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CAPÍTULO VIII

Capítulo VIII — LOS CICLOS CÓSMICOS

Después de estas observaciones que creemos propias para fijar algunos puntos históricos importantes, llegamos a lo que M Benini denomina la «cronología» del poema de Dante. Ya hemos mencionado que éste cumple su viaje a través de los mundos durante la semana santa, es decir, en el momento del año litúrgico que corresponde al equinoccio de primavera; y hemos visto también que es en esta época, según Aroux, cuando los Cátharos hacían sus iniciaciones. Por otra parte, en los capítulos masónicos de Rosa-Cruz, la conmemoración de la Cena es celebrada el jueves Santo, y la reanudación de los trabajos tiene lugar simbólicamente el viernes a las tres de la tarde, es decir, en el día y en la hora en que murió Cristo. En fin, el comienzo de esta semana santa del año 1300 coincide con la luna llena; y se podría hacer observar a este propósito, para completar las concordancias señaladas por Aroux, que es también en la luna llena cuando los Noachites tienen sus asambleas.

Ese año 1300 marca para Dante el medio de su vida (tenía entonces 35 años), y para él es también el medio de los tiempos; aquí también, citaremos lo que dice M Benini: «Raptado por un pensamiento extraordinariamente egocéntrico, Dante sitúa su visión en el medio de la vida del mundo — el movimiento de los cielos había durado 65 siglos hasta él, y debía durar otros 65 después de él — y, mediante un hábil juego, hizo que se rencontraran los aniversarios exactos, en tres especies de años astronómicos, de los acontecimientos más grandes de la historia, y, en una cuarta especie, el aniversario del acontecimiento más grande de su vida personal». Lo que debe retener sobre todo nuestra atención, es la evaluación de la duración total del mundo, diríamos más bien del ciclo actual: dos veces 65 siglos, es decir, 130 siglos o 13.000 años, de los que los trece siglos transcurridos desde el comienzo de la era cristiana forman exactamente la décima parte. El número 65 es por lo demás digno de observar en sí mismo: por la adicción de sus cifras, se reduce también a 11, y, además, este número se encuentra ahí descompuesto en 6 y 5, que son los números simbólicos respectivos del Macrocosmo y del Microcosmo, y a los que Dante hace salir al uno y al otro de la unidad principial cuando dice: «… Cosi come raia dell'un, se si conosce, il cinque e il sei» (Paradiso, XV, 56-57). Finalmente, al traducir 65 en letras latinas como lo hemos hecho para 515, tenemos LXV, o, con la misma interversión que precedentemente, LVX, es decir, la palabra Lux; y esto puede tener una relación con la era masónica de la Verdadera Luz (Añadiremos también que el número 65 es, en hebreo, el número del nombre divino Adonaï).

Pero he aquí lo más interesante que hay: la duración de 13.000 años no es otra cosa que el semiperiodo de la precesión de los equinoccios, evaluado con un error que es solo de 40 años por exceso, inferior por tanto a medio siglo, y que representa por consiguiente una aproximación completamente aceptable, sobre todo cuando esta duración se expresa en siglos. En efecto, el periodo total es en realidad de 25.920 años, de suerte que su mitad es de 12.960 años; este semiperiodo es el «gran año» de los Persas y de los Griegos, evaluado a veces también en 12.000 años, lo que es mucho menos exacto que los 13.000 años de Dante. Este «gran año» era considerado efectivamente por los antiguos como el tiempo que transcurre entre dos renovaciones del mundo, lo que sin duda debe interpretarse, en la historia de la humanidad terrestre, como el intervalo que separa dos grandes cataclismos en los que desaparecen continentes enteros (y de los que el último fue la destrucción de la Atlántida). A decir verdad, eso no es más que un ciclo secundario, que podría ser considerado como una fracción de otro ciclo más extenso; pero, en virtud de una cierta ley de correspondencia, cada uno de los ciclos secundarios reproduce, a una escala más reducida, fases que son comparables a las de los grandes ciclos en los cuales se integra. Así pues, lo que puede decirse de las leyes cíclicas en general encontrará su aplicación a diferentes grados: ciclos históricos, ciclos geológicos, ciclos propiamente cósmicos, con divisiones y subdivisiones que multiplican aún estas posibilidades de aplicación. Por lo demás, cuando se rebasan los límites del mundo terrestre, ya no puede tratarse de medir la duración de un ciclo por un número de años entendido literalmente; los números toman entonces un valor puramente simbólico, y expresan proporciones más bien que duraciones reales. Por ello no es menos verdad que, en la cosmología hindú, todos los números cíclicos están basados esencialmente sobre el periodo de la precesión de los equinoccios, con el que tienen relaciones claramente determinadas (Los principales de estos números cíclicos son 72, 108 y 432; es fácil ver que son fracciones exactas del número 25.920, al que se vinculan inmediatamente por la división geométrica del círculo; y esta división misma es también una aplicación de los números cíclicos); así pues, ese es el fenómeno fundamental en la aplicación astronómica de las leyes cíclicas, y, por consiguiente, el punto de partida natural de todas las transposiciones analógicas a las que estas mismas leyes pueden dar lugar. No podemos pensar en entrar aquí en el desarrollo de estas teorías; pero es destacable que Dante haya tomado la misma base para su cronología simbólica, y, sobre este punto también, podemos constatar su perfecto acuerdo con las doctrinas tradicionales de Oriente (Por lo demás, en el fondo hay acuerdo entre todas las tradiciones, cualesquiera que sean sus diferencias de forma; es así como la teoría de las cuatro edades de la humanidad (que se refiere a un ciclo más extenso que el de 13.000 años) se encuentra a la vez en la antigüedad grecorromana, en los Hindúes y en los pueblos de la América central. Se puede encontrar una alusión a estas cuatro edades (de oro, de plata, de bronce y de hierro) en la figura del «anciano de Creta» (Inferno, XIV, 94-l20), que, por lo demás, es idéntico a la estatua del sueño de Nabucodonosor (Daniel, II); y los cuatro ríos de los Infiernos, que Dante hace salir de él, no dejan de tener una cierta relación analógica con los del Paraíso terrestre; todo esto no puede comprenderse más que si uno lo refiere a las leyes cíclicas).

Pero uno se puede preguntar por qué Dante sitúa su visión exactamente en medio del «gran año», y si es menester verdaderamente hablar a este propósito de «egocentrismo», o si no hay para eso algunas razones de otro orden. Podemos hacer observar primero que, si se toma un punto de partida cualquiera en el tiempo, y si se cuenta a partir de ese origen la duración del periodo cíclico, siempre se llegará a un punto que estará en perfecta correspondencia con aquél de donde se ha partido, ya que es esta correspondencia misma entre los elementos de los ciclos sucesivos la que asegura la continuidad de éstos. Así pues, se puede escoger el origen de manera de colocarse idealmente en el medio de un tal periodo; se tienen así dos duraciones iguales, una anterior y la otra posterior, en el conjunto de las cuales se cumple verdaderamente toda la revolución de los cielos, puesto que todas las cosas se rencuentran finalmente en una posición, no idéntica (pretenderlo sería caer en el error del «eterno retorno» de Nietzsche), sino analógicamente correspondiente a la que tenían al comienzo. Esto puede ser representado geométricamente de la manera siguiente: si el ciclo en cuestión es el semiperiodo de la precesión de los equinoccios, y si se figura el periodo entero por una circunferencia, bastará trazar un diámetro horizontal para partir esta circunferencia en dos mitades de las que cada una representará un semiperiodo, donde el comienzo y el fin de éste corresponden a las dos extremidades del diámetro; si se considera solamente la semicircunferencia superior, y si se traza el radio vertical, éste terminará en el punto mediano, que corresponde al «medio de los tiempos». La figura así obtenida es el signo, es decir, el símbolo alquímico del reino mineral (Este símbolo es uno de los que se refieren a la división cuaternaria del círculo, cuyas aplicaciones analógicas son casi innumerables); coronado de una cruz, es el «globo del mundo», jeroglífico de la Tierra y emblema del poder imperial (Cf Oswald Wirth, le Symbolisme hermétique dans ses rapports avec l'Alchimie et la Franc-Maçonnerie, pp 19 y 70-71). Este último uso del símbolo de que se trata permite pensar que debía tener para Dante un valor particular; y la añadidura de la cruz se encuentra implicada en el hecho de que el punto central donde se colocaba correspondía geográficamente a Jerusalén, que representaba para él lo que podemos llamar el «polo espiritual» (El simbolismo del polo desempeña un papel considerable en todas las doctrinas tradicionales; pero, para dar su explicación completa, sería menester consagrarle todo un estudio especial). Por otra parte, en los antípodas de Jerusalén, es decir, en el otro polo, se eleva el monte del Purgatorio, por encima del cual brillan las cuatro estrellas que forman la constelación de la «Cruz del Sur» (Purgatorio, I, 27); ahí está la entrada de los Cielos, de igual modo que por debajo de Jerusalén está la entrada de los Infiernos; y encontramos figurada, en esta oposición, la antítesis del «Cristo doloroso» y del «Cristo glorioso».

Se podrá encontrar extraño, a primera vista, que establezcamos así una asimilación entre un simbolismo cronológico y un simbolismo geográfico; y no obstante es a eso a lo que queríamos llegar para dar a la precisión que precede su verdadera significación, ya que la sucesión temporal, en todo esto, no es más que un modo de expresión simbólico. Un ciclo cualquiera puede ser partido en dos fases, que son, cronológicamente, sus dos mitades sucesivas, y es bajo esta forma como lo hemos considerado en primer lugar; pero en realidad, estas dos fases representan respectivamente la acción de dos tendencias adversas, y por lo demás complementarias; y, evidentemente, esta acción puede ser tanto simultánea como sucesiva. Por consiguiente, colocarse en el medio del ciclo, es colocarse en el punto donde estas tendencias se equilibran: es, como dicen los iniciados musulmanes, «el lugar divino donde se concilian los contrastes y las antinomias»; es el centro de la «rueda de las cosas», según la expresión hindú, o el «invariable medio» de la tradición extremo oriental, el punto fijo alrededor del cual se efectúa la rotación de las esferas, la mutación perpetua del mundo manifestado. El viaje de Dante se cumple según el «eje espiritual» del mundo; en efecto, solo desde ahí se pueden considerar todas las cosas en modo permanente, porque uno mismo está sustraído al cambio, y porque, por consiguiente, tiene del cambio una visión sintética y total.

Desde el punto de vista propiamente iniciático, lo que acabamos de indicar responde también a una verdad profunda; el ser debe ante todo identificar el centro de su propia individualidad (representado por el corazón en el simbolismo tradicional) con el centro cósmico del estado de existencia al que pertenece esta individualidad, y que va a tomar como base para elevarse a los estados superiores. Es en este centro donde reside el equilibrio perfecto, imagen de la inmutabilidad principial en el mundo manifestado; es ahí donde se proyecta el eje que liga entre sí todos los estados, el «rayo divino» que, en su sentido ascendente, conduce directamente a esos estados superiores que se trata de alcanzar. Todo punto posee virtualmente estas posibilidades y es, si se puede decir, el centro en potencia; pero es menester que lo devenga efectivamente, por una identificación real, para hacer actualmente posible el florecimiento total del ser. He aquí por qué Dante, para poder elevarse a los Cielos, debía colocarse primero en un punto que sea verdaderamente el centro del mundo terrestre; y este punto lo es a la vez según el tiempo y según el espacio, es decir, en relación a las dos condiciones que caracterizan esencialmente la existencia de este mundo.

Si retomamos ahora la representación geométrica de que nos hemos servido precedentemente, vemos también que el rayo vertical, que va desde la superficie de la tierra a su centro, corresponde a la primera parte del viaje de Dante, es decir, a la travesía de los Infiernos. El centro de la tierra es el punto más bajo, puesto que es ahí hacia donde tienden por todas partes las fuerzas de la pesantez; tan pronto como es rebasado, comienza pues el ascenso, y va a efectuarse en la dirección opuesta, para desembocar en los antípodas del punto de partida. Para representar esta segunda fase, es menester pues prolongar el radio más allá del centro, de manera que se complete el diámetro vertical; se tiene entonces la figura del círculo dividido por una cruz, es decir el signo ?, que es el símbolo hermético del reino vegetal. Ahora bien, si se considera de una manera general la naturaleza de los elementos simbólicos que desempeñan un papel preponderante en las dos primeras partes del poema, se puede constatar en efecto que se refieren respectivamente a los dos reinos mineral y vegetal; no insistiremos sobre la relación evidente que une el primero a las regiones interiores de la tierra, y solo recordaremos los «árboles místicos» del Purgatorio y del Paraíso terrestre. Se podría esperar ver proseguirse la correspondencia entre la tercera parte y el reino animal (El símbolo hermético del reino animal es el signo , que conlleva el diámetro vertical entero y la mitad solamente del diámetro horizontal; este símbolo es en cierto modo inverso del símbolo del reino mineral, puesto que lo que era horizontal en uno deviene vertical en el otro y recíprocamente; y el símbolo del reino vegetal, donde hay una suerte de simetría o de equivalencia entre las dos direcciones horizontal y vertical, representa un estado intermediario entre los otros dos); pero a decir verdad, no hay nada de eso, porque los límites del mundo terrestre son rebasados aquí, de suerte que ya no es posible aplicar la consecución del mismo simbolismo. Es al final de la segunda parte, es decir, todavía en el Paraíso terrestre, donde encontramos la mayor abundancia de símbolos animales; así pues, es menester haber recorrido los tres reinos, que representan las diversas modalidades de la existencia en nuestro mundo, antes de pasar a otros estados, cuyas condiciones son completamente diferentes (Haremos observar que los tres grados de la Masonería simbólica tienen, en algunos ritos, palabras de paso que representan también respectivamente a los tres reinos, mineral, vegetal y animal; además, la primera de estas palabras se interpreta a veces en un sentido que está en una estrecha relación con el simbolismo del «globo del mundo»).

Nos es menester considerar todavía los dos puntos opuestos, situados en las extremidades del eje que atraviesa la tierra, y que, como lo hemos dicho, son Jerusalén y el Paraíso terrestre. En cierto modo, son las proyecciones verticales de los dos puntos que marcan el comienzo y el fin del ciclo cronológico, y que, como tales, habíamos hecho corresponder a las extremidades del diámetro horizontal en la figuración precedente. Si estas extremidades representan su oposición según el tiempo, y si las extremidades del diámetro vertical representan su oposición según el espacio, se tiene así una expresión del papel complementario de los dos principios cuya acción, en nuestro mundo, se traduce por la existencia de las dos condiciones de tiempo y de espacio. La proyección vertical podría ser considerada como una proyección en lo «intemporal», si nos es permisible expresarlo así, puesto que se efectúa según el eje desde donde todas las cosas son consideradas en modo permanente y ya no transitorio; el paso del diámetro horizontal al diámetro vertical representa pues verdaderamente una transmutación de la sucesión en simultaneidad.

Pero se dirá, ¿qué relación hay entre los dos puntos de que se trata y las extremidades del ciclo cronológico? Para uno de ellos, el Paraíso terrestre, esta relación es evidente, y eso es lo que corresponde al comienzo del ciclo; pero, para el otro, es menester precisar que la Jerusalén terrestre se toma como la prefiguración, de la Jerusalén celeste que describe el Apocalipsis; simbólicamente, por lo demás, es también en Jerusalén donde se coloca el lugar de la resurrección y del juicio que terminan el ciclo. La situación de los dos puntos en los antípodas uno del otro toma también una nueva significación si se observa que la Jerusalén celeste no es otra cosa que la reconstitución misma del Paraíso terrestre, según una analogía que se aplica en sentido inverso (Entre el Paraíso terrestre y la Jerusalén celeste hay la misma relación que entre los dos Adam de los que habla San Pablo (1a Epístola a los Corintios, XV)). En el comienzo de los tiempos, es decir, del ciclo actual, el Paraíso terrestre se ha hecho inaccesible a consecuencia de la caída del hombre; la nueva Jerusalén debe «descender del cielo a la tierra» en el final del mismo ciclo, para marcar el restablecimiento de todas las cosas en su orden primordial, y se puede decir que desempeñará para el ciclo futuro el mismo papel que el Paraíso terrestre para éste. En efecto, el fin de un ciclo es análogo a su comienzo, y coincide con el comienzo del ciclo siguiente; lo que no era más que virtual en el comienzo del ciclo se encuentra realizado efectivamente en su fin, y engendra entonces inmediatamente las virtualidades que se desarrollarán a su vez en el curso de ciclo futuro; pero esa es una cuestión sobre la que no podríamos insistir más sin salirnos enteramente de nuestro tema (Hay todavía a este propósito muchas otras cuestiones en las que podría ser interesante profundizar, como por ejemplo en ésta: ¿por qué el Paraíso terrestre es descrito como un jardín y con un simbolismo vegetal, mientras que la Jerusalén celeste es descrita como una ciudad y con un simbolismo mineral? Ello es porque la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la esfera de la asimilación vital, mientras que los minerales representan los resultados definitivamente fijados, «cristalizados» por así decir, al término del desarrollo cíclico). Para indicar aún otro aspecto del mismo simbolismo, agregaremos que el centro del ser, al que ya hemos hecho alusión más atrás, es designado por la tradición hindú como la «ciudad de Brahma» (en sánscrito Brahma-pura), y que varios textos hablan de él en términos que son casi idénticos a los que encontramos en la descripción apocalíptica de la Jerusalén celeste (La aproximación a la que estos textos dan lugar es todavía más significativa cuando se conoce la relación que une al Cordero del simbolismo Cristiano con el Agni vêdico (cuyo vehículo es representado por un carnero). No pretendemos que haya, entre las palabras Agnus e Ignis (equivalente latino de Agni), otra cosa que una de esas similitudes fonéticas a las que hacíamos alusión más atrás, que pueden no corresponder a ningún parentesco lingüístico propiamente dicho, pero que por ello no son puramente accidentales. De lo que queremos hablar sobre todo, es de un cierto aspecto del simbolismo del fuego, que, en diversas formas tradicionales, se liga bastante estrechamente a la idea del «Amor», transpuesta en un sentido superior como lo hace Dante; y, en esto, Dante se inspira todavía de San Juan, al que las Órdenes de caballería han vinculado siempre principalmente sus concepciones doctrinales. — Conviene hacer observar, además que el Cordero se encuentra asociado a la vez a las representaciones del Paraíso terrestre y a las de la Jerusalén celeste). Finalmente, y para volver a lo que concierne más directamente al viaje de Dante, conviene notar que, si es el punto inicial del ciclo el que deviene el término de la travesía del mundo terrestre, en eso hay una alusión formal a ese «retorno a los orígenes» que tiene un lugar tan importante en todas las doctrinas tradicionales, y sobre el que, por una coincidencia bastante sorprendente, el esoterismo Islámico y el Taoísmo insisten más particularmente; lo que se trata, por lo demás, es todavía la restauración del «estado edénico», de la que ya hemos hablado, y que debe ser considerada como una condición preliminar para la conquista de los estados superiores del ser.

El punto equidistante de las dos extremidades de las que acabamos de hablar, es decir, el centro de la tierra, es, como ya lo hemos dicho, el punto más bajo, y corresponde también al medio del ciclo cósmico, cuando este ciclo es considerado cronológicamente, o bajo el aspecto de la sucesión. En efecto, entonces se puede dividir su conjunto en dos fases, una descendente, que va en el sentido de una diferenciación cada vez más acentuada, y la otra ascendente, en retorno hacia el estado principial. Éstas dos fases, que la doctrina hindú compara a las fases de la respiración, se encuentran igualmente en las teorías herméticas, donde se les llama «coagulación» y «solución»: en virtud de las leyes de la analogía, la «Gran Obra» reproduce en abreviado todo el ciclo cósmico. Se puede ver en ello la predominancia respectiva de las dos tendencias adversas, tamas y sattwa, que hemos definido precedentemente: la primera se manifiesta en todas las fuerzas de contracción y de condensación, la segunda en todas las fuerzas de expansión y de dilatación; y encontramos también, a este respecto, una correspondencia con las propiedades opuestas del calor y del frío, puesto que la primera dilata los cuerpos, mientras que la segunda los contrae; por eso es por lo que el último círculo del Infierno está congelado. Lucifer simboliza el «atractivo inverso de la naturaleza», es decir, la tendencia a la individualización, con todas las limitaciones que le son inherentes; así pues, su morada es «il punto al qual si traggon d'ogni parte i pesi» (nferno, XXXIV, 110-111), o, en otros términos, el centro de estas fuerzas atractivas y compresivas que, en el mundo terrestre, son representadas por la pesantez; y ésta, que atrae a los cuerpos hacia abajo (lo cual es en todo lugar el centro de la tierra), es verdaderamente una manifestación de tamas. Podemos notar de pasada que esto va en contra de la hipótesis geológica del «fuego central», ya que el punto más bajo debe ser precisamente aquel donde la densidad y la solidez están en su máximo; y, por otra parte, esto no es menos contrario a la hipótesis, considerada por algunos astrónomos, de un «fin del mundo» por congelación, puesto que este fin no puede ser más que un retorno a la indiferenciación. Por lo demás, esta última hipótesis está en contradicción con todas las concepciones tradicionales: no es solo para Heráclito y para los Estoicos que la destrucción del mundo debía coincidir con su abrasamiento; la misma afirmación se encuentra casi por todas partes, desde los Purânas de la India al Apocalipsis; y debemos constatar también el acuerdo de estas tradiciones con la doctrina hermética, para la cual el fuego (que es aquel de los elementos en el que predomina sattwa) es el agente de la «renovación de la naturaleza» o de la «reintegración final».

Así pues, el centro de la tierra representa el punto extremo de la manifestación en el estado de existencia considerado; es un verdadero punto de detención, a partir del cual se produce un cambio de dirección, donde la preponderancia pasa de la una a la otra de las dos tendencias adversas. Por eso es por lo que, desde que se ha alcanzado el fondo de los Infiernos, comienza la ascensión o el retorno hacia el principio, ascensión que sucede inmediatamente al descenso; y el paso de un hemisferio al otro se hace rodeando el cuerpo de Lucifer, de una manera que hace pensar que la consideración de este punto central no deja de tener ciertas relaciones con los misterios masónicos de la «Habitación del Medio», donde se trata igualmente de muerte y de resurrección. Por todas partes y siempre, encontramos igualmente la expresión simbólica de las dos fases complementarias que, en la iniciación o en la «Gran Obra» hermética (lo que no es en el fondo más que una sola y misma cosa), traducen estas mismas leyes cíclicas, universalmente aplicables, y sobre las cuales, para nos, reposa toda la construcción del poema de Dante.

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