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CAPÍTULO III

Capítulo III — APROXIMACIONES MASÓNICAS Y HERMÉTICAS

De las consideraciones generales que acabamos de exponer, nos es menester ahora volver a esas singulares aproximaciones que ha señalado Aroux, y las cuales hacíamos alusión más atrás (Citamos el resumen de los trabajos de Aroux que ha sido dado por Sédir, Histoire des Rose-Croix, pp 16-20; 2a edicición, pp 13-l7. Los títulos de las obras de Aroux son: Dante hérétique, révolutionnaire et socialiste (publicada en 1854 y reeditada en 1939), y la Comédie de Dante, traduite en vers selon la lettre et commentée selon l'esprit, suivie de la Clef du langage symbolique des Fidèles d'Amour (1856-l857)): «El Infierno representa el mundo profano, el Purgatorio comprende las pruebas iniciáticas, y el Cielo es la morada de los Perfectos, en quienes se encuentran reunidos y llevados a su zenit la inteligencia y el amor… La ronda celeste que describe Dante (Paradiso, VIII) comienza en los alti Serafini, que son los Principi celesti, y acaba en los últimos rangos del Cielo. Ahora bien, se encuentra que algunos dignatarios inferiores de la Masonería escocesa, que pretenden remontarse a los Templarios, y de los que Zerbino, el príncipe escocés, el amante de Isabel de Galicia, es la personificación en Orlando Furioso del Ariosto, se titulan igualmente príncipes, Príncipes de Gracia; que su asamblea o capítulo se nombra el Tercer Cielo; que tienen por símbolo un Paladium, o estatua de la Verdad, revestida como Beatriz de los tres colores verde, blanco y rojo (Es al menos curioso que estos tres mismos colores hayan devenido precisamente, en los tiempos modernos, los colores nacionales de Italia; por lo demás, se les atribuye bastante generalmente un origen masónico, aunque sea muy difícil saber de dónde ha podido ser sacada la idea directamente); que su Venerable (cuyo título es Príncipe excelentísimo), que lleva una flecha en la mano y sobre el pecho un corazón en un triángulo (A estos signos distintivos, es menester agregar «una corona de puntas de flechas de oro»), es una personificación del Amor; que el número misterioso nueve, del que “Beatriz es particularmente amada”, Beatriz “a quien es menester llamar Amor”, dice Dante en la Vita Nuova, es también atribuido a este Venerable, rodeado de nueve columnas, de nueve candelabros con nueve brazos y con nueve luces, en fin de la edad de ochenta y un años, múltiplo (o más exactamente cuadrado) de nueve, cuando se supone que Beatriz muere en el año ochenta y uno del siglo» (Cf Light on Masonry, p 250, y el Manuel maçonnique del F: Vuilliaume, pp 179-l82).

Este grado de Príncipe de Gracia, o Escocés Trinitario, es el grado 26 del Rito Escocés; he aquí lo que dice de él el F: Bouilly, en su Explicación de los doce escudetes que representan los emblemas y los símbolos de los doce grados filosóficos del Rito Escocés Antiguo y Aceptado (del grado 19 al 30): «Este grado es, según nosotros, el más inextricable de todos los que componen esta docta categoría: también toma el sobrenombre de Escocés Trinitario (Debemos confesar que no vemos la relación que puede existir entre la complejidad de este grado y su denominación). En efecto, todo ofrece en esta alegoría el emblema de la Trinidad: este fondo a tres colores (verde, blanco y rojo), abajo esta figura de la Verdad, en fin, por todas partes este indicio de la Gran Obra de la Naturaleza (a las fases de la cual hacen alusión los tres colores), de los elementos constitutivos de los metales (azufre, mercurio y sal) (Este ternario alquímico se asimila frecuentemente al ternario de los elementos constitutivos del ser humano mismo: espíritu, alma y cuerpo), de su fusión, de su separación (solve y coagula), en una palabra de la ciencia de la química mineral (o más bien de la alquimia), de la que Hermes fue el fundador entre los Egipcios, y que dio tanta potestad y extensión a la medicina (espagírica) (Las palabras entre corchetes han sido añadidas por nos para hacer el texto más comprensible). Hasta tal punto es verdad que las ciencias constitutivas de la felicidad y de la libertad se suceden y se clasifican con este orden admirable que prueba que el Creador ha proporcionado a los hombres todo lo que puede calmar sus males y prolongar su paso sobre la tierra (Se puede ver en estas últimas palabras una alusión discreta al «elixir de la larga vida» de los alquimistas. — El grado precedente (grado 25), el de Caballero de la Serpiente de Bronce, era presentado como «encerrando una parte del primer grado de los Misterios egipcios, de donde brota el origen de la medicina y el gran arte de componer los medicamentos»). Es principalmente en el número tres, tan bien representado por los tres ángulos del Delta, del que los Cristianos han hecho el símbolo brillante de la Divinidad; es, digo, en este número tres, que se remonta a los tiempos más lejanos (El autor quiere decir sin duda: «cuyo empleo simbólico se remonta a los tiempos más remotos», ya que no podemos suponer que haya pretendido asignar un origen cronológico al número tres mismo), donde el sabio observador descubre la fuente primitiva de todo lo que sacude al pensamiento, enriquece la imaginación, y da una justa idea de la igualdad social… Así pues, no cesemos, dignos Caballeros, de permanecer Escoceses Trinitarios, de mantener y de honrar el número tres como el emblema de todo lo que constituye los deberes del hombre, y recuerda a la vez la querida Trinidad de nuestra Orden, grabada sobre las columnas de nuestros Templos: la Fe, la Esperanza y la Caridad» (Los tres colores del grado a veces se consideran como simbolizando respectivamente las tres virtudes teologales: el blanco representa entonces la Fe, el verde la Esperanza, y el rojo la Caridad (o el Amor). — Las insignias de este grado de Príncipe de Gracia son: un mandil rojo, en medio del cual hay pintado o bordado un triángulo blanco y verde, y un cordón con los tres colores de la Orden, colocado en aspa, del que hay suspendido como joya un triángulo equilátero (o Delta) de oro (Manuel maçonnique de F: Vuilliaume, p 181))

Lo que es menester sobre todo retener de este pasaje, es que el grado de que se trata, como casi todos los que se vinculan a la misma serie, presenta una significación claramente hermética (Un alto Masón que parece más versado en esa ciencia enteramente moderna y profana que se llama «historia de las religiones» que en el verdadero conocimiento iniciático, el conde de Goblet d'Alviella, ha creído poder dar de este grado puramente hermético y cristiano una interpretación búdica, bajo el pretexto de que hay una cierta semejanza entre el título de Príncipe de Gracia y el de Señor de Compasión); y lo que conviene observar más particularmente a este respecto, es la conexión del hermetismo con las Órdenes de caballería. Éste no es el lugar de buscar el origen histórico de los altos grados del Escocismo, ni de discutir la teoría tan controvertida de su descendencia templaria; pero, ya sea que haya habido una filiación real y directa o solo una reconstitución, por ello no es menos cierto que la mayoría de estos grados, y también algunos de los que se encuentran en otros ritos, aparecen como los vestigios de organizaciones que tenían antiguamente una existencia independiente (Es así como hubo efectivamente una Orden de los Trinitarios u Orden de Gracia, que tenía como meta, al menos exteriormente, el rescate de los prisioneros de guerra), y concretamente de esas antiguas Órdenes de caballería cuya fundación está ligada a la historia de las Cruzadas, es decir, a una época donde no hubo solo relaciones hostiles, como lo creen aquellos que se atienen a las apariencias, sino también activos intercambios intelectuales entre Oriente y Occidente, intercambios que se operaron sobre todo por la mediación de las Órdenes en cuestión. ¿Es menester admitir que es en Oriente donde estas Órdenes tomaron los datos herméticos que asimilaron, o no se debe pensar más bien que poseyeron desde su origen un esoterismo de este género, y que es su propia iniciación la que las hizo aptas para entrar en relaciones sobre este terreno con los orientales? Esa es todavía una cuestión que no pretendemos resolver, pero la segunda hipótesis, aunque menos frecuentemente considerada que la primera (Algunos han llegado hasta atribuir al blasón, cuyas relaciones con el simbolismo hermético son bastante estrechas, un origen exclusivamente persa, mientras que, en realidad, el blasón existía desde la antigüedad en un gran número de pueblos, tanto occidentales como orientales, y concretamente entre los pueblos célticos), no tiene nada de inverosímil para quien reconoce la existencia, durante toda la edad media, de una tradición iniciática propiamente occidental; y lo que llevaría también a admitirlo, es que Órdenes fundadas más tarde, y que no tuvieron nunca relaciones con Oriente, estuvieron provistas igualmente de un simbolismo hermético, como la Orden del Toisón de Oro, cuyo nombre mismo es una alusión tan clara como es posible a este simbolismo. Sea como sea, en la época de Dante, el hermetismo existía ciertamente en la Orden del Temple, lo mismo que el conocimiento de algunas doctrinas de origen más ciertamente árabe, doctrinas que Dante mismo parece no haber ignorado tampoco, y que le fueron transmitidas sin duda también por esta vía; nos explicaremos más adelante sobre este último punto.

No obstante, volvamos a las concordancias masónicas mencionadas por el comentador, y de las cuales no hemos visto todavía más que una parte, ya que hay varios grados del Escocismo para los cuales Aroux cree observar una perfecta analogía con los nueve cielos que Dante recorre con Beatriz. He aquí las correspondencias indicadas para los siete cielos planetarios: a la Luna corresponden los profanos; a Mercurio, el Caballero del Sol (grado 28); a Venus, el Príncipe de Gracia (grado 26, verde, blanco y rojo); al Sol, el Gran Arquitecto (grado 12) o el Noachita (grado 21); a Marte, el Gran Escocés de San Andrés o Patriarca de las Cruzadas (grado 29, rojo con cruz blanca); a Júpiter, el Caballero del Aguila blanca y negra o Kadosch (grado 30); a Saturno, la Escala de oro de los mismos Kadosch. A decir verdad, algunas de estas atribuciones nos parecen dudosas; lo que no es admisible, sobre todo, es hacer del primer cielo la morada de los profanos, mientras que el lugar de éstos no puede estar más que en las «tinieblas exteriores»; ¿y no hemos visto precedentemente, en efecto, que es el Infierno el que representa el mundo profano, mientras que no se llega a los diversos cielos, comprendido en ellos el de la Luna, sino después de haber atravesado las pruebas iniciáticas del Purgatorio? Sabemos bien, no obstante, que la esfera de la Luna tiene una relación especial con los Limbos; pero ese es un aspecto diferente de su simbolismo, que es menester no confundir con aquel bajo el que es representada como el primer cielo. En efecto, la Luna es a la vez Janua Coeli y Janua Inferni, Diana y Hécate (Estos dos aspectos corresponden también a las dos puertas solsticiales; habría mucho que decir sobre este simbolismo, que los antiguos Latinos habrían resumido en la figura de Janus. — Por otra parte, habría que hacer algunas distinciones entre los Infiernos, los Limbos, y las «tinieblas exteriores» de que se trata en el Evangelio; pero eso nos llevaría muy lejos, y no cambiaría nada de lo que decimos aquí, donde se trata solo de separar, de una manera general, el mundo profano de la jerarquía iniciática); los antiguos lo sabían muy bien, y Dante no podía equivocarse tampoco, ni acordar a los profanos una morada celeste, aunque fuera la más inferior de todas.

Lo que es mucho menos discutible, es la identificación de las figuras simbólicas vistas por Dante: la cruz en el cielo de Marte, el águila en el de Júpiter, la escala en el de Saturno. Ciertamente, se puede aproximar esta cruz a la que, después de haber sido el signo distintivo de las Órdenes de caballería, sirve todavía de emblema a varios grados masónicos; y, si está colocada en la esfera de Marte, ¿no es por una alusión al carácter militar de esas Órdenes, su razón de ser aparente, y al papel que desempeñaron exteriormente en las expediciones guerreras de las Cruzadas? (Se puede observar también que el cielo de Marte es representado como la morada de los «mártires de la religión»; sobre Marte y Martirio, hay incluso una suerte de juego de palabras del que se podrían encontrar en otras partes otros ejemplos: es así como la colina de Montmartre fue antaño el Monte de Marte antes de devenir el Monte de los Mártires. Haremos notar de pasada, a este propósito, otro hecho bastante extraño: los nombres de los tres mártires de Montmartre, Dionisio, Rústico, y Eleuterio, son tres nombres de Baco. Además, Saint Denis, considerado como el primer obispo de París, es identificado comúnmente a San Dionisio el Areopagita, y, en Atenas, el Areópago era también el Monte de Marte). En cuanto a los otros dos símbolos, es imposible no reconocer en ellos los del Kadosch Templario; y, al mismo tiempo, el águila, que la antigüedad clásica atribuía ya a Júpiter como los hindúes la atribuyen a Vishnu (El simbolismo del águila en las diferentes tradiciones requeriría él solo todo un estudio especial), fue el emblema del antiguo Imperio romano (lo que nos recuerda la presencia de Trajano en el ojo de este águila), y ha permanecido el emblema del Sacro Imperio. El cielo de Júpiter es la morada de los «príncipes sabios y justos»: «Diligite justitiam, qui judicatis terram» (Paradiso, XVIII, 91-93), correspondencia que, como todas las que da Dante para los otros cielos, se explica enteramente por razones astrológicas; y el nombre hebreo del planeta Júpiter es Tsedek, que significa «justo». En cuanto a la escala de los Kadosch, ya hemos hablado de ella: puesto que la esfera de Saturno está situada inmediatamente por encima de la de Júpiter, se llega al pie de esta escala por la Justicia (Tsedakah), y a su cima por la Fe (Emounah). Este símbolo de la escala parece ser de origen caldeo y haber sido aportado a Occidente con los misterios de Mithra: tenía entonces siete escalones de los que cada uno estaba formado de un metal diferente, según la correspondencia de los metales con los planetas; por otra parte, se sabe que, en el simbolismo bíblico, se encuentra igualmente la escala de Jacob, que, al unir la tierra a los cielos, presenta una significación idéntica (No carece de interés anotar todavía que San Pedro Damiano, con quien Dante conversa en el cielo de Saturno, figura en la lista (en gran parte legendaria) de los Imperatores Rosae-Crucis dada en el Clypeum Veritatis de Irenaeus Agnostus (1618)).

«Según Dante, el octavo cielo del Paraíso, el cielo estrellado (o de las estrellas fijas) es el cielo de los Rosa-Cruz: en él los Perfectos están vestidos de blanco; exponen un simbolismo análogo al de los Caballeros de Heredom (La Orden de Heredom de Kilwining es el Gran Capítulo de los altos grados vinculado a la Grande Loge Royale d'Edimbourg, y fundada, según la Tradición, por el rey Robert Bruce (Thory, Acta Latomorum, t. I, p 317). El término inglés Heredom (o Heirdom) significa «herencia» (de los Templarios); no obstante, algunos hacen venir esta designación del hebreo Harodim, título dado a aquellos que dirigían a los obreros empleados en la construcción del Templo de Salomón (cf nuestro artículo sobre este tema en los Études traditionnelles, n de marzo de 1948)); profesan la “doctrina evangélica”, la misma de Lutero, opuesta a la doctrina católica romana». Ésta es la interpretación de Aroux, que da testimonio de esa confusión, frecuente en él, entre los dos dominios del esoterismo y del exoterismo: el verdadero esoterismo debe estar más allá de las oposiciones que se afirman en los movimientos exteriores que agitan el mundo profano, y, si estos movimientos son a veces suscitados o dirigidos invisiblemente por poderosas organizaciones iniciáticas, se puede decir que éstas los dominan sin mezclarse en ellos, de manera que ejercen igualmente su influencia sobre cada uno de los partidos contrarios. Es verdad que los protestantes, y más particularmente los Luteranos, se sirven habitualmente de la palabra «evangélica» para designar su propia doctrina, y, por otra parte, se sabe que el sello de Lutero llevaba una cruz en el centro de una rosa; se sabe también que la organización rosacruciana que manifestó públicamente su existencia en 1604 (aquella con la que Descartes buscó vanamente ponerse en relación) se declaraba claramente «antipapista». Pero debemos decir que esa Rosa-Cruz de comienzos del siglo XVII era ya muy exterior, y estaba muy alejada de la verdadera Rosa-Cruz original, la cual no constituyo nunca una sociedad en el sentido propio de esta palabra; y, en cuanto a Lutero, no parece haber sido más que una suerte de agente subalterno, sin duda incluso bastante poco consciente del papel que tenía que jugar; por lo demás, estos diversos puntos nunca han sido completamente elucidados.

Sea como sea, las vestiduras blancas de los Elegidos o de los Perfectos, al recordar evidentemente algunos textos apocalípticos (Apocalípsis, VII, 13-l4), nos parecen ser sobre todo una alusión al hábito de los Templarios; y, a este respecto, hay un pasaje particularmente significativo (Paradiso XXX, 127-l29. — Se observará, a propósito de este pasaje, que la palabra «convento» ha permanecido en uso en la Masonería para designar sus grandes asambleas): Qual è colui che tace e dicer vuole, — Mi trasse Beatrice, e disse: mira — Quanto è il convento delle bianche stole!

Por lo demás, esta interpretación permite dar un sentido muy preciso a la expresión de «milicia santa» que encontramos un poco más adelante, en versos que parecen expresar discretamente la transformación del Templarismo, después de su aparente destrucción, para dar nacimiento al Rosacrucianismo (Paradiso, XXXI, 1-3. — El último verso puede referirse al simbolismo de la cruz roja de los Templarios): In forma dunque di candida rosa — Mi si mostrava la milizia santa, — Che nel suo sangue Cristo fece sposa.

Por otra parte, para hacer comprender mejor cuál es el simbolismo de que se trata en esta última cita que hemos hecho según Aroux, he aquí la descripción de la Jerusalén celeste, tal como está figurada en el Capítulo de los Soberanos Príncipes Rosa-Cruz, de la Orden de Heredom de Kilwinning u Orden Real de Escocia, llamados también Caballeros del Aguila y del Pelícano: «En el fondo (de la última estancia) hay un cuadro donde se ve una montaña de donde brota un río, a la orilla del cual crece un árbol que lleva doce tipos de frutos. Sobre la cima de la montaña hay una peana compuesta de doce piedras preciosas en doce pasamentos. Encima de esta peana hay un cuadrado de oro, sobre cada una de cuyas caras hay tres ángeles con los nombres de cada una de las doce tribus de Israel. En este cuadrado hay una cruz, sobre el centro de la cual está tumbado un cordero» (Manuel maçonnique del F: Vuilliaume, pp 143-l44. — Cf Apocalípsis, XXI). Así pues, es el simbolismo apocalíptico el que rencontramos aquí, y lo que sigue mostrará hasta qué punto las concepciones cíclicas a las que se refiere están íntimamente ligadas al plan de la obra de Dante.

«En los cantos XXIV y XXV del Paraíso, se encuentra el triple beso del Príncipe Rosa-Cruz, el pelícano, las túnicas blancas, las mismas que las de los ancianos del Apocalípsis, las barras de cera de sellar, las tres virtudes teologales de los Capítulos masónicos (Fe, Esperanza y Caridad) (En los Capítulos de Rosa-Cruz (grado 18 escocés), los nombres de las tres virtudes teologales son asociados respectivamente a los tres términos de la divisa «Libertad, Igualdad, Fraternidad»; también se podrían aproximar a lo que se llama «los tres principales pilares del Templo» en los grados simbólicos: «Sabiduría, Fuerza, Belleza». — A estas tres mismas virtudes, Dante hace corresponder San Pedro, Santiago y San Juan, los tres Apóstoles que asistieron a la Transfiguración); ya que la flor simbólica de los Rosa-Cruz (la Rosa cándida de los cantos XXX y XXXI) ha sido adoptada por la Iglesia Católica como la figura de la Madre del Salvador (Rosa mística de las letanías), y por la iglesia de Toulouse (los Albigenses) como el tipo misterioso de la asamblea general de los Fieles de Amor. Estas metáforas ya eran empleadas por los Paulicianos, predecesores de los Cátaros en los siglos X y XI».

Hemos creído útil reproducir todas estas aproximaciones, que son interesantes, y que sin duda se podrían multiplicar todavía sin gran dificultad; pero, no obstante, salvo probablemente en el caso del Templarismo y del Rosicrucianismo original, sería menester no pretender sacar de ellas conclusiones demasiado rigurosas en lo que concierne a una filiación directa de las diferentes formas iniciáticas entre las cuales se constata así una cierta comunidad de símbolos. En efecto, no solo el fondo de las doctrinas es siempre y por todas partes el mismo, sino que, lo que puede parecer más sorprendente a primera vista, también los modos de expresión mismos presentan frecuentemente una similitud destacable, y eso para tradiciones que están muy alejadas en el tiempo o en el espacio como para que se pueda admitir una influencia inmediata de las unas sobre las otras; en parecido caso, sin duda sería menester, para descubrir un vinculamiento efectivo, remontarse mucho más lejos de lo que la historia nos permite hacerlo.

Por otro lado, comentadores tales como Rossetti y Aroux, al estudiar el simbolismo de la obra de Dante como lo han hecho, se han atenido en ello a un aspecto que podemos calificar de exterior; queremos decir que se han detenido en lo que llamaríamos de buena gana su lado ritualista, es decir, en formas que, para aquellos que no son capaces de ir más lejos, ocultan el sentido profundo mucho más de lo que lo expresan. Y, como se ha dicho muy justamente, «es natural que ello sea así, porque, para poder percibir y comprender las alusiones y las referencias convencionales o alegóricas, es menester conocer el objeto de la alusión o de la alegoría; y, en el caso presente, es menester conocer las experiencia místicas por las que la verdadera iniciación hace pasar al misto y al epopte. Para quien tiene alguna experiencia de este género, no hay ninguna duda sobre la existencia, en la Divina Comedia y en la Eneida, de una alegoría metafísico-esotérica, que vela y expone al mismo tiempo las fases sucesivas por las que pasa la consciencia del iniciado para alcanzar la inmortalidad» (Arturo Reghini, artículo citado, pp 545-546)

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