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CAPÍTULO V

Capítulo V — El individualismo

Lo que entendemos por «individualismo», es la negación de todo principio superior a la individualidad, y, por consiguiente, la reducción de la civilización, en todos los dominios, únicamente a los elementos puramente humanos; así pues, en el fondo, es la misma cosa que lo que, en la época del Renacimiento, se ha designado bajo el nombre de «humanismo», como lo hemos dicho más atrás, y es también lo que caracteriza propiamente a lo que llamábamos hace un momento el «punto de vista profano». Todo eso, en suma, no es más que una sola y misma cosa bajo designaciones diversas; y hemos dicho también que este espíritu «profano» se confunde con el espíritu antitradicional, en el cual se resumen todas las tendencias específicamente modernas. Sin duda, no es que este espíritu sea enteramente nuevo; ha habido ya, en otras épocas, manifestaciones suyas más o menos acentuadas, pero siempre limitadas y aberrantes, y que no se habían extendido nunca a todo el conjunto de una civilización como lo han hecho en Occidente en el curso de estos últimos siglos. Lo que no se había visto nunca hasta aquí, es una civilización edificada toda entera sobre algo puramente negativo, sobre lo que se podría llamar una ausencia de principio; es eso, precisamente, lo que da al mundo moderno su carácter anormal, lo que hace de él una suerte de monstruosidad explicable solamente si se considera como correspondiendo al fin de un periodo cíclico, según lo que hemos explicado primeramente. Así pues, es efectivamente el individualismo, tal como acabamos de definirle, el que es la causa determinante de la decadencia actual de Occidente, por eso mismo de que es en cierto modo el motor del desarrollo exclusivo de las posibilidades más inferiores de la humanidad, de aquellas cuya expansión no exige la intervención de ningún elemento suprahumano, y que incluso no pueden desplegarse completamente más que en la ausencia de un tal elemento, porque están en el extremo opuesto de toda espiritualidad y de toda intelectualidad verdadera. El individualismo implica primeramente la negación de la intuición intelectual, en tanto que ésta es esencialmente una facultad supraindividual, y del orden de conocimiento que es el dominio propio de esta intuición, es decir, de la metafísica entendida en su verdadero sentido. Por eso es por lo que todo lo que los filósofos modernos designan bajo este mismo nombre de metafísica, cuando admiten algo que ellos llaman así, no tiene absolutamente nada de común con la metafísica verdadera: no son más que construcciones racionales o hipótesis imaginativas, y por consiguiente concepciones completamente individuales, y cuya mayor parte, por lo demás, se refiere simplemente al dominio «físico», es decir, a la naturaleza. Incluso si se encuentra dentro de eso alguna cuestión que podría ser vinculada efectivamente al orden metafísico, la manera en la que es considerada y tratada la reduce todavía a no ser sino «pseudometafísica», y hace imposible toda solución real y válida; parece incluso que, para los filósofos, se trata siempre de plantear «problemas», aunque sean artificiales e ilusorios, mucho más que de resolverlos, lo que es uno de los aspectos de la necesidad desordenada de la investigación por la investigación, es decir, de la agitación más vana, tanto en orden mental como en el orden corporal. Se trata también, para esos mismos filósofos, de dar su nombre a un «sistema», es decir, a un conjunto de teorías estrictamente limitado y delimitado, y que sea efectivamente de ellos, que no sea nada más que su obra propia; de ahí el deseo de ser original a toda costa, incluso si la verdad debe ser sacrificada a esa originalidad: para el renombre de un filósofo, vale más inventar un error nuevo que repetir una verdad que ya ha sido expresada por otros. Esta forma del individualismo, a la que se deben tantos «sistemas» contradictorios entre ellos, cuando no lo son en sí mismos, se encuentra también en los «sabios» y en los artistas modernos; pero es quizás en los filósofos donde se puede ver más claramente la anarquía intelectual que es su consecuencia inevitable. En una civilización tradicional, es casi inconcebible que un hombre pretenda reivindicar la propiedad de una idea, y, en todo caso, si lo hace, se quita por eso mismo todo crédito y toda autoridad, ya que la reduce así a no ser más que una suerte de fantasía sin ningún alcance real: si una idea es verdadera, pertenece igualmente a todos aquellos que son capaces de comprenderla; si es falsa, no hay porque vanagloriarse de haberla inventado. Una idea verdadera no puede ser «nueva», ya que la verdad no es un producto del espíritu humano, existe independientemente de nosotros, y nosotros solo tenemos que conocerla; fuera de este conocimiento no puede haber más que el error; pero, en el fondo, ¿se preocupan los modernos de la verdad, y saben siquiera lo que ella es? Ahí también, las palabras han perdido su sentido, puesto que algunos, como los «pragmatistas» contemporáneos, llegan hasta dar abusivamente este nombre de «verdad» a lo que es simplemente la utilidad práctica, es decir, a algo que es enteramente extraño al orden intelectual; como conclusión lógica de la desviación moderna, se trata de la negación misma de la verdad, así como de la inteligencia de la que la verdad es el objeto propio. Pero no anticipamos más, y, sobre este punto, hacemos observar solamente que el género de individualismo que acabamos de tratar es la fuente de las ilusiones concernientes al papel de los «grandes hombres», o supuestos tales; el «genio», entendido en el sentido «profano», es muy poca cosa en realidad, y no podría suplir de ninguna manera la falta de verdadero conocimiento. Puesto que hemos hablado de la filosofía, señalaremos todavía, sin entrar en todos los detalles, algunas de las consecuencias del individualismo en este dominio: la primera de todas fue, por la negación de la intuición intelectual, poner la razón por encima de todo, hacer de esta facultad puramente humana y relativa la parte superior de la inteligencia, o incluso reducir la inteligencia toda entera a la razón; eso es lo que constituye el «racionalismo», cuyo verdadero fundador fue Descartes. Por lo demás, esta limitación de la inteligencia no era más que una primera etapa; la razón misma no debía tardar en ser rebajada cada vez más a un papel sobre todo práctico, a medida que las aplicaciones le tomaron la delantera a las ciencias que podían tener todavía un cierto carácter especulativo; y, Descartes mismo, ya estaba en el fondo mucho más preocupado de esas aplicaciones que de la ciencia pura. Pero eso no es todo: el individualismo entraña inevitablemente el «naturalismo», puesto que todo lo que está más allá de la naturaleza está, por eso mismo, fuera del alcance del individuo como tal; por lo demás, «naturalismo» o negación de la metafísica, no son más que una sola y misma cosa, y, desde que se desconoce la intuición intelectual, ya no hay metafísica posible; pero, mientras que algunos se obstinaron no obstante en edificar una «pseudometafísica» cualquiera, otros reconocían más francamente esta imposibilidad; de ahí el «relativismo» bajo todas sus formas, ya sea el «criticismo» de Kant o el «positivismo» de Augusto Comte; y, puesto que la razón misma es completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que a un dominio igualmente relativo, es evidentemente cierto que el «relativismo» es la única conclusión lógica del «racionalismo». Por lo demás, debido a eso, éste debía llegar a destruirse a sí mismo: «Naturaleza» y «devenir», como lo hemos indicado más atrás, son en realidad sinónimos; así pues, un «naturalismo» consecuente consigo mismo no puede ser más que una de esas «filosofías del devenir» de las que ya hemos hablado, y cuyo tipo específicamente moderno es el «evolucionismo»; pero es precisamente éste el que debía volverse finalmente contra el «racionalismo», al reprochar a la razón no poder aplicarse adecuadamente a lo que no es más que cambio y pura multiplicidad, ni poder encerrar en sus conceptos la indefinida complejidad de las cosas sensibles. Tal es en efecto la posición tomada por esa forma del «evolucionismo» que es el «intuicionismo» bergsoniano, que, bien entendido, no es menos individualista y antimetafísico que el «racionalismo», y que, si critica justamente a éste, cae todavía más bajo al hacer llamada a una facultad propiamente infraracional, a una intuición sensible bastante mal definida por lo demás, y más o menos mezclada de imaginación, de instinto y de sentimiento. Lo que es muy significativo, es que aquí ya no se habla más de la «verdad», sino únicamente de la «realidad», reducida exclusivamente al orden sensible solo, y concebida como algo esencialmente móvil e inestable; con tales teorías, la inteligencia es reducida verdaderamente a su parte más baja, y la razón misma ya no es admitida sino en tanto que se aplica a trabajar la materia para usos industriales. Después de eso, ya no quedaba que dar más que un paso: era la negación total de la inteligencia y del conocimiento, la substitución de la «verdad» por la «utilidad»; fue el «pragmatismo», al que ya hemos hecho alusión hace un momento; y, aquí, ya no estamos siquiera en lo humano puro y simple como con el «racionalismo», estamos verdaderamente en lo infrahumano, con la llamada al «subconsciente» que marca la inversión completa de toda jerarquía normal. He aquí, en sus grandes líneas, la marcha que debía seguir fatalmente y que ha seguido efectivamente la filosofía «profana» librada a sí misma, al pretender limitar todo conocimiento a su propio horizonte; mientras existía un conocimiento superior, nada semejante podía producirse, ya que la filosofía se tenía al menos como que respetaba lo que ignoraba y que no podía negar; pero, cuando este conocimiento superior hubo desaparecido, su negación, que correspondía al estado de hecho, se erigió pronto en teoría, y es de eso de donde procede toda la filosofía moderna. Pero basta ya de filosofía, a la que no conviene atribuir una importancia excesiva, cualquiera que sea el lugar que parece tener en el mundo moderno; desde el punto de vista donde nos colocamos, ella es interesante sobre todo porque expresa, bajo una forma tan claramente definida como es posible, las tendencias de tal o cual momento, más bien que crearlas verdaderamente; y, si se puede decir que las dirige hasta un cierto punto, eso no es sino secundariamente y a destiempo. Así, es cierto que toda filosofía moderna tiene su origen en Descartes; pero la influencia que éste ha ejercido sobre su época primero, y sobre las que siguieron después, y que no se ha limitado únicamente a los filósofos, no habría sido posible si sus concepciones no hubieran correspondido a tendencias preexistentes, que eran en suma las de la generalidad de sus contemporáneos; el espíritu moderno se ha reencontrado en el cartesianismo y, a través de éste, ha tomado una consciencia más clara de sí mismo que la que había tenido hasta entonces. Por lo demás, no importa en cuál dominio, un movimiento tan visible como lo ha sido el cartesianismo bajo la relación filosófica es siempre una resultante más bien que un verdadero punto de partida; no es algo espontáneo, es el producto de todo un trabajo latente y difuso; si un hombre como Descartes es particularmente representativo de la desviación moderna, si se puede decir que la encarna en cierto modo bajo un cierto punto de vista, no es sin embargo el único ni el primer responsable, y sería menester remontar mucho más lejos para encontrar las raíces de esta desviación. Del mismo modo, el Renacimiento y la Reforma, que se consideran lo más frecuentemente como las primeras grandes manifestaciones del espíritu moderno, acabaron la ruptura con la tradición mucho más de lo que la provocaron; para nos, el comienzo de esta ruptura data del siglo XIV, y es entonces, y no uno o dos siglos más tarde, cuando, en realidad, es menester hacer comenzar los tiempos modernos. Sobre esta ruptura con la tradición es donde debemos insistir todavía, puesto que es de ella de donde ha nacido el mundo moderno, cuyos caracteres propios podrían resumirse todos en uno solo, la oposición al espíritu tradicional; y la negación de la tradición, es también el individualismo. Por lo demás, esto está en perfecto acuerdo con lo que precede, puesto que, como lo hemos explicado, es la intuición intelectual y la doctrina metafísica pura las que están al principio de toda civilización tradicional; desde que se niega el principio, se niegan también todas sus consecuencias, al menos implícitamente, y así todo el conjunto de lo que merece verdaderamente el nombre de tradición se encuentra destruido por eso mismo. Hemos visto ya lo que se ha producido a este respecto en lo que concierne a las ciencias; así pues, no volveremos de nuevo sobre ello, y consideraremos otro lado de la cuestión, donde las manifestaciones del espíritu antitradicional son quizás todavía más inmediatamente visibles, porque aquí se trata de cambios que han afectado directamente a la masa occidental misma. En efecto, las «ciencias tradicionales» de la edad media estaban reservadas a una élite más o menos restringida, y algunas de entre ellas eran incluso el patrimonio exclusivo de escuelas muy cerradas, que constituían un «esoterismo» en el sentido más estricto de la palabra; pero, por otra parte, había también, en la tradición, algo que era común a todos indistintamente, y es de esta parte exterior de la que queremos hablar ahora. La tradición occidental era entonces, exteriormente una tradición de forma específicamente religiosa, representada por el Catolicismo; así pues, es en el dominio religioso donde vamos a tener que considerar la rebelión contra el espíritu tradicional, rebelión que, cuando ha tomado una forma definida, se ha llamado el Protestantismo; y es fácil darse cuenta de que es en efecto una manifestación del individualismo, hasta tal punto de que se podría decir que no es nada más que el individualismo mismo considerado en su aplicación a la religión. Lo que constituye el Protestantismo, como lo que constituye el mundo moderno, no es más que una negación, esa negación del principio que es la esencia misma del individualismo; y en eso se puede ver también uno de los ejemplos más llamativos del estado de anarquía y de disolución que es su consecuencia. Quien dice individualismo dice necesariamente negación a admitir una autoridad superior al individuo, así como una facultad de conocimiento superior a la razón individual; las dos cosas son inseparables la una de la otra. Por consiguiente, el espíritu moderno debía rechazar toda autoridad espiritual en el verdadero sentido de la palabra, que tiene su fuente en el orden suprahumano, y toda organización tradicional, que se basa esencialmente sobre una tal autoridad, cualquiera que sea por lo demás la forma que revista, que difiere naturalmente según las civilizaciones. Eso es lo que ocurrió en efecto: a la autoridad de la organización calificada para interpretar legítimamente la tradición religiosa de Occidente, el Protestantismo pretendió substituirla por lo que llamó el «libre examen», es decir, la interpretación dejada al arbitrio de cada uno, incluso de los ignorantes y de los incompetentes, y fundada únicamente sobre el ejercicio de la razón humana. Era pues, en el dominio religioso, el análogo de lo que iba a ser el «racionalismo» en filosofía; era la puerta abierta a todas las discusiones, a todas las divergencias, a todas las desviaciones; y el resultado fue lo que debía ser: la dispersión en una multitud siempre creciente de sectas, cada una de las cuales no representa más que la opinión particular de algunos individuos. Como era imposible, en estas condiciones, entenderse sobre la doctrina, está paso rápidamente al segundo plano, y fue el lado secundario de la religión, queremos decir la moral, la que tomó el primer lugar: de ahí esa degeneración en «moralismo» que es tan sensible en el Protestantismo actual. En eso se ha producido un fenómeno paralelo al que hemos señalado en la filosofía; la disolución doctrinal, la desaparición de los elementos intelectuales de la religión, entrañaba esta consecuencia inevitable: partiendo del «racionalismo», se debía caer en el «sentimentalismo», y es en los países anglosajones donde se podrían encontrar los ejemplos más llamativos de ello. Aquello de lo que se trata entonces, ya no es religión, ni siquiera disminuida y deformada, sino simplemente «religiosidad», es decir, de vagas aspiraciones sentimentales que no se justifican por ningún conocimiento real; y a este último estadio corresponden teorías como la de la «experiencia religiosa» de William James, que llega hasta ver en el «subconsciente» el medio de entrar, para el hombre, en comunicación con lo divino. Aquí, los últimos productos de la decadencia religiosa se funden con los de la decadencia filosófica: la «experiencia religiosa» se incorpora al «pragmatismo», en nombre del cual se preconiza la idea de un Dios limitado como más «ventajosa» que la del Dios infinito porque así se pueden sentir por él sentimientos comparables a los que se sienten al respecto de un hombre superior; y, al mismo tiempo, por la llamada al «subconsciente», se llegan a juntar el espiritismo y todas las «pseudoreligiones» características de nuestra época, que hemos estudiado en otras obras. Por otro lado, la moral protestante, al eliminar cada vez más toda base doctrinal, acaba por degenerar en lo que se llama la «moral laica», que cuenta entre sus partidarios con los representantes de todas las variedades del «Protestantismo liberal», así como con los adversarios declarados de toda idea religiosa; en el fondo, en los unos y en los otros, son las mismas tendencias las que predominan, y la única diferencia es que no todos van tan lejos en el desarrollo lógico de todo lo que se encuentra implicado en ellas. En efecto, puesto que la religión es propiamente una forma de la tradición, el espíritu antitradicional no puede ser más que antireligioso; comienza por desnaturalizar la religión, y, cuando puede, acaba por suprimirla enteramente. El Protestantismo es ilógico porque, aunque se esfuerza en «humanizar» la religión, a pesar de todo deja subsistir todavía, al menos en teoría, un elemento suprahumano, que es la revelación; no se atreve a llevar la negación hasta el fondo, pero, al librar esta revelación a todas las discusiones que son la consecuencia de interpretaciones puramente humanas, pronto la reduce de hecho a no ser nada; y, cuando se ven gentes que, aunque persisten en llamarse «cristianos», no admiten ya siquiera la divinidad de Cristo, está permitido pensar que esos, sin sospecharlo quizás, están mucho más cerca de la negación completa que del verdadero Cristianismo. Por lo demás, semejantes contradicciones no deben sorprender demasiado, ya que, en todos los dominios, son uno de los síntomas de nuestra época de desorden y de confusión, del mismo modo que la división incesante del Protestantismo no es más que una de las numerosas manifestaciones de esa dispersión en la multiplicidad que, como lo hemos dicho, se encuentra por todas partes en la vida y en la ciencia modernas. Por otra parte, es natural que el Protestantismo, con el espíritu de negación que le anima, haya dado nacimiento a esa «crítica» disolvente que, en las manos de los pretendidos «historiadores de las religiones», ha devenido un arma de combate contra toda religión, y que así, aunque pretende no reconocer otra autoridad que la de los Libros sagrados, haya contribuido en una amplia medida a la destrucción de esta misma autoridad, es decir, del mínimo de tradición que conservaba todavía; la rebelión contra el espíritu tradicional, una vez comenzada, no podía detenerse a medio camino. Aquí se podría hacer una objeción: ¿no habría sido posible que, aunque separado de la organización católica, el Protestantismo, por eso mismo de que admitía no obstante los Libros sagrados, guardara la doctrina tradicional que está contenida en ellos? Es la introducción del «libre examen» la que se opone absolutamente a una tal hipótesis, puesto que permite todas las fantasías individuales; la conservación de la doctrina supone una enseñanza tradicional organizada, por la que se mantiene la interpretación ortodoxa, y de hecho, esta enseñanza, en el mundo occidental, se identificaba al Catolicismo. Sin duda, puede haber, en otras civilizaciones, organizaciones de formas muy diferentes de esa para desempeñar la función correspondiente; pero, de lo que se trata aquí, es de la civilización occidental, con sus condiciones particulares. Así pues, no puede hacerse valer que, por ejemplo, en la India no existe ninguna institución comparable al Papado; el caso es completamente diferente, primero porque no es el caso de una tradición de forma religiosa en el sentido occidental de esta palabra, de suerte que los medios por los que se conserva y se transmite no pueden ser los mismos, y después porque, siendo el espíritu hindú enteramente diferente del espíritu europeo, la tradición puede tener por sí misma, en el primer caso, un poder que no podría tener en el segundo sin el apoyo de una organización mucho más estrictamente definida en su constitución exterior. Ya hemos dicho que la tradición occidental, desde el Cristianismo, debía estar revestida necesariamente de una forma religiosa; llevaría mucho tiempo explicar aquí todas las razones de ello, que no pueden ser plenamente comprendidas sin hacer llamada a algunas consideraciones bastante complejas; pero se trata de un estado de hecho que uno no puede negarse a tener en cuenta (Por lo demás, este estado debe mantenerse, según la palabra evangélica, hasta la «consumación del siglo», es decir, hasta el fin del ciclo actual), y, desde entonces, es menester admitir también todas las consecuencias que resultan de él en lo que concierne a la organización apropiada para una forma tradicional semejante. Por otra parte, como lo indicábamos también más atrás, es muy cierto que es en el Catolicismo únicamente donde se ha mantenido lo que subsiste todavía, a pesar de todo, de espíritu tradicional en Occidente; ¿quiere decir esto que, ahí al menos, se puede hablar de una conservación integral de la tradición al abrigo de todo atentado del espíritu moderno? Desafortunadamente, no parece que ello sea así; o, para hablar más exactamente, si el depósito de la tradición ha permanecido intacto, lo que es ya mucho, es bastante dudoso que su sentido profundo sea comprendido todavía efectivamente, siquiera por un élite poco numerosa, cuya existencia se manifestaría sin duda por una acción o más bien por una influencia que, de hecho, no constatamos en ninguna parte. Así pues, se trata más verosímilmente de lo que llamaríamos de buena gana una conservación en el estado latente, que permite siempre, a los que sean capaces de ello, recuperar el sentido de la tradición, aún cuando este sentido no fuera actualmente consciente para nadie; y hay también, dispersos acá y allá en el mundo occidental, fuera del dominio religioso, muchos signos o símbolos que provienen de antiguas doctrinas tradicionales, y que se conservan sin comprenderlos. En semejantes casos, es necesario un contacto con el espíritu tradicional plenamente vivo para despertar lo que está así sumergido en una suerte de sueño, para restaurar la comprehensión perdida; y, lo repetimos todavía una vez más, es en eso sobre todo donde Occidente tendrá necesidad de la ayuda de Oriente si quiere volver de nuevo a la consciencia de su propia tradición. Lo que acabamos de decir se refiere propiamente a las posibilidades que el Catolicismo, por su principio, lleva en sí mismo de una manera constante e inalterable; por consiguiente, la influencia del espíritu moderno se limita aquí forzosamente a impedir, durante un periodo más o menos largo, que algunas cosas se comprendan efectivamente. Por el contrario, si, al hablar del estado presente del Catolicismo, se quisiera entender con ello la manera en que es considerado por la gran mayoría de sus adherentes mismos, se estaría bien obligado a constatar una acción más positiva del espíritu moderno, si es que esta expresión puede emplearse para algo que, en realidad, es esencialmente negativo. Lo que tenemos en vista a este respecto, no son solo movimientos bastante claramente definidos, como ese al que se ha dado precisamente el nombre de «modernismo», y que no fue nada más que una tentativa, afortunadamente desmantelada, de infiltración del espíritu protestante en el interior de la Iglesia católica misma; es sobre todo un estado de espíritu mucho más general, más difuso y más difícilmente aprehensible, y por tanto más peligroso todavía, tanto más peligroso incluso cuanto que frecuentemente es completamente inconsciente en aquellos que son afectados por él: uno puede creerse sinceramente religioso y no serlo de ninguna manera en el fondo, uno puede incluso decirse «tradicionalista» sin tener la menor noción del verdadero espíritu tradicional, y eso es también uno de los síntomas del desorden mental de nuestra época. El estado de espíritu al que hacemos alusión es, primeramente, el que consiste, si puede decirse, en «minimizar» la religión, en hacer de ella algo que se pone aparte, a lo cual uno se contenta con asignar un lugar bien delimitado y tan estrecho como sea posible, algo que no tiene ninguna influencia real sobre el resto de la existencia, que está aislada de ella por una suerte de tabique estanco; ¿hay, hoy día, muchos católicos que tengan, en su vida corriente, maneras de pensar y de actuar sensiblemente diferentes de las de sus contemporáneos «irreligiosos»? Es también la ignorancia casi completa desde el punto de vista doctrinal, la indiferencia misma al respecto de todo lo que se refiere a la doctrina; la religión, para muchos, es simplemente un asunto de «práctica», de hábito, por no decir de rutina, y si uno se abstiene cuidadosamente de buscar comprender nada en ella, se llega a pensar incluso que es inútil comprender, o quizás que no hay nada que comprender; por lo demás, si se comprendiera realmente la religión, ¿se le podría hacer un lugar tan mediocre entre sus preocupaciones? Así pues, de hecho, la doctrina se encuentra olvidada o reducida a casi nada, lo que se aproxima singularmente a la concepción protestante, porque es un efecto de las mismas tendencias modernas, opuestas a toda intelectualidad; y lo que es más deplorable, es que la enseñanza que se da generalmente, en lugar de reaccionar contra este estado de espíritu, le favorece al contrario, puesto que se adapta a él muy bien: se habla siempre de moral, no se habla casi nunca de doctrina, bajo pretexto de que no sería comprendida; la religión, ahora, ya no es más que «moralismo», o al menos parece que ya nadie quiera ver lo que ella es realmente, y que es algo completamente diferente. Si se llega no obstante a hablar todavía algunas veces de la doctrina, muy frecuentemente no es más que para rebajarla discutiendo con adversarios sobre su propio terreno «profano», lo que conduce inevitablemente a hacerles las concesiones más injustificadas; es así, concretamente, como uno se cree obligado a tener en cuenta, en una medida más o menos amplia, algunos pretendidos resultados de la «crítica» moderna, mientras que nada sería más fácil que mostrar, colocándose en un punto de vista diferente, toda su inanidad; en estas condiciones, ¿qué puede quedar efectivamente del verdadero espíritu tradicional? Esta disgresión, a donde hemos sido llevados por el examen de las manifestaciones del individualismo en el dominio religioso, no nos parece inútil, ya que muestra que el mal, a este respecto, es todavía más grave y más extenso de lo que se podría creer a primera vista; y por otra parte, no nos aleja apenas de la cuestión que estamos considerando, y a la que nuestra última precisión se vincula incluso directamente, ya que es también el individualismo el que introduce por todas partes el espíritu de discusión. Es muy difícil hacer comprender a nuestros contemporáneos que hay cosas que, por su naturaleza misma, no pueden discutirse; el hombre moderno, en lugar de buscar elevarse a la verdad, pretende hacerla descender a su nivel; y es por eso sin duda por lo que hay tantos que, cuando se les habla de «ciencias tradicionales» o incluso de metafísica pura, se imaginan que no se trata más que de «ciencia profana» y de «filosofía». En el dominio de las opiniones individuales, siempre se puede discutir, porque no se rebasa el orden racional, y porque al no hacer llamada a ningún principio superior, se llega fácilmente a encontrar argumentos más o menos válidos para sostener el «pro» y el «contra»; en muchos casos, se puede incluso proseguir la discusión indefinidamente sin llegar a ninguna solución, y es así como casi toda la filosofía moderna no está hecha más que de equívocos y de cuestiones mal planteadas. Muy lejos de esclarecer las cuestiones como se supone de ordinario, la discusión, lo más frecuentemente, no hace apenas más que desplazarlas, cuando no obscurecerlas más; y el resultado más habitual es que cada uno, al esforzarse en convencer a su adversario, se ata más que nunca a su propia opinión y se encierra en ella de una manera todavía más exclusiva que antes. En todo eso, en el fondo, no se trata de llegar al conocimiento de la verdad, sino de tener razón a pesar de todo, o al menos de persuadirse de que uno la tiene, si no se puede persuadir de ello a los demás, lo que, por otra parte, se lamentará tanto más cuanto que a eso se mezcla siempre esa necesidad de «proselitismo» que es también uno de los elementos más característicos del espíritu occidental. A veces, el individualismo, en el sentido más ordinario y más bajo del término, se manifiesta de una manera más patente todavía: ¿no se ve así a cada instante gentes que quieren juzgar la obra de un hombre según lo que saben de su vida privada, como si pudiera haber entre estas dos cosas una relación cualquiera? De la misma tendencia, junto con la manía del detalle, derivan también, notémoslo de pasada, el interés que se dedica a las menores particularidades de la existencia de los «grandes hombres», y la ilusión con que algunos explican todo lo que han hecho por una suerte de análisis «psicofisiológico»; todo eso es bien significativo para quien quiere darse cuenta de lo que es verdaderamente la mentalidad contemporánea. Pero volvamos todavía un instante sobre la introducción de los hábitos de discusión en los dominios donde no tienen nada que hacer, y decimos claramente esto: la actitud «apologética» es, en sí misma, una actitud extremadamente débil, porque es puramente «defensiva», en el sentido jurídico de esta palabra; no es en vano por lo que se designa por un término derivado de «apología», que tiene como significación propia el alegato de un abogado, y que, en una lengua tal como el inglés, ha llegado hasta tomar corrientemente la acepción de «excusa»; así pues, la importancia preponderante acordada a la «apologética» es la marca incontestable de un retroceso del espíritu religioso. Esta debilidad se acentúa todavía cuando la «apologética» degenera, como lo decíamos hace un momento, en discusiones completamente «profanas» tanto por el método como por el punto de vista, donde la religión se pone sobre el mismo plano que las teorías filosóficas y científicas, o pseudocientíficas, más contingentes y más hipotéticas, y donde, para parecer «conciliador», se llega hasta admitir en una cierta medida concepciones que no se han inventado más que para arruinar a toda religión; aquellos que actúan así proporcionan ellos mismos la prueba de que son perfectamente inconscientes del verdadero carácter de la doctrina cuyos representantes más o menos autorizados se creen. Aquellos que están calificados para hablar en el nombre de una doctrina tradicional no tienen por qué discutir con los «profanos» ni tampoco hacer «polémica»; no tienen más que exponer la doctrina tal cual es, para aquellos que pueden comprenderla, y, al mismo tiempo, denunciar el error por todas partes donde se encuentra, hacerle aparecer como tal proyectando sobre él la luz del verdadero conocimiento; así pues, su papel no es entablar una lucha y comprometer en ella la doctrina, sino aportar el juicio que tienen el derecho de aportar si poseen efectivamente los principios que deben inspirarles infaliblemente. El dominio de la lucha, es el de la acción, es decir, el dominio individual y temporal; el «motor inmóvil» produce y dirige el movimiento sin estar implicado en él; el conocimiento ilustra la acción sin participar en sus vicisitudes; lo espiritual guía lo temporal sin mezclarse en ello; y así cada cosa permanece en su orden, en el rango que le pertenece en la jerarquía universal; pero, en el mundo moderno, ¿dónde se puede encontrar todavía la noción de una verdadera jerarquía? Nada ni nadie está ya en el lugar donde debería estar normalmente; los hombres no reconocen ya ninguna autoridad efectiva en el orden espiritual, ni ningún poder legítimo en el orden temporal; los «profanos» se permiten discutir de las cosas sagradas, contestar su carácter y hasta su existencia misma; es lo inferior lo que juzga a lo superior, la ignorancia la que impone límites a la sabiduría, el error el que toma la delantera a la verdad, lo humano lo que substituye a lo divino, la tierra la que prevalece sobre el cielo, el individuo el que se hace la medida de todas las cosas y pretende dictar al universo leyes sacadas íntegramente de su propia razón relativa y falible. «Ay de vosotros, guías ciegos», se dice en el Evangelio; hoy día, no se ve en efecto por todas partes más que ciegos que conducen a otros ciegos, y que, si no son detenidos a tiempo, les llevarán fatalmente al abismo donde perecerán con ellos.

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