración misma donde, siguiendo la tendencia que le es propia, cae el espíritu occidental moderno, que, no contento con proclamar en toda ocasión la superioridad de la acción, ha llegado a hacer de ella su preocupación exclusiva y a negar todo valor a la contemplación, cuya verdadera naturaleza, por lo demás, ignora o desconoce enteramente. Por el contrario, las doctrinas orientales, aunque afirman tan claramente como es posible la superioridad e incluso la transcendencia de la contemplación en relación a la acción, por eso no acuerdan menos a ésta su lugar legítimo y reconocen de buena gana su importancia en el orden de las contingencias humanas (Aquellos que duden de esta importancia muy real, aunque relativa, que las doctrinas tradicionales de Oriente y concretamente la de la India, acuerdan a la acción, no tendrían, para convencerse de ello, más que remitirse a la Bhagavad-Gîta, que, por lo demás, es menester no olvidarlo si se quiere comprender bien su sentido, es un libro especialmente destinado al uso de los kshatriyas). Las doctrinas orientales, y también las antiguas doctrinas occidentales, son unánimes al afirmar que la contemplación es superior a la acción, como lo inmutable es superior al cambio (Es en virtud de la relación establecida así por lo que se dice que el Brâhman es el tipo de los seres estables, y que el Kshatriya es el tipo de los seres móviles o cambiantes; así, todos los seres de este mundo, según su naturaleza, están principalmente en relación con uno o con el otro, ya que hay una perfecta correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano). Puesto que la acción no es más que una modificación transitoria y momentánea del ser, no podría tener en sí misma su principio y su razón suficiente; si no se vincula a un principio que está más allá de su dominio contingente, no es más que una pura ilusión; y este principio del que saca toda la realidad de la que es susceptible, y su existencia y su posibilidad misma, no puede encontrarse más que en la contemplación o, si se prefiere, en el conocimiento, ya que, en el fondo, estos dos términos son sinónimos o al menos coincidentes, puesto que el conocimiento mismo y la operación por la que se le alcanza no pueden ser separados de ninguna manera (En efecto, como consecuencia del carácter esencialmente momentáneo de la acción, es menester notar que, en el dominio de ésta, los resultados están siempre separados de aquello que los produce, mientras que el conocimiento, por el contrario, lleva su fruto en sí mismo). Del mismo modo, el cambio, en su acepción más general, es ininteligible y contradictorio, es decir, imposible, sin un principio del que procede y que, por eso mismo de que es su principio, no puede estarle sometido, y por tanto es forzosamente inmutable; y es por eso por lo que, en la antigüedad occidental, Aristóteles había afirmado la necesidad del «motor inmóvil» de todas las cosas. Este papel de «motor inmóvil» lo juega precisamente el conocimiento en relación a la acción; es evidente que ésta pertenece toda entera al mundo del cambio, del «devenir»; únicamente el conocimiento permite salir de ese mundo y de las limitaciones que le son inherentes, y, cuando alcanza lo inmutable, lo que es el caso de conocimiento principial o metafísico que es el conocimiento por excelencia, él mismo posee la inmutabilidad, ya que todo conocimiento verdadero es esencialmente identificación con su objeto. Es eso justamente lo que ignoran los occidentales modernos, que, en hecho de conocimientos, no consideran más que un conocimiento racional y discursivo, y por tanto indirecto e imperfecto, lo que se podría llamar un conocimiento por reflejo, y que incluso, cada vez más, no aprecian este conocimiento inferior sino en la medida en que puede servir inmediatamente a fines prácticos; comprometidos en la acción hasta el punto de negar todo lo que la rebasa, no se aperciben de que esta acción misma degenera así, por falta de principio, en una agitación tan vana como estéril. Ese es, en efecto, el carácter más visible de la época moderna: necesidad de agitación incesante, de cambio continuo, de velocidad que crece sin cesar como la velocidad con la que se desenvuelven los acontecimientos mismos. Es la dispersión en la multiplicidad, y en una multiplicidad que ya no está unificada por la consciencia de ningún principio superior; es, en la vida corriente tanto como en las concepciones científicas, el análisis llevado al extremo, la división indefinida, una verdadera desagregación de la actividad humana en todos los órdenes donde todavía puede ejercerse; y de ahí la inaptitud para la síntesis, la imposibilidad de toda concentración, tan llamativa a los ojos de los orientales. Son las consecuencias naturales e inevitables de una materialización cada vez más acentuada, ya que la materia es esencialmente multiplicidad y división, y es por eso por lo que, lo decimos de pasada, todo lo que procede de ella no puede engendrar más que luchas y conflictos de todo tipo, tanto entre los pueblos como entre los individuos. Cuanto más se hunde uno en la materia, tanto más se acentúan y se amplifican los elementos de división; inversamente, cuanto más se eleva uno hacia la espiritualidad pura, tanto más se acerca a la unidad, que no puede realizarse plenamente más que por la consciencia de los principios universales. Lo que es más extraño, es que el movimiento y el cambio se buscan verdaderamente por sí mismos, y no con miras a una meta cualquiera, a la cual podrían conducir; y este hecho resulta directamente de la absorción de todas las facultades humanas por la acción exterior, cuyo carácter momentáneo señalábamos hace un momento. Es también la dispersión considerada bajo un aspecto diferente, y en un estadio más acentuado: es, se podría decir, como una tendencia a la instantaneidad, que tiene como límite un estado de puro desequilibrio, que, si se pudiera alcanzar, coincidiría con la disolución final de este mundo; y es también uno de los signos más claros del último periodo del Kali-Yuga. Bajo esta relación también, la misma cosa se produce en el orden científico: es la investigación por la investigación, mucho más todavía que por los resultados parciales y fragmentarios en los que desemboca; es la sucesión cada vez más rápida de teorías y de hipótesis sin fundamento, que, apenas edificadas, se vienen abajo para ser reemplazadas por otras que durarán menos todavía, verdadero caos en medio del cual sería vano buscar algunos elementos definitivamente adquiridos, si no es una monstruosa acumulación de hechos y de detalles que no pueden probar ni significar nada. Aquí hablamos, bien entendido, de lo que concierne al punto de vista especulativo, en la medida en que subsiste todavía; en lo que concierne a las aplicaciones prácticas, hay al contrario resultados incontestables, y eso se comprende sin esfuerzo, puesto que estas aplicaciones se refieren inmediatamente al dominio material, y puesto que este dominio es precisamente el único donde el hombre moderno pueda jactarse de una superioridad real. Así pues, es menester esperar que los descubrimientos o más bien las invenciones mecánicas e industriales vayan aún desarrollándose y multiplicándose, cada vez más rápido ellas también, hasta el fin de la edad actual; ¿y quién sabe si, con los peligros de destrucción que llevan en sí mismas, no serán uno de los principales agentes de la última catástrofe, si las cosas llegan a un punto tal que ésta no pueda ser evitada? En todo caso, de una manera muy general se siente la impresión de que ya no hay, en el estado actual, ninguna estabilidad; pero, mientras que algunos sienten el peligro e intentan reaccionar, la mayor parte de nuestros contemporáneos se complacen en este desorden donde ven como una imagen exteriorizada de su propia mentalidad. En efecto, hay una exacta correspondencia entre un mundo donde todo parece estar en puro «devenir», donde ya no hay ningún lugar para lo inmutable y lo permanente, y el estado de espíritu de los hombres que hacen consistir toda realidad en este mismo «devenir», lo que implica la negación del verdadero conocimiento, así como también la del objeto mismo de este conocimiento, queremos decir de los principios transcendentes y universales. Se puede incluso ir más lejos: es la negación de todo conocimiento real, en cualquier orden que sea, incluso en el orden relativo, puesto que, como lo indicábamos más atrás, lo relativo es ininteligible e imposible sin lo absoluto, lo contingente sin lo necesario, el cambio sin lo inmutable, la multiplicidad sin la unidad; el «relativismo» encierra una contradicción en sí mismo, y, cuando se quiere reducir todo al cambio, se debería llegar lógicamente a negar la existencia misma del cambio; en el fondo, los argumentos famosos de Zenón de Elea no tenían otro sentido. En efecto, es menester decir que las teorías del género de aquellas de que se trata no son exclusivamente propias a los tiempos modernos, ya que es menester no exagerar; se pueden encontrar algunos ejemplos de ello en la filosofía griega, y el caso de Heráclito, con su «flujo universal», es el más conocido a este respecto; es lo que llevó a los Eléatas a combatir tanto estas concepciones, como las de los atomistas, por una suerte de reducción a lo absurdo. En la India misma, se ha encontrado algo comparable, pero, bien entendido, bajo otro punto de vista que el de la filosofía; algunas escuelas búdicas, en efecto, presentaron también el mismo carácter, ya que una de sus tesis principales era la de la «disolubilidad de todas las cosas» (Poco tiempo después de su origen, el Budismo en la India devino asociado a una de las principales manifestaciones de la rebelión de los kshatriyas contra la autoridad de los brâhmanes, y, como es fácil de comprender según las indicaciones que preceden, existe, de una manera general, un lazo muy directo entre la negación de todo principio inmutable y la de la autoridad espiritual, entre la reducción de toda realidad al «devenir» y la afirmación de la supremacía del poder temporal, cuyo dominio propio es el mundo de la acción; y se podría constatar que la aparición de doctrinas «naturalistas» o antimetafísicas se produce siempre cuando el elemento que representa el poder temporal toma, en una civilización, la predominancia sobre el que representa la autoridad espiritual). Únicamente, estas teorías eran entonces solo excepciones, y tales rebeliones contra el espíritu tradicional, como las que han podido producirse durante todo el curso del Kali-Yuga, no habían tenido en suma más que un alcance bastante limitado; lo que es nuevo, es la generalización de semejantes concepciones, tal como la constatamos en el Occidente contemporáneo. Es menester notar también que las «filosofías del devenir», bajo la influencia de la idea muy reciente del «progreso», han tomado entre los modernos una forma especial, que las teorías del mismo género no habían tenido nunca entre los antiguos: esta forma, susceptible por lo demás de variedades múltiples, es lo que, de una manera general, se puede designar por el nombre de «evolucionismo». No volveremos de nuevo sobre lo que ya hemos dicho en otra parte sobre este tema; solo recordaremos que toda concepción que no admite nada más que el «devenir» es necesariamente, por eso mismo, una concepción «naturalista», que implica como tal una negación formal de todo lo que está más allá de la naturaleza, es decir, del dominio metafísico, que es el dominio de los principios inmutables y eternos. Señalaremos también, a propósito de estas teorías antimetafísicas que la idea bergsoniana de la «duración pura» corresponde exactamente a esta dispersión en la instantaneidad de la que hablábamos más atrás; la pretendida intuición que se modela sobre el flujo incesante de las cosas sensibles, lejos de poder ser el medio de un verdadero conocimiento, representa en realidad la disolución de todo conocimiento posible. Esto nos conduce a repetir una vez más, ya que ese es un punto completamente esencial y sobre el que es indispensable no dejar subsistir ningún equívoco, que la intuición intelectual, única por la cual se obtiene el verdadero conocimiento metafísico, no tiene absolutamente nada en común con esa otra intuición de la que hablan algunos filósofos contemporáneos: ésta es del orden sensible, es propiamente infraracional, mientras que la otra, que es la inteligencia pura, es al contrario supraracional. Pero los modernos, que no conocen nada superior a la razón en el orden de la inteligencia, no conciben siquiera lo que puede ser la intuición intelectual, mientras que las doctrinas de la antigüedad y de la edad media, incluso cuando no tenían más que un carácter simplemente filosófico y, por consiguiente, no podían hacer llamada efectivamente a esta intuición, por eso no reconocían menos expresamente su existencia y su supremacía sobre todas las demás facultades. Es por eso por lo que no hubo «racionalismo» antes de Descartes; eso es también una cosa específicamente moderna, y que, por lo demás, es estrechamente solidaria del «individualismo», puesto que no es nada más que la negación de toda facultad de orden supraindividual. En tanto que los occidentales se obstinen en desconocer o en negar la intuición intelectual, no podrán tener ninguna tradición en el verdadero sentido de esta palabra, y no podrán entenderse tampoco con los auténticos representantes de las civilizaciones orientales, en las que todo está como suspendido de esta intuición, inmutable e infalible en sí misma, y único punto de partida de todo desarrollo conforme a las normas tradicionales.

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