User Tools

Site Tools


guenon:rgcmm:capitulo_ix

CAPÍTULO IX

Capítulo IX — Algunas conclusiones

Hemos querido mostrar aquí sobre todo cómo la aplicación de los datos tradicionales permite resolver las cuestiones que se plantean actualmente de la manera más inmediata, explicar el estado presente de la humanidad terrestre, y al mismo tiempo juzgar según la verdad, y no según reglas convencionales o preferencias sentimentales, todo lo que constituye propiamente la civilización moderna. Por lo demás, no hemos tenido la pretensión de agotar el tema, de tratarle en todos sus detalles, ni de desarrollar completamente todos sus aspectos sin descuidar ninguno; por otra parte, los principios de los que nos inspiramos constantemente nos obligan a presentar vistas esencialmente sintéticas, y no analíticas como las del saber «profano»; pero estas vistas, precisamente porque son sintéticas, van mucho más lejos en el sentido de una verdadera explicación que un análisis cualquiera, que, en realidad, no tiene apenas más que un simple valor descriptivo. En todo caso, pensamos haber dicho bastante como para permitir, a aquellos que son capaces de comprender, sacar por sí mismos, de lo que hemos expuesto, al menos una parte de las consecuencias que están contenidas implícitamente en ello; y deben estar bien persuadidos de que este trabajo les será mucho más provechoso que una lectura que no dejará ningún lugar a la reflexión y a la meditación, para las que, antes al contrario, hemos querido proporcionar un punto de partida apropiado, un apoyo suficiente para elevarse por encima de la vana multitud de las opiniones individuales. Nos queda decir algunas palabras de lo que podríamos llamar el alcance práctico de semejante estudio; este alcance, podríamos descuidarle o desinteresarnos de él si nos hubiéramos quedado en la doctrina metafísica pura, en relación a la cual toda aplicación no es más que contingente y accidental; pero, aquí, es precisamente de las aplicaciones de lo que se trata. Por lo demás, al margen de todo punto de vista práctico, éstas tienen una doble razón de ser: son las consecuencias legítimas de los principios, el desarrollo normal de una doctrina que, al ser una y universal, debe abarcar todos los órdenes de realidad sin excepción; y, al mismo tiempo, son también, para algunos al menos, un medio preparatorio para elevarse a un conocimiento superior, así como lo hemos explicado a propósito de la «ciencia sagrada». Pero, además, cuando se está en el dominio de las aplicaciones, no está prohibido considerarlas también en sí mismas y en su valor propio, provisto que uno no sea llevado nunca por eso a perder de vista su vinculamiento a los principios; este peligro es muy real, puesto que es de eso de donde resulta la degeneración que ha dado nacimiento a la «ciencia profana», pero no existe para aquellos que saben que todo deriva y depende enteramente de la pura intelectualidad, y que lo que no procede de ella conscientemente no puede ser más que ilusorio. Como ya lo hemos repetido muy frecuentemente, todo debe comenzar por el conocimiento; y lo que parece estar más alejado del orden práctico se encuentra no obstante que es lo más eficaz en ese orden mismo, ya que es eso sin lo cual, tanto ahí como por cualquier otra parte, es imposible cumplir nada que sea realmente válido, que sea otra cosa que una agitación vana y superficial. Es por eso por lo que, para volver de nuevo más especialmente a la cuestión que nos ocupa al presente, podemos decir que, si todos los hombres comprendieran lo que es verdaderamente el mundo moderno, éste dejaría de existir inmediatamente, ya que su existencia, como la de la ignorancia y de todo lo que es limitación, es puramente negativa: no es más que por la negación de la verdad tradicional y suprahumana. Este cambio se produciría así sin ninguna catástrofe, lo que parece casi imposible para toda otra vía; ¿carecemos pues de razón si afirmamos que un tal conocimiento es susceptible de consecuencias prácticas verdaderamente incalculables? Pero, por otro lado, desafortunadamente parece difícil admitir que todos lleguen a este conocimiento, del que la mayor parte de los hombres están ciertamente más lejos de lo que hayan estado nunca; es cierto que eso no es en modo alguno necesario, ya que basta una élite poco numerosa, pero constituida lo bastante fuertemente como para dar una dirección a la masa, que obedecería a sus sugestiones sin tener siquiera la menor idea de su existencia ni de sus medios de acción; ¿es todavía posible la constitución efectiva de esta élite en Occidente? No tenemos la intención de volver de nuevo sobre todo lo que ya hemos tenido la ocasión de exponer en otra parte en lo que concierne al papel de la élite intelectual en las diferentes circunstancias que pueden considerarse como posibles para un porvenir más o menos inminente. Nos limitaremos pues a decir esto: cualquiera que sea la manera en que se cumpla el cambio que constituye lo que se puede llamar el paso de un mundo a otro, ya sea que se trate por lo demás de ciclos más o menos extensos, este cambio, incluso si tiene las apariencias de una brusca ruptura, no implicará nunca una discontinuidad absoluta, ya que hay un encadenamiento causal que liga todos los ciclos entre sí. La élite de la que hablamos, si llegara a formarse mientras hay tiempo todavía, podría preparar el cambio de tal manera que se produzca en las condiciones más favorables, y que la perturbación que le acompañará inevitablemente se reduzca en cierto modo al mínimo; pero, incluso si ello no es así, tendrá siempre otra tarea, más importante todavía, la de contribuir a la conservación de lo que debe sobrevivir al mundo presente y servir a la edificación del mundo futuro. Es evidente que no se debe esperar a que el descenso esté acabado para preparar el reascenso, desde que se sabe que este reascenso tendrá lugar necesariamente, incluso si no puede evitarse que el descenso desemboque antes en algún cataclismo; y así, en todos los casos, el trabajo efectuado no estará perdido: no puede estarlo en cuanto a los beneficios que la élite sacará de él para sí misma, pero no lo estará tampoco en cuanto a sus resultados ulteriores para el conjunto de la humanidad. Ahora, he aquí como conviene considerar las cosas: la élite existe todavía en las civilizaciones orientales, y, admitiendo que se reduzca allí cada vez más ante la invasión moderna, subsistirá no obstante hasta el final, porque es necesario que ello sea así para guardar el depósito de la tradición que no podría perecer, y para asegurar la transmisión de todo lo que debe ser conservado. En Occidente, por el contrario, la élite ya no existe actualmente; así pues, uno puede preguntarse si ella volverá a formarse ahí antes del fin de nuestra época, es decir, si el mundo occidental, a pesar de su desviación, tendrá parte en esta conservación y en esta transmisión: si eso no es así, la consecuencia de ello será que su civilización deberá perecer toda entera, porque ya no habrá en ella ningún elemento utilizable para el porvenir, debido a que todo rastro del espíritu tradicional habrá desaparecido de su seno. Planteada así, la cuestión no puede tener más que una importancia muy secundaria en cuanto al resultado final; pero por eso no presenta menos un cierto interés desde un punto de vista relativo, que debemos tomar en consideración desde que consentimos en tener en cuenta las condiciones particulares del periodo en el que vivimos. En principio, uno podría contentarse con hacer destacar que este mundo occidental es, a pesar de todo, una parte del conjunto del que parece haberse desgajado desde el comienzo de los tiempos modernos, y que, en la última integración del ciclo, todas las partes deben encontrarse de una cierta manera; pero eso no implica forzosamente una restauración previa de la tradición occidental, ya que ésta puede estar conservada solo en el estado de posibilidad permanente en su fuente misma, fuera de la forma especial que ha revestido en tal momento determinado. Por lo demás, no decimos esto más que a título de indicación, ya que, para comprenderlo plenamente, sería menester hacer intervenir la consideración de las relaciones de la tradición primordial y de las tradiciones subordinadas, lo que no podemos pensar hacer aquí. Éste sería el caso más desfavorable para el mundo occidental tomado en sí mismo, y su estado actual puede hacer temer que este caso sea el que se realice efectivamente; sin embargo, hemos dicho que hay algunos signos que permiten pensar que toda esperanza de una solución mejor todavía no está perdida definitivamente. Existe ahora, en Occidente, un número de hombres mayor del que se cree que comienzan a tomar consciencia de lo que le falta a su civilización; si se reducen en eso a aspiraciones imprecisas y a investigaciones muy frecuentemente estériles, si les ocurre incluso extraviarse completamente, es porque carecen de datos reales a los que nada puede suplir, y porque no hay ninguna organización que pueda proporcionarles la dirección doctrinal necesaria. No hablamos en eso, bien entendido, de aquellos que han podido encontrar esta dirección en las tradiciones orientales, y que, intelectualmente, están así fuera del mundo occidental; esos, que por lo demás no pueden representar más que un caso de excepción, no podrían en modo alguno ser parte integrante de una élite occidental; ellos son en realidad un prolongamiento de las élites orientales, que podría devenir un eslabón de unión entre éstas y la élite occidental el día en que ésta última hubiera llegado a constituirse; pero, por definición en cierto modo, ella no puede ser constituida más que por una iniciativa propiamente occidental, y es ahí donde reside toda la dificultad. Esta iniciativa no es posible más que de dos maneras: o bien el Occidente encontrará los medios para ello en sí mismo, por un retorno directo a su propia tradición, retorno que sería como un despertar espontaneo de posibilidades latentes; o bien algunos elementos occidentales cumplirán este trabajo de restauración con la ayuda de un cierto conocimiento de las doctrinas orientales, conocimiento que no obstante no podrá ser absolutamente inmediato para ellos, puesto que deben permanecer occidentales, pero que podrá ser obtenido por una suerte de influencia de segundo grado, que se ejerza a través de intermediarios tales como esos a los que hacíamos alusión hace un momento. La primera de las dos hipótesis es muy poco verosímil, ya que implica la existencia, en Occidente, de un punto al menos donde el espíritu tradicional se habría conservado integralmente, y hemos dicho que, a pesar de algunas afirmaciones, esta existencia nos parece extremadamente dudosa; así pues, es la segunda hipótesis la que conviene examinar más de cerca. En este caso, habría ventaja, aunque eso no sea de una necesidad absoluta, en que la élite en formación pudiera tomar un punto de apoyo en una organización occidental que tenga ya una existencia efectiva; ahora bien, parece que, en Occidente, ya no hay más que una sola organización que posee un carácter tradicional, y que conserva una doctrina susceptible de proporcionar al trabajo de que se trata una base apropiada: es la Iglesia católica. Bastaría restituir a su doctrina, sin cambiar nada en la forma religiosa bajo la que se presenta al exterior, el sentido profundo que tiene realmente en sí misma, pero del que sus representantes actuales ya no parecen tener consciencia, como tampoco la tienen de su unidad esencial con las demás formas tradicionales; por lo demás, las dos cosas son inseparables. Sería la realización del Catolicismo en el verdadero sentido de la palabra, que, etimológicamente, expresa la idea de «universalidad», lo que olvidan demasiado a menudo aquellos que querrían hacer de ella la denominación exclusiva de una forma especial y puramente occidental, sin ningún lazo efectivo con las demás tradiciones; y se puede decir que, en el estado presente de las cosas, el Catolicismo no tiene más que una existencia virtual, puesto que en él no encontramos realmente la consciencia de la universalidad; pero por eso no es menos verdad que la existencia de una organización que lleva un tal nombre es la indicación de una base posible para una restauración del espíritu tradicional en su acepción completa, y eso tanto más cuanto que, en la edad media, ya sirvió de soporte a este espíritu en el mundo occidental. Así pues, en suma, no se trataría más que de una reconstitución de aquello que ha existido antes de la desviación moderna, con las adaptaciones necesarias a las condiciones de una época diferente; y, si algunos se sorprenden o protestan contra una idea semejante, es porque, sin saberlo y quizás contra su voluntad, ellos mismos están imbuidos del espíritu moderno hasta el punto de haber perdido completamente el sentido de una tradición de la que no guardan más que la corteza. Importaría saber si el formalismo de la «letra», que es también una de las variedades del «materialismo» tal como lo hemos entendido más atrás, ha asfixiado definitivamente la espiritualidad, o si ésta no está más que obscurecida pasajeramente y puede despertarse todavía en el seno mismo de la organización existente; pero es solo la sucesión de los acontecimientos la que permitirá darse cuenta de ello. Por lo demás, puede ser que estos acontecimientos mismos impongan pronto o tarde, a los dirigentes de la Iglesia católica, como una necesidad ineludible, aquello cuya importancia desde el punto de vista de la intelectualidad pura no comprenderían directamente; ciertamente, sería deplorable que, para hacerles reflexionar, fueran necesarias algunas circunstancias tan contingentes como las que dependen del dominio político, considerado al margen de todo principio superior; pero es menester admitir que la ocasión de un desarrollo de posibilidades latentes debe serle proporcionada a cada uno por los medios que están más inmediatamente al alcance de su comprehensión actual. Por eso es por lo que diremos esto: ante la agravación de un desorden que se generaliza cada vez más, hay lugar a hacer llamada a la unión de todas las fuerzas espirituales que ejercen todavía una acción en el mundo exterior, tanto en Occidente como en Oriente; y, por el lado occidental, no vemos otras que la Iglesia católica. Si ésta pudiera entrar en contacto con los representantes de las tradiciones orientales, no tendríamos más que felicitarnos por este primer resultado, que podría ser precisamente el punto de partida de lo que tenemos en vista, ya que no se tardaría sin duda en apercibirse de que un entendimiento simplemente exterior y «diplomático» sería ilusorio y no podría tener las consecuencias queridas, de suerte que sería menester llegar efectivamente a aquello por lo que se hubiera debido comenzar normalmente, es decir, a considerar el acuerdo sobre los principios, acuerdo cuya condición necesaria y suficiente sería que los representantes de Occidente vuelvan a ser de nuevo conscientes de estos principios, como lo son siempre los de Oriente. El verdadero entendimiento, lo repetimos todavía una vez más, no puede cumplirse más que por arriba y desde lo interior, por consiguiente en el dominio que se puede llamar indiferentemente intelectual o espiritual, ya que, para nos, en el fondo, estas dos palabras tienen exactamente la misma significación; después, y partiendo de ahí, el entendimiento se establecería también forzosamente en todos los demás dominios, del mismo modo que, cuando se ha sentado un principio, ya no hay más que deducir, o más bien «explicitar», todas las consecuencias que se encuentran implícitas en él. Para eso no puede haber más que un solo obstáculo: es el proselitismo occidental, que no puede admitir que a veces se deben tener «aliados» que no son de ninguna manera «súbditos»; o, para hablar más exactamente, es la falta de comprehensión de la que el proselitismo no es más que uno de los efectos; ¿será superado este obstáculo? Si no lo fuera, la élite, para constituirse, ya no tendría que contar más que con el esfuerzo de los que estarían calificados por su capacidad intelectual, fuera de todo medio definido, y también, bien entendido, con el apoyo de Oriente; su trabajo se haría más difícil y su acción no podría ejercerse más que a más largo plazo, puesto que ella misma tendría que crear todos los instrumentos, en lugar de encontrarlos preparados como en el otro caso; pero no pensamos de ninguna manera que estas dificultades, por grandes que puedan ser, sean de una naturaleza que impida lo que se debe cumplir de una manera o de otra. Así pues, estimamos oportuno declarar también esto: hay desde ahora, en el mundo occidental, indicios ciertos de un movimiento que permanece todavía impreciso, pero que puede y debe incluso desembocar normalmente en la reconstitución de una élite intelectual, a menos de que sobrevenga un cataclismo demasiado rápidamente que no le permita desarrollarse hasta el final. Apenas hay necesidad de decir que la Iglesia tendría todo el interés, en cuanto a su papel futuro, en encabezar en cierto modo un tal movimiento, más bien que dejarle cumplirse sin ella y ser obligada a seguirle tardíamente para mantener una influencia que amenazaría escapársele; no es necesario colocarse en un punto de vista muy elevado y difícilmente accesible para comprender que, en suma, es ella la que tendría las mayores ventajas que sacar de una actitud que, por lo demás, muy lejos de exigir de su parte el menor compromiso en el orden doctrinal, tendría al contrario por resultado desembarazarla de toda infiltración del espíritu moderno, y por la cual, además, no se modificaría nada exteriormente. Sería un poco paradójico ver al Catolicismo integral realizarse sin el concurso de la Iglesia católica, que, entonces, se encontraría quizás en la singular obligación de aceptar ser defendida, contra asaltos más terribles de los que jamás haya sufrido, por hombres a quienes sus dirigentes, o al menos aquellos a quienes deja hablar en su nombre, habrían buscado desconsiderar primero, arrojando sobre ellos la sospecha peor fundada; y, por nuestra parte lamentaríamos que ello fuera así; pero, si no se quiere que las cosas lleguen a ese punto, es tiempo, para aquellos a quienes su situación confiere las más graves responsabilidades, de actuar con plena consciencia de causa y de no permitir más que algunas tentativas que pueden tener consecuencias de la más alta importancia corran el riesgo de encontrarse detenidas por la incomprehensión o la malevolencia de algunas individualidades más o menos subalternas, lo que ya se ha visto, y lo que muestra todavía una vez más hasta qué punto reina el desorden por todas partes hoy. Prevemos que no se sabrá agradecer estas advertencias, que damos con toda independencia y de una manera enteramente desinteresada; nos importa poco, y por eso no continuaremos menos, cuando sea menester, y bajo la forma que juzguemos que conviene mejor a las circunstancias, diciendo lo que debe ser dicho. Lo que decimos al presente no es más que el resumen de las conclusiones a las que hemos sido llevados por algunas «experiencias» completamente recientes, emprendidas, eso no hay que decirlo, sobre un terreno puramente intelectual; por el momento al menos, no tenemos por qué entrar a este propósito en detalles que, por lo demás, serían poco interesantes en sí mismos; pero podemos afirmar que, en lo que precede, no hay una sola palabra que no hayamos escrito sin haberla reflexionado maduramente. Que se sepa bien que sería perfectamente inútil buscar oponer a eso argucias filosóficas que queremos ignorar; hablamos seriamente de cosas serias, no tenemos tiempo para perder en discusiones verbales que no tienen para nos ningún interés, y entendemos permanecer enteramente ajeno a toda polémica, a toda querella de escuela o de partido, del mismo modo que nos negamos absolutamente a dejarnos aplicar una etiqueta occidental cualquiera, ya que no hay ninguna que nos convenga; que eso agrade o desagrade a algunos, es así, y nada podría hacernos cambiar de actitud a este respecto. Ahora debemos hacer oír también una advertencia a aquellos que, por su aptitud para una comprehensión superior, si no por el grado de conocimiento que han alcanzado efectivamente, parecen destinados a devenir elementos de la élite posible. No es dudoso que el espíritu moderno, que es verdaderamente «diabólico» en todos los sentidos de esta palabra, se esfuerza por todos los medios en impedir que estos elementos, hoy día aislados y dispersos, lleguen a adquirir la cohesión necesaria para ejercer una acción real sobre la mentalidad general; así pues, a aquellos que ya han tomado consciencia más o menos completamente de la meta hacia la cual deben tender sus esfuerzos, les incumbe no dejarse desviar por las dificultades, cualesquiera que sean, que se levanten ante ellos. Para aquellos que todavía no han llegado al punto a partir del cual una dirección infalible ya no permite apartarse de la vía, las desviaciones más graves son siempre de temer; así pues, es necesaria la mayor prudencia, y diríamos incluso de buena gana que debe ser llevada hasta la desconfianza, ya que el «adversario», que hasta ese punto no está definitivamente vencido, sabe tomar las formas más diversas y a veces las más inesperadas. Ocurre que aquellos que creen haber escapado al «materialismo» moderno son retomados por cosas que, aunque parecen oponerse a él, son en realidad del mismo orden; y, dado el talante de los occidentales, conviene, a este respecto, ponerlos más particularmente en guardia contra el atractivo que pueden ejercer sobre ellos los «fenómenos» más o menos extraordinarios; es de ahí de donde provienen en gran parte todos los errores «neoespiritualistas», y es de prever que este peligro se agravará todavía, ya que las fuerzas obscuras que mantienen el desorden actual encuentran en eso uno de sus medios de acción más poderosos. Es probable incluso que no estemos ya muy lejos de la época a la que se refiere esta predicción evangélica que ya hemos recordado en otra parte: «Se elevarán falsos Cristos y falsos profetas, que harán grandes prodigios y cosas sorprendentes, hasta seducir, si fuera posible, a los elegidos mismos». Como la palabra lo indica, los «elegidos» son aquellos que forman parte de la «élite» entendida en la plenitud de su verdadero sentido, y por lo demás, digámoslo en esta ocasión, es por eso por lo que nos quedamos con este término de «élite» a pesar del abuso que se hace de él en el mundo «profano»; esos, por virtud de la «realización» interior a la que han llegado, no pueden ser seducidos, pero no es lo mismo para aquellos que, al no tener todavía en ellos más que posibilidades de conocimiento, no son propiamente más que «llamados»; y es por eso por lo que el Evangelio dice que hay «muchos llamados, pero pocos elegidos». Entramos en un tiempo donde devendrá particularmente difícil «distinguir la cizaña del buen grano», efectuar realmente lo que los teólogos llaman el «discernimiento de los espíritus», en razón de las manifestaciones desordenadas que no harán más que intensificarse y multiplicarse, y también en razón de la falta de verdadero conocimiento en aquellos cuya función normal debería ser guiar a los demás, y que hoy día no son muy frecuentemente más que «guías ciegos». Se verá entonces, si, en parecidas circunstancias, las sutilezas dialécticas son de alguna utilidad, y si es una «filosofía», aunque sea la mejor posible, la que bastará para detener el desencadenamiento de las «potencias infernales»; esa es también una ilusión contra la que algunos tienen que defenderse, ya que hay muchas gentes, que, al ignorar lo que es la intelectualidad pura, se imaginan que un conocimiento simplemente filosófico, que, incluso en el caso más favorable, es apenas una sombra del verdadero conocimiento, es capaz de remediarlo todo y de operar el enderezamiento de la mentalidad contemporánea, como hay otros también que creen encontrar en la ciencia moderna misma un medio de elevarse a verdades superiores, mientras que esta ciencia no se funda precisamente sino sobre la negación de esas verdades. Todas esas ilusiones son otras tantas causas de extravío; muchos esfuerzos se dispensan por eso en pura pérdida, y es así como muchos de aquellos que querrían reaccionar sinceramente contra el espíritu moderno son reducidos a la impotencia, porque, al no haber sabido encontrar los principios esenciales sin los que toda acción es absolutamente vana, se han dejado arrastrar a atolladeros de los que ya no les es posible salir. Aquellos que llegarán a vencer todos esos obstáculos y a triunfar sobre la hostilidad de un medio opuesto a toda espiritualidad, serán sin duda poco numerosos; pero, todavía una vez más, no es el número lo que importa, ya que aquí estamos en un dominio cuyas leyes son muy diferentes de las de la materia. Así pues, no hay lugar a desesperar; y, aunque no hubiera ninguna esperanza de desembocar en un resultado sensible antes de que el mundo moderno zozobre en alguna catástrofe, eso no sería todavía una razón válida para no emprender una obra cuyo alcance real se extiende mucho más allá de la época actual. Aquellos que estarían tentados a ceder al desánimo deben pensar que nada de lo que se cumple en este orden puede perderse nunca, que el desorden, el error y la obscuridad no pueden arrebatarlo más que en apariencia y de una manera completamente momentánea, que todos los desequilibrios parciales y transitorios deben concurrir necesariamente al gran equilibrio total, y que nada podría prevalecer finalmente contra el poder de la verdad; su divisa debe ser la que habían adoptado antaño algunas organizaciones iniciáticas del Occidente: Vincit omnia Veritas.

guenon/rgcmm/capitulo_ix.txt · Last modified: by 127.0.0.1