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EL SAGRADO CORAZÓN Y LA LEYENDA DEL SANTO GRIAL

En uno de sus últimos artículos (NA: Regnabit, junio de 1925) el Sr. Charbonneau-Lassay señala muy acertadamente, refiriéndose a lo que se podría llamar la «prehistoria del Corazón Eucarístico de Jesús», a la leyenda del Santo Grial, escrita en el siglo XII pero muy anterior por sus orígenes, puesto que es en realidad una adaptación cristiana de muy antiguas tradiciones célticas. La idea de esta relación nos fue ya mostrada con ocasión de un artículo anterior, extremadamente interesante desde el punto de vista en el que nos situamos, titulado Le coeur humain et la notion du Coeur de Dieu dans la religion de l'ancienne Egypte (NA: Id., noviembre de 1921) y del que recordaremos el pasaje siguiente: «En los jeroglíficos, escritura sagrada en los que a menudo la imagen de la cosa representa la palabra que la designa, el corazón fue sin embargo, figurado por un emblema: la vasija. El corazón del hombre ¿no es en efecto la vasija en la que su vida se elabora continuamente con su sangre?». Es esta vasija, tomada como símbolo del corazón y sustituyendo a éste en la ideografía egipcia, lo que nos había hecho pensar inmediatamente en el Santo Grial, tanto más cuanto que en este último, además del sentido general del símbolo (NA: considerado a la vez bajo sus dos aspectos divino y humano), vemos incluso una relación especial y mucho más directa con el Corazón de Cristo. En efecto, el Santo Grial es la copa que contiene la preciosa sangre de Cristo, y que la contiene dos veces, puesto que sirvió primero en la Cena, y después para que José de Arimatea recogiese la sangre y el agua que escaparon de la herida abierta por la lanza del centurión en el costado del Redentor. Esta copa se sustituye de alguna manera por el Corazón de Cristo como receptáculo de su sangre, toma por así decirlo su lugar y se convierte en un equivalente simbólico; ¿y no es por eso aún más notable, en esas condiciones, que la vasija haya sido ya antiguamente un emblema del corazón? Además, la copa, bajo una u otra forma, juega, tanto como el corazón mismo, un papel muy importante en muchas tradiciones antiguas; y sin duda fue así para los Celtas, puesto que fue de estos de donde vino lo que constituyó el fondo o al menos la trama de la leyenda del Santo Grial. Es lamentable que no se pueda saber con precisión cuál fue la forma de esta tradición anteriormente al Cristianismo, como ocurre por lo demás con todo lo que concierne a las doctrinas celtas, para las cuales la enseñanza oral fue siempre el único modo de transmisión utilizado; pero existen, por otra parte, bastantes concordancias para que al menos pueda ser fijado el sentido de los principales símbolos que representaron, y que era en suma, lo que tenían de más esencial. Pero volvamos a la leyenda bajo la forma en que nos ha llegado; lo que dice del origen del Grial es muy digno de atención: esta copa habría sido tallada por los ángeles en una esmeralda sacada de la frente de Lucifer después de su caída. Esta esmeralda recuerda de una manera sorprendente la urna, la perla frontal que, en la iconografía hindú, toma a menudo el lugar del tercer ojo de Shiva que representa lo que podemos llamar el «sentido de la eternidad». Esta relación nos parece más propia que cualquier otra para aclarar perfectamente el simbolismo del Grial, y se puede añadir otra relación con el corazón que es, para la tradición hindú, como para muchas otras, pero quizá en ella más claramente aún, el centro del ser integral, y al cual por consiguiente ese «sentido de la eternidad» debe ser directamente relacionado. Se dice más tarde que el Grial fue confiado a Adán en el Paraíso terrenal, pero que, después de su expulsión, Adán lo perdió a su vez, pues no se lo pudo llevar con él cuando fue desterrado del Edén, y esto aún aclara más el sentido que nosotros acabamos de indicar. El hombre, desplazado de su centro original por su propia falta, se encuentra en adelante encerrado en la esfera temporal; no podía reunir el punto único en el que todas las cosas son contempladas bajo el aspecto de la eternidad. El Paraíso terrenal, en efecto, era verdaderamente el «Centro del Mundo», asimilado simbólicamente al Corazón divino; ¿y no se puede decir que Adán, cuando estaba en el Edén, vivía verdaderamente en el Corazón de Dios? Lo que sigue es más enigmático: Seth pudo volver a entrar en el Paraíso terrenal y pudo recobrar la preciosa vasija; así pues, Seth es una de las figuras del Redentor, tanto más cuanto que su nombre expresa las ideas de fundamento, estabilidad, y anuncia de alguna forma la restauración del orden primordial destruido por la caída del hombre. Había, pues, desde entonces al menos, una restauración parcial, en el sentido que Seth y los que después poseyeron el Grial podían por ello mismo establecer, en alguna parte de la tierra, un centro espiritual que fuese una imagen del Paraíso perdido. La leyenda, además, no dice dónde ni por quién fue conservado el Grial hasta la época de Cristo, ni cómo fue asegurada su transmisión; pero el origen celta que se le reconoce debe probablemente dejar entender que los Druidas tomaron parte en ellos y debían ser tenidos en cuenta entre los conservadores regulares de la tradición primordial. En todo caso, la existencia de tal centro espiritual, o de muchos. simultánea o sucesivamente, no parece que pueda ser puesta en duda, aunque es preciso pensar en su localización; lo que es de resaltar es que se une siempre a esos centros, entre otras designaciones, la de «Corazón del Mundo», y que en todas las tradiciones, las descripciones que se hacen de él están basadas sobre un simbolismo idéntico, que es posible seguir hasta en los detalles más precisos. ¿No muestra esto suficientemente que el Grial o lo que así es representado, ya tenía anteriormente al Cristianismo, e incluso en todo tiempo, un nexo de los mas estrechos con el Corazón divino y con el Emmanuel, queremos decir con la manifestación, virtual o real según las edades, pero siempre presente, del Verbo eterno en el seno de la humanidad terrestre? Después de la muerte de Cristo, el Santo Grial fue, según la leyenda, transportado a Gran Bretaña por José de Arimatea y Nicodemo; entonces comienza a desarrollarse la historia de los Caballeros de la Tabla Redonda y de sus hazañas, que no intentaremos seguir aquí. La Tabla Redonda estaba destinada a recibir el Grial cuando uno de los Caballeros llegara a conquistarlo y lo transportase de Gran Bretaña a Armórica; y esta tabla es también un símbolo verosímilmente muy antiguo, uno de los que fueron asociados a la idea de los centros espirituales a los que acabamos de hacer alusión. La forma circular de la tabla está además ligada al «ciclo zodiacal» (NA: un símbolo que merecería ser estudiado más a fondo) por la presencia a su alrededor de los doce personajes principales, particularidad que se vuelve a encontrar en la constitución de todos los centros que tratamos. Dicho esto, ¿no puede verse en el número de los doce Apóstoles un rastro, entre una multitud de otros, de la perfecta conformidad del Cristianismo con la tradición primordial, a la cual el nombre de «precristianismo» convendría tan exactamente? Y por otra parte, a propósito de la Tabla Redonda, hemos constatado una extraña concordancia en las revelaciones simbólicas hechas a Marie des Vallées (NA: ver Regnabit, noviembre 1924), y donde es mencionada «una tabla redonda de jaspe, que representa el Corazón de Nuestro Señor», al mismo tiempo que hay un «Jardín que es el Santo Sacramento del altar», y que, con sus «cuatro fuentes de agua viva» se identifica misteriosamente con el Paraíso terrenal; ¿no es esto una confirmación bastante sorprendente e inesperada de las relaciones que señalamos más arriba? Naturalmente, estas notas tan rápidas no podrían tener la pretensión de constituir un estudio completo sobre una cuestión tan poco conocida; deberemos limitarnos por el momento a dar unas simples indicaciones, y nos damos cuenta perfectamente de que hay en ellas consideraciones que, en principio, son susceptibles de sorprender un poco a los que no están familiarizados con las tradiciones antiguas y con sus modos habituales de expresión simbólica; pero nos reservamos el desarrollarlas y justificarlas más ampliamente después, en artículos en que pensamos poder abordar igualmente muchos otros puntos que no son menos dignos de interés. Hasta entonces, mencionaremos en lo que concierne a la leyenda del Santo Grial, una extraña complicación que no hemos tenido en cuenta hasta ahora; por una de esas asimilaciones verbales que juegan a menudo en el simbolismo un papel no despreciable, y que además tienen quizá razones más profundas que las que se pueden imaginar a primera vista, el Grial es a la vez una vasija (NA: grasale) y un libro (NA: gradale o graduale). En algunas versiones, los dos sentidos se encuentran incluso estrechamente relacionados, pues el libro se convierte entonces en una inscripción trazada por Cristo o por un ángel sobre la copa. No entendemos que se pueda sacar ninguna conclusión, aunque haya relaciones fáciles de hacer, con el «Libro de la Vida» y con algunos elementos del simbolismo apocalíptico. Añadamos también que la leyenda asocia al Grial con otros objetos, y particularmente con una lanza que, en la adaptación cristiana no es otra que la lanza del centurión Longinos, pero lo que es muy curioso es la preexistencia de esta lanza o de alguno de sus equivalentes como símbolo, de alguna manera complementario a la copa, en las tradiciones antiguas. Por otra parte, para los Griegos, la lanza de Aquiles pasaba por curar las heridas que había causado; la leyenda medieval atribuye precisamente la misma virtud a la lanza de la Pasión. Y aquí nos recuerda otra similitud del mismo tipo: en el mito de Adonis (NA: cuyo nombre, además, significa «el Señor»), mientras que el héroe es sorprendido mortalmente por la acometida con los colmillos de un jabalí (NA: que reemplaza aquí a la lanza), su sangre, al caer en tierra, da nacimiento a una flor; el Sr. Charbonneau-Lassay ha señalado «un sagrario del siglo XII en el que se ve la sangre de las llagas del Crucificado caer en gotitas que se transforman en rosas, y la vidriera del siglo XIII de la Catedral de Angers donde la sangre divina, fluyendo en riachuelos, se transforma en rosas». (NA: Regnabit, enero de 1925) Tendremos que hablar dentro de poco del simbolismo floral, considerado bajo un aspecto algo distinto; pero, sea cual fuere la multiplicidad de los sentidos que presentan casi todos los símbolos, todo esto se completa y se armoniza perfectamente, y esta multiplicidad misma, lejos de ser un inconveniente o una falta, es por el contrario, para quien sabe comprenderla, una de las ventajas principales de un lenguaje mucho menos estrechamente limitado que el lenguaje ordinario. Para terminar estas notas, indicaremos algunos símbolos que, en diversas tradiciones, sustituyen a veces al de la copa, y que le son idénticos en el fondo; esto no es salir de nuestro tema, pues el Grial mismo, como podemos darnos cuenta fácilmente por todo lo que acabamos de decir, no tiene en su origen un significado diferente del que tiene generalmente la vasija sagrada en todas partes donde se encuentra, y que tiene, particularmente en Oriente, la copa sacrificial que contiene el Soma védico (NA: o el Haoma mazdeo), esta extraordinaria «prefiguración» eucarística sobre la cual volveremos quizá en alguna otra ocasión. Lo que representa propiamente el Soma es el «brebaje de inmortalidad» (NA: el Amrita de los Hindúes, la Ambrosía de los Griegos, dos palabras etimológicamente parecidas) que confiere o restituye a los que la reciben con las disposiciones requeridas, ese «sentido de inmortalidad» que hemos tratado anteriormente. Uno de los símbolos de los que queremos hablar es el del triángulo cuyo vértice está dirigido hacia abajo; es como una especie de representación esquemática de la copa sacrificial, y se reencuentra a este nivel en ciertos yantras o símbolos geométricos de la India. Por otra parte, lo que es muy remarcable desde nuestro punto de vista, es que la misma figura es igualmente un símbolo del corazón, pues reproduce además su forma y la simplifica; el «triángulo del corazón» es una expresión corriente en las tradiciones orientales. Esto nos lleva a una observación que tiene también su interés: es que la representación del corazón inscrito en un triángulo dispuesto así tiene en sí algo muy legítimo, ya se trate de un corazón humano o del Corazón divino, y que es bastante significativa cuando se la relaciona con los emblemas usados por cierto hermetismo cristiano de la Edad Media, cuyas intenciones fueron siempre plenamente ortodoxas. Si se ha querido a veces, en los tiempos modernos, atribuir a tal representación un sentido blasfemo, (NA: Regnabit, agosto-septiembre de 1924) es que se ha alterado, conscientemente o no, el significado primitivo de los símbolos, hasta invertir su valor normal; ahí se da un fenómeno del que se podrían citar varios ejemplos, y que encuentra además su explicación en el hecho de que algunos símbolos son efectivamente susceptibles de una doble interpretación y tienen dos caras opuestas. La serpiente por ejemplo y también el león ¿no significan a la vez y según el caso, a Cristo y a Satán? No podemos pensar en exponer aquí a este respecto una teoría general que nos alejaría mucho del tema, pero se comprenderá que hay algo que hace muy delicado el manejo de los símbolos, y también que este punto requiere una atención especial cuando se trata de descubrir el sentido real de algunos emblemas y de traducirlos correctamente. Otro símbolo que equivale frecuentemente al de la copa es un símbolo floral: la flor, en efecto, ¿no evoca por su forma la idea de un «receptáculo» y no se habla del «cáliz» de una flor? En Oriente, la flor simbólica por excelencia es el loto, en Occidente es, más a menudo, la rosa la que juega el mismo papel. No queremos decir que éste sea el único significado de esta última, como tampoco del loto, puesto que, por contra, nosotros mismos indicamos otro anteriormente; pero lo veríamos de buen grado en el dibujo bordado sobre el canon del altar de la abadía de Fontevrault (NA: Regnabit, enero de 1925, figura pág. 106) en el que la rosa está colocada al pie de una lanza a lo largo de la cual llueven gotas de sangre. Esta rosa aparece ahí asociada a la lanza exactamente como lo está además la copa, y parece recoger las gotas de sangre más que provenir de su transformación; pero, por lo demás, ambos significados se completan antes que oponerse, pues esas gotas que caen sobre la rosa, la vivifican y la hacen abrirse. Es el «rocío celeste», según la representación empleada a menudo en relación con la idea de la Redención, o con las ideas conexas de regeneración y de resurrección, esto aún pediría largas explicaciones, pero nos limitaremos a resaltar las concordancias de las diferentes tradiciones respecto a este otro símbolo. Por otra parte, puesto que ha salido aquí el tema de la Rosacruz a propósito del sello de Lutero, (NA: Id. enero de 1925) diremos que este emblema hermético fue en principio específicamente cristiano, sean cuales fueren las falsas interpretaciones más o menos «naturalistas» que han sido dadas a partir del siglo XVII; y ¿no es destacable que la rosa ocupe, en el centro de la cruz, el lugar del Sagrado Corazón? Fuera de las representaciones en que las cinco llagas del Crucificado son figuradas por otras tanta rosas, la rosa central, cuando está sola, puede identificarse con el Corazón mismo, la vasija que contiene la sangre, que es el centro de la vida y también el centro del ser completo. Hay aún al menos otra equivalencia simbólica de la copa: es la luna creciente; pero ésta, para ser convenientemente explicada exigiría desarrollos que estarían de hecho fuera del tema del presente estudio; nosotros no lo mencionamos más que para no ignorar completamente ninguna parte de la cuestión. De todas las relaciones que acabamos de señalar, sacaremos ya una consecuencia que esperamos pueda quedar más clara en lo que sigue: dado que se encuentran por todas partes tales concordancias, ¿sólo hay en ello un simple indicio de la existencia de una tradición primordial? ¿Y cómo explicar que, muy a menudo, los mismos que se creen obligados a admitir en principio esta tradición primordial piensan y razonan de hecho exactamente como si no hubiese existido nunca, o al menos como si nada se hubiese conservado de ella en el curso de los siglos? Si se quiere reflexionar sobre lo que hay de anormal en tal actitud, se estará quizá menos dispuesto a sorprenderse de algunas consideraciones que, en verdad, no parecen extrañas más que en virtud de los hábitos mentales propios de nuestra época. Además, es suficiente buscar un poco, a condición de no tomar partido previamente, para descubrir por todas partes las huellas de esa unidad doctrinal esencial, cuya conciencia ha podido a veces obscurecerse en la humanidad pero que no ha desaparecido nunca completamente; y a medida que se avanza en esta búsqueda, los puntos de comparación se multiplican por sí mismos y nuevas pruebas aparecen a cada instante; ciertamente, Quoerite et invenietis del Evangelio no son vanas palabras.

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