EL SANTO GRIAL
El Sr. Arthur Edward Waite ha publicado una obra sobre las leyendas del Santo Grial, (NA: The Holy Grail, its legends and symbolism, London, Rider and Co., 1933) imponente por sus dimensiones y por la suma de investigaciones que representa, y en la cual todos aquellos que se interesen por esta cuestión podrán encontrar una exposición muy completa y metódica del contenido de los múltiples textos que se relacionan con ella, así como diversas teorías que han sido propuestas para explicar el origen y el significado de esas leyendas tan complejas, a veces incluso contradictorias en algunos de sus elementos. Hay que añadir que el Sr. Waite no ha pretendido hacer únicamente una obra de erudición, y conviene felicitarlo por ello, pues compartimos completamente su punto de vista sobre el escaso valor de todo trabajo que no sobrepase esa perspectiva, y cuyo interés no puede ser en suma más que «documental»; ha querido desentrañar el sentido real e «interior» del simbolismo del Santo Grial y de su «búsqueda». Desgraciadamente, debemos decir que esta parte de su obra es la que nos parece más insatisfactoria; las conclusiones a las que llega son incluso decepcionantes después de todo el trabajo realizado para obtenerlas; y es a esto último a lo que querríamos formular algunas observaciones, que se referirán de forma natural a cuestiones que ya hemos tratado en otras ocasiones. Creemos no ofender al Sr. Waite si decimos que su obra es un poco one-sighted; ¿podríamos traducirlo por «parcial»? No sería quizá rigurosamente exacto, y en todo caso no queremos decir con ello que lo sea voluntariamente; habría más bien en ello una falta bastante frecuente en aquellos que, estando «especializados» en un cierto orden de estudios, se ven llevados a referirlo todo a ellos o a ignorar todo lo que no se deja reducir a esos parámetros. Que la leyenda del Grial sea cristiana no es discutible, y el Sr. Waite tiene razón al afirmarlo; pero ¿esto le impedirá necesariamente que también sea otra cosa al mismo tiempo? Aquellos que tienen constancia de la unidad fundamental de todas las tradiciones no verán en ello ninguna incompatibilidad; pero el Sr. Waite, por su parte, no quiere verlo, de alguna manera, en lo que es específicamente cristiano, encerrándose así en una forma tradicional particular, por lo que las relaciones que tiene con las demás, precisamente por su lado «interior», parecen entonces escapársele. No es que niegue la existencia de elementos de otra procedencia, probablemente anteriores al Cristianismo, pues eso sería ir contra la evidencia; pero no les da más que una importancia mediocre, y parece considerarlos como «accidentales», como habiendo sido añadidos a la leyenda «por fuera» y simplemente debidos al medio en que ha sido elaborada. También esos elementos son considerados por él como procedentes de lo que se ha convenido en llamar el folklore, no siempre por desprecio como la palabra misma podría hacer suponer, sino más bien para satisfacer una especie de «moda» de nuestra época, y siempre sin darse cuenta de las intenciones que se encuentran implicadas; y no es quizás inútil insistir un poco sobre este punto. La concepción misma del folklore, tal como se entiende habitualmente, responde a una idea radicalmente falsa, la idea de que existen «creaciones populares», producidas espontáneamente por la masa del pueblo; y se ve enseguida la estrecha relación de esta forma de ver las cosas con los prejuicios «democráticos». Como se ha dicho muy justamente, «el interés profundo de todas las tradiciones llamadas populares reside sobre todo en el hecho de que no son de origen popular»; (NA: Luc Benoist, La Cuisine des Anges, une esthétique de la pensée, París, 1932, p74) y añadiremos que, si se trata, como es casi siempre el caso, de elementos tradicionales en el verdadero sentido del término, por deformados, disminuidos o fragmentados que puedan estar a veces, y de cosas que hayan tenido un valor simbólico real, todo esto, lejos de ser de origen popular, no es ni de origen humano. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de la «supervivencia», en cuanto a los elementos pertenecientes a formas tradicionales desaparecidas; y, a este respecto, el término de folklore toma un sentido bastante próximo al de «paganismo», no teniendo en cuenta más que la etimología de este último, y con la intención «polémica» e injuriosa al menos. El pueblo conserva, sin comprenderlos, los vestigios de antiguas tradiciones, remontándose a veces a un pasado tan lejano que sería imposible determinarlo, y que se contenta en referir, por esta razón, al dominio oscuro de la «prehistoria»; cumple en esto la función de una especie de memoria colectiva más o menos «subconsciente», cuyo contenido es además manifiestamente legado. (NA: Esta es una función esencialmente «lunar», y es de resaltar que, según la astrología, la masa popular corresponde efectivamente a la Luna, lo que, al mismo tiempo, indica su carácter puramente pasivo, incapaz de iniciativa o de espontaneidad) Lo que puede parecer más sorprendente es que, cuando se va al fondo de las cosas, se constata que lo que es conservado así contiene sobre todo, bajo una forma más o menos velada, una suma considerable de datos de orden esotérico, es decir, precisamente todo lo que hay de menos popular por esencia; y este hecho sugiere en sí mismo una explicación que nos limitaremos a indicar en pocas palabras. Cuando una forma tradicional está a punto de extinguirse, sus últimos representantes pueden muy bien confiar voluntariamente a esa memoria colectiva de la que acabamos de hablar, lo que de otro modo se perdería irremediablemente; en suma, es el único medio de salvar lo que puede ser salvado en cierta medida; y, al mismo tiempo, la incomprensión natural de la masa es garantía suficiente de que lo que posee un carácter esotérico no será despojado de él por esto, sino que permanecerá solamente como en una especie de testimonio del pasado, para aquellos que, en otros tiempos, serán capaces de comprenderlo. Dicho esto, no vemos por qué se atribuiría al folklore, sin mayor examen, todo lo que pertenece a tradiciones distintas al Cristianismo, haciendo de éste la única excepción; tal parece ser la intención del Sr. Waite puesto que acepta esta denominación para los elementos «pre-cristianos» y particularmente célticos que se encuentran en las leyendas del Grial. No hay, bajo este punto de vista, forma tradicional privilegiada; la única distinción a hacer es la de las formas desaparecidas y las que están actualmente vivas; y, por consiguiente, toda la cuestión consistiría en saber si la tradición celta había cesado realmente de existir cuando se constituyeron las leyendas que tratamos. Esto es al menos discutible: por una parte, esta tradición puede haberse mantenido más tiempo del que se cree ordinariamente, con una organización más o menos oculta, y por otra parte, estas leyendas pueden ser más antiguas de lo que piensan los «críticos», no porque hayan existido textos hoy perdidos forzosamente, en los cuales creemos tan poco como el Sr. Waite, sino por una transmisión oral que puede haber durado muchos siglos, lo que está lejos de ser un hecho excepcional. Vemos en ello, por nuestra parte, la huella de una «unión» entre dos formas tradicionales, una antigua y otra entonces nueva, la tradición celta y la tradición cristiana, unión por la cual lo que debía ser conservado de la primera fue de alguna manera incorporado a la segunda, modificándose sin duda hasta cierto punto, en cuanto a la forma exterior, por adaptación y asimilación, pero no transponiéndose sobre otro plano, como lo querría el Sr. Waite, pues hay equivalencias entre todas las tradiciones regulares; ahí hay pues, algo diferente a una simple cuestión de «fuentes», en el sentido en que lo entienden los eruditos. Sería quizá difícil precisar exactamente el lugar y la fecha en que esta unión se operó, pero esto no tiene más que un interés secundario y casi únicamente histórico; por lo demás es fácil de entender que estas cosas son de las que no dejan huellas en los «documentos» escritos. Quizá la «Iglesia celta» o «culdeana» merezca, a este respecto, más atención que la que el Sr. Waite parece dispuesto a concederle; su misma denominación podría darlo a entender; y no hay nada inverosímil en que haya habido detrás algo de otro orden, no religioso sino iniciático, pues como todo lo que se refiere a los nexos existentes entre las diferentes tradiciones, lo que se trata aquí proviene necesariamente del dominio iniciático o esotérico. El exoterismo, ya sea religioso u otro, no va nunca más allá de los límites de la forma tradicional a la que pertenece en propiedad; lo que traspasa esos límites no puede pertenecer a la «Iglesia» como tal, sino que ésta puede solamente ser el «soporte» exterior; y esta es una puntualización sobre la que tendremos la ocasión de volver más adelante. Otra observación, que concierne más particularmente al simbolismo, se impone igualmente: hay símbolos que son comunes a las formas tradicionales más diversas y más alejadas unas de otras, no por «préstamos» que en la mayoría de casos serían totalmente imposibles, sino porque pertenecen en realidad a la Tradición primordial de la que todas derivan directa o indirectamente. Este caso es precisamente el de la vasija o la copa; ¿por qué cuando se trata de tradiciones «precristianas» no podría pertenecer más que al folklore? Estas no son las comparaciones consideradas por Burnouf o por otros que son aquí rechazables, sino interpretaciones «naturalistas» que han querido extenderse al Cristianismo como a todo el resto y que, en realidad, no son válidas en ninguna parte. Sería necesario pues hacer aquí exactamente lo contrario de lo que hace el Sr. Waite, que deteniéndose en las explicaciones exteriores y superficiales que acepta con confianza mientras no se trate de Cristianismo- ve sentidos radicalmente diferentes y sin relación entre sí allí donde no hay más que aspectos más o menos múltiples de un mismo símbolo o sus diversas aplicaciones; sin duda sería de otra manera si no hubiese sido obstaculizado por su idea preconcebida de una especie de heterogeneidad del Cristianismo respecto a las demás tradiciones. Del mismo modo, el Sr. Waite rechaza muy justamente, en lo que concierne a la leyenda del Grial, las teorías que hacen alusión a pretendidos «dioses de la vegetación»; pero es lamentable que sea mucho menos claro respecto a los Misterios antiguos, que no tuvieron nunca nada en común con ese «naturalismo» de invención totalmente moderna; los «dioses de la vegetación» y otras historias del mismo género no han existido nunca más que en la imaginación de Frazer y similares, cuyas intenciones antitradicionales no son por lo demás nada dudosas. En verdad, parece que el Sr. Waite también esté más o menos influenciado por un cierto «evolucionismo»; esta tendencia se traiciona claramente en cuanto que declara que lo que importa es mucho menos el origen de la leyenda que el último estado al cual ha llegado; y parece creer que ha debido existir, entre uno y otro, un perfeccionamiento progresivo. En realidad, si se trata de algo que tiene un carácter verdaderamente tradicional, todo debe encontrarse desde el principio, y los desarrollos ulteriores no hacen más que explicarlo, sin añadir elementos nuevos del exterior. El Sr. Waite parece admitir una especie de «espiritualización», por la cual un sentido superior habría podido venir a incorporarse sobre algo que no lo comportaba desde el principio, de hecho, es más bien a la inversa lo que se produce generalmente y recuerda un poco las maneras profanas de los «historiadores de las religiones». Encontramos, a propósito de la alquimia, un ejemplo muy sorprendente de esta especie de inversión: el Sr. Waite piensa que la alquimia material ha precedido a la alquimia espiritual, y que ésta no hizo su aparición más que con Khunrath y Jacob Boehme; si conociese algunos tratados árabes bastante anteriores a aquéllos, estaría obligado, incluso ateniéndose a documentos escritos, a modificar esta opinión; de otro modo, puesto que reconoce que el lenguaje empleado es el mismo en ambos casos, podríamos preguntarle cómo puede estar seguro de que, en tal o cual texto, no se trata más que de operaciones materiales. La verdad es que nunca se ha tenido la necesidad de declarar expresamente que se tratase de otra cosa, que debía, bien al contrario, ser velada precisamente por el simbolismo utilizado; y, si se ha llegado después a que algunos lo hayan declarado, fue sobre todo en presencia de degeneraciones debidas a que había gente que, ignorantes del valor de los símbolos, tomaban todo al pie de la letra y en un sentido exclusivamente material: eran los «sopladores», precursores de la química moderna. Pensar que un sentido nuevo puede ser dado a un símbolo que no lo poseyera ya en sí mismo es casi negar el simbolismo, pues es hacer de él algo artificial sino completamente arbitrario, y en todo caso puramente humano; y en este orden de ideas, el Sr. Waite llega a decir que cada uno encuentra en un símbolo lo que él mismo pone, si bien que su significado cambiaría con la mentalidad de cada época; reconocemos ahí las teorías «psicológicas» tan queridas por un buen número de nuestros contemporáneos; ¿no teníamos razón para hablar de «evolucionismo»? Lo habíamos dicho a menudo, y no podríamos más que repetirlo: todo verdadero símbolo lleva sus múltiples sentidos en sí mismo, y esto desde el principio, pues no está constituido como tal en virtud de una convención humana, sino en virtud de la «ley de correspondencia» que religa todos los mundos entre sí; que, mientras que algunos ven esos sentidos, otros no los ven o no ven más que una parte, pero no por eso dejan de estar realmente contenidos, y el «horizonte intelectual» de cada uno marca toda la diferencia; el simbolismo es una ciencia exacta y no una ilusión en la que las fantasías individuales pueden tener libre curso. No creemos pues, para las cosas de este orden, en las «invenciones de los poetas» a las cuales el Sr. Waite parece dispuesto a dar importancia; estas invenciones, lejos de tratar de lo esencial, no hacen más que disimularlo, voluntariamente o no, envolviéndolo de apariencias engañosas de una «ficción» cualquiera; y a veces lo hacen muy bien, pues en tanto que se hacen tan abusivas, acaba por llegar a ser casi imposible descubrir el sentido profundo y original; ¿no es así como, en el mundo griego, el simbolismo degeneró en «mitología»? Este peligro va en aumento puesto que el poeta mismo no tiene consciencia del valor real de los símbolos, pues es evidente que este caso puede presentarse; el apólogo de «el asno que lleva las reliquias» se aplica aquí como en muchos otros casos y el poeta, entonces, jugará en suma un papel análogo al del pueblo profano, conservando y transmitiendo a su antojo los legados iniciáticos, como lo hemos dicho antes. La cuestión se plantea aquí muy particularmente: ¿los de los romances del Grial estuvieron en este último caso o por el contrario fueron conscientes, en uno u otro grado, del sentido profundo de lo que expresaban? No es fácil responder con certeza, pues, ahí también, las apariencias pueden engañar: en presencia de una mezcla de elementos insignificantes e incoherentes, se está tentado de pensar que el autor no sabía de qué hablaba; sin embargo no es forzosamente así, pues ocurre a menudo que las oscuridades e incluso las contradicciones son perfectamente voluntarias, y que los detalles inútiles tengan expresamente por finalidad desviar la atención de los profanos, de la misma manera que un símbolo puede ser disimulado intencionadamente en un motivo ornamental más o menos complicado; en la Edad Media sobre todo, los ejemplos de este género abundan, tanto como en Dante y los «Fieles de Amor». El hecho de que el sentido superior sea menos transparente en Chretien de Troyes, por ejemplo, que en Robert de Boron, no prueba necesariamente que el primero haya sido menos consciente que el segundo; aún menos habría que concluir que este sentido esté ausente de sus escritos, lo que sería un error comparable al que consiste en atribuir a los antiguos alquimistas preocupaciones de orden únicamente material, por la única razón de que ellos no han juzgado conveniente escribir claramente que su ciencia era en realidad de naturaleza espiritual. (NA: Si el Sr. Waite cree, como así parece, que algunas cosas son muy «materiales» para ser compatibles con la existencia de un sentido superior en los textos en que se encuentran, podríamos preguntarle lo que piensa, por ejemplo de Rabelais o de Boccaccio) Por lo demás, la cuestión de la «Iniciación» de los autores de romances tiene quizá menos importancia de la que podría creerse en principio, puesto que de todas maneras no cambia nada las apariencias bajo las cuales está presentado el tema; en cuanto a que se trata de una «exteriorización» de legados esotéricos, lo que no podría ser de ninguna manera una « vulgarización», es fácil de comprender que debe ser así. Iremos más lejos: un profano puede incluso, por tal «exteriorización», haber servido de «portavoz» a una organización, que lo habría elegido a este efecto simplemente por sus cualidades de poeta o escritor, o por otra razón contingente. Dante escribió con perfecto conocimiento de causa; Chretien de Troyes, Robert de Boron y muchos otros fueron probablemente mucho menos conscientes de lo que expresaban y quizá incluso algunos de ellos no lo fueron en absoluto; pero poco importa en el fondo, pues, si existía tras de ellos una organización iniciática, fuera la que fuese, el peligro de una deformación debida a su incomprensión se encontraba por ello mismo descartada, pudiendo esta organización guiarles constantemente sin que se dieran cuenta, ya fuese por intermedio de algunos de sus miembros que les facilitasen los elementos a introducir en su obra, ya fuese por sugerencias o influencias de otro género, más sutiles y menos «tangibles», pero no menos reales ni menos eficaces. Se comprenderá sin esfuerzo que esto no tiene nada que ver con la supuesta «inspiración» poética, tal como la entienden los modernos, y que no es en realidad más que imaginación pura y simple, ni con la «literatura», en el sentido profano de la palabra; y añadiremos enseguida que no se trata tampoco de «misticismo»; pero este último punto toca directamente otras cuestiones que consideraremos en la segunda parte de este estudio.
Nos parece fuera de toda duda que los orígenes de la leyenda del Grial deben ser remontados a la transmisión de elementos tradicionales de orden iniciático del druidismo al cristianismo; habiendo sido operada esta transmisión regularmente, y sean cuales fueren sus modalidades, estos elementos fueron desde entonces parte integrante del esoterismo; estamos de acuerdo con el Sr. Waite sobre este segundo punto, pero debemos decir que al primero parece habérsele escapado. La existencia del esoterismo cristiano en la Edad Media es una cosa absolutamente cierta; las pruebas de todo género abundan, y las negaciones debidas a la incomprensión moderna, que provienen de partidarios o adversarios del Cristianismo, no puede nada contra este hecho; hemos tenido bastante a menudo la ocasión de hablar de esta cuestión para que no sea necesario insistir aquí. Pero entre estos mismos que admiten la existencia de ese esoterismo, hay muchos que se hacen una concepción más o menos inexacta, y nos parece que tal es el caso del Sr. Waite, a juzgar por sus conclusiones; ahí existen todavía confusiones y malentendidos que es necesario disipar. Primeramente, recalcaremos que decimos «esoterismo cristiano» y no «Cristianismo esotérico»; no se trata, en efecto, de una forma especial de Cristianismo, se trata del lado «interior» de la tradición cristiana; es fácil comprender que es más que un simple matiz. Por otro lado, en tanto que ha lugar para distinguir en una forma tradicional dos caras, una exotérica, y otra estética, debe quedar claro que no se refieren al mismo dominio, si bien no puede haber entre ellas conflicto u oposición alguna; en particular, dado que el exoterismo reviste el carácter específicamente religioso, como es aquí el caso, el esoterismo correspondiente, aún tomándolo como base y soporte, no tiene nada que ver con el dominio religioso y se sitúa en orden completamente diferente. Resulta inmediatamente de esto que ese esoterismo no puede en ningún caso estar representado por «Iglesias» o «sectas» cualesquiera, que por definición, son siempre religiosas, luego exotéricas; este es un punto que ya hemos tratado en otras circunstancias, y que nos basta recordar sumariamente. Algunas «sectas» han podido nacer de una confusión entre ambos dominios, y de una «exteriorización» errónea de legados esotéricos mal comprendidos y mal aplicados; pero las organizaciones iniciáticas verdaderas, manteniéndose estrictamente en su propio terreno, permanecieron forzosamente a salvo de tales desviaciones, y su «regularidad» las obliga a no reconocer más que lo que presenta un carácter de ortodoxia, ya sea éste en el orden exotérico. Por ello está asegurado que aquellos que quieren relacionar con las «sectas» lo que concierne al esoterismo o la iniciación se equivocan de camino y se desvían; no es necesario un examen más amplio para descartar cualquier hipótesis de este género; y si se encuentran en algunas «sectas» elementos que parecen ser de naturaleza esotérica hay que concluir, no que hayan tenido su origen en ellas, sino por el contrario, que han sido desprovistos de su verdadero significado. Dicho esto, algunas dificultades aparentes se encuentran de pronto resueltas, o mejor dicho, se percibe que son inexistentes y no es necesario preguntarse cuál es su situación respecto a la ortodoxia cristiana entendida en sentido ordinario, de una línea de transmisión fuera de la «sucesión apostólica» como la que se trata en algunas versiones de la leyenda del Grial; si se trata allí de una jerarquía iniciática, la jerarquía religiosa no podría de ninguna manera ser afectada por su existencia, que además no tiene por qué conocer «oficialmente», si se puede decir así, puesto que ella misma no ejerce jurisdicción legítima más que en el dominio exotérico. Igualmente, en tanto que se trata de una fórmula secreta en relación con algunos ritos hay, digámoslo francamente, una singular ingenuidad en preguntarse si la pérdida u omisión de esta fórmula no impide que la celebración de la misa pueda ser considerada como válida; la misa, tal como es, es un rito religioso, y allí se trata de un rito iniciático; cada uno vale en su orden, e incluso si uno y otro tienen en común un carácter «eucarístico», esto no cambia en nada esta distinción esencial, más que el hecho de que un mismo símbolo pueda ser interpretado a la vez desde ambos puntos de vista esotérico y exotérico no impide a éstos ser extremadamente distintos y referirse a dominios totalmente diferentes; sean cuales puedan ser a veces los parecidos exteriores, que se explican además por ciertas correspondencias, el alcance y el fin de los ritos iniciáticos son diferentes a los de los ritos religiosos. Con más razón, no hay que investigar si la fórmula misteriosa de que se trate no podría ser identificada con una fórmula en uso en tal o cual Iglesia que posea un ritual más o menos especial; en principio, mientras se trate de Iglesias ortodoxas, las variantes del ritual son del todo secundarias y no pueden influir de ningún modo sobre nada esencial; por consiguiente, esos diversos rituales nunca pueden ser algo diferente a rituales religiosos y como tales, son perfectamente equivalentes, no acercándose más la consideración de uno u otro al punto de vista iniciático; ¡cuántas investigaciones y discusiones inútiles se ahorrarían si estuvieran bien fijados ante todo los principios! Ahora bien, que los escritos concernientes a la leyenda del Grial hayan emanado directa o indirectamente de una organización iniciática no quiere decir que constituyan un ritual de iniciación, como algunos han supuesto bastante groseramente; y es curioso notar que no se ha emitido nunca una hipótesis parecida, al menos que nosotros sepamos, para las obras que no obstante describen mucho más manifiestamente un proceso iniciático como la Divina Comedia o el Roman de la Rose; es evidente que todos los escritos que presentan un carácter esotérico no son por ello rituales. El Sr. Waite, que rechaza con justa razón esta suposición, ha hecho surgir estas inverosimilitudes: tal es, claramente, el hecho de que el pretendido recipiendiario tendría algo que aportar en lugar de tener, por contra, que responder a las preguntas del iniciador, como tiene lugar generalmente; y podríamos añadir que las divergencias que existen entre las diferentes versiones son incompatibles con el carácter de un ritual, que tiene necesariamente una forma fija y bien definida; pero, ¿en qué impide todo esto que la leyenda se refiera, en cualquier nivel, a lo que el Sr. Waite llama Instituted Mysteries, y que nosotros llamamos más sencillamente organizaciones iniciáticas? Eso es que se ha hecho de ellas una idea muy estrecha e inexacta en más de un extremo; por una parte parece concebirlas como algo casi exclusivamente «ceremonial» lo que, recalquémoslo de pasada, es una forma de ver las cosas típicamente anglosajona; por otra parte, según un error muy extendido y sobre el que ya hemos insistido a menudo, se las representa parecidas a «sociedades», mientras que, si algunas de ellas han llegado a tomar tal forma, eso no es más que el efecto de una especie de degeneración totalmente moderna. Ha conocido sin duda por experiencia directa, un buen número de esas asociaciones pseudoiniciáticas que pululan en nuestros días por Occidente, y si parece haber sido más bien decepcionado, no ha permanecido por ello menos influenciado por lo que ha visto: queremos decir que, en vez de percibir claramente la diferencia de la iniciación auténtica y de la pseudoiniciación, atribuye equivocadamente a las verdaderas organizaciones iniciáticas caracteres comparables a los de las falsificaciones con las que está en contacto; y este desconocimiento entraña aún otras consecuencias, afectando directamente, como vamos a ver, a las conclusiones positivas de su estudio. Es evidente, en efecto, que todo lo que es de orden iniciático no podría de ninguna manera entrar en un marco tan estrecho como el de las «sociedades» constituidas a la manera moderna; pero precisamente allí donde el Sr. Waite no encuentra nada parecido de cerca o de lejos a esas «sociedades», se pierde y llega a admitir la fantástica suposición de una iniciación que pueda existir fuera de toda organización y de toda transmisión regular; no podemos hacer nada mejor que remitirlo a los artículos que hemos consagrado anteriormente a esta cuestión. (NA: Cf Apreciaciones sobre la Iniciación, París, 2a. ed. (NA: Nota de los editores)) Y es que, fuera de dichas «sociedades», no ve aparentemente otra posibilidad que la de una cosa vaga e indefinida que llama «Iglesia secreta» o «Iglesia interior», siguiendo las expresiones acuñadas por místicos tales como Eckarthausen y Lopoukine, y en las cuales la palabra «Iglesia» indica en realidad que se encuentra relacionada pura y simplemente con el punto de vista religioso, sea éste de alguna de sus variedades más o menos aberrantes en las cuales el misticismo tiende espontáneamente a desarrollarse desde que escapa al control de una ortodoxia rigurosa. Efectivamente, el Sr. Waite es aún de aquellos, desgraciadamente tan numerosos hoy en día, que por razones diversas confunden el misticismo con la iniciación; y llega a hablar de alguna manera, indiferentemente de uno y otro, incompatibles entre sí, como si fuesen casi sinónimos. Lo que cree entender por iniciación se convierte, en definitiva, en una simple «experiencia» como algo «psicológico», lo que nos llevaría aún a un nivel inferior al del misticismo en su sentido propio, pues los verdaderos estados místicos escapan ya completamente al dominio de la psicología, a pesar de todas las teorías modernas del género uno de cuyos representantes más conocidos es William James. En cuanto a los estados interiores cuya realización proviene del orden iniciático, no son ni estados psicológicos ni estados místicos; son algo mucho más profundo y al mismo tiempo, no son de esas cosas de las que no se puede decir ni de dónde vienen ni lo que son, sino que implican por el contrario un conocimiento exacto y una técnica precisa; la sentimentalidad y la imaginación no tienen aquí la menor cabida. Transponer las verdades de orden religioso al orden iniciático, no es disolverlas en las nubes de un «ideal» cualquiera; es por el contrario penetrar su sentido más profundo y más «positivo» a la vez, descartando todas las tinieblas que paralizan y limitan la visión intelectual de la humanidad ordinaria. A decir verdad, en una concepción como la del Sr. Waite, no es de transposición de lo que se trata, sino como mucho, si se quiere, de una especie de prolongación o de extensión en el sentido «horizontal», puesto que todo lo que es misticismo está incluido en el domicilio religioso y no va más allá; y, para ir efectivamente más allá, es necesario algo más que la agregación a una «Iglesia» calificada de «interior», sobre todo, por lo que parece, porque no tiene más que una existencia simplemente «ideal», lo que, traducido en término más claros, quiere decir que no es de hecho más que una organización imaginaria. Eso no podría ser verdaderamente el «secreto del Santo Grial», ni tampoco ningún otro secreto iniciático real; si se quiere saber dónde se encuentra ese secreto, es necesario referirse a la constitución muy «positiva» de los centros espirituales, como ya lo hemos indicado bastante explícitamente en nuestro estudio sobre El Rey del Mundo. Nos limitaremos, a este respecto, a remarcar que el Sr. Waite toca a veces cosas cuyo alcance parece escapársele: así, llega a hablar diversas veces de cosas «sustituidas», que pueden ser palabras u objetos simbólicos; así, esto puede referirse ya sea a los diversos centros secundarios en tanto que son imágenes o reflejos del Centro supremo, ya sea a las fases sucesivas del «oscurecimiento» que se produce gradualmente, en conformidad con las leyes cíclicas en la manifestación de esos mismos centros respecto al mundo exterior. Además, el primero de esos dos casos entra en cierta forma en el segundo, pues la constitución de los centros secundarios corresponde a formas tradicionales particulares, sean las que sean, marca ya un primer grado de oscurecimiento respecto a la Tradición primordial; en efecto, el Centro supremo, desde entonces, no está en contacto directo con el exterior y el nexo es mantenido por intermedio de los centros secundarios. Por otra parte, si uno de estos llega a desaparecer, se puede decir que es en cierta manera reabsorbido en el Centro supremo, del que no era más que una emanación; por lo demás, aún hay aquí grados que observar: puede hacerse que tal centro llegue a ser solamente más oculto y más cerrado, y este hecho puede ser representado por el mismo simbolismo que su desaparición completa, siendo todo alejamiento del exterior al mismo tiempo, y en una medida equivalente, un retomo hacia el Principio. Queremos hacer aquí alusión al simbolismo de la desaparición del Grial: que éste haya sido elevado al Cielo, según algunas versiones, o que haya sido transportado al «Reino del Preste Juan» según otras, significa exactamente lo mismo, de lo cual el Sr. Waite no parece darse cuenta. (NA: De que una carta atribuida al Preste Juan es manifiestamente apócrifa, el Sr. Waite pretende concluir su inexistencia, lo que es una argumentación, al menos singular; la cuestión de las relaciones de la leyenda del Grial con la Orden del Temple es tratada por él de una manera no menos sumaria; parece que haya, inconscientemente sin duda, una cierta prisa en descartar estas cosas muy significativas e inconciliables con su «misticismo»; y de una forma general, nos parece que las versiones alemanas de la leyenda merecen más consideración que la que él les da) Se trata simplemente de ese retorno del exterior al interior; en razón del estado del mundo en una cierta época, o por hablar más exactamente, de esta porción del mundo que está en relación con la forma tradicional considerada; este retomo no se aplica por lo demás aquí más que al lado esotérico de la tradición, el lado exotérico, en el caso del Cristianismo, permanece sin cambio aparente; pero es precisamente por el lado esotérico por el que son establecidos y mantenidos los nexos de unión efectivos y conscientes con el Centro supremo. Sin embargo, que subsista algo invisiblemente de alguna manera, en tanto que esa forma tradicional permanece viva, debe ocurrir necesariamente; si fuera de otro modo, querría decir que el «espíritu» se ha retirado completamente y no permanece más que un cuerpo muerto. Se dice que el Grial ya no fue visto como antes, pero no se dice que alguien no lo viera; seguramente, en principio al menos, está siempre presente para aquellos que están «cualificados»; pero, de hecho, estos cada vez son más escasos, hasta el punto de constituir una ínfima excepción; y, después de la época en que se dice que los Rosacruces se retiraron a Asia, entendiéndose literal o simbólicamente, ¿qué posibilidades de llegar a la iniciación efectiva pueden encontrarse abiertas todavía para aquéllos en el mundo occidental?
